Raistlin despertó con un sobresalto, plenamente alerta, con una sensación de peligro que restalló en su sueño como un relámpago, sacándolo de unas aterradoras pesadillas. De manera instintiva se quedó inmóvil, tumbado bajo la fina manta, hasta que su mente estuvo completamente despejada y activa y hubo localizado el origen del peligro.
Olió el humo de antorchas encendidas, oyó las voces fuera de la prisión, y permaneció tendido, escuchando con temor.
—Y os informo —estaba diciendo el guardia— que el juicio del hechicero se celebrará mañana. Es decir, hoy. Entonces tendréis oportunidad de hablar ante el corregidor.
—¡El corregidor no tiene jurisdicción en este caso! —respondió una voz profunda—. ¡El hechicero asesinó a mi esposa, nuestra sacerdotisa! ¡Arderá en la hoguera esta noche, como deben arder todos los brujos por sus atroces crímenes! Apártate, carcelero. Sólo sois dos y nosotros, más de treinta.
No queremos que salga herida gente inocente.
En las celdas adyacentes, los kenders parloteaban con excitación mientras arrimaban bancos a las ventanas para ver mejor y se lamentaban de estar encerrados en prisión, ya que se perderían el asado de hechicero. En ese momento, alguno de ellos sugirió forzar la cerradura otra vez. Por desgracia, a raíz de la sustracción de las llaves, los guardias habían añadido una cadena y un candado a la puerta de la celda de los Kenders, lo que elevaba considerablemente el nivel de dificultad.
Sin desanimarse lo más mínimo, los kenders se pusieron manos a la obra.
—¡Rankin, ve a buscar al capitán! —ordenó el carcelero.
De fuera llegó el ruido de forcejeos, gritos, maldiciones y un grito de dolor.
—Aquí están las llaves —dijo la misma voz profunda—.
Dos de vosotros, entrad en la celda y sacadlo.
—¿Y qué pasa con el capitán de la guardia y con el corregidor? —preguntó alguien—. ¿No intentarán entrometerse? —Algunos de nuestros hermanos ya se han ocupado de ellos. No nos molestarán esta noche. Id por el hechicero.
Raistlin se incorporó de un salto e intentó dominar el pánico y discurrir qué hacer. Sus escasos conjuros acudieron a su mente, pero el carcelero se había llevado sus saquillos con los ingredientes para hechizos. De todos modos, entre su extremado agotamiento y su miedo, dudaba que tuviera las fuerzas o la claridad mental suficiente para ejecutarlos.
«¿Y dé qué me servirían? —reflexionó con amargura—.
No podría hacer dormir a treinta personas. Quizá sería capaz de hacer un conjuro para mantener cerrada la puerta de la celda, pero, con lo débil que estoy, no conseguiría mantenerlo activado mucho tiempo. Y no tengo ninguna otra arma. ¡Estoy indefenso! ¡Completamente a su merced!».
Aparecieron los clérigos de túnicas azules, sosteniendo las antorchas en alto, registrando celda tras celda. Raistlin resistió el loco impulso, dictado por el pánico, de esconderse en un rincón oscuro. Se los imaginó encontrándolo, arrastrándolo fuera ignominiosamente. Se obligó a esperar con estoica calma a que llegaran hasta él. La dignidad y el orgullo era todo lo que le quedaba, y pensaba mantenerlos hasta el final.
Por un momento pensó esperanzado en Caramon, pero después desechó la idea y la esperanza como una ilusión poco realista. El recinto ferial estaba lejos de la prisión, y Caramon no podía saber lo que estaba pasando. No regresaría hasta por la mañana y, para entonces, sería demasiado tarde.
Uno de los clérigos llegó ante la celda de Raistlin.
—¡Aquí está! ¡Ahí dentro!
Raistlin entrelazó las manos con fuerza para ocultar que le temblaban. Les hizo frente con actitud desafiante y una expresión fría que era la máscara de orgullo que ocultaba su miedo.
Los clérigos tenían la llave de la celda; el carcelero no había presentado demasiada resistencia. Haciendo caso omiso de las súplicas y gritos de los kenders, que estaban teniendo dificultades para forzar el candado, los clérigos abrieron la celda del joven. Lo agarraron y le ataron las manos con un trozo de cuerda.
—Ya no harás más de tu asquerosa magia con nosotros —dijo uno.
—No es a la magia a lo que teméis —manifestó Raistlin, hablando con orgullo, contento de que su voz no temblara—.
Sino a mis palabras. Por eso queréis matarme antes de que se celebre el juicio. Sabéis que, si tengo ocasión de hablar, os denunciaré como los ladrones y charlatanes que sois.
Uno de los clérigos le asestó un puñetazo. El golpe lo lanzó hacia atrás, le dejó un diente algo suelto y le cortó el labio. Sintió el sabor de la sangre. La celda y los clérigos parecieron ondear ante sus ojos.
—¡No lo dejes inconsciente! —lo regañó el otro clérigo—.
¡Queremos que esté bien despierto para que note la caricia de las llamas!
Agarraron a Raistlin por los brazos y lo sacaron de la celda con tanta prisa que casi lo derribaron. El joven fue dando traspiés, obligado casi a correr para evitar irse al suelo. Cada vez que se frenaba, le daban un brusco tirón, apretándole los brazos dolorosamente.
El carcelero estaba acurrucado en la puerta, con la cabeza inclinada y los ojos agachados. El joven guardia, que aparentemente había intentado defender al prisionero, yacía inconsciente en el suelo; debajo de su cabeza empezaba a formarse un charco de sangre.
Los clérigos lanzaron un vítor cuando sacaron a Raistlin, pero el clamor cesó de inmediato cuando sonó una seca orden del sumo sacerdote. En silencio, con letal resolución, rodearon al joven hechicero y miraron a su cabecilla, esperando órdenes.
—Lo llevaremos al templo y lo ejecutaremos allí. Su muerte servirá de ejemplo para otros que puedan tener la idea de ir en contra nuestra.
»Después de que el hechicero haya muerto, diremos que ninguno vio al kender gigante. Mandaremos a nuestra claque para que hagan las mismas manifestaciones. A no tardar, los que lo vieron empezarán a dudar de sí mismos, y nosotros sostendremos que el hechicero, atemorizado por el poder de Belzor, inició un alboroto para así escabullirse sin ser visto y asesinar a nuestra sacerdotisa.
—¿Funcionará? —preguntó, dudoso, uno de ellos—. La gente vio lo que vio.
—Muy pronto cambiarán de parecer. El espectáculo del cuerpo carbonizado del mago delante del templo los ayudará a tomar la decisión más conveniente. Y los que no lo hagan, sufrirán la misma suerte.
—¿Y los amigos del hechicero? ¿El enano y el semielfo y los demás?
—Judith los conocía y me habló de ellos. No tenemos nada que temer. La hermana es una zorra. El enano, un necio borracho a quien sólo le importa su jarra de cerveza. Y el semielfo, un mestizo, un gemebundo cobarde, como todos los elfos. No causarán ningún problema. Estarán más que contentos de salir a hurtadillas de la ciudad. Vamos, empezad a cantar —espetó el sumo sacerdote—. Será más convincente si hacemos esto en nombre de Belzor.
Raistlin se las ingenió para esbozar una débil sonrisa, aunque hacerlo le abrió de nuevo el corte del labio. Pensar en sus amigos consiguió que su desesperación no fuera tan abrumadora y viera un atisbo de esperanza. Los clérigos no tenían tanto interés en matarlo como en montar el espectáculo de su ejecución; les hacía falta para infundir el miedo a Belzor en las mentes del populacho. Este retraso le era beneficioso al joven; el ruido, las luces y el clamor en la ciudad se propagarían incluso hasta el recinto ferial.
Entonando cánticos, alabando a Belzor, los clérigos arrastraron a Raistlin por las calles de Haven. El ruido de los cantos y la luz de las antorchas sacaron a la gente de la cama y la llevaron hacia las ventanas. Al ver el espectáculo, se vistieron con premura y salieron presurosos a la calle para presenciar lo que ocurría. Los holgazanes de las tabernas dejaron sus copas y salieron a ver cuál era la causa del jaleo. Enseguida se unieron a la muchedumbre que caminaba detrás de los clérigos.
Sus gritos ebrios acompañaban ahora los cantos.
El dolor de la hinchada mandíbula le había levantado a Raistlin una jaqueca insoportable; las cuerdas se hincaban en la carne de sus muñecas, y los dedos de los clérigos, en sus brazos. Bregó por mantenerse de pie, o de otro modo al caer lo habrían pisoteado. Todo era tan irreal que no sentía miedo.
Eso vendría después. De momento, estaba sumido en una pesadilla, viviendo en un mundo de sueños del que no despertaría.
La luz de las antorchas lo cegaba y no veía nada salvo, de vez en cuando, un rostro que sonreía con malicia y unos ojos que lo miraban con regocijo cuando lo iluminaban las antorchas fugazmente y desaparecía en la oscuridad con igual rapidez, sólo para ser reemplazado por otro. Atisbo a la joven que había perdido a su hijita, vio su semblante afligido, compasivo, asustado. Alargó la mano hacia él como si quisiera ayudarlo, pero los clérigos la apartaron brutalmente de un empellón.
El templo de Belzor apareció a lo lejos. Aparentemente, el edificio de piedra no había sufrido los estragos del fuego, que sólo había afectado algunas partes del interior. Se había reunido una multitud en la amplia pradera que se extendía frente al templo; todos observaban a un hombre vestido con la túnica azul que estaba clavando en el suelo un grueso y alto poste. Mientras tanto, otros clérigos echaban brazadas de leña alrededor.
Muchos ciudadanos de Haven ayudaban a los clérigos a construir la pira; algunos de esos vecinos eran los mismos que sólo unas horas antes se habían burlado de ellos, ridiculizándoles, haciendo mofa. A Raistlin no le sorprendió. Una vez más, se ponía de manifiesto la miseria de la naturaleza humana. Bien, pues allá ellos; que Belzor los subyugara, robara y estafara. Eran dignos los unos de los otros. Los clérigos y el populacho arrastraron a Raistlin por la calle que conducía al templo. Ya estaban muy cerca de la pira.
¿Y Caramon? ¿Y Kit y Tanis?
¿Dónde estaban todos? ¿Y si los clérigos se las habían ingeniado para interceptarlos en el recinto ferial? ¿Y si estaban luchando para defender sus vidas dentro de la feria, sin posibilidad de llegar hasta él? ¿Y si habían comprendido que el rescate era imposible y se habían dado por vencidos? Esta última idea le dio escalofríos. La horda se unió al cántico coreando «¡Belzor! ¡Belzor!». Como una letanía demencial. Las esperanzas de Raistlin murieron y el miedo lo atenazó con una terrible intensidad. Entonces una voz resonó por encima de los cánticos, de los grifos y de las risas.
—¡Alto! ¿Qué significa esto?
Raistlin levantó la cabeza.
Sturm Brightblade se hallaba en medio de la calle obstruyendo el paso de los clérigos entre la hoguera y su víctima.
Iluminado por la luz de las numerosas antorchas, Sturm ofrecía una imagen impresionante, erguido y sin asomo de temor, con el largo bigote erizado. Su rostro severo parecía mayor de lo que correspondía a su edad. Sostenía la espada desenvainada, y la luz de las antorchas arrancaba destellos de la cuchilla, como si el acero se hubiera prendido fuego. Se mostraba orgulloso y fiero, tranquilo y solemne, cual una firme roca en el centro de un torbellino.
La chusma enmudeció, sobrecogida, con respeto. Los clérigos que iban al frente se detuvieron, amedrentados por este joven que no era un caballero pero que lo parecía por su porte, su actitud y su valentía. Sturm era como una aparición surgida de los tiempos legendarios de Huma. Inseguros e intranquilos, los clérigos que encabezaban la marcha miraron hacia atrás, al sumo sacerdote, esperando sus órdenes.
—¡Necios! —gritó, furioso, su cabecilla—. ¡Es un hombre y está solo! ¡Derribadlo y seguid adelante!
Alguien en la chusma lanzó una piedra que golpeó a Sturm en la frente. El joven se llevó la mano a la herida y se tambaleó ligeramente, pero continuó plantado en el mismo sitio y no soltó la espada. La sangre le corría por la cara, obstaculizando la visión de un ojo; levantó la espada y avanzó con sombría resolución hacia los clérigos.
La chusma, que ya había saboreado la sangre, estaba ansiosa por tener más, siempre y cuando no fuera la suya. Varios canallas salieron de la masa de gente y se abalanzaron sobre Sturm desde atrás. Gritando y maldiciendo, dando patadas y puñetazos, los hombres lo derribaron al suelo.
Los clérigos arrastraron a su cautivo hacia la pira. Raistlin echó una mirada a su amigo; Sturm yacía en la calle gimiendo, con la ropa desgarrada y manchada de sangre. Entonces el populacho cerró filas a su alrededor y el joven dejó de ver a su amigo.
Había perdido toda esperanza para entonces. Caramon y los demás no iban a venir; supo que iba a morir, y de un modo horrible y doloroso.
El poste se erguía en medio de los haces de leña amontonados, una leña tan seca que chascaba al pisarla. Los extremos salientes de la madera se engancharon en la túnica de Raistlin y la desgarraron cuando los clérigos lo empujaron hacia el poste. Con rudeza, le dieron media vuelta para ponerlo de cara a la multitud, que era una masa de ojos relucientes y bocas entreabiertas y ávidas. Alguien estaba empapando la leña con un líquido, aguardiente enano a juzgar por el olor; no era obra de los clérigos, sino de algunos de los juerguistas más borrachos.
Los clérigos le ataron las manos a Raistlin detrás del poste y después pasaron la cuerda alrededor del torso y los brazos, ciñéndolo con fuerza. Estaba fuertemente sujeto, y, a pesar de que se debatió contra las ataduras con las escasas fuerzas que le restaban, no pudo soltarse. El sumo sacerdote se disponía a hacer una arenga; pero, antes de que sus acólitos hubieran terminado de atar la cuerda, algún borracho impaciente arrojó una antorcha a la pira y a punto estuvo de prenderle fuego al propio sumo sacerdote. El y los otros clérigos tuvieron que saltar y apartarse con precipitación. La madera empapada de aguardiente se prendió en un visto y no visto, y las lenguas de fuego lamieron la leña y empezaron a devorarla.
El humo le entró a Raistlin en los ojos, que lagrimearon por el escozor. Los cerró contra las llamas y el humo mientras maldecía su debilidad y su indefensión. Buscó en su interior la entereza necesaria para soportar el lacerante tormento que sentiría cuando las llamas llegaran a su piel.
—¡Hola, Raistlin! —sonó una voz aguda justo detrás de él—. ¿No es emocionante? Nunca había visto llevar a alguien a morir en la hoguera, aunque, por supuesto, preferiría que no fueras tú…
Mientras hablaba, Tasslehoff manejaba una daga con movimientos rápidos sobre los nudos de la cuerda que ataba las manos de Raistlin.
—¡El kender! —sonaron unas voces iracundas—. ¡Detenedlo!.
—¡Toma, pensé que esto podría servirte de ayuda!— ofreció Tas. Raistlin sintió la empuñadura de una daga contra la palma de la mano. —Es de tu amigo Lemuel. Dice que…
Raistlin nunca supo lo que había dicho Lemuel porque en ese momento un tremendo alarido resonó sobre la multitud.
La gente chilló, asustada. El acero centelleó a la luz de las antorchas y Caramon apareció de repente delante de Raistlin, que se habría echado a llorar de alegría al ver el rostro de su hermano. Sin notar el dolor, Caramon cogió brazadas enteras de leña prendida y las arrojó a un lado.
Tanis estaba espalda contra espalda con Caramon, blandiendo su espada de manera que desviaba y golpeaba antorchas y palos con la parte plana de la cuchilla. A su lado luchaba Kitiara, pero la mujer no lo hacía con la parte plana del acero. A sus pies yacía un clérigo ensangrentado; la guerrera combatía con una leve sonrisa y los oscuros ojos brillando por la diversión que todo aquello le proporcionaba.
Flint también estaba allí, forcejeando con los clérigos que habían agarrado a Tasslehoff e intentaban llevarlo arrastrando al interior del templo. El enano los atacó con tanta ferocidad que los tipos soltaron enseguida a Tas y huyeron.
Apareció Sturm, blandiendo la espada a diestro y siniestro, su rostro convertido en una máscara a causa de la sangre.
Los vecinos de Haven, aunque pesarosos porque el hechicero no fuera a morir en la hoguera, se mostraron divertidos por el entretenimiento que les ofrecía el osado rescate. El sumo sacerdote, viendo que la voluble chusma se ponía en contra de los clérigos y aclamaba a los héroes, huyó hacia el templo buscando refugio. Sus acólitos —al menos los que todavía seguían de pie— se apresuraron a ir tras él mientras el populacho les arrojaba piedras y hacía planes para entrar a saco en el templo.
El alivio por la certeza de saber que estaba a salvo, que no iba a morir en la hoguera, fluyó a través de Raistlin en una impetuosa oleada que lo dejó débil y mareado; su único apoyo para no caer fueron las ataduras.
Caramon soltó la cuerda que rodeaba a su hermano y lo sostuvo para que no se desplomara, casi inconsciente. Lo levantó en sus brazos y lo sacó de la pira, tras lo cual lo tendió en el suelo.
La gente se arremolinó alrededor de los gemelos, ansiosa por ayudar a salvar al joven a quien unos minutos antes deseaban ver morir abrasado con igual intensidad.
—¡Apartaos, cafres! —bramó Flint mientras agitaba los brazos, iracundo—. Dejad que respire.
Alguien le tendió al enano una botella de brandy para «que le diera de beber al valeroso joven».
—Gracias. —Flint se echó un buen trago antes de pasársela a Caramon.
El mocetón acercó la botella a los labios de su hermano. El escozor del licor en el labio partido y su abrasador contacto al pasarle por la garganta hicieron que el joven volviera en sí. Se atraganto, tosió y retiró la botella de brandy de sus labios.
—¡He escapado por poco de morir abrasado en la hoguera, Caramon! ¿Es que intentas envenenarme ahora? Raistlin volvió a toser, estremecido por las arcadas.
Se incorporó con esfuerzo, sin hacer caso de las protestas de Caramon para que siguiera tumbado. La chusma había rodeado el templo y gritaba que todos los clérigos de Belzor deberían morir en la hoguera.
—¿Han herido al joven? —preguntó una voz preocupada—.
Tengo un ungüento para las quemaduras.
—Deja, Caramon —pidió Raistlin, que impidió que su hermano espantara al curioso—. Es amigo mío.
—¿Te hicieron daño? —Lemuel examinó a Raistlin con ansiedad.
—No, señor. No me han herido, gracias. Sólo estoy un poco mareado por lo ocurrido.
—Este ungüento lo he preparado yo mismo. —Lemuel tendió un frasquito—. Está hecho con áloe y…
—Gracias —dijo Raistlin, aceptando el bálsamo—. Yo no lo necesito, pero creo que a mi hermano le vendrá bien.
Echó una ojeada a las manos de Caramon, que estaban quemadas y con ampollas. El mocetón se puso colorado y sonrió con cortedad mientras ponía las manos a la espalda.
—Gracias por la daga —añadió Raistlin, que se la tendió al mago para devolvérsela—. Por suerte no me hizo falta utilizarla.
—¡Quédate con ella! Es lo menos que puedo hacer. Te estoy muy agradecido, joven, porque ahora no tendré que marcharme de mi casa.
—Ya me disteis los libros —argumentó Raistlin, ofreciéndole de nuevo la daga.
—Era de mi padre—contestó Lemuel, rehusando cogerla—.
Le habría gustado que la tuviera un mago como tú. A mí no me sirve realmente, aunque la utilicé para remover la tierra alrededor de las gardenias para airearlas. El solía llevarla escondida en el brazo. La última defensa de un mago, la llamaba.
La daga era un arma de calidad, con una hoja de acero muy afilada. Por el tenue hormigueo que percibió al cogerla, Raistlin había deducido que estaba imbuida con magia. Se la metió en el cinturón y estrechó la mano a Lemuel con profundo afecto.
—Pasaremos por vuestra casa más tarde para recoger los libros —dijo.
—Estaré encantado de invitaros a ti y a tus amigos a tomar el té conmigo —contestó Lemuel al tiempo que hacía una cortés reverencia.
Tras un intercambio de saludos, presentaciones y promesas de pasar por la casa en su camino de regreso a Solace, Lemuel se marchó, ansioso por replantar lo que había sacado del jardín.
Los compañeros se quedaron solos. La multitud que rodeaba el templo empezaba a dispersarse; corría el rumor de que los clérigos de Belzor habían huido por unos pasadizos subterráneos y se dirigían hacia las montañas para ponerse a salvo. Se habló de formar un grupo para perseguirlos, pero estaba a punto de amanecer y soplaba un viento frío que hacía desapacible la madrugada. Los borrachos estaban adormilados y embotados; los hombres recordaron que tenían trabajo pendiente en los campos, y las mujeres se acordaron de repente que habían dejado a los niños solos en casa. Así pues, los vecinos de Haven se dispersaron para atender sus ocupaciones, decidiendo que fueran los ogros de las montañas los que se encargaran de los clérigos.
Los compañeros regresaron al recinto ferial; la feria duraría un día más, pero Flint ya había anunciado su intención de marcharse.
—No pasaré un momento más de lo imprescindible en esta horrible ciudad. Esta gente es idiota, simple y llanamente.
Primero, serpientes; después, la horca; y ahora, linchamiento en la hoguera. Estúpidos —masculló entre dientes—.
Unos redomados estúpidos.
—Te perderás un día de ventas —apuntó Tanis.
—No quiero su dinero —repuso el enano, conciso—. Seguramente está maldito. Estoy pensando seriamente en devolver lo que ya he cogido.
No lo hizo, por supuesto. La caja de hierro que guardaba el dinero sería el primer objeto que Flint subiría a la carreta, guardándola a buen recaudo en un compartimiento secreto que había debajo del pescante.
—Quiero daros las gracias a todos —manifestó Raistlin mientras caminaban por las calles desiertas—. Y también pediros disculpas por poneros en peligro. Tenías razón, Tanis.
Subestimé a esa gente, no comprendí lo peligrosa que era realmente. No caeré en el mismo error la próxima vez.
—Espero que no haya una próxima vez —respondió el semielfo, sonriendo.
—Y quiero darte las gracias a ti, Kitiara —dijo Raistlin.
—¿Por qué? —Kit esbozó su sonrisa sesgada—. ¿Por rescatarte?.
—Sí —replicó secamente el joven—. Por rescatarme.
—¡Siempre a tu disposición! —La mujer se echó a reír y le palmeó el hombro.
Al oír a su hermana, el gesto de Caramon se tornó serio y consternado, y volvió la vista hacia otro lado.
La batalla le sentaba bien a Kitiara. Sus mejillas estaban enrojecidas, sus ojos resplandecían y sus labios estaban tan rojos como si hubiera bebido la sangre que había derramado. Sin dejar de reír, la mujer agarró a Tanis del brazo y lo atrajo hacia sí.
Eres un magnífico guerrero, amigo mío. Podrías ganarte muy bien la vida con la espada y me sorprende que no hayas planteado trabajar como mercenario.
—Ya me gano bien la vida ahora. Y de un modo seguro añadió, pero sonreía a la mujer, complacido por su admiración.
¡Bah! —resopló con desdén Kit—. ¡La seguridad es para tipos viejos y gordos! Luchamos muy bien el uno junto al otro. Se me ocurre que…
Tiró de Tanis para apartarlo de los demás y bajó la voz.
Por lo visto, la pelea entre ellos había quedado olvidada.
—¿Y a mí no me vas a dar las gracias Raistlin? —gritó Tas, que brincaba alrededor del joven—. Fíjate lo que me ha pasado. —El kender se echó sobre el hombro el copete, tristemente.
La peste a cabello quemado era bastante intensa—.
Me he chamuscado un poco, pero la pelea mereció la pena aunque tuviera que perderme ver cómo te quemaban en la hoguera. Estoy bastante decepcionado por ello, pero sé que no fue culpa tuya. —El kender le dio un abrazo conciliador.
—Sí, Tas, te lo agradezco —dijo Raistlin al tiempo que le quitaba de la mano su nueva daga—. Y también a Sturm. Lo que hiciste fue muy valeroso. Temerario, pero valeroso.
—No tenían derecho a ejecutarte sin que antes tuvieras un juicio justo. Obraban mal y mi obligación era detenerlos.
Sin embargo… —Sturm se paró en la calzada; erguido, aunque en una postura forzada, con la mano apretada contra las costillas magulladas, miró de frente a Raistlin.
»He reflexionado sobre este asunto mientras veníamos caminando y he de insistir en que te entregues al corregidor de Haven.
—¿Por qué razón? No hice nada malo.
—Por el asesinato de la sacerdotisa —repuso Sturm con gesto ceñudo al creer que el joven aprendiz de mago se tomaba el tema a la ligera.
—Nosotros no asesinamos a la viuda Judith, Sturm —manifestó Caramon con voz queda, tranquila—. Ya estaba muerta cuando entramos en la habitación.
Incómodo, el joven solámnico miró a uno y otro hermano.
—Nunca te he oído mentir, Caramon —dijo luego—. Pero creo que lo harías si la vida de tu gemelo dependiera de ello.
—Sí que lo haría —admitió el mocetón—, pero ahora estoy diciendo la verdad. Te lo juro sobre la tumba de mi padre que Raistlin es inocente de este asesinato.
Sturm observó intensamente a Caramon y después asintió en silencio, convencido. Reanudaron la marcha.
—¿Sabéis quién lo hizo? —preguntó el solámnico.
Los hermanos intercambiaron una mirada.
—No —contestó Caramon, que bajó la vista al suelo y caminó pateando el polvo de la calzada.
Ya había amanecido cuando llegaron al recinto ferial. Los vendedores estaban abriendo los puestos, preparándose para la nueva jornada de comercio. Recibieron a Raistlin como a un héroe, alabando su proeza y aplaudiendo a los compañeros mientras se dirigían al puesto de Flint. Pero nadie les habló directamente.
El enano no abrió su negocio. Con los postigos echados, empezó a cargar la mercancía en la carreta. Cuando varios de los otros vendedores, dominados por la curiosidad, se acercaron finalmente para que les contara lo sucedido, fueron rechazados con malos modos por el enano y se marcharon muy ofendidos.
Tuvieron otra visita, otro buen susto. El corregidor apareció buscando a Raistlin. Kit desenvainó la espada, le dijo a su hermano que se largara y pareció como si fuera a haber más lucha. Raistlin le dijo a Kitiara que guardara el arma.
—Soy inocente —recalcó mientras asestaba a su hermana una mirada significativa.
—Sí, y estuviste a punto de ser un inocente churruscado —replicó la mujer de mal humor, envainando la espada con un gesto brusco. —Adelante, pues. Pero no esperes que te salve esta vez.
Sin embargo, el corregidor acudía a pedir disculpas, aunque lo hizo de mala gana, con embarazo. Al parecer, la joven sacerdotisa había acabado admitiendo que había visto a Raistlin en compañía de su gemelo en el momento en que se había cometido el crimen. Según ella, no había confesado antes la verdad porque odiaba al hechicero por lo que había hecho para instigar la caída de Belzor. No obstante, estaba horrorizada por los actos del sumo sacerdote y no quería tener nada que ver con ninguno de los clérigos.
—¿Qué le ocurrirá? —pregunto, preocupado, Caramon.
—Nada. —El corregidor se encogió de hombros—. A los jóvenes les ocurrió igual que al resto de nosotros. Esa mujer y su marido nos tenían completamente engañados. Lo superarán.
Todos lo superaremos, espero. —Hizo una pausa y alzo los ojos entrecerrados hacia el sol que empezaba a salir sobre las copas de los árboles. Después añadió, sin mirarlos—: A los vecinos de Haven no nos gustan los hechiceros.
Lemuel es… en fin, diferente, inofensivo. No nos importa que viva aquí, pero no queremos que haya más.
—Debería haberte dado las gracias —opinó Caramon, desconcertado y herido, cuando el hombre su hubo marchado.
—¿Por qué? —inquirió Raistlin con una sonrisa amarga—.
¿Por acabar con su carrera? Si el corregidor ignoraba que Judith y el resto de los seguidores de Belzor eran timadores, entonces es el mayor necio de toda Abanasinia. Si lo sabía, entonces estaba muy bien pagado para que los dejara en paz. En cualquiera de los dos casos, está acabado. Será mejor que te ponga un poco de ungüento en esas quemaduras, hermano.
Es obvio que te duele mucho.
Después de atender a Caramon limpiándole las manos abrasadas y cubriéndolas con la untura curativa, Raistlin dejó que los demás se ocuparan de recoger las cosas y fue a tumbarse en la carreta. Estaba absolutamente exhausto, tan cansado que tenía el estómago revuelto. Iba a subir a la carreta cuando un extraño, vestido con una túnica marrón, se acercó a él.
El joven le dio la espalda con la esperanza de que el hombre cogiera la indirecta y se marchara. Tenía aspecto de clérigo, y Raistlin había visto clérigos más que de sobra para toda su vida.
—Sólo te entretendré un momento, joven —dijo el extraño, que lo agarró por la manga—. Sé que has tenido un día agotador, pero quiero agradecerte que derribaras al falso dios Belzor. Mis seguidores y yo estaremos en deuda contigo eternamente.
Raistlin gruñó, se soltó el brazo de un tirón, y subió a la carreta. El hombre se agarró al borde del vehículo y se asomó.
—Me llamo Hederick, el Sumo Teócrata —se presentó con aire prepotente—. Represento una nueva orden religiosa y confiamos en establecernos aquí, en Haven, ahora que los timadores de Belzor han sido expulsados. Se nos conoce como los Buscadores, ya que buscamos a los verdaderos dioses.
—Entonces os deseo sinceramente que los encontréis, señor —dijo Raistlin.
—¡De eso no me cabe duda alguna! —Al hombre le pasó inadvertido el sarcasmo—. Quizás estarías interesado en…
Raistlin no lo estaba. Las tiendas y los petates de dormir estaban amontonados en un rincón de la carreta, de modo que extendió una manta sobre ellos y se tumbó.
El clérigo remoloneó un rato parloteando sobre su religión.
Raistlin se echó la capucha sobre la cabeza, y, finalmente, el tipo se marchó. El joven no pensó más en él y pronto lo olvidó totalmente.
Procuró dormir, pero cada vez que cerraba los ojos veía las llamas, sentía el calor, olía el humo, y volvía a estar completamente despierto, alerta y tiritando.
Recordaba con aterradora claridad su sensación de indefensión; apoyó la mano sobre la empuñadura de su nueva daga, cerró los dedos sobre ella y notó la cuchilla, fría, afilada, alentadora. Su última defensa, incluso si ello significaba acabar con su propia vida y no con la de su enemigo.
Su mente pasó de esta daga al otro cuchillo, el ensangrentado que había encontrado junto a la mujer asesinada. Lo había reconocido como el de Kitiara. El joven suspiró profundamente y, por fin, fue capaz de cerrar los ojos y sumirse en un sueño relajado.
Los hijos de Rosamun se habían cobrado venganza.