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Los primeros días del verano en el que Raistlin tenía trece años fueron inusitadamente calurosos. Las hojas de los Vallenwoods colgaban fláccidas y mustias en la cargada atmósfera.

El sol bronceó a Caramon y quemó a Raistlin en el trayecto diario de ida y vuelta a la escuela que los dos hermanos hacían en la carreta del granjero.

En clase los alumnos estaban adormilados y torpes a causa del bochorno, y pasaban los días cazando moscas, dormitando y despertando con el doloroso azote de la vara de sauce de maese Theobald. Finalmente, hasta el maestro admitió que no estaban haciendo nada positivo.

Además, había una asamblea de magos a la que quería asistir, de modo que dio a sus alumnos ocho semanas de vacaciones. Las clases se reanudarían en otoño, después de la cosecha.

Raistlin agradeció el período vacacional; por lo menos sería un descanso de la aburrida rutina diaria. Empero, no llevaba más de un día en casa cuando deseó encontrarse de vuelta en la escuela. Al recordar las pullas de sus compañeros de clase, la col y a maese Theobald, se preguntó por qué no era feliz en casa. Y entonces comprendió que no sería reliz en ninguna parte. Se sentía inquieto, insatisfecho.

—Tú lo que necesitas es una chica —aconsejó Caramon.

—Lo dudo mucho —replicó acerbamente.

Echó una ojeada a un grupo de tres hermanas que simulaban estar completamente absortas en tender la colada en las ramas del Vallenwood para que se secara. Sin embargo, no tenían puesta su atención en las camisas y las enaguas. Sus ojos lanzaban miradas atrevidas y risueñas a Caramon.

—¿Te das cuenta de las idioteces que haces, hermano mío? Igual que los otros: sacando pecho, flexionando los músculos, lanzando hachas a los árboles o dándoos de puñetazos los unos a los otros. Y todo eso ¿para qué? ¡Para llamar la atención de una chica que suelta risitas tontas!

—Saco algo más que unas risitas tontas, Raist —aseguró Caramon, que hizo un guiño lascivo— Anda, ven, te las presentaré. Lucy me dijo que te encontraba guapo.

—Tengo oídos, Caramon —contestó fríamente Raistlin—. Lo que dijo fue que tu «hermanito pequeño» era muy mono.

Caramon se puso colorado.

—No lo hizo a propósito, Raist —trató de explicar, azorado—. No lo sabía. Le expliqué que tenemos la misma edad, y...

Raistlin se dio media vuelta y dejó plantado a su hermano. El comentario desconsiderado de la chica lo había herido profundamente, y su propia reacción lo enfurecía porque quería estar por encima de lo que opinara la gente, quería que no le importara lo que pensaban de él los demás.

Y todo era culpa de ese traidor cuerpo suyo, primero enfermizo y débil y ahora atormentándolo con vagos anhelos y deseos insinuados. En cualquier caso, todo ello le parecía repugnante. Y Caramon se comportaba como un ciervo en la época de celo.

Las chicas, o la falta de ellas, no era su problema. Al menos, no en su totalidad. Se preguntó, inquieto, qué sería.

El calor descargó de repente esa noche en una violenta tormenta. Raistlin permaneció despierto para ver los relámpagos saltando entre los cúmulos de nubes, líneas quebradas de colores rosas y anaranjados. Gozaba con los estampidos de los truenos que sacudían los Vallenwoods y hacían vibrar las tablas del suelo. Un destello cegador, una explosión ensordecedora, el olor a azufre y el sonido de madera quebrándose le reveló que un rayo había caído cerca. Los gritos de «¡Fuego!» quedaron ahogados con el estruendo de la tronada. Caramon y Gilon salieron, desafiando la lluvia torrencial, para ayudar a combatir el incendio. Las llamas eran su peor enemigo, porque, a pesar de que los Vallenwoods eran más resistentes al fuego que la mayoría de los árboles, un incendio descontrolado podía destruir toda la ciudad arbórea. Raistlin permaneció al lado de su madre, que lloraba y temblaba y se preguntaba por qué no se había quedado su esposo con ella para confortarla. Raistlin estaba pendiente del progreso de las llamas, con sus libros de hechizos sujetos prietamente en las manos por si llegaba el caso de que su madre y él tuvieran que huir a toda prisa.

La tormenta encalmó al amanecer. Sólo un árbol había sido alcanzado, y tres casas habían ardido, aunque no había habido víctimas porque las familias pudieron escapar a tiempo. El suelo estaba alfombrado de hojas y ramas rotas, y en el aire flotaba el nauseabundo tufo a humo y madera quemada. En los alrededores de Solace todos los arroyos y regatos se habían desbordado de su cauce, mientras que los campos, antes resecos, estaban inundados ahora.

Raistlin salió de casa para ver los daños causados, como casi todos los habitantes de Solace.

Caminó hasta el borde de la línea de árboles para observar la crecida de agua; contempló fijamente la alborotada corriente del arroyo, que normalmente discurría plácido pero que ahora espumeaba y se agitaba en furiosos remolinos, socavando y arrastrando fragmentos de las márgenes que lo habían tenido confinado durante tanto tiempo.

El aprendiz de mago se sintió completamente identificado con él.

Llegó el otoño, trayendo días frescos y límpidos, y lunas llenas e hinchadas, y brillantes colores rojos, dorados y ocres. El susurro y los giros de las hojas al caer no mejoraron el estado de ánimo de Raistlin. El cambio de estación, la agridulce melancolía propia del otoño, heraldo de la cosecha y de las agostadoras escarchas, sólo consiguió empeorar su malhumor.

Hoy regresaría a la escuela y se quedaría hospedado allí de nuevo. Raistlin estaba deseando volver a clase tanto como había deseado marcharse; al menos, era un cambio. Y también al menos su cerebro tendría algo más en que ocuparse aparte de atormentarlo con imágenes de dorados rizos, sonrisas dulces, senos despuntando y pestañas agitándose con rápidos parpadeos.

La mañana de finales de otoño era fría; la escarcha centelleaba en las hojas rojas y doradas de los Vallenwoods y ribeteaba las pasarelas de madera, haciéndolas resbaladizas y traicioneras hasta que el sol saliera para secarlas. Unas nubes grises se cernían sobre los Picos del Centinela.

El aire olía a nieve; las cumbres de las montañas estarían cubiertas con una blanca capa a finales de semana.

Raistlin metió sus ropas en una bolsa: dos camisas de confección casera, ropa interior y otro par de medias de lana de mala calidad. Casi toda su ropa era nueva, hecha por su madre, pero necesitaba reponerla porque había crecido durante el verano y estaba tan alto como Caramon, aunque no tenía la corpulencia de su hermano. Aquellos centímetros de altura sólo conseguían acentuar su excesiva delgadez.

Rosamun salió del dormitorio, hizo un alto y lo miró fijamente con aquellos ojos azul pálido.

—¿Qué estás haciendo, pequeño?

Raistlin alzó la vista hacia su madre. Llevaba el suave cabello castaño bien peinado y pulcramente recogido debajo de la cofia. Vestía falda y corpiño, muy limpios, sobre una blusa nueva que había cosido ella misma bajo la dirección de la viuda Judith.

El joven se puso tenso instintivamente al oír su voz, pero ahora, al verla, se relajó. Su madre tenía otro día bueno. No había tenido ninguno malo durante su estancia este verano, y Raistlin supuso que tendrían que agradecérselo a la viuda Judith.

No sabía qué pensar de esa mujer; había ido preparado para desconfiar de ella, para descubrir algo atroz en su vida, algún motivo oculto en su aparente generosidad. Hasta el momento sus sospechas habían resultado infundadas. Era lo que parecía: una viuda cuarentona con un rostro agradable, manos suaves y largas, dedos gráciles, voz melodiosa, un lenguaje cuidado y una risa contagiosa que siempre conseguía arrancar una sonrisa en el pálido y delgado semblante de Rosamun.

La casa de los Majere estaba limpia y organizada ahora, algo que no había ocurrido nunca antes de que apareciera la viuda Judith. Rosamun comía a unas horas normales, dormía por las noches, iba al mercado, hacía visitas... siempre acompañada por la viuda Judith.

La mujer se mostraba cordial con Raistlin, aunque no con la misma libertad y comodidad que tenía con Caramon. Era más reservada con el aprendiz de mago, y el joven se había dado cuenta de que parecía observarlo en todo momento. No podía hacer nada en la casa sin sentir los ojos de la mujer clavados en él.

—Sabe que no te cae bien, Raist —le decía, acusador, Caramon.

Raistlin se encogió de hombros. Era cierto, aunque no sabría explicar el motivo. No le gustaba y estaba seguro de que era correspondido con la misma moneda.

Una de las razones podría ser que Rosamun, Gilon, Caramon y la viuda Judith formaban una familia, y Raistlin no era parte de ella. Y esto no era porque no hubiera sido invitado a integrarse, sino porque él, voluntariamente, había elegido quedarse al margen. Durante las tardes que Gilon estaba en casa, los cuatro solían sentarse en el exterior, bromeando y contando historias. Raistlin permanecía dentro de la casa, enfrascado en sus anotaciones escolares.

Gilon era un hombre nuevo ahora que su esposa había sido rescatada del tormentoso mar de su mente y en apariencia derivaba por aguas más seguras. Las arrugas de preocupación se habían suavizado en el entrecejo del leñador, que otra vez volvía a reír. De hecho, su esposa y él podían mantener ahora una conversación relativamente normal.

El trabajo del verano estaba a punto de terminarse, de modo que Gilon podía estar con su familia más a menudo, algo que complacía a todos excepto a Raistlin, que se había acostumbrado a que su padre estuviera ausente y se sentía cohibido cuando el hombretón andaba por allí. Tampoco le gustaba demasiado el cambio experimentado por su madre. Prefería sus fantasías y sus manías y echaba de menos los días en que había sido sólo para él. No le agradaba la nueva cordialidad existente entre Gilon y ella; su intimidad lo hacía sentirse todavía más aislado.

Caramon era obviamente el preferido de Gilon, y él adoraba a su padre. Gilon trataba de interesarse por el otro gemelo, pero el corpulento leñador era muy semejante a los árboles que talaba: desarrollo lento, movimientos lentos, razonamiento lento. Gilon era incapaz de entender el amor de Raistlin por la magia y, aunque había aceptado enviar a su hijo a la escuela de magos, albergaba la secreta esperanza de que el chico lo encontrara tedioso y lo dejara. Seguía acariciando esa ilusión y siempre se mostraba decepcionado el día que comenzaban de nuevo las clases y Raistlin se ponía a hacer el equipaje. Empero, en esa expresión de contrariedad había ahora un atisbo de alivio. Aquel verano Raistlin había sido como un extraño que estuviera hospedado con la familia; un extraño enojadizo, huraño. Gilon jamás lo admitiría, ni siquiera para sus adentros, pero se alegraría de ver marcharse a uno de sus hijos.

Era un sentimiento compartido. A veces Raistlin lamentaba ser incapaz de querer más a su padre y, de un modo vago, era consciente de que Gilon lamentaba no poder amar más a su extraño, agorero hijo.

«¿Y qué más da? — pensó Raistlin mientras hacía un rollo con las medias—. Mañana me habré marchado.» Le parecía imposible, pero de hecho estaba deseando percibir el olor a col cocida.

—¿Qué haces con tus ropas, Raistlin? —preguntó Rosamun.

—Preparo el equipaje, madre. Mañana regreso a la escuela de maese Theobald para instalarme allí durante el invierno. —Intentó sonreír—. ¿Lo has olvidado?

—No —respondió Rosamun en un tono más frío que la escarcha—. Tenía la esperanza de que no volvieras allí.

Raistlin dejó de hacer el equipaje para mirar a su madre con asombro. Era el tipo de comentario que había esperado de su padre, no de ella.

—¿Qué? ¿Que no reanudara mis estudios? ¿Y por qué pensabas eso, madre?

—¡Es algo maligno, Raistlin! — gritó Rosamun vehementemente, con una pasión que aterraba por su intensidad—. ¡Maligno, repito! —Dio una patada al suelo y adoptó una postura erguida—. Te prohíbo que vuelvas allí. ¡Nunca!

—Madre... —Raistlin estaba conmocionado, alarmado, perplejo. No sabía qué decir. Rosamun no había protestado nunca porque hubiera elegido este tipo de estudios. A veces se había preguntado si sabía siquiera que estudiaba magia; menos probable aún era que le importara—.

—Madre, hay personas que tienen mal concepto de los hechiceros, pero te aseguro que están equivocadas.

—¡Dioses del Mal! —manifestó con voz hueca— ¡Rindes culto a dioses malignos y, por su mandato, realizas actos antinaturales y ritos sacrílegos!

—El acto más antinatural que he llevado a cabo hasta ahora, madre, es caerme del taburete y estar a punto de romperme la crisma —repuso el joven secamente. Las acusaciones de Rosamun eran tan absurdas que le costaba trabajo tomarse en serio esta conversación.

»Madre, paso los días repitiendo monótonamente lo que dice mi maestro, aprendiendo a pronunciar «ei» y «ou» y «ue». Me pongo perdido de tinta y, de vez en cuando, consigo escribir algo que es casi legible sobre un trozo de pergamino. Paseo los campos recogiendo plantas. Eso es lo que hago, madre. Todo lo que hago —dijo amargamente—. Y te aseguro que el trabajo de Caramon limpiando los establos y recogiendo maíz es mucho más interesante y mucho más apasionante que la magia.

Enmudeció, sorprendido consigo mismo, con sus sentimientos. Ahora lo entendía. Ahora sabía lo que había estado irritándolo todo el verano. Había descubierto la rabia y la frustración que burbujeaban como acero fundido en su interior. Rabia y frustración atemperadas por el temor y la falta de seguridad en sí mismo.

Tinta y plantas. Recitar palabras sin sentido un día tras otro. ¿Dónde estaba la magia? ¿Cuándo vendría a él? ¿Vendría a él? Se estremeció con un repentino escalofrío. Rosamun le rodeó la cintura con el brazo y apoyó la mejilla en la suya.

—¿Ves? Te arde la piel. Creo que debes de tener fiebre. ¡No vuelvas a esa horrenda escuela! Sólo consigues ponerte enfermo. Quédate conmigo y te enseñaré todo cuanto necesitas saber.

»Leeremos libros juntos y haremos cuentas como solíamos hacer cuando eras pequeño. Me harás compañía.

Raistlin reflexionó sobre ello y descubrió que la idea le resultaba sorprendentemente tentadora.

No más necedades de maese Theobald; no más noches solitarias y silenciosas en el dormitorio colectivo, una soledad que se acentuaba porque era compartida; no más de este tormento interior, esta incertidumbre, este constante cuestionarse, este dudar.

¿Qué le había ocurrido a la magia? ¿Dónde se había escondido? ¿Por qué su sangre ardía más al ver a una estúpida chica que cuando copiaba esas «oes» y «eis»?

Había perdido la magia. O era eso o era que nunca había alentado dentro de él y se había estado engañando a sí mismo. Había llegado el momento de admitir su derrota, de admitir que había fracasado. Volver a casa. Encerrarse en este acogedor y cómodo cuarto, caliente, a salvo, rodeado por el amor de su madre. Se ocuparía de ella, la cuidaría, diría a la viuda Judith que se marchara con viento fresco.

Raistlin agachó la cabeza para que Rosamun no viera su amargura y su infelicidad. Sin embargo, su madre no advirtió su estado de ánimo; le acarició la mejilla y, alegremente, le hizo girar el rostro hacia el espejo que se había traído de Palanthas y que era su más preciada posesión, uno de los pocos vestigios que le quedaban de su adolescencia.

—Lo pasaremos estupendamente tú y yo. ¡Mira! —dijo, engatusadora, contemplando con sonrisa complaciente los dos rostros reflejados—. ¡Mira cómo nos parecemos!

Raistlin no era supersticioso, pero las palabras dichas inocentemente por su madre eran tan agoreras que se estremeció sin poder evitarlo.

—Estás temblando —dijo, preocupada, Rosamun—. ¡Ahí está, te dije que tenías fiebre! ¡Ven y acuéstate!

—No, madre, estoy bien. Madre, por favor...

Procuró apartarse de ella poco a poco. Su contacto, que antes le había parecido tan reconfortante, le resultaba ahora detestable. Lo avergonzaba y espantaba sentir eso por su madre, pero no podía remediarlo.

Rosamun lo estrechó más contra sí y apoyó la mejilla en su brazo; el muchacho era por lo menos un palmo más alto que ella.

—Estás tan delgado... —dijo—. Demasiado. La comida no se pega a tus huesos. La consumes.

»Y es por esa escuela, que te está enfermando, estoy segura. La enfermedad es un castigo para aquellos que no recorren el camino de la rectitud; es lo que dice la viuda Judith.

Raistlin no oía a su madre, no la estaba escuchando. Se estaba asfixiando, como si alguien apretara una almohada sobre su nariz y su boca. Ansiaba soltarse de su madre y salir al exterior, donde podría inhalar profunda y repetidamente el aire fresco. Deseaba echar a correr y no parar, perderse en la noche perfumada, emprender viaje por una calzada que lo llevara a cualquier parte, pero lejos de allí.

En ese momento, Raistlin descubrió una afinidad con su hermanastra, Kitiara; comprendía por qué se había marchado, sabía cómo debió de sentirse. La envidió por su vida en libertad, maldijo su frágil cuerpo que lo mantenía encadenado al hogar de la casa, atado a su clase de la escuela.

Siempre había dado por hecho que la magia lo liberaría del mismo modo que la espada de Kitiara la había liberado a ella.

Pero ¿y si la magia no le daba la libertad? ¿Y si no volvía a él? ¿Y si era verdad que había perdido el don?

Miró el espejo, vio el rostro de su madre, estragado por los sueños, y cerró los ojos para dejar fuera el miedo.