El laboratorio no era como Raistlin o cualquiera de los otros chicos de la clase habían imaginado. Se había teorizado mucho respecto a este lugar en sesiones clandestinas a medianoche en el dormitorio; era creencia generalizada que el laboratorio del maestro debía de estar oscuro como boca de lobo, atiborrado de telarañas y ojos de murciélagos y con un demonio capturado en una jaula en algún rincón.
Al inicio del curso, los mayores informaban en susurros a los chicos nuevos que los ruidos extraños que se oían de noche los causaba el demonio al sacudir sus cadenas cuando intentaba liberarse. A partir de ese momento, cada vez que se escuchaba un chirrido o un golpe seco, los nuevos se quedaban muy quietos en sus camas, temblando de miedo, convencidos de que, finalmente, el demonio había conseguido romperlas y estaba libre. Una noche que el gato de la escuela tiró una sartén en la cocina mientras cazaba ratones entre ollas y cazuelas provocó un estallido de pánico general con el resultado de que el maestro, al que despertaron los agudos chillidos de terror, se enteró de la historia y prohibió las conversaciones después de apagarse las velas.
Gordon había sido de los que más inventiva había demostrado en dar vida al demonio del laboratorio y había conseguido aterrorizar a tres crios de seis años que acababan de entrar en la escuela. Pero ahora se hizo patente que Gordon era el más asustado por sus propios cuentos cuando al darse media vuelta descubrió que, efectivamente, había una jaula en un rincón cuyos barrotes brillaban con la suave luz blanca que irradiaba de un globo suspendido en el techo; las rodillas le fallaron y se desplomó en el suelo.
—Condenado muchacho, ¿se puede saber qué te pasa? ¡Ponte de pie! —El maestro lo empujó y lo sacudió. Luego, mirando la jaula, añadió—: Buenas noches, preciosidades, aquí os traigo la cena.
El infeliz Gordon se puso blanco como un papel, convencido de que era el siguiente plato de alguna siniestra criatura, pero Theobald no se refería a los muchachos, sino a un trozo de pan que sacó de un bolsillo. Lo puso en la jaula, donde de inmediato se abalanzaron sobre él cuatro vivarachos ratones de campo.
Gordon se llevó las manos al estómago y dijo que no se encontraba bien.
En otras circunstancias, a Raistlin le habría divertido ver el mal rato que estaba pasando su más inveterado antagonista que tanto lo había atormentado, pero aquella noche estaba demasiado cohibido, inquieto, anhelante y nervioso para disfrutar con los lloriqueos del escarmentado bravucón.
El maestro hizo que Gordon se sentara en el suelo con la cabeza entre las piernas y después se dirigió a una zona apartada del laboratorio donde se entretuvo revolviendo papeles y tinteros.
Aburrido, Jon Farnish empezó a incordiar a los ratones.
Raistlin se apartó de la zona iluminada y buscó resguardo en las sombras, desde donde podía observar sin ser visto. Hizo un metódico repaso con la mirada por el laboratorio y retuvo cada detalle con su excelente memoria. Muchos años después de que dejara la escuela de maese Theobald todavía era capaz de cerrar los ojos y volver a ver cada objeto de aquel laboratorio, en el que estuvo una sola vez.
El laboratorio estaba limpio y ordenado. Nada de telarañas ni polvo; hasta los ratones se veían lustrosos y bien cuidados. Sobre una estantería había unos cuantos libros de hechizos encuadernados en anodinos colores grises y pardos. Seis estuches de pergaminos reposaban en un arconcillo con capacidad para muchos más. Había una colección de tarros para guardar componentes de hechizos, pero sólo unos pocos contenían algo. La mesa de piedra, sobre la que el maestro se suponía debería realizar experimentos arcanos, estaba tan limpia como la que utilizaba para comer.
Raistlin sintió una profunda tristeza; éste era el taller de trabajo de un hombre sin ambiciones, de un hombre en el que la chispa de creatividad estaba sofocada, suponiendo que hubiera alentado en él alguna vez. Theobald no venía a su laboratorio a crear, sino porque quería estar solo, leer un libro, echar trocitos de pan a los ratones de la jaula, machacar unas cuantas hojas de orégano para el estofado de mediodía, y tal vez para redactar algún conjuro en un pergamino muy de tarde en tarde; un conjuro cuya magia podría o no funcionar. Que lo hiciera o no, le daba igual.
—¿Te sientes mejor, Gordon? —Theobald se movía de aquí para allá dándose importancia, realizando hasta lo más insignificante como si fuera de gran trascendencia—. Estupendo, sabía que se te pasaría. Demasiada excitación, eso es todo. Ocupa tu sitio a este lado ele la mesa. Jon Farnish, tú te sentarás aquí, en el centro. Y Raistlin... ¿Dónde demonios...? ¡Ah, estás ahí! —El maestro le asestó una mirada enojada—. ¿Qué haces escondido en la oscuridad? Ven donde hay luz, como una persona civilizada. Tú te sentarás en el otro extremo. Sí, ahí.
Raistlin se dirigió en silencio al lugar asignado; Gordon estaba sentado con los hombros hundidos y el gesto sombrío. El laboratorio era un triste desengaño, y esto empezaba a parecerse demasiado a una clase corriente. Ahora Gordon se sentía amargamente decepcionado porque no había un demonio.
Jon Farnish tomó asiento, sonriente y seguro, y enlazó las manos calmosamente sobre la mesa, frente a él. Raistlin no había odiado a nadie tanto en su vida como odiaba a Jon en se momento.
Raistlin sentía que todos los órganos de su cuerpo estaban hechos un enmarañado nudo. Las entrañas se le retorcían y se enroscaban alrededor de su estómago; el corazón le daba brincos y presionaba dolorosamente contra los pulmones. La boca se le había quedado tan seca como un trozo de esparto, y la garganta se le cerró y lo hizo toser. Tuvo que secarse las manos en la camisa, con disimulo, porque tenía las palmas sudorosas.
Maese Theobald tomó asiento a la cabecera de la mesa con actitud grave y solemne y pareció ofenderlo la sonrisa de Jon Farnish. Frunció el ceño y tamborileó los dedos sobre la mesa, y Jon, al darse cuenta de su error, se tragó la sonrisa y de inmediato adoptó una actitud tan circunspecta como la de un búho en un cementerio.
—Eso está mejor —dijo el maestro—. El examen que estáis a punto de hacer es un asunto muy serio, tanto como la Prueba que pasaréis cuando seáis mayores y estéis preparados para avanzar en los diversos grados de conocimientos mágicos y de poder. Repito: este examen es tanto o más importante, porque, si no lo pasáis, nunca tendréis la oportunidad de llevar a cabo el otro.
Gordon soltó un enorme bostezo.
Maese Theobald le asestó una mirada de reprobación antes de proseguir:
—Sería aconsejable hacer este examen a todos los niños que se inscriben en una de las escuelas de magia antes de que fueran aceptados. Lamentablemente no es posible, ya que para realizarlo tenéis que poseer un amplio conocimiento de lo arcano, de modo que el Cónclave consideró que un estudiante debía tener como mínimo seis años de estudios antes de pasar el examen primario.
Los que han terminado esos seis años de preparación tienen que pasar el examen tanto si han demostrado previamente talento e inclinación por la magia como si no.
Lo que Theobald sabía, pero no dijo, era que el estudiante que fracasaba estaría bajo vigilancia, controlado, para el resto de su vida. No solía ocurrir, pero cabía la posibilidad de que un estudiante fracasado degenerara en un hechicero renegado, un mago que rehusaba seguir las leyes de la magia tal como se habían transmitido y arbitrado por el Cónclave. Estos hechiceros estaban considerados extremadamente peligrosos, y con razón, y la Orden los perseguía y les daba caza. Los muchachos no sabían nada respecto a los renegados, y el maestro, con muy buen juicio, se guardó de hacer ningún comentario al respecto. En caso contrario, Gordon sería un desdichado y un despojo el resto de sus días.
—El examen es sencillo para quien posee el talento y difícil en extremo para quien no lo tiene.
Todos los que desean avanzar en el estudio de la magia se someten al mismo examen primario.
No vais a tener que ejecutar un conjuro, ni siquiera un truco de magia. Tendrán que pasar muchos más años de estudio y trabajo duro antes de que poseáis la disciplina y el control necesarios para realizar hasta el hechizo más rudimentario. Este examen determina simplemente si tenéis o no lo que se ha dado en llamar «el don de los dioses».
Se refería a las antiguas deidades de la magia, los primos Solinari, Lunitari y Nuitari. Sus nombres eran todo cuanto quedaba de ellos según la mayoría de la gente de Ansalon; nombres que continuaban unidos a las tres lunas: la blanca, la roja y la negra. Esta última, de acuerdo con la creencia generalizada, no existía pero se suponía que aquellos que consagraban su vida a la oscuridad podían verla.
Conscientes de la opinión popular, de que no se los apreciaba ni se confiaba en ellos, los hechiceros se andaban con pies de plomo para no entrar en discusiones religiosas. Enseñaban a sus alumnos que las lunas tenían influencia en la magia del mismo modo que lo ejercían en las mareas; es decir, que se trataba de un fenómeno físico, sin que hubiera en él nada espiritual ni místico.
Aun así, Raistlin le había dado vueltas al tema. ¿Realmente los dioses se habían marchado del mundo dejando únicamente las luces encendidas en la ventana por la noche? ¿O aquellas luminarias eran el chispeante destello de unos ojos inmortales y siempre vigilantes?
Maese Theobald se volvió hacia las estanterías de madera que tenía detrás y abrió un cajón.
Sacó tres tiras de badana y puso una delante de cada muchacho. Jon Farnish se estaba tomando el asunto muy en serio ahora, tras la alocución del maestro. Gordon se mostraba resignado, huraño, deseoso de acabar de una vez con esto y regresar junto a sus compañeros; seguramente ya estaba inventando las mentiras que les contaría sobre el laboratorio del maestro.
Raistlin examinó la pequeña tira de badana, más o menos del largo de su antebrazo. Nunca se había utilizado y era flexible y suave al tacto.
El maestro puso una pluma y un tintero delante de cada uno de los muchachos y se retiró un paso de la mesa, con las manos cruzadas sobre el estómago.
Escribiréis en la piel de oveja las palabras «Yo, Magus» o con tono solemne, rimbombante.
¿Nada más, maestro? —preguntó Jon Farnish. Nada más.
Gordon rebulló en el asiento y mordisqueó el extremo de la pluma.
—¿Cómo se deletrea «Magus»? —inquirió. — ¡Eso es parte del examen! —lo reconvino maese Theobald.
—¿Qué...? ¿Qué pasará si lo escribo bien, maestro? —preguntó Raistlin con una voz que no parecía la suya.
—Si posees el don, ocurrirá algo. Si no, no pasará nada —contestó Theobald, que no miró al muchacho mientras hablaba.
«Quiere que fracase», comprendió Raistlin, sin saber muy bien por qué. No le gustaba al maestro, pero no era ésa la razón, y supuso que tenía algo que ver con la envidia que sentía por su patrocinador, Antimodes. La certidumbre de que éste era el motivo intensificó su resolución.
Cogió la pluma, que era negra al proceder del ala de un cuervo. Se utilizaban distintas clases de plumas dependiendo del tipo de pergaminos: una pluma de águila poseía un gran poder, igual que la de un cisne, mientras que la de ganso era para uso cotidiano, para escritura corriente, y sólo se utilizaba para transcribir palabras arcanas en una emergencia. La pluma de un cuervo era útil para casi cualquier tipo de magia, si bien algunos de los Túnicas Blancas más fanáticos ponían objeciones a su color.
Raistlin tocó la pluma con el dedo, y fue plenamente consciente de su tacto, del extraño contraste de su contextura, entre crespa y suave. La luz del globo arrancaba destellos de colores en la tersa superficie. La punta estaba recién cortada, muy afilada. Nada de un instrumento quebrado o despuntado para este importante acontecimiento.
El olor a tinta le recordó a Antimodes y aquel día que el archimago alabó su trabajo. Raistlin había descubierto hacía tiempo, escuchando a escondidas una conversación entre el maestro y Gilon, que era Antimodes quien le estaba pagando la escuela, no el Cónclave, como el archimago había dado a entender. Este examen demostraría si su inversión había merecido la pena.
Raistlin se dispuso a mojar la pluma en el tintero, pero entonces vaciló al ser presa de una sensación de náusea que rozaba el pánico. Todo lo que les habían enseñado pareció borrarse de su mente, deslizándose como la mantequilla al derretirse en una sartén caliente. ¡Era incapaz de recordar cómo se deletreaba «Magus»! La pluma tembló entre sus dedos sudorosos. El muchacho miró de reojo, a través de los párpados entrecerrados, a los otros dos. —He acabado
—dijo Gordon.
Tenía los dedos llenos de tinta y se las había ingeniado para salpicarse la cara también, de manera que las manchas negras ocultaban sus pecas. Tendió el pergamino, en el que había escrito la palabra «Magos». Al echar una ojeada de soslayo al pergamino de Jon, Gordon había tachado «Magos» y había escrito a continuación «Magus».
—He acabado —reiteró Gordon en voz alta—. ¿Y ahora qué pasa?
—En lo referente a ti, nada —repuso Theobald con expresión severa.
—¡Pero he escrito la palabra tan bien como él! —protestó el chico, malhumorado.
—¿Es que no has aprendido nada, muchacho estúpido? —replicó el maestro, furioso—. Una palabra mágica debe escribirse perfectamente, deletrearla correctamente la primera vez. No sólo estás escribiendo con la sangre del cordero, sino con la tuya propia. La magia fluye a través de ti a la pluma, y de ésta al pergamino.
—Oh, a la mierda —barbotó Gordon, que tiró la tira de piel al suelo.
Jon Farnish escribía con aparente facilidad, deslizando suavemente la pluma sobre la piel de oveja; se había manchado el índice derecho con tinta. Su escritura era legible, pero tendía a hacerla apelotonada y pequeña.
Raistlin mojó la pluma y empezó a escribir con letras marcadamente puntiagudas, gruesas y grandes, las palabras «Yo, Magus».
Jon Farnish se sentó erguido con una expresión satisfecha en el rostro. Raistlin, que terminaba en ese momento, levantó la cabeza al oír que el otro chico daba un respingo.
Las palabras escritas en la piel de oveja que Jon tenía delante empezaban a brillar. Era un fulgor débil, de un apagado tono rojo anaranjado, como una chispa recién prendida que luchara por sobrevivir.
—¡Diantre! —exclamó Gordon, impresionado. Esto casi compensaba lo de la falta del demonio.
—Bien hecho, Jon —felicitó efusivamente el maestro. Rojo de placer, el muchacho contempló, sobrecogido, el pergamino, y luego se echó a reír. — ¡Tengo el don! —gritó.
Maese Theobald volvió la vista hacia Raistlin. Aunque procuraba mostrarse preocupado, una comisura de sus labios se curvó.
Las palabras escritas por Raistlin sobre la piel de oveja continuaban negras.
El muchacho apretó la pluma con tanta violencia que la partió por arriba. Apartó los ojos del exultante Jon Farnish, hizo caso omiso del gesto burlón de Gordon, alejó de su mente la mordaz expresión de triunfo del maestro. Se concentró en las palabras «Yo, Magus» y elevó una plegaria:
«Dioses de la magia, si realmente sois deidades y no solamente lunas, no permitáis que fracase, no dejéis que vacile».
Se sumergió en sí mismo, en el propio núcleo de su ser, y juró: «Esto será mi vida, porque es lo único importante en ella. Este instante lo es todo, porque he nacido para él. Y, si fracaso, moriré, porque para mí no existe nada más».
« ¡Dioses de la magia, ayudadme! Os dedicaré mi vida, os serviré siempre. Daré gloria a vuestros nombres. ¡Ayudadme, por favor, ayudadme!»
Oh, cómo lo deseaba. Había trabajado duramente, durante tanto tiempo, para conseguirlo.
Enfocó todo su ser en la magia, concentró toda su energía en ella, y su frágil cuerpo empezó a acusar el esfuerzo. Se sentía mareado, débil. Sus ojos nublados vieron el globo de luz dividiéndose en tres esferas; el suelo se movía bajo él. Agachó la cabeza, desalentado, y la apoyó sobre la mesa.
La piedra estaba fría y dura bajo su febril mejilla. Cerró los ojos para contener las ardientes lágrimas que pugnaban por escapar. Todavía veía, impresos en los párpados, los tres globos de luz mágica.
Y entonces contempló, estupefacto, que dentro de cada esfera había una persona.
Uno era un apuesto joven vestido por completo con ropas blancas que fulgían con un brillo plateado. Era fuerte y musculoso, con la constitución de un guerrero, y llevaba en la mano un cayado de madera rematado por una dorada garra de dragón que sostenía un diamante.
Otro era también un joven, pero no apuesto, sino grotesco. Tenía la cara tan redonda como una luna, sus ojos eran unos pozos secos, oscuros y vacíos. Iba vestido con ropajes negros y sostenía en las manos un orbe de cristal, dentro del cual se arremolinaban las cabezas de cinco dragones de diferentes colores: rojo, verde, azul, blanco y negro.
Entre ambos había una bella joven de cabello tan negro como ala de cuervo, con un mechón blanco. Sus vestiduras tenían el profundo color rojo de la sangre, y en sus brazos sostenía un libro grande encuadernado en piel.
Los tres eran inmensamente diferentes, extrañamente semejantes.
—¿Sabes quiénes somos? —preguntó el hombre vestido de blanco.
Raistlin asintió, vacilante. Los conocía, aunque ignoraba cómo o por qué.
Nos rogaste ayuda con una oración, mas hay muchos que pronuncian nuestros nombres sólo con los labios, no con el corazón. ¿Crees de verdad en nosotros? —preguntó la mujer de roja túnica.
Raistlin meditó esta pregunta.
Vinisteis a mí, ¿no? —respondió finalmente. La mañosa respuesta desagradó al dios de la luz y al de la oscuridad. La actitud del hombre con la cara de luna se tornó más fría, y la del hombre de ropas blancas se hizo áspera. Sin embargo, la mujer de ropas rojas estaba complacida y le sonrió.
—Eres muy joven —dijo severamente Solinari—. ¿Comprendes la promesa que nos has hecho, el juramento de servirnos y glorificar nuestros nombres? Hacer tal cosa irá en contra de las creencias de muchos y quizá te ponga en peligro mortal.
Lo comprendo —respondió Raistlin sin vacilación. Nuitari fue el siguiente en hablar con una voz que semejaba esquirlas de hielo:
—¿Estás preparado para hacer los sacrificios que te exigiremos?
—Lo estoy —contestó firmemente el muchacho, que para sus adentros añadió: «Después de todo, ¿qué más podéis pedirme que no os haya dado ya?».
Los tres oyeron su pensamiento y Solinari sacudió la cabeza mientras Nuitari esbozaba una mueca siniestra.
Lunitari miró a Raistlin con regocijo. Su risa ondeó a través de él, alborozada, despertando su inquietud.
—En realidad no lo entiendes. Y, si pudieras presagiar lo que se te pedirá en el futuro, saldrías corriendo de aquí y no regresarías jamás. No obstante, te hemos observado y nos has impresionado. Te concedemos lo que pides con una condición: recuerda siempre que nos has visto y has hablado con nosotros. Jamás niegues tu fe en nosotros o seremos nosotros los que te negaremos a ti.
Los tres globos de luz se fundieron en uno solo y adquirieron la apariencia de un ojo, con el borde blanco, el iris rojo y la negra pupila. El ojo parpadeó una vez y después permaneció muy abierto, con una mirada fija.
Las palabras «Yo, Magus» fueron lo único que Raistlin vio entonces, negras sobre la blanca piel de oveja.
—¿Te encuentras mal, Raistlin? —oyó la voz del maestro, pero como si llegara a través de una densa niebla.
« ¡Callad! — musitó para sí el muchacho—. ¿Es que el necio no sabe que están aquí? ¿No se da cuenta de que están observando, esperando?»
—Yo, Magus —susurró en voz alta. Negro sobre blanco, que imbuyó con la sangre de su corazón.
Las negras letras empezaron a brillar, rojizas, como la espada tendida sobre el fuego de la forja de un herrero. El fulgor se intensificó más y más hasta que las palabras «Yo, Magus» quedaron trazadas con llamas. La piel de oveja se ennegreció, se retorció y se consumió. El fuego se apagó.
Raistlin, exhausto, se tambaleó sobre el asiento. En la mesa de piedra, ante él, no quedaba nada salvo una mancha carbonizada y pavesas grasientas. En su interior ardía un fuego que jamás se consumiría, quizá ni siquiera con la muerte.
Oyó un ruido, una especie de graznido ahogado. Maese Theobald, Gordon y Jon lo miraban de hito en hito con los ojos desorbitados y boquiabiertos.
Raistlin se levantó del asiento e hizo una cortés reverencia al maestro.
—¿Tengo permiso para retirarme ahora, señor?
Theobald asintió con la cabeza, incapaz de pronunciar una palabra. Tiempo después relató lo ocurrido en la asamblea de magos, contó el extraordinario examen llevado a cabo por uno de sus alumnos, explicó cómo la piel de oveja había sido devorada por las llamas. Añadió, con la debida modestia, que su destreza como maestro había inspirado, indudablemente, a su joven alumno, dando por resultado tal milagro.
Los otros magos lo escucharon con escepticismo; que se supiera, nunca había ocurrido algo parecido y les costaba trabajo creer que un alumno tan joven estuviera tan dotado para el arte.
Un hechicero sí le creyó: Antimodes. Más tarde se ocupó de informar a Par-Salian, que anotó el incidente, con un asterisco, junto al nombre de Raistlin en el libro donde llevaba el registro de todos los estudiantes de magia de Ansalon.
Esa noche, cuando los otros dormían ya, Raistlin se arrebujó en la gruesa capa y se escabulló al exterior.
Había dejado de nevar y las estrellas y las lunas salpicaban el negro firmamento como las joyas de una dama. Solinari era un reluciente diamante; Lunitari, un fulgurante rubí. Nuitari, ébano y ónice, era invisible, pero estaba allí. Estaba allí.
La nieve resplandecía blanca, pura, incólume bajo el suave fulgor de las estrellas y las lunas.
Los árboles proyectaban dobles sombras que veteaban el blanco con negro, y éste matizado con rojo.
Raistlin alzó la mirada hacia las lunas y se echó a reír; un sonido repicante que levantó ecos entre los árboles, que llegó hasta el propio cielo. Salió corriendo hacia el bosque, pisando la blanca e impecable nieve, dejando su rastro, su huella.