¡Raist! ¡Aquí! —Caramon hizo señas a su hermano desde el pescante de la carreta del granjero que iba conduciendo. Con trece años, pero tan alto, fornido y musculoso que a menudo pasaba por ser mucho mayor, Caramon se había convertido en el mejor peón de la granja de Juncia.
El cabello le caía sobre la frente en suaves rizos de un tono castaño claro, y sus ojos eran alegres, amistosos y francos: crédulos. Los niños lo adoraban, como lo hacían todos los trapisondistas, mendigos y timadores que pasaban por Solace. Era increíblemente fuerte para la edad que tenía, y también insólitamente tierno. Tenía un genio formidable cuando lo sacaban de sus casillas, pero la mecha detonante estaba enterrada tan profundamente y tardaba tanto en quemarse que, por lo general, Caramon se daba cuenta de que estaba furioso cuando la disputa había terminado hacía mucho.
Solamente explotaba cuando alguien amenazaba a su gemelo.
Raistlin levantó la mano para que su hermano viera que lo había oído. Se alegraba de ver a Caramon, de ver una cara amistosa.
Siete inviernos atrás, Raistlin decidió que debía instalarse en la escuela de maese Theobald durante los meses más crudos de esa inclemente estación, un arreglo que significaba que los gemelos estarían separados por primera vez en su vida.
Habían pasado siete inviernos en los que Raistlin estuvo ausente del hogar. Al llegar la primavera, como ahora, cuando el sol derretía el hielo de las calzadas y traía los primeros brotes verdes y dorados a los Vallenwoods, los gemelos se reunían.
Hacía mucho tiempo que Raistlin había renunciado a su secreta esperanza de que algún día se miraría en un espejo y vería un reflejo de la imagen de su apuesto gemelo. Con la fina estructura ósea de su rostro y sus grandes ojos, su rojizo y suave cabello que le llegaba a los hombros, Raistlin habría sido el más guapo de los dos de no ser por sus ojos. Sostenían la mirada con demasiada insistencia, miraban con demasiada fijeza y demasiado hondo, percibían demasiado, y en ellos había siempre un atisbo de desdén porque veía claramente todo cuanto había de fingimiento, de artificio y de absurdo en las personas, y ello lo divertía y lo asqueaba por igual.
Caramon bajó de la carreta de un salto y le dio a su hermano un rudo abrazo que Raistlin no devolvió. Se valió del hatillo de ropa que sostenía en los brazos como excusa para evitar una demostración de afecto abierta, cosa que Raistlin consideraba indecorosa y enojosa. Su cuerpo se puso tenso entre los brazos de su hermano, pero Caramon estaba demasiado excitado para advertirlo. Le cogió el hatillo y lo echó en la parte trasera de la carreta.
—Vamos, te ayudaré a subir —ofreció. Raistlin empezaba a pensar que no se alegraba tanto de ver a su gemelo como imaginó al principio. Había olvidado lo irritante que podía ser Caramon.
—Soy perfectamente capaz de subir a una carreta sin ayuda —contestó. —Oh, claro, Raist. —
Caramon sonrió, en absoluto ofendido.
Era demasiado necio para ofenderse. Raistlin subió al pescante y Caramon se encaramó de un salto en el lado del conductor. Cogió las riendas, chasqueó la lengua al tiempo que hacia dar media vuelta al caballo y condujo el vehículo por el camino que llevaba hacia Solace.
¿Qué es eso? —Caramon volvió bruscamente la cabeza hacia atrás y miró en dirección a la escuela.
—No les hagas caso, hermano mío —dijo quedamente Raistlin.
Las clases habían terminado, y el maestro solía aprovechar esta hora del día para «meditar», lo que significaba que se lo podía encontrar en la biblioteca con un libro cerrado y una botella abierta del vino que daba fama a Ergorth del Norte. Permanecería en ese estado meditativo hasta la hora de la cena, cuando el ama de llaves entrara a despertarlo. Se suponía que los chicos empleaban ese tiempo para estudiar, pero maese Theobald nunca los controlaba, de modo que los alumnos hacían lo que les venía en gana. Hoy, un grupo se había reunido en la parte trasera de la escuela para despedir a Raistlin.
—¡Adiós, Taimado! —gritaban al unísono, dirigidos por el instigador, un chico alto, pecoso y con el cabello del color de las zanahorias, que era nuevo en la escuela.
—¡Taimado! —Caramon miró a su hermano—. Se refieren a ti, ¿verdad? —Sus cejas se fruncieron en un ceño iracundo—. ¡Eh, so! —Hizo frenar al caballo.
—Caramon, déjalo estar —pidió Raistlin, poniendo la mano en el musculoso brazo de su gemelo.
—Ni hablar, Raist —replicó Caramon—. ¡No deberían llamarte esas cosas! —Apretó los puños, que eran formidables para un muchacho de su edad.
—¡Caramon, no! —ordenó duramente Raistlin—. Yo me encargaré de ellos a mi modo y cuando lo crea oportuno.
—¿Estás seguro, Raist? —Caramon miraba, furibundo, a los burlones muchachos—. No te llamarían esas cosas si tuvieran los labios partidos.
—Quizás hoy no —dijo Raistlin—. Pero tengo que volver con ellos mañana. Y ahora, por favor, sigue conduciendo. Quiero llegar a casa antes de anochecer.
Caramon obedeció. Siempre hacía lo que mandaba su gemelo. Raistlin era el inteligente de los dos, cosa que Caramon admitía alegremente; había llegado a depender de la guía de su hermano para casi todo en las cosas cotidianas, incluso hasta en los juegos que compartían con los otros chicos, tales como la pelota goblin, el kender fuera y el thane bajo la montaña. A causa de su frágil salud, Raistlin no podía participar en juegos que implicaban un gran desgaste físico, pero los observaba con gran atención y su mente despierta ideaba estrategias para ganar que transmitía a su hermano.
Cuando le faltaba la tutela de Raistlin, Caramon anotaba tantos por error a favor de sus adversarios en la pelota goblin, casi siempre terminaba siendo el kender en el kender fuera, y constantemente caía víctima de las tácticas militares de su amigo de mayor edad, Sturm Brightblade, en el thane bajo la montaña. Cuando su gemelo estaba allí para recordarle qué lado del campo era cuál, para sugerirle astutas artimañas con las que engañar a sus adversarios, Caramon era el vencedor las más de las veces.
Volvió a chasquear la lengua para que el caballo arrancara, y la carreta empezó a rodar por el sendero de marcados surcos. La rechifla cesó ya que los chicos se aburrieron de lanzar pullas y se dedicaron a otro pasatiempo.
—No entiendo por qué no me dejaste que los breara a mamporros —protestó Caramon.
«Porque —repuso Raistlin para sus adentros—, sé lo que ocurriría y cómo terminaría. Los "brearías a mamporros", como tan elegantemente lo has expresado, hermano mío, y a continuación los ayudarías a levantarse, les darías palmadas en la espalda y les dirías que sabías que no lo habían hecho con mala intención. Y todos acabaríais como buenos amigos.
«Exceptuándome a mí, el "Taimado". No, seré yo quien les dé una lección, quien les enseñe el significado de la palabra taimado.»
Habría seguido rumiando, tramando y dando vueltas a tales agravios de no ser por que su hermano charlaba por los codos sobre sus padres, sus amigos y el día tan estupendo que hacía.
Soplaba una suave y cálida brisa que olía a cosas en crecimiento, a caballo y a hierba recién segada, unos olores mucho más agradables que el de col cocida y el de chicos que sólo se bañaban una vez a la semana.
Raistlin inhaló profundamente el aire fragante y no tosió. El sol le daba un agradable calorcillo, y el muchacho escuchó con verdadero deleite la conversación de su hermano.
—Papá ha estado ausente durante las tres últimas semanas y probablemente no vuelva hasta finales de mes. Mamá se acordó que venías a casa hoy. —Caramon miró de reojo a su hermano—. Últimamente, desde que la viuda Judith empezó a quedarse con ella cuando le vienen los días malos, está mucho mejor, Raist. Tú mismo verás el cambio.
—¿La viuda Judith? —inquirió Raistlin, cortante ¿Quién es? ¿Y qué quieres decir con que se queda con ella? ¿Qué pasa contigo y con papá?
Caramon rebulló, incómodo, en el asiento.
—Ha sido un mal invierno, Raist. Tú estabas ausente y papá tenía que trabajar. No podía tomarse un descanso o nos habríamos muerto de hambre. Cuando la nieve cubrió la granja del señor Juncia y no me necesitaron, conseguí un trabajo en el establo para dar de comer a los caballos y limpiar las cuadras. Probamos a dejar sola a mamá, pero... En fin, que no funcionó.
Un día volcó una vela y no se dio cuenta. Faltó poco para que prendiera fuego a la casa. Hemos hecho todo lo que hemos podido, Raist.
Su gemelo no dijo nada, sumido en un silencio torvo, furioso con su padre y con su hermano.
No tendrían que haber dejado a su madre al cuidado de extraños. También estaba furioso consigo mismo por haberla abandonado.
—La viuda Judith es muy agradable, Raist —continuó Caramon, a la defensiva—. A mamá le cae muy bien, y, como ya he dicho, está mucho mejor. Judith viene todas las mañanas y ayuda a mamá a vestirse y a peinarse. Hace que coma algo y después se ponen a coser y hacer ese tipo de cosas. Judith habla mucho con mamá y evita que le den los ataques. —Miró con inquietud a su hermano—. Lo siento, quería decir trances.
—Y de qué hablan? —preguntó Raistlin.
—No lo sé. —Su hermano parecía sobresaltado— Cosas de mujeres, supongo. Nunca les he prestado atención.
—¿Y cómo podemos permitirnos pagar a esa mujer?
—No le pagamos. —Caramon esbozó una sonrisa—. ¡Eso es lo mejor del caso, Raist! Lo hace gratis.
—¿Desde cuándo vivimos de la caridad ajena? —demandó Raistlin.
No es caridad, Raist. Le ofrecimos pagarle, pero no quiso aceptarlo. Ayudar a otros es parte de su religión, esa nueva orden de la que hablan en Haven, los belzoritas o algo por el estilo. Es una de ellos.
—Esto no me gusta —dijo Raistlin, ceñudo—. Nadie hace algo por nada. ¿Qué pretende?
—¿Qué puede pretender? No es como si tuviéramos una casa llena de joyas. La viuda Judith es una buena persona, Raist. ¿Es que no puedes creer algo así?
Por lo visto, no, ya que Raistlin siguió haciendo preguntas:
—¿Cómo disteis con tan «buena persona», hermano mío?
—De hecho fue ella la que dio con nosotros —contestó Caramon después de tomarse un momento para recordar— Vino a la puerta un día y dijo que había oído que mamá no se encontraba bien. Sabía que los hombres de la casa —Caramon dijo aquel plural con un dejo de orgullo— teníamos que salir a trabajar y aseguró que estaría encantada de quedarse con mamá mientras estuviéramos fuera. Nos contó que era viuda y que sus hijos se habían hecho mayores y se habían marchado, que también estaba sola. Y que el sumo sacerdote de Belzor les había mandado que ayudaran a otros.
—¿Quién es Belzor? —inquirió desconfiadamente Raistlin.
Para entonces, hasta la paciencia de Caramon se había agotado.
—En nombre del Abismo, Raist, no lo sé —replicó—. Pregúntaselo tú mismo, pero sé amable con la viuda Judith, ¿vale? Se ha comportado muy bien con nosotros.
Raistlin no se tomó la molestia de contestar y se sumió de nuevo en un silencio meditabundo.
Ni él mismo sabía por qué le incomodaba este asunto. Tal vez se debía únicamente a su sentimiento de culpabilidad por haber abandonado a su madre al cuidado de extraños. Empero, había algo que no le olía bien. Caramon y su padre eran demasiado confiados, demasiado dados a creer en la bondad de la gente, y era fácil engañarlos. Nadie dedicaba horas y horas de su tiempo cuidando de otro si no esperaba sacar algo a cambio. Nadie. Caramon echaba miradas preocupadas, ansiosas, a su hermano.
—No estás enfadado conmigo, ¿verdad, Raist? Siento haberte gritado. Es sólo que... Bueno, ni siquiera conoces a la viuda y ya te...
—Tienes un aspecto estupendo, hermano mío —interrumpió Raistlin, que no quería oír nada más sobre Judith.
Caramon enderezó la espalda con orgullo.
—Papá me midió en el dintel de la puerta y he crecido diez centímetros desde el otoño. Ahora soy más alto que cualquiera de nuestros amigos, incluso Sturm.
Raistlin se había dado cuenta. Saltaba a la vista que Caramon había dejado de ser un muchachito y que durante el invierno se había convertido en un joven bien parecido, más fornido y alto de lo que correspondía a su edad, con una mata de cabello ondulado y unos grandes ojos casi insoportablemente francos. Era alegre y cachazudo, amable con los mayores, divertido y sociable. Reía de buena gana cualquier broma, aunque fuera a su costa. Todos los jóvenes y niños de la ciudad, desde el serio y casi siempre taciturno Sturm Brightblade hasta los pequeñines del granjero Juncia, que pedían a voces encaramarse a sus anchos hombros, lo consideraban un amigo.
En cuanto a los adultos, sus vecinos, en especial las mujeres, sentían pena por el solitario jovencito y siempre lo estaban invitando a compartir la mesa con la familia. Puesto que Caramon jamás rechazaba un almuerzo gratis aun en el caso de que acabara de comer algo, probablemente era el joven mejor alimentado de todo Solace.
—¿Alguna noticia de Kitiara? —preguntó Raistlin.
—Ninguna en todo el invierno. Hace más de un año que no sabemos nada de ella. ¿Crees que...? Quiero decir... A lo mejor ha muerto...
Los gemelos intercambiaron una mirada y en ese momento el parecido entre ambos, por lo general inapreciable, se hizo evidente. Los dos sacudieron la cabeza, y Caramon se echó a reír.
—Vale, de acuerdo, no ha muerto. Entonces, ¿dónde se mete?
—En Solamnia —dijo Raistlin.
—¿Qué? —Su hermano estaba estupefacto—. ¿Cómo lo sabes?
—¿En qué otro sitio iba a estar? Se marchó para buscar a su padre o, al menos, a sus parientes, su familia.
—¿Y para qué los necesita? Nos tiene a nosotros.
Raistlin resopló con desdén y no dijo nada.
—Volverá por nosotros, de todas formas —afirmó Caramon con seguridad—. ¿Irás con ella, Raist?
—Tal vez. Después de que pase la Prueba.
—¿La Prueba? ¿Es como las que me hace papá? —Caramon estaba indignado—. Te equivocas en una cochina suma y te manda a la cama sin cenar. ¡Uno podría morirse de hambre! Además, ¿para qué le sirven las matemáticas a un guerrero? ¡Zas! ¡Zas! —Caramon blandió una imaginaria espada en el aire y el caballo se asustó.
—¡Eh! Vaya, lo siento, Bess. Bueno, supongo que necesito aprender los números para contar las cabezas de todos los goblins que voy a matar o para saber cuántos trozos de empanada he de cortar, pero nada más. Desde luego, no necesito multiplicaciones ni divisiones y todo eso.
—Entonces serás un ignorante —dijo fríamente Raistlin—. Como un enano gully.
Caramon palmeó el hombro de su hermano.
—No me importa. Tú puedes hacer todas las multiplicaciones por mí.
—Puede que llegue el día en que no esté contigo para hacerlas, Caramon —susurró su hermano.
—Siempre estaremos juntos, Raist —manifestó con complacencia el mocetón—. Somos gemelos. Yo necesito tus multiplicaciones, y tú necesitas mis cuidados.
Raistlin suspiró para sus adentros, admitiendo que en eso su hermano tenía razón. «Tampoco estaría tan mal. Su fuerza muscular combinada con mi cerebro...»
—¡Para la carreta! —ordenó.
Sobresaltado, Caramon tiró bruscamente de las riendas e hizo que el caballo frenara.
—¿Qué pasa? ¿Tienes ganas de hacer pis? ¿Quieres que te acompañe? ¿Qué te ocurre?
Raistlin se bajó del pescante.
—Quédate aquí esperándome. No tardaré.
Salió de la vereda de tierra y se metió entre el denso follaje. Más adelante, un campo de trigo se mecía como un lago dorado que lamiera las orillas de los verdes pinares. Raistlin se abrió paso entre la hierba alta y los matorrales, apartándolos con impaciencia, buscando la mancha blanca que había atisbado desde la carreta.
Ahí estaba. Era una planta de flores blancas de pétalos cerosos, en ramillete, encajadas entre las grandes hojas verdes de dentados bordes. Unos filamentos minúsculos sobresalían de las hojas.
Raistlin examinó la planta y la identificó sin dificultad. El problema era cómo recogerla. Corrió de vuelta a la carreta.
—¿Qué es? —Caramon estiró el cuello—. ¿Una serpiente? ¿Has encontrado una serpiente?
—Una planta —contestó Raistlin. Cogió de la parte trasera de la carreta el hatillo de ropa y sacó una camisa, con la que volvió a su hallazgo.
Una planta... —repitió su hermano, perplejo. Su rostro se animó—. ¿Se puede comer?
Raistlin no contestó. Se arrodilló junto a la planta, con la camisa enrollada alrededor de la mano.
Con la izquierda abrió una pequeña navaja que llevaba en el cinturón y, con extremado cuidado para que la mano desprotegida no rozara los filamentos, cortó varias hojas por el tallo. Las recogió con la mano protegida con la camisa y, transportándolas con precaución, regresó a la carreta.
—¿Tanto lío por un puñado de hojas? —Caramon lo miraba de hito en hito.
—¡No las toques! —advirtió Raistlin.
—¿Por qué no? — Su hermano retiró la mano rápidamente.
—¿Ves esos pequeños filamentos en las hojas? — ¿Fila... qué?
—Pelos. Los pelillos de las hojas, ¿los ves? Esta planta se llama ortiga espinosa. Si tocas las hojas te levanta grandes ronchas rojas en la piel. Es muy doloroso, y a veces hay gente que muere si tiene una reacción alérgica a ellas.
—¡Caray! —Caramon miró fijamente las hojas de ortiga que su hermano había dejado en el fondo de la carreta—. ¿Para qué quieres una planta así? — Las estudio —repuso el aprendiz de mago, que se encaramó de nuevo al pescante.
—¡Pero te pueden hacer daño! —protestó Caramon—. ¿Por qué quieres estudiar algo que podría dañarte?
—Tú practicas con la espada que te trajo Kitiara. ¿Recuerdas la primera vez que la empuñaste? ¡Estuviste a punto de cercenarte un pie!
—Todavía tengo la cicatriz —admitió tímidamente el mocetón—. Sí, supongo que tienes razón.
—Chasqueó la lengua, y el carro se puso en marcha.
Los hermanos siguieron charlando de otras cosas, aunque fue Caramon el que más habló para poner a su gemelo al corriente de las novedades ocurridas en Solace: los que se habían mudado últimamente a la ciudad, los que se habían marchado, los que habían nacido y los que habían muerto.
Relató las pequeñas aventuras de su grupo de amigos, chicos con los que habían crecido. Y un suceso realmente notable: un kender se había instalado en la ciudad, el mismo que había ocasionado una gran conmoción en la feria. Se había quedado en la casa de ese forjador enano que tenía tan mal genio, que por cierto se había puesto furioso, pero no podía hacer nada al respecto, a no ser ahogar al kender, cosa que podía suceder en cualquier momento. Raistlin escuchaba en silencio, dejando que la voz de su hermano fluyera sobre él, tan cálida como el sol primaveral.
La alegre y despreocupada chachara de Caramon borró parte del terror que despertaba en Raistlin su regreso a casa y volver a ver a su madre, cuya salud empeoraba de manera progresiva, a su entender. Los inviernos la consumían, minaban sus fuerzas, y cada primavera, cuando volvía, la encontraba un poco más pálida, más delgada, más perdida en su mundo de sueños. En cuanto a que la tal viuda Judith la estaba ayudando, lo creería cuando lo viera.
—Puedo dejarte en el cruce de caminos, Raist —ofreció Caramon—. Yo he de trabajar en el campo hasta la puesta de sol. O si quieres puedes venir conmigo y descansar en la carreta hasta la hora de volver a casa. Así podríamos regresar juntos a pie.
—Te acompaño, hermano — contestó Raistlin plácidamente.
Caramon enrojeció de placer. Empezó a contarle a su gemelo todo lo relativo a la vida familiar del señor Juncia y de sus pequeños.
A Raistlin lo traían sin cuidado todos ellos. Había pospuesto la hora de su vuelta a casa, se había asegurado de no estar solo cuando se encontrara de nuevo con Rosamun y, además, había hecho feliz a su hermano. La verdad es que a Caramon se lo hacía feliz con poco.
El joven aprendiz de mago miró hacia atrás, a las hojas de la ortiga espinosa que había recogido.
Viendo que empezaban a ponerse mustias con el sol, las envolvió más en la camisa, con tierno cuidado.
—Jon Farnish —llamó maese Theobald mientras tomaba asiento tras el escritorio—. La tarea era recoger seis plantas que pudieran utilizarse como componentes de conjuros. Adelántate y muéstranos lo que has encontrado.
El alumno, con el rojo cabello reluciente y la pecosa cara mostrando una expresión solemne y estudiosa —al menos mientras estuviera en presencia del maestro— se bajó del taburete y caminó hacia la parte delantera de la clase. Jon saludó con una inclinación de cabeza a maese Theobald, que asintió, sonriente. El maestro sentía cierta predilección por el muchacho, que siempre se mostraba tremendamente impresionado cuando maese Theobald ejecutaba un conjuro por muy insignificante que fuera.
Dándole la espalda a Theobald, de cara a sus compañeros de clase, Jon puso los ojos en blanco, hinchó los carrillos y bajó las comisuras de la boca haciendo una ridícula caricatura de su maestro. Sus condiscípulos se taparon la boca para ocultar la sonrisa o bajaron precipitadamente la vista a los pupitres. De hecho, uno de ellos soltó una risa que de inmediato trató de disimular tosiendo, con el resultado de que estuvo a punto de ahogarse.
El maestro frunció el ceño.
—Silencio, por favor. Jon Farnish, no dejes que estos escandalosos individuos te molesten.
—Lo intentaré, maestro —respondió Jon.
—Continúa, por favor.
—Sí, maestro. —Jon metió la mano derecha en una bolsita que sostenía en la izquierda—. La primera planta que recogí...
Enmudeció de golpe, dio un respingó y chilló de dolor. Arrojó la bolsita al suelo y se apretó la mano derecha.
—¡Algo..., algo me ha picado! —balbució—. ¡Ay! ¡Me arde y me duele mucho! ¡Ay!
Las lágrimas le corrían a raudales por las mejillas. Se metió la mano en la axila y empezó a dar brincos de dolor delante de la clase.
Sólo uno de sus compañeros sonreía ahora.
Maese Theobald se levantó de la silla y fue apresuradamente hacia él. Le cogió la mano al chico, la examinó y gruñó.
—Ve a la cocina y pide a la cocinera que te dé un poco de mantequilla para untártela.
—¿Qué es? — jadeó Jon entre gemido y gemido—. ¿Una avispa? ¿Una serpiente?
Maese Theobald recogió la bolsita del suelo y miró dentro.
—Muchacho necio. Has cogido hojas de ortiga espinosa. A lo mejor a partir de ahora prestarás más atención en clase. Vamos, ve a la cocina y deja de lloriquear. Raistlin Majere, veamos qué tienes tú.
Raistlin se dirigió hacia el maestro e hizo una cortés inclinación de cabeza. Se volvió de cara a sus condiscípulos y recorrió la clase con la mirada. Ellos lo observaron en silencio, con los labios prietos, y apartaron los ojos, incapaces de sostener su mirada triunfal.
Se dieron cuenta. Lo entendieron.
Raistlin metió la mano en su bolsita y sacó unas hojas fragantes.
—La primera planta de la que voy a hablar hoy es la mejorana. Se trata de una hierba aromática y medicinal, llamada así por uno de los antiguos dioses, Majere...