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Estaba nevando. Las clases terminaron temprano y se mandó a los chicos a jugar fuera hasta la hora de la cena; era saludable hacer ejercicio en el frío, dilatar los pulmones. Los alumnos sabían la verdadera razón de que los mandaran salir: el maestro quería librarse de ellos.

Maese Theobald había estado extrañamente preocupado durante todo el día, con la mente —lo que quedara de ella— en otra parte. Dio la clase distraídamente, sin que al parecer le importara si aprendían algo o no. No había recurrido a la vara de sauce ni una sola vez, aunque uno de los chicos se había quedado dormido poco después de comer, y continuó dormido, profunda y sonoramente, durante el resto de la tarde.

La mayoría de los alumnos tomaron tal distracción del maestro como un agradable cambio; no obstante, para tres de ellos resultó desagradable en extremo por el hecho de que maese Theobald se sumía de tanto en tanto en largos y absortos silencios durante los cuales su mirada vagaba sobre estos tres jóvenes, los mayores de la clase. Raistlin era uno de ellos.

Fuera, los otros chicos aprovecharon la copiosa nevada para construir un fuerte, formar ejércitos y arrojarse unos a otros bolas de nieve. Raistlin se arrebujó en la cálida y gruesa capa —un regalo de despedida, extraño sobremanera, de la viuda Judith—, dejó a los otros con sus estúpidos juegos y se fue a dar un paseo por la pinada que había en la parte norte de la escuela.

No soplaba el viento, y la nieve otorgaba una profunda quietud a la tierra apagando todos los sonidos, incluso el agudo griterío de los chicos. El silencio envolvía al muchacho. Los árboles estaban muy quietos y los animales se hallaban escondidos en sus nidos o madrigueras o cubiles, sumidos en el sueño invernal. Todos los colores se habían borrado, dejando en su ausencia el blanco de los copos de nieve, el negro de los troncos húmedos de los árboles, el gris pizarroso del encapotado cielo.

Raistlin se paró al borde del bosque. Tenía intención de caminar entre los árboles, de seguir una vereda obstruida por la nieve que conducía a un recoleto claro. En él había un tronco caído que le servía de asiento. Este era el refugio de Raistlin, su rincón secreto. Nadie lo conocía. Los pinos ocultaban el claro, haciéndolo invisible desde la escuela y el patio de recreo. Acudía allí a reflexionar, a madurar una idea con cuidado, a repasar sus notas, a recitar para sus adentros las letras del alfabeto del lenguaje arcano.

Cuando por primera vez marcó como suyo aquel rincón estaba seguro de que los otros chicos acabarían encontrándolo y estropeándolo, llevándose el tronco a rastras, quizá; tirando los restos de comida en el suelo; vaciando los orinales en él. No ocurrió nada de eso porque sus condiscípulos dejaron el claro en paz. Sabían que iba a alguna parte solo, pero no hicieron intención de seguirlo y Raistlin se alegró al principio. Por fin lo respetaban.

Pero su complacencia desapareció muy pronto, porque no tardó en darse cuenta de que los demás lo dejaban en paz porque, tras el incidente de las ortigas, lo detestaban. Nunca les había gustado, pero ahora le tenían tal recelo que no encontraban placer en importunarlo. Lo dejaron solo, haciéndole un vacío.

«Debería celebrar este cambio», se dijo para sus adentros.

Pero no lo hacía, y comprendió que, en el fondo, disfrutaba con la atención de los demás a pesar de que esa atención lo hubiera molestado, herido o encolerizado. Por lo menos al mofarse de él lo reconocían como uno de ellos. Ahora era un proscrito.

Había pensado caminar hasta el claro, pero, plantado en la linde del bosque, viendo el liso manto de nieve de heladas ondas agolpándose alrededor de los troncos de los árboles, no entró.

La nieve era perfecta, tanto que no se sintió capaz de pisarla y dejar un rastro de huellas que estropeara esa perfección. La campana de la escuela repicó; Raistlin agachó la cabeza para resguardarse de los gélidos copos que la ligera brisa que se estaba levantando le lanzaba a los ojos. Se dio media vuelta y desanduvo el camino trabajosamente a través del silencio, del blanco, del negro y del gris, de vuelta al calor y al letargo y a la soledad de la clase.

Los chicos se cambiaron las ropas mojadas y engulleron la cena, que se tomaron bajo la mirada vigilante, y en cierto modo absorta, de Marm. Maese Theobald sólo entraba en el comedor si se hacía necesario impedir que el suelo acabara lleno de sopa.

Marm informaba de cualquier fechoría al maestro, de modo que los lanzamientos de bolitas de pan y los buches de sopa escupida tenían que reducirse al mínimo. Los chicos estaban cansados y hambrientos después de las encarnizadas batallas, por lo que hubo menos payasadas de lo habitual. En el enorme comedor reinaba un relativo silencio salvo por alguna que otra risita contenida, así que los muchachos se quedaron muy sorprendidos cuando entró maese Theobald.

Se pusieron de pie precipitadamente, haciendo mucho ruido, mientras se limpiaban la grasa de la barbilla con el envés de la mano. Consideraban indignante esta intromisión; la hora de la cena era suya, personal, y el maestro no tenía derecho ni razón para entrometerse.

Theobald no vio los inquietos pies moviéndose, los ceños fruncidos, las miradas hoscas, o decidió hacer caso omiso de ello. Sus ojos localizaron a los tres mayores: Jon Farnish; Gordon, el frustrado carnicero; y Raistlin Majere.

Raistlin supo de inmediato a qué había ido el maestro, lo que iba a decir, lo que iba a pasar.

Ignoraba cómo lo sabía: premonición, alguna ramificación hereditaria del talento de su madre o simplemente deducción lógica. Ni lo sabía ni le importaba. No podía pensar con claridad. Se quedó frío, más que la nieve, sintiendo en su interior la pugna que libraba el miedo y un júbilo exultante. El pan que sostenía cayó de sus dedos enervados; el suelo pareció inclinarse bajo sus pies, y tuvo que apoyarse en la mesa para permanecer en pie.

Maese Theobald pronunció los nombres de los tres, nombres que Raistlin apenas oyó a través del retumbo de sus oídos, un ruido semejante al de las llamas subiendo impetuosas por una chimenea.

—Acercaos —dijo el maestro.

Raistlin no podía moverse; lo aterraba la idea de desplomarse en el suelo. Se sentía muy débil, como si estuviera poniéndose enfermo. La imagen de Jon Farnish, avanzando torpemente por el comedor con aire culpable, convencido de que estaba en apuros, hizo aparecer una sonrisa despectiva en los labios de Raistlin. Su cabeza se despejó, el fuego de la chimenea se consumió de repente, y el joven echó a andar, consciente de su porte digno.

Se paró delante de Theobald, oyó las palabras del maestro en sus huesos, sin tener conciencia de haberlas escuchado en los oídos.

—He decidido, tras considerarlo larga y cuidadosamente, que los tres, en virtud de vuestra edad y vuestras previas actuaciones, os sometáis a una prueba esta noche a fin de determinar vuestra habilidad para poner en uso los conocimientos adquiridos. Vaya, no os asustéis.

Los ojos de Gordon, muy abiertos por la consternación, parecían a punto de salirse de las órbitas.

—Esta prueba no es en absoluto peligrosa —continuó el maestro en tono tranquilizador—. Si fracasáis, no os ocurrirá nada malo. La prueba me revelará si vuestra elección de estudiar magia es acertada o no. En caso de que no lo sea, informaré a vuestros padres y a cualquier otro interesado en vuestro bienestar —aquí miró duramente a Raistlin— que, en mi opinión, vuestra permanencia aquí es una pérdida de tiempo y dinero.

—¡Nunca quise venir! —exclamó Gordon, sudoroso—. ¡Jamás! ¡Yo quiero ser carnicero!

Alguien se echó a reír. Encolerizado, el maestro buscó al culpable, que de inmediato calló y se escondió detrás de uno de sus compañeros. Los demás guardaban silencio. Seguro de que el orden se había restablecido, Theobald miró a sus alumnos mayores.

—Confío en que vosotros dos no seáis de su misma opinión.

—Espero con impaciencia esa prueba, maestro —dijo Jon Farnish, sonriendo.

Raistlin lo odió; podría haberlo matado allí mismo, en ese instante. ¡Eso quería haberlo dicho él!

Hablar con esa despreocupación y esa confianza... Pero, en cambio, sólo fue capaz de farfullar, balbuciente: —Es... estoy... preparado.

Maese Theobald resopló como si dudara mucho de la realidad de esa manifestación.

Veremos. Venid conmigo. Los condujo fuera del comedor. El desdichado Gordon iba lloriqueando y protestando; Jon Farnish, anhelante y sonriente, como si esto fuera la hora del recreo, y Raistlin, con las rodillas tan temblorosas que apenas podía caminar.

Vio su vida puesta en una balanza en este instante, como el cuchillo que Caramon sostenía en equilibrio por la punta sobre la mesa de la cocina. Se imaginó siendo expulsado de la escuela mañana por la mañana, enviado a casa con un pequeño hatillo de ropa, deshonrado. Imaginó a los chicos alineados en el pasillo, riéndose y abucheándolo, celebrando su caída. Y de vuelta en casa, con los torpes intentos de Caramon de consolarlo, y el alivio de su madre, y la compasión de su padre.

¿Y cuál sería su futuro sin la magia?

De nuevo Raistlin se quedó helado, de los pies a la cabeza, frío y tieso como el hielo con el terrible conocimiento de sí mismo.

Sin la magia, no había futuro para él. Maese Theobald los llevó a través de la biblioteca y por un pasillo hasta una puerta cerrada mágicamente que conducía a sus aposentos privados. Todos los chicos sabían adonde daba esa puerta, y entre ellos hablaban de que podía accederse a través de ella al laboratorio del maestro, del que tan a menudo hablaba. Una noche, un grupo de muchachos, dirigidos por Jon Farnish, habían hecho un intento fallido de anular la magia de la cerradura. Jon tuvo que explicar al día siguiente cómo se había quemado los dedos.

Con los tres muchachos pegados a los talones, el maestro se detuvo delante de la puerta. Musitó quedamente varias palabras mágicas que Raistlin, a pesar del tumulto que sacudía su espíritu, se esforzó por escuchar.

No tuvo éxito. Las palabras carecían de sentido para él, no podía pensar ni concentrarse, y salieron de su cerebro casi en el mismo instante de entrar en él. Tenía la mente en blanco, completamente. Era incapaz de recordar cómo deletrear su propio nombre, cuanto menos el complicado lenguaje de la magia.

La puerta se abrió. Maese Theobald agarró a Gordon, quien, aprovechando la realización del conjuro, intentaba hacer una discreta desaparición. El maestro clavó sus regordetes dedos en el hombro de Gordon y lo introdujo de un empujón en una sala de estar, sin hacer caso de sus lloriqueos y protestas. Jon Farnish y Raistlin entraron tras ellos, y la puerta se cerró a su espalda.

—¡No quiero hacerlo! ¡Por favor, no me obliguéis! ¡Me agarrará un demonio, seguro! —aulló Gordon.

—¡Un demonio! ¡Qué tontería! ¡Deja de lloriquear de una vez, muchacho estúpido! —La mano del maestro, por la fuerza de la costumbre, se alargó para coger la vara de sauce, pero la había dejado en la clase. Su voz se endureció—. Te abofetearé si no te controlas ahora mismo.

La mano de Theobald, aunque vacía, era ancha y grande. Gordon la miró y guardó silencio, excepto algún sorbido que otro.

—No servirá de nada que entre ahí —dijo hoscamente—. Soy malísimo para esto de la magia.

—Sí, lo eres —convino el maestro—. Pero tus padres han pagado por ello y tienen derecho a esperar de ti que, como mínimo, lo intentes.

Retiró una alfombra tejida de manera muy curiosa y dejó al descubierto una trampilla. También ésta estaba cerrada mágicamente y, de nuevo, el maestro musitó unas palabras arcanas. Luego pasó la mano por la cerradura tres veces, la alargó hacia la anilla de hierro y tiró de ella.

La trampilla se abrió silenciosamente. Un tramo de escalones descendía hacia una cálida y aromática oscuridad.

—Gordon y yo entraremos primero —dijo maese Theobald, que añadió con causticidad—: para limpiar el lugar de demonios.

Agarró al infortunado Gordon por el cuello de la camisa y lo arrastró escaleras abajo. Jon Farnish los siguió, ansioso. Raistlin dio un paso para ir tras él; tenía el pie en el primer escalón de arriba cuando se quedó inmóvil como una estatua.

Ante él se abría una tumba, y estaba a punto de meterse en ella.

Parpadeó y la imagen desapareció. Ante él no había nada siniestro, sino la escalera de un sótano.

Empero, Raistlin vaciló en el umbral; había aprendido de su madre a ser receptivo con los sueños y los portentos; había visto la tumba con total claridad y se preguntó qué significado tendría o si no significaría nada. Seguramente todo era producto de su maldita fantasía, su excesiva imaginación. Aun así, siguió vacilando ante la escalera.

Jon Farnish estaba ahí abajo, salvo que no era Jon Farnish, sino Caramon, que estaba de pie ante la tumba de Raistlin, mirando a su gemelo con infinita tristeza.

Raistlin cerró los ojos. Estaba lejos de este sitio, en su claro, sentado en el tronco, con la nieve cayendo sobre él, llenando su mundo, dejándolo frío, puro, sin huellas.

Cuando abrió los ojos, Caramon había desaparecido y también la tumba.

Bajó los escalones con pasos prestos y firmes.