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Jamás llevaba puesta la blanca túnica cuando viajaba.

Muy pocos magos lo hacían en aquel tiempo, antes de que la terrible Guerra de la Lanza se volcara del caldero como aceite hirviendo y abrasara la campiña. En aquellos días, unos quince años antes de la guerra, se había prendido la lumbre debajo del caldero; la Reina de la Oscuridad y sus hordas habían encendido la chispa que inflamó la llama. Dentro del perol, el aceite, frío y negro, estaba inactivo; pero en el fondo empezaba a hervir lentamente.

Casi nadie en Ansalon vio el caldero, y mucho menos el aceite que bullía en su interior, hasta que se derramó sobre sus cabezas junto con el fuego de los dragones y los innumerables horrores de la guerra. En esta época de relativa paz, la mayoría de los habitantes de Ansalon nunca miraban hacia arriba ni a uno u otro lado para ver qué ocurría en el mundo. Por el contrario, mantenían la vista fija en sus propios pies, inmersos en sus afanes diarios, y si alguna vez levantaban los ojos al cielo era para comprobar si algún aguacero echaría a perder su excursión al campo.

Unos pocos percibían el calor del fuego recién prendido. Unos pocos habían estado observando atentamente el negro y tumescente líquido y ahora veían que empezaba a hervir. Estos pocos se sentían intranquilos, y se pusieron a hacer planes.

El mago se llamaba Antimodes. Era de la raza humana y provenía de una familia de comerciantes de clase media, natural de Port Balifor. El menor de tres hermanos, creció aprendiendo el negocio familiar, que era la sastrería. Todavía hoy presumía de las cicatrices dejadas por los pinchazos de alfileres y agujas en el dedo corazón de la mano derecha. De aquellos años de aprendizaje le quedaba una aguda perspicacia comercial y el gusto por la buena ropa, que era una de las razones por las que rara vez vestía la blanca túnica. Algunos magos tenían miedo de llevarla puesta, ya que era el símbolo de una profesión que se veía con malos ojos en Ansalon.

No era el temor el motivo de que Antimodes no vistiera su túnica, sino el hecho de que la suciedad se notara mucho en el color blanco. Odiaba llegar a su punto de destino manchado con el barro y el polvo del camino.

Viajaba solo, lo que en aquellos días inciertos significaba que se era un necio, un kender o una persona extraordinariamente poderosa. Antimodes no era ni lo primero ni lo segundo. Viajaba solo porque prefería su propia compañía y la de su burra, Jenny, a la de la mayoría de la gente que conocía. Los guardias de escolta eran toscos y lerdos por lo general, además de que sus servicios resultaban costosos. Llegado el caso, Antimodes era lo bastante diestro para defenderse.

Rara vez había tenido necesidad de hacerlo en sus más de cincuenta años de vida. Los ladrones buscaban víctimas tímidas, acobardadas, ebrias o descuidadas. A pesar de que su capa de lana azul oscuro, de buena confección y con los broches de plata, lo señalaba como un hombre acaudalado, Antimodes cabalgaba en su burra con un aire de seguridad en sí mismo, la espalda muy recta, la cabeza levantada y los penetrantes ojos reparando en cada ardilla en los árboles, en cada sapo metido en los surcos del camino.

No llevaba armas a la vista, pero en las amplias mangas y en las botas altas de cuero podía esconder un puñal; los saquillos que colgaban del cinturón de cuero hecho a mano debían de contener componentes para hechizos. Cualquier ladrón que se preciara de tal se daría cuenta de que el estuche de marfil que Antimodes llevaba en bandolera al pecho con una correa probablemente guardaba pergaminos con conjuros. Las furtivas figuras que acechaban entre la maleza al borde del camino se escabullían hacia la espesura y esperaban la llegada de otra víctima más propicia.

Antimodes se dirigía a la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth y, aunque podría haber utilizado los corredores de la magia para llegar a la Torre directamente desde su casa en Port Balifor, viajaba de este modo convencional y más largo porque así se lo había requerido el propio Par-Salian, portavoz de la Orden de los Túnicas Blancas y jefe del Cónclave de Hechiceros, quien, consecuentemente, era su superior.

Ambos hechiceros eran íntimos amigos desde hacía mucho tiempo, cuando de jóvenes llegaron a la Torre para someterse a la dura, penosa y, en ocasiones, mortal Prueba que debían pasar todos los aspirantes a mago. Los dos estuvieron esperando en la misma antesala de la Torre y compartieron el nerviosismo y el temor, tan necesitado el uno como el otro de consuelo, ánimo y apoyo. Desde entonces, los dos Túnicas Blancas habían sido buenos amigos.

En consecuencia, Par-Salian había «pedido» a Antimodes que realizara este largo y agotador viaje. El jefe del Cónclave no se lo ordenó, como habría hecho con cualquier otro.

Antimodes tenía que llevar a cabo dos objetivos durante este viaje. El primero, escudriñar todo rincón oscuro, procurar oír toda conversación mantenida en susurros, asomarse a través de toda contraventana que estuviera cerrada y atrancada. El segundo, buscar un nuevo talento. El primer cometido era un poco peligroso; a la gente no le hacía gracia que fisgonearan en su vida, sobre todo cuando tenían algo que ocultar. El segundo era tedioso y pesado porque casi siempre implicaba tratar con chiquillos, y el mago sentía aversión por ellos. Total, que Antimodes prefería su papel como espía.

Anotaba toda la información en un diario con su limpia y clara caligrafía de sastre para después entregárselo a Par-Salian y repasaba mentalmente cada palabra escrita en la libreta de anotaciones mientras trotaba a lomos de su blanca burra; el animal había sido un regalo de su hermano mayor, que se había puesto al frente del negocio familiar y ahora era un próspero sastre de Port Balifor. Antimodes empleaba el tiempo que pasaba en la calzada reflexionando sobre todo cuanto había visto y oído; aparentemente, nada importante pero, al mismo tiempo, todo portentoso.

—Par-Salian encontrará interesante la lectura de este informe —le dijo a Jenny, que sacudió la cabeza y volvió las orejas hacia atrás como mostrándose de acuerdo—. Estoy deseando entregarle el diario —prosiguió su amo—. Lo leerá y me hará preguntas, y yo le explicaré todo lo que he visto y oído mientras saboreamos el mejor de sus excelentes caldos elfos. Y tú, querida, tendrás avena para comer.

Jenny mostró su conformidad con entusiasmo. En algunos sitios en los que habían hecho un alto, se había visto obligada a comer heno húmedo y mohoso o cosas peores. De hecho, en una ocasión le pusieron mondas de patatas.

Casi estaban al final del viaje. Al cabo de un mes, Antimodes llegaría a la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, o, mejor dicho, la Torre llegaría hasta Antimodes. Uno no encontraba el mágico edificio, sino que éste lo encontraba, o no, a uno, según determinara su señor.

El mago decidió hacer noche en Solace a pesar de que podría haber seguido camino ya que sólo era mediodía y, estando al final de la primavera, todavía quedaban varias horas de luz para viajar. Pero le gustaba Solace y su famosa posada, El Ultimo Hogar, y le gustaba Otik Sandhal, el propietario, y sobre todo su excelente cerveza. Antimodes llevaba paladeando en su imaginación aquella cerveza oscura y fría, coronada por la cremosa espuma, desde que había tragado la primera bocanada de polvo del camino.

Su llegada a Solace pasó inadvertida, a diferencia de lo que ocurría en otras poblaciones de Ansalon donde a cualquier forastero se lo consideraba un ladrón o un portador de enfermedades contagiosas o un asesino o un secuestrador de niños. Solace era una villa muy distinta de otras de AnsaIon; había sido fundada por refugiados que huían para salvar la vida durante el Cataclismo y que solo dejaron de correr cuando llegaron a esta zona. Al haber sido ellos mismos forasteros en el camino, daban un trato más afable a quienes llegaban de fuera, y esta actitud la heredaron sus descendientes. Solace se había ganado fama de ser refugio de parias, solitarios, trotamundos y aventureros.

Los lugareños eran amistosos y tolerantes... hasta cierto punto. Era sabido que la falta de ley y orden perjudicaba a los negocios, y Solace era una ciudad con buen ojo comercial.

Situada en una concurrida calzada que era la ruta principal desde el Ansalon septentrional hacia cualquier punto del sur, Solace estaba acostumbrada a recibir la visita de gente forastera. Mas no era ésa la razón por la que la mayoría de la gente no reparó en la llegada de Antimodes; el motivo principal de que casi nadie viera al mago era porque se encontraban varios metros por encima de él. La gran parte de los edificios de Solace estaban construidos sobre las enormes ramas de los gigantescos árboles llamados Vallenwoods.

Los primeros habitantes del lugar habían tenido que encaramarse literalmente a los árboles para escapar de sus enemigos, y con el tiempo descubrieron que vivir en las copas de los Vallenwoods era muy seguro. Así que construyeron sus hogares en las ramas; generación tras generación, sus descendientes conservaron esa tradición.

Desde la grupa de la burra, Antimodes dobló el cuello para mirar hacia arriba, a las pasarelas de madera colgantes que se extendían de árbol a árbol y que se mecían al pasar por ellos los lugareños que iban de aquí para allí, camino de una u otra tarea. Antimodes era un hombre apuesto y con buen ojo para las damas, y, aunque las mujeres de Solace mantenían bien sujetas las faldas cuando cruzaban las pasarelas, siempre cabía la posibilidad de echar un fugaz vistazo a un tobillo fino o una pierna bien torneada.

La placentera ocupación del mago fue interrumpida por un escandaloso griterío. Al bajar la vista se encontró con que Jenny y él estaban rodeados por una pandilla de arrapiezos descalzos, tostados por el sol y armados con espadas de madera y lanzas hechas con ramas de árbol que tenían entablada batalla con un imaginario ejército enemigo.

Los chicos no habían topado a propósito con Antimodes. El devenir de la batalla los había llevado en esta dirección, y los invisibles goblins u ogros o cualesquiera que fueran sus enemigos se batían en retirada hacia el lago Crystalmir. Atrapada en medio del griterío, golpeteo de espadas y aullidos, Jenny se espantó y empezó a brincar y cocear con los ojos desorbitados por el terror.

La montura de un mago no es un caballo de guerra; no está, pues, entrenada para galopar sin inmutarse en medio del estruendo, la sangre y el caos de una batalla o contra las puntas de unas lanzas. Como mucho, está habituada a ciertos efluvios poco agradables de los componentes de hechizos y alguno que otro despliegue de fuego y rayos. Jenny era una burra tranquila, fuerte y robusta, con una extraordinaria habilidad para esquivar surcos y piedras sueltas en la calzada, de modo que proporcionaba a su jinete una cómoda marcha exenta de sobresaltos. Pero el animal consideraba que este viaje había llegado ya al límite: malas comidas, pesebres con goteras, problemáticos mozos de cuadra. La cuadrilla de chiquillos vociferantes y blandiendo palos fue, simplemente, más de lo que podía soportar.

A juzgar por el ángulo de las largas orejas y el modo en que mostraba los dientes, Jenny estaba dispuesta a emprenderla a coces y mordiscos con los chiquillos, a los que seguramente no llegaría a hacer daño alguno, pero sí acabaría desmontando a su jinete. Antimodes bregaba para controlar a la burra, pero no estaba teniendo ningún éxito en ello. Los chiquillos más jóvenes, cegados por el ardor de la batalla, no se percataron del apuro del mago y continuaron pasando a su alrededor blandiendo las espadas, aullando y lanzando gritos de triunfo. Antimodes podría haber entrado en Solace sobre su trasero, pero entonces apareció en mitad de la polvareda y el griterío un chico algo mayor, de unos doce años, y agarró las riendas de Jenny; con un suave tirón y una actitud firme consiguió dominar al aterrado animal.

—¡Largaos! — ordenó al tiempo que hacía un ademán con la espada, que se había cambiado a la mano izquierda—. ¡Marchaos, compañeros! Estáis asustando a la burra.

Los niños más pequeños, cuyas edades iban de los seis en adelante, obedecieron de buen grado al mayor y se alejaron sin dejar de alborotar. Sus gritos y risas resonaron entre los enormes troncos de los Vallenwoods.

El muchachito no los siguió de inmediato y, con un acento que definitivamente no pertenecía a esa región de Ansalon, ofreció sus disculpas mientras que acariciaba el suave hocico del animal.

—Disculpadnos, señor. Estábamos absortos en el juego y no reparamos en vuestra llegada.

Confío en que no os habréis lastimado.

El jovencito llevaba el oscuro y espeso cabello cortado tazón por encima de las orejas, un estilo muy popular en Solamnia pero que no se daba en ninguna otra parte de Krynn. Sus ojos eran de color castaño, y su actitud seria y circunspecta no correspondía con su corta edad; un porte noble del que el chico era muy consciente. Su modo de hablar era refinado y elegante. Este no era un tosco campesino ni el hijo de un jornalero.

—Gracias, joven señor —respondió Antimodes. Repasó con cuidado el surtido de bolsas con los componentes de hechizos que llevaba atadas al cinturón para asegurarse de que los zarándeos que había sufrido no habían aflojado las cuerdas de ninguna. Iba a preguntar al jovencito cómo se llamaba cuando descubrió que los oscuros ojos del muchachito estaban clavados en los saquillos. La expresión de su rostro era desdeñosa, desaprobadora.

—Si estáis seguro de que os encontráis bien, señor mago, y que nuestro juego no os ha causado ningún perjuicio, me retiraré. —El jovencito hizo una inclinación algo rígida, soltó las riendas de la burra, y se volvió hacia donde los otros chicos se habían marchado—. ¿Vienes, Kit? —le gritó a otro chico, más o menos de su edad, que se había quedado observando al forastero con gran interés.

—Dentro de un momento, Sturm —contestó, y fue entonces, al hablar, cuando Antimodes cayó en la cuenta de que este chico de corto y rizoso cabello negro, vestido con pantalones y chaleco de cuero, era en realidad una chica.

Y una chiquilla guapa, ahora que se fijaba bien, o, quizá, lo más adecuado sería decir

«jovencita», porque a pesar de sus pocos años tenía bien definida la figura, sus movimientos eran gráciles, y su mirada descarada y firme. A su vez, la chica examinaba a Antimodes con un interés profundo y reflexivo que el mago no supo comprender. Estaba acostumbrado a encontrarse con miradas desdeñosas o de desagrado, pero la curiosidad de la jovencita no era superficial ni en su actitud había antipatía. Era como si estuviera tomando una decisión sobre algo.

Antimodes estaba chapado a la antigua respecto a las mujeres. Le gustaba que fueran suaves, dulces, cariñosas, que se sonrojaran y mantuvieran los ojos bajos. Comprendía que en estos tiempos de poderosas hechiceras y fuertes guerreras su actitud era trasnochada, pero se sentía cómodo con esa forma de pensar. Frunció el ceño levemente para mostrar su desaprobación a esta joven virago y chascó la lengua para que Jenny se pusiera en marcha hacia el establo público situado cerca de la herrería. Tanto el establo como la herrería y la panadería, con sus inmensos hornos, eran de los pocos edificios de Solace construidos en el suelo.

Cuando Antimodes pasó ante la muchachita sintió los oscuros ojos clavados en él, reflexivos, interrogantes.