4

Las lunas blanca y roja brillaban en el cielo; los orbes se encontraban muy cerca aquella noche, como si los dos dioses hubieran acercado sus cabezas mientras susurraban y se reían de las tonterías que contemplaban desde allá arriba. La luz plateada y rojiza se derramaba sobre los ladrones. El cuerpo de Raistlin arrojaba dos alargadas sombras ante sí mientras caminaba por la calzada. Una de ellas, teñida de plata, se proyectaba a su derecha, mientras que la otra, envuelta en una aureola roja, se extendía a su izquierda.

El joven mago casi podía imaginar unos caminos divergentes excepto por que, en lo esencial, ambas eran negras.

Dieron un rodeo para llegar a la casa de Lemuel a fin de no tener que cruzar por la ciudad. Era una ruta que Raistlin no conocía y, al llegar por un ángulo distinto, experimentó un sobresalto y una sensación de inquietud cuando de repente vio aparecer la casa del mago al frente, antes de lo que esperaba. Estaba tal como la recordaba, con la misma apariencia de deshabitada que tenía cuando había visitado a Lemuel la primera vez. No se veía luz a través de las ventanas ni se oía ruido alguno que indicara que hubiera alguien dentro.

Empero, en aquella ocasión el viejo mago se encontraba en la casa a pesar de las apariencias. ¿Y si ocurría lo mismo ahora?

Estos elfos oscuros no tendrían ningún escrúpulo en matarlo.

Micah sacó la llave maestra que había hecho y la introdujo en la cerradura. Los otros dos elfos montaban guardia; llevaban las capas abiertas para así tener fácil acceso a las armas e iban bien equipados con dagas y cuchillos, las armas propias de los ladrones, de los asesinos.

Raistlin sintió una profunda repulsión por los elfos oscuros; una repulsión que se extendía a sí mismo porque también estaba allí, bajo la luz de las lunas, a altas horas de la noche, preparándose para entrar en la casa de otro hombre sin su conocimiento ni su permiso.

«Debería dar media vuelta y marcharme», pensó.

La puerta se abrió sin hacer ruido. Al otro lado del umbral estaba oscuro y silencioso. Raistlin vaciló sólo un instante antes de deslizarse dentro.

Podría haber justificado la situación diciéndose que había llegado demasiado lejos para echar marcha atrás, que los elfos oscuros no dejarían que escapara con vida. Podría haber seguido fingiendo que hacía esto por el propio bien de Lemuel, para librarle de unos libros que debían de ser una pesada carga para el alma del viejo mago.

Sin embargo, ahora que estaba allí, comprometido, Raistlin desechó ampararse en una u otra excusa. Ya se despreciaba por el delito que estaba a punto de cometer, así que no quería aumentar ese desprecio por sí mismo mintiéndose acerca de sus motivos. No había ido allí por miedo ni coaccionado; tampoco por lealtad ni amistad.

Estaba allí por la magia.

Raistlin se quedó parado en la oscuridad que envolvía la tienda del viejo mago, rodeado por los elfos; su corazón palpitaba rápidamente por la ansiedad y el anhelo.

—El humano no ve en la oscuridad —dijo Liam en qualinesti—.

No nos interesa que tropiece con algo y se rompa el cuello.

—Al menos, mientras nos sea de utilidad —adujo Micah al tiempo que soltaba una gorjeante y cantarina risa que resultaba discordante con sus amenazadoras palabras.

—Encended una luz.

Uno de los elfos sacó un pequeño objeto que olía a fósforo y que se prendió al frotarlo, y lo acercó a una vela que había sobre el mostrador. Los elfos entregaron cortésmente la vela a Raistlin, quien la aceptó con igual cortesía.

—Por aquí. —Micah los condujo fuera de la tienda.

Raistlin habría podido proveerse de luz por sí mismo, una luz mágica, pero no se lo dijo a los elfos. Prefería ahorrar sus fuerzas, ya que las necesitaría antes de que terminara la noche.

Los cuatro salieron de la tienda y entraron en la cocina, la cual recordaba Raistlin de su primera visita. Siguieron a través de la despensa, pasaron por una puerta y entraron en un pequeño almacén ocupado con todo un bosque de escobas y friegasuelos. Trabajando rápida y silenciosamente, los elfos retiraron todos estos objetos de limpieza a un lado.

—No veo ningún libro de magia—comentó Raistlin.

—Por supuesto que no —gruñó Liam, que se tragó en el último momento el insulto «necio»—. Ya te lo dije. Están ocultos en el sótano, al que se llega por la trampilla que hay debajo de esa mesa.

La mesa en cuestión era un tajo de carnicero, utilizado para trocear la carne. Estaba hecho con madera de roble y aparecía manchado con la sangre de incontables animales. A Raistlin le hizo gracia ver que el aspecto y el olor del tajo asqueaban a los elfos oscuros; estaban dispuestos a matar humanos sin ningún escrúpulo, pero les revolvía el estómago imaginar un cordero hecho chuletas. Aguantando la respiración para no oler lo que para ellos debía de ser una peste repugnante, Micah y Renet levantaron la mesa a pulso y la retiraron a un lado. Hecho esto, se limpiaron rápidamente las manos en un paño.

—Antes de marcharnos volveremos a dejar todo en su sitio —dijo Liam—. El tal Lemuel es un hombrecillo tan necio y distraído que probablemente pasarán años antes de que se dé cuenta de que los libros han desaparecido.

Raistlin no pudo menos que estar de acuerdo con esta observación.

A Lemuel no le importaba nada aparte de su jardín, y su único interés por la magia se reducía a lo relacionado con sus hierbas. Seguro que ni siquiera había echado una ojeada a esos libros, limitándose a obedecer el mandato expreso de su padre de que los mantuviera escondidos.

Cuando los llevara a la Torre de Wayreth —cosa que estaba totalmente dispuesto a hacer, confesando al mismo tiempo su acción delictiva— el Cónclave podría informar a Lemuel que los libros habían sido retirados de su casa. En cuanto a lo que el Cónclave dispusiera hacer con él, Raistlin imaginaba que lo reprenderían por el robo, pero seguramente no tomarían medidas más severas contra él. Al Cónclave no le haría mucha gracia que estos valiosos libros de hechizos hubieran estado ocultos tantos años. De los dos delitos, considerarían más grave el de ocultar tales conocimientos.

Raistlin confiaba en que el castigo cayera sobre el padre si es que aún vivía, no sobre el hijo.

Micah tiró de la argolla de la trampilla, pero esta no cedió y al principio los elfos creyeron que podría estar cerrada, ya fuera por medios naturales o mágicos. Los elfos comprobaron si había algún tipo de candado o cerradura, mientras Raistlin realizaba un conjuro menor que revelaría la presencia de una guarda mágica. No había ni lo uno ni lo otro. La trampilla estaba atascada al haberse hinchado la madera con la humedad, simplemente. Los elfos tiraron con fuerza hasta que finalmente se abrió con un seco ruido.

Una bocanada de aire tan gélido y húmedo como el de una tumba salió de la oscuridad del sótano. También llegó un hedor asqueroso que hizo que los elfos encogieran la nariz y se echaran hacia atrás. Raistlin se tapó la boca con la manga de la túnica.

Micah y Renet lanzaron ojeadas furtivas a Liam, temiendo que les ordenara bajar a aquella incierta oscuridad.

El propio Liam parecía intranquilo.

—¿Qué es esa pestilencia? —se preguntó en voz alta—.

Huele como si hubiera algo muerto ahí abajo. No creo que unos libros de magia, ni siquiera humanos, puedan oler tan mal.

—A mí no me asusta un olor malo —dijo, despectivo, Raistlin—. Bajaré a ver qué pasa.

A Micah no le hizo mucha gracia esto; le ofendió la insinuación de cobardía sugerida por las palabras de Raistlin, pero no tanto como para entrar él en el sótano. Los elfos discutieron el asunto en su idioma; Raistlin escuchó lo que decían, divertido por la arrogancia de los elfos que ni siquiera se habían planteado la posibilidad de que un humano fuera capaz de comprender su lenguaje.

Renet era partidario de que Raistlin bajara solo; cabía la posibilidad de que los libros tuvieran un guardián. Raistlin era un humano y, por ende, prescindible. Micah argumentaba que Raistlin era mago y podía apoderarse de varios libros y huir con ellos por corredores de la magia por los que ellos no podían seguirlo.

Liam dio con la solución a ese problema. Tras dar cortésmente permiso a Raistlin para entrar en el sótano, se apostó en lo alto de la escalera armado con un arco en el que encajó una flecha.

—¿A qué viene esto? —demandó Raistlin, fingiendo ignorancia.

—Es para protegerte —contestó afablemente Liam—.

Soy un excelente arquero y, aunque no hablo el lenguaje de la magia, sí que entiendo un poco. Lo suficiente, por ejemplo, para saber si alguien en ese sótano intenta ejecutar un hechizo que lo ayude a desaparecer. Dudo que le diera tiempo a completar el conjuro antes de que mi flecha le atravesara el corazón. Pero no dudes en llamar si te encuentras en peligro.

—Me siento a salvo estando en tus manos —dijo Raistlin a la par que hacía una reverencia para ocultar su sarcástica sonrisa.

Se remangó el repulgo de la túnica —una túnica de color gris, ahora que se fijaba en ella—, sostuvo en alto la vela y empezó a bajar cautelosamente los peldaños que conducían a la oscuridad.

Una larga escalera, más de lo que Raistlin había imaginado, descendía a gran profundidad. Los escalones estaban tallados en la piedra, pegados a un muro rocoso que había a la derecha; el lado izquierdo, por el contrario, daba al vacío.

El joven iba moviendo la vela a la par que bajaba, dirigiendo la pálida luz hacia todos puntos del sótano a los que llegaba a fin de captar el brillo de algo, de cualquier cosa, pero no vislumbró nada y continuó descendiendo.

Finalmente, su pie tocó un suelo de tierra. Miró hacia atrás y vio a los elfos al final de la escalera, empequeñecidos por la distancia, casi como si estuvieran en otro plano de existencia. Alcanzaba a escuchar débilmente sus voces; estaban preocupados porque lo habían perdido de vista, de modo que decidieron ir tras él.

Raistlin movió la vela a uno y otro lado intentando ver cuanto le fuera posible antes de que los elfos llegaran, pero la débil luz de la bujía apenas tenía alcance. Esperando escuchar en cualquier momento los suaves pasos de los elfos, Raistlin tuvo un sobresalto cuando en lugar de eso oyó un seco golpazo. Una bocanada de aire apagó la vela, dejándolo atrapado en unas tinieblas tan profundas e impenetrables que podrían haber pasado por la oscuridad de Caos, de la que se formó el mundo.

—¡Liam! ¡Micah! —llamó y se alarmó cuando el eco repitió los nombres.

Sólo ecos. Ninguna respuesta de los elfos.

Esforzándose para oír algo por encima del ensordecedor tumulto de la sangre agolpada en su cabeza, Raistlin distinguió unos ruidos apagados, como si alguien golpeara una puerta. Ello, así como el hecho de que los elfos no hubieran respondido, lo hizo llegar a la conclusión de que la trampilla se había cerrado de golpe, inexplicablemente, dejándolo a él a un lado y a los elfos en el otro.

El primer impulso que tuvo, inspirado por el pánico, fue utilizar la magia para tener luz, pero se frenó antes de realizar el conjuro. No debía actuar impulsivamente; tenía que examinar la situación despacio y con toda la calma posible.

Decidió que, de momento, lo mejor era seguir a oscuras; una luz revelaría su posición a quienquiera o lo que quiera que hubiera allí abajo.

De pie en medio de la oscuridad, reflexionó sobre su situación.

La primera idea que le vino a la cabeza fue que los elfos lo habían engatusado para que se metiera aquí y dejarlo encerrado hasta que se muriera. Enseguida la desechó. Los elfos no tenían motivo para matarlo, y sí muchas razones para desear entrar en el sótano. No habían mentido respecto a los libros de hechizos, de eso estaba seguro por las cosas que habían hablado en su idioma, creyendo que él no les entendía.

El golpeteo ininterrumpido en la trampilla lo reafirmó en sus suposiciones. Los elfos la querían abierta tanto como él.

Resuelto este punto, tomó la precaución de desplazarse lo más silenciosamente posible hasta tener la espalda contra la pared de piedra. Al no ver absolutamente nada, tuvo que recurrir a sus otros sentidos y, casi de inmediato, ahora que estaba más tranquilo, escuchó el sonido de una respiración.

No estaba solo allí abajo.

No era el hálito de un espectral guardián ni las profundas y ásperas inhalaciones de un ogro ni los roncos y silbantes resoplidos de un hobgoblin. Era una respiración leve y rasposa, con un ligero estertor. Raistlin había oído ese tipo de respiración antes: en las habitaciones de los enfermos, de los ancianos.

Aunque esta certeza le produjo alivio, también echó por tierra sus suposiciones sobre lo que iba a encontrarse en el sótano. La primera idea absurda que se le ocurrió fue que estaba a punto de conocer al dueño de los libros, el padre de Lemuel. Quizás el anciano caballero había decidido recogerse en el sótano, pasar lo que le restaba de vida con sus preciados libros. O puede que Lemuel hubiera encerrado a su padre allí, una hazaña que, considerando que el padre era un respetado archimago, no parecía muy factible.

Raistlin siguió de pie en la oscuridad; su miedo iba desapareciendo conforme pasaban los segundos sin que le ocurriera nada desastroso y lo reemplazaba una curiosidad cada vez mayor. La respiración seguía sonando, irregular, quebrada, con alguno que otro jadeo. Raistlin no oía ningún otro ruido en el sótano, ni el tintineo de una cota de malla ni el crujido del cuero ni el golpeteo de una espada. Allá arriba, los elfos continuaban afanándose para abrirse paso. A juzgar por los golpes, la habían emprendido a hachazos con la trampilla.

Y entonces sonó una voz muy cerca de él:

—Eres astuto, ¿eh? —Hubo una pausa, y después—: Y también listo y audaz. No hay muchos hombres capaces de quedarse solos en medio de la oscuridad. ¡Acércate! Deja que te eche un vistazo.

Se encendió una vela que reveló una sencilla mesa de madera, pequeña y redonda. Había dos sillas, una frente a la otra, con la mesa en medio. Una de ellas estaba ocupada por un anciano. A Raistlin le bastó una rápida ojeada para convencerse de que no era el padre de Lemuel, el mago guerrero que había luchado al lado de los elfos.

Este anciano vestía la Túnica Negra, en contraste con la cual el blanco cabello y la barba nívea brillaban con un espeluznante halo. Pero era el rostro lo que más llamaba la atención; cual un paisaje surcado por cicatrices y arrugas, aquel semblante tenía grabadas las huellas que hablaban de su pasado.

Los finos surcos que se extendían desde la nariz hasta el entrecejo podrían representar la sabiduría en otro, pero en él tenían la profundidad de la astucia. Las arrugas de inteligencia alrededor de sus negros ojos de halcón se estrechaban en un cínico regocijo. El desprecio hacia sus semejantes estaba plasmado en los finos labios consumidos. La ambición se manifestaba en la saliente mandíbula. Los ojos, velados por los párpados, eran fríos, calculadores y brillantes.

Raistlin no movió un solo músculo. El rostro del anciano era un desolado desierto, riguroso, mortífero y cruel. El miedo lo asaltó violentamente, con la fuerza de un golpe físico.

Mejor habría sido para él tener que enfrentarse a un ogro o a un hobgoblin. Las palabras de un sencillo conjuro defensivo que habían acudido a sus labios se perdieron con un suspiro. Se imaginó a sí mismo lanzándolo y casi pudo oír la risa burlona y despectiva del anciano. Aquellas viejas manos, de grandes huesos y marcados nudillos, semejantes a garras, estaban vacías ahora, pero hubo un tiempo en que habían esgrimido un inmenso poder.

El anciano adivinó los pensamientos de Raistlin como si este los hubiera expresado en voz alta. Sus ojos miraron en dirección a Raistlin aunque este continuaba envuelto en la oscuridad.

—Ven, Taimado. Tú, el que se ha tragado mi cebo. Ven y siéntate a charlar con un anciano.

Raistlin continuó inmóvil. La frase respecto al cebo lo había dejado estupefacto.

—Yo en tu lugar me sentaría. —El viejo sonrió. Era una mueca que retorcía las arrugas de su rostro de manera que el gesto de sorna adquirió un carácter de crueldad—. No vas a ir a ninguna parte mientras yo no te lo permita. —Alzó un sarmentoso dedo con el que apuntó directamente al corazón del joven hechicero—. Eres tú quien ha venido a mí. No lo olvides.

Raistlin consideró las opciones que tenía: podía seguir de pie en las sombras, lo que evidentemente no le daba mucha protección puesto que el viejo parecía verlo claramente. Podía llevar a cabo un desesperado intento de escapar escalera arriba, algo que probablemente sería inútil y que lo haría parecer un necio. O podía hacer acopio del valor y de la dignidad que le quedaban, acercarse al viejo y enterarse de lo que quería decir con aquella extraña alusión a un cebo.

El joven mago echó a andar; salió de las sombras a la dorada luz de la vela, y tomó asiento en la silla vacía, enfrente del anciano.

El viejo observó atentamente a Raistlin a la luz de la bujía; al parecer, no le complació mucho lo que vio.

—¡Pero si no eres más que un alfeñique! ¡Un jovenzuelo enclenque! ¡Hay más fuerza en mi cuerpo que la que advierto en el tuyo, y eso que el mío ya es sólo cenizas y polvo! ¿De qué puedes servirme tú? ¡Qué mala suerte la mía! Esperaba un águila y me encuentro con un gavilán. Aun así…

—Los rezongos del viejo resultaban apenas audibles, —hay avidez en esos ojos. Si el cuerpo es débil tal vez se deba a que la mente se alimenta de él. Esa mente ansia desesperadamente ser nutrida, de eso no cabe la menor duda. Quizás hice un juicio precipitado. Veremos. ¿Cómo te llamas?

Raistlin se había mostrado mañoso y descarado con los elfos oscuros. Ahora, en presencia de este amedrentador anciano, el joven respondió humildemente:

—Soy Raistlin Majere, archimago.

—Archimago… —El viejo pronunció lentamente la palabra, como saboreándola—. Hubo un tiempo en que lo fui, ¿sabes? El más grande de todos. Incluso ahora me temen, pero no lo bastante. ¿Qué edad tienes?

—Acabo de cumplir los veintiuno.

—Joven, mucho para someterte a la Prueba. Par-Salian me sorprende. Debe de estar desesperado, eso salta a la vista.

¿Y cómo crees que lo estás haciendo hasta ahora, Raistlin Majere? —Los ojos del anciano se arrugaron, y su sonrisa fue la mueca más fea que el joven había visto en su vida.

—Lo siento, señor, pero no sé de qué estáis hablando. ¿A qué os referís con eso de cómo lo estoy haciendo? ¿Haciendo…?

Raistlin contuvo el aliento. Tuvo la impresión de despertar de un sueño, uno de esos sueños que son más reales que la propia realidad. Excepto que esto no lo estaba soñando.

Estaba pasando la Prueba. Esto era parte de la Prueba: los elfos, la posada, los acontecimientos, las situaciones… Todo era una invención, algo preparado de antemano. Se quedó mirando fijamente la llama de la vela y empezó a reconstruir lo ocurrido frenéticamente, preguntándose, como lo había hecho el anciano, qué tal lo había hecho.

El viejo se echó a reír; era una risa que recordaba el gorgoteo del agua debajo del hielo.

—¡Nunca me canso de ver esa reacción! Ocurre siempre.

Es uno de los pocos placeres que todavía me quedan. Sí, joven mago, estás pasando la Prueba. Estás metido de lleno en el proceso. Y no, no soy parte de ella. O, mejor dicho, lo soy, pero no una parte oficialmente autorizada.

—Mencionasteis un cebo. Fui yo quien vino a vos, es lo que dijisteis. —Raistlin se aferró desesperadamente a su coraje y apretó las manos para que no le temblaran o, en caso contrario, delatarían su miedo.

El viejo asintió con la cabeza.

—Es cierto. Por tus propias elecciones y decisiones, sí, tú viniste a mí.

—No lo entiendo.

—Algunos magos habrían hecho caso de la advertencia del hojalatero y no habrían entrado jamás en un establecimiento con tan mala reputación —explicó el anciano—.

Otros, aunque hubieran entrado, se habrían negado a tener nada que ver con elfos oscuros. Tú fuiste a la posada. Tú hablaste con los elfos. Tú aceptaste de muy buen grado tomar parte en su plan abyecto. —El viejo levantó de nuevo el huesudo dedo—. Aun cuando considerabas amigo al hombre que estabas a punto de robar.

—Lo que decís es cierto. —Raistlin no vio razón para negarlo.

Tampoco estaba realmente avergonzado de sus actos.

A su entender, cualquier mago, con la posible excepción del Túnica Blanca más estricto, habría hecho lo mismo—.

Quería salvar los libros. Se los habría devuelto al Cónclave.

—Guardó silencio un momento y luego añadió: —No hay ningún libro, ¿verdad?

—No. Sólo estoy yo.

—¿Y quién sois?

—Mi nombre carece de importancia. Por ahora.

—Bien, pues ¿qué queréis de mí?

El viejo hizo un ademán con la sarmentosa mano, como quitando importancia al asunto.

—Un pequeño favor, nada más —contestó.

Ahora fue Raistlin el que sonrió, aunque la suya fue una sonrisa amarga.

—Disculpad, señor, pero tenéis que saber que, puesto que estoy pasando la Prueba, mi nivel como mago es muy bajo. Por el contrario, al parecer vos sois, o habéis sido, un hechicero con una destreza y un poder inmensos. No tengo nada que podáis querer.

—¡Ah, ya lo creo que sí! —Los ojos del viejo brillaron con una luz devoradora, con un fuego que, en contraste, hizo parecer la llama de la vela débil y minúscula—. ¡Estás vivo!

—De momento —dijo secamente Raistlin—. Aunque es posible que no por mucho más tiempo. Los elfos oscuros no me creerán cuando les diga que no había libros de magia antiguos aquí abajo. Creerán que los he hecho desaparecer por medios mágicos para mi propio provecho. —Miró en derredor—.

Supongo que no habrá ninguna otra salida en este sótano.

—Hay una salida… La mía. Es la única. Tienes razón, los elfos oscuros te matarán. No son ladrones, ¿sabes? Son hechiceros de alto rango, y su magia es excepcionalmente poderosa.

Raistlin tendría que haberse dado cuenta de ello inmediatamente.

—No estarás dándote por vencido, ¿verdad, joven mago? —preguntó el viejo con desdén.

—Claro que no. —Raistlin levantó la cabeza y miró fijamente al anciano—. Sólo pensaba.

—Haces bien, joven mago. Mucho tendrás que pensar para superar una desventaja de tres a uno. Digamos, más bien, de doce a uno, ya que cada elfo oscuro es cuatro veces más poderoso que tú.

—Esto es parte de la Prueba —dijo Raistlin—. Todo es ilusión. Admito que algunos aspirantes a mago mueren durante el examen, pero es a causa de sus propios fallos o negligencia.

Yo no he hecho mal nada. ¿Por qué iba a matarme el Cónclave?

—Has hablado conmigo —apuntó suavemente el viejo—.

Ellos lo saben y eso puede ser tu perdición.

—¿Quién sois, pues, para que os teman tanto? —inquirió Raistlin, impaciente.

—Me llamo Fistandantilus. Puede que hayas oído hablar de mí.

—Sí.

Hacía mucho tiempo, en los turbulentos y desesperados años posteriores al Cataclismo, un ejército de Enanos de las Colinas y de humanos había puesto cerco a Thorbardin, el reino subterráneo de los Enanos de las Montañas. Al mando de este ejército, responsable de su formación con vistas a utilizarlo para alcanzar sus ambiciosos fines, iba un Túnica Negra, un archimago de inmenso poder, un hechicero renegado que desafiaba abiertamente al Cónclave. Su nombre era Fistandantilus.

Construyó una fortaleza mágica conocida como Zhaman y, desde allí, lanzó su ataque contra el reino enano. Fistandantilus luchó contra los enanos con su magia mientras que el ejército lo hacía con hachas y espadas. Murieron a millares en las llanuras o en los pasos de montaña, dejando Thorbardin vulnerable a la conquista. Desafortunadamente, el hechizo era demasiado poderoso, y Fistandantilus no pudo controlarlo. La energía mágica desatada arrasó la fortaleza de Zhaman, que se desplomó sobre sí misma y ahora se la conocía como el Monte de la Calavera. La catastrófica explosión causó miles de bajas en el ejército invasor, incluido el hechicero que la había provocado.

Esto era lo que cantaban los juglares y lo que creía la mayoría de la gente. Raistlin había imaginado siempre que en la historia había algo más. Fistandantilus había obtenido su poder a lo largo de cientos de años; pero no era elfo, sino humano.

Al parecer, según los rumores, había hallado un modo de burlar a la muerte. Alargaba su vida asesinando a sus jóvenes aprendices, absorbiéndoles la fuerza vital mediante un talismán con un rubí mágico. Empero, había sido incapaz de sobrevivir a los efectos devastadores de su propio hechizo. Al menos eso era lo que el mundo suponía. Evidentemente, Fistandantilus había burlado a la muerte una vez más. Sin embargo, no lo haría por mucho tiempo.

—Fistandantilus… el más grande de todos los hechiceros —dijo Raistlin—. El mago más poderoso de todos los tiempos.

—Yo, sí —asintió el archimago.

—Y os estáis muriendo —observó Raistlin.

Al viejo no le gustó esto último. Sus cejas se fruncieron y las arrugas de su rostro se unieron en un afilado punto de cólera; la rabia bulló en su interior. No obstante, cada inhalación era un ímprobo esfuerzo. Estaba empleando una enorme cantidad de energía mágica simplemente para mantener la consistencia de esta forma. Su furia dejó de hervir cual una olla que se retira del fuego.

—Dices bien. Me estoy muriendo —masculló, frustrado, impotente—. Estoy casi acabado. Imagino que te contaron que mi meta era conquistar Thorbardin. —Sonrió con desprecio—.

¡Qué estupidez! Aposté por algo muchísimo más importante que un sucio y apestoso agujero enano excavado en la tierra. Mi plan era entrar en el Abismo, derrocar a la Reina Oscura, quitar a Takhisis de su trono. ¡Perseguía convertirme en un dios!

Raistlin se quedó sobrecogido y estupefacto al oír esto.

También se sintió identificado con la idea.

—Debajo del Monte de la Calavera hay, o mejor dicho, había, ya que ahora ha desaparecido, una vía para entrar en el Abismo, ese cruel mundo inferior. Takhisis sabía lo que me proponía. Me temía y maquinó mi caída. Cierto, mi cuerpo pereció en la explosión, pero yo ya tenía planeada la retirada de mi espíritu a otro plano de existencia. Takhisis no pudo acabar conmigo porque no podía alcanzarme donde estaba, pero jamás ha cejado en su empeño. Estoy bajo un continuo asedio, como lo he estado durante siglos, y me resta poca energía. La fuerza vital que hay dentro de mí casi se ha extinguido.

—De modo que os las arregláis para entrar en la Prueba y atraer a jóvenes magos como yo a vuestra telaraña —dijo Raistlin—. Deduzco que no soy el primero. ¿Qué les ha ocurrido a los que me precedieron?

—Murieron. —Fistandantilus se encogió de hombros—.

Ya te lo dije. Hablaron conmigo. El Cónclave teme que entre en el cuerpo de un joven mago y me apodere de él para así regresar al mundo a terminar lo que empecé. No pueden permitir que ocurra tal cosa, de modo que en cada ocasión se encargan de eliminar la amenaza.

Raistlin miró de hito en hito al anciano, el moribundo viejo.

—No os creo. Los magos murieron, pero no fue el Cónclave quien acabó con ellos. Fuisteis vos. Así es como os las habéis ingeniado para vivir durante tanto tiempo… si es que a esto se lo puede llamar vida.

—Llámalo como gustes, pero siempre es preferible a la inmensa nada que veo acercándose a mí —replicó Fistandantilus con una espantosa sonrisa—. La misma nada que está extendiendo sus garras hacia ti, joven mago.

—Por lo visto no tengo mucho donde elegir —dijo amargamente Raistlin—. O muero a manos de tres hechiceros o un cadáver animado me chupa la energía vital hasta dejarme seco.

—Fue decisión tuya bajar aquí —le recordó Fistandantilus.

Raistlin agachó la vista, rehusando que los penetrantes ojos de halcón del viejo se abrieran paso hasta su alma. Contempló fijamente la mesa de madera, que le recordó la del laboratorio de su maestro, en la que de niño había escrito, tan triunfantemente, «Yo, mago». Consideró su situación de desventaja, pensó en los elfos oscuros y se preguntó si su magia era realmente tan poderosa como decía el viejo o si todo ello eran mentiras destinadas a atraparlo. Se planteó su propia habilidad para sobrevivir y se preguntó si el Cónclave lo mataría sólo por haber hablado con Fistandantilus. Finalmente alzó la vista y buscó aquellos ojos de halcón.

—Acepto vuestra oferta.

Los finos labios del archimago se entreabrieron en una sonrisa que semejaba la mueca de una calavera.

—Es lo que pensé que harías. Muéstrame tu libro de hechizos.