4

La primavera llegó a Solace y trajo con ella los capullos en flor, los corderillos recién nacidos y los pájaros anidando. La sangre, que en invierno se había enfriado y espesado, se tornó cálida y bulliciosa. Los jóvenes se pavoneaban, haciendo alardes, y las muchachas reían tontamente.

De todas las épocas del año la primavera era la que Raistlin detestaba más.

—Kit tampoco vino a casa anoche —comentó Caramon mientras desayunaban, e hizo un guiño cómplice.

Su hermano siguió comiendo el pan y el queso sin hacer comentario alguno. No estaba dispuesto a dar pie para que la conversación continuara por esos derroteros. Empero, a Caramon no hacía falta que lo animaran.

—Su cama estaba intacta, pero apuesto a que sé en la de quién ha dormido. Aunque tampoco creo que durmieran mucho.

—Caramon —dijo fríamente Raistlin a la par que se levantaba de la silla, dejándose la mayor parte del desayuno—, eres un cerdo.

Llevó unas sobras de comida a los dos ratoncillos de campo que había capturado y que guardaba en una jaula, junto con el conejo amaestrado. Había desarrollado ciertas teorías respecto al uso de sus hierbas y consideraba juicioso probar dichas teorías con animales en lugar de hacerlo con sus pacientes. Era fácil cazar ratones y no costaba mucho mantenerlos.

Su primer experimento no había funcionado al haber sido víctima del gato del vecino. Había regañado a Caramon por dejar que el felino entrara en casa. Su hermano, al que le encantaban los gatos, prometió que jugaría fuera con el animal a partir de entonces. Los ratones estaban a salvo, y Raistlin se sentía muy satisfecho con los resultados de su último experimento. Metió las migajas entre los barrotes.

—Ya es bastante desagradable que nuestra hermana lleve una vida licenciosa para que además te pongas a hacer comentarios groseros al respecto —continuó al tiempo que daba agua fresca al conejo.

—¡Oh, vamos, Raist! —protestó su gemelo—. Kit no es una… Bueno, no es eso que dices. Se nota por el modo en que mira al semielfo que está enamorada de él. Y Tanis está loco por ella. Me cae bien. Flint me ha contado un montón de cosas sobre él. Dice que este verano Tanis me enseñará a usar la espada y el arco. Asegura que es el mejor arquero que haya existido. Dice que…

Raistlin dejó de prestar atención a su gemelo. Se limpió las migas de las manos y recogió sus libros.

—Tengo que marcharme —anunció, interrumpiendo desconsideradamente a su hermano a mitad de una frase—.

Llego tarde a la escuela. Te veré esta tarde, supongo. ¿O piensas mudarte con Tanis el Semielfo?

—Bueno, no, Raist. ¿Por qué iba a hacer eso? —repuso Caramon, demasiado candido para comprender el sarcasmo de su hermano—. ¿Sabes, Raist? Estar con chicas es muy divertido —continuó—. Nunca hablas con ninguna de ellas y hay más de una que te considera muy especial, por lo de la magia y todo lo demás. Y por haber curado de la tos ferina al bebé de los Hojaverde. Dicen que esa chiquitina habría muerto de no ser por ti, Raist. A las chicas les gusta ese tipo de cosas.

Su gemelo se paró en el umbral; un leve rubor de satisfacción tiñó sus mejillas.

—Sólo era una mezcla de té y una raíz sobre la que leí que se llama ipecacuana. Verás, la pequeña tenía que expulsar las flemas, y la mixtura de la raíz la hizo vomitar. ¿Las chicas…? ¿De verdad hablan de…, de esas cosas?

Para Raistlin las muchachas eran extrañas criaturas tan incomprensibles como un conjuro del libro de hechizos de algún archimago de alto rango, e igualmente inalcanzables.

Por el contrario, Caramon, que en otros temas era tan obtuso como un leño caído, hablaba con ellas, bailaba las populares danzas en redondel en los festivales con ellas, y hacía otras cosas con ellas; cosas con las que Raistlin soñaba en las oscuras horas de la noche, y esos sueños le dejaban una sensación de vergüenza, de estar sucio.

Claro que Caramon con su buena planta, su cabello rizoso, sus grandes ojos castaños y su apuesto semblante, resultaba atractivo a las mujeres.

Él no.

Las frecuentes enfermedades que todavía padecía lo dejaban delgado, huesudo, sin apetito. Tenía el mismo corte de cara y nariz que Caramon, pero en él los rasgos tenían una mayor suavidad, eran más afilados, lo que le confería la astuta y avisada apariencia de un zorro. Detestaba los bailes en redondel, considerándolos una pérdida de tiempo y energías, además de que lo dejaban sin aliento, con un doloroso pinchazo en el pecho. No sabía cómo hablar con las chicas ni qué decirles. Siempre tenía la sensación de que, aunque lo escuchasen con cortesía, tras aquellos relucientes ojos se reían en secreto de él.

—No creo que hablen de la ipe… ipe… ipecaca… como se llame esa planta de nombre tan largo —admitió Caramon—.

Pero una de ellas, Miranda, dijo que era maravilloso que hubieras salvado la vida de la pequeña. Es su sobrinita; ¿comprendes? Quería que te lo dijera.

—¿De veras? —musitó Raistlin.

—Ajá. Miranda es preciosa, ¿verdad? —Caramon soltó un sonoro suspiro—. Es la chica más guapa que he visto nunca. ¡Anda! —exclamó al atisbar a través de la puerta abierta que el sol empezaba a salir—. Yo también tengo que marcharme. Empezamos a sembrar hoy, así que no regresaré a casa hasta después de anochecer.

Silbando una alegre melodía, Caramon cogió su morral y salió presuroso.

—Sí, hermano, tienes razón. ¡Es muy hermosa! —dijo Raistlin a la casa vacía.

Miranda era hija de un acomodado fabricante de paños que había llegado hacía poco a Solace para establecer allí su negocio.

Vestida con las telas más finas, cortadas y confeccionadas a la última moda, Miranda resultaba la mejor propaganda de su padre. Tenía el cabello largo, de un rubio rojizo, y le caía en bucles hasta la cintura. Elegante y recatada, frágil y encantadora, inocente y buena, era totalmente cautivadora, y Raistlin no era el único joven que la admiraba muchísimo.

El aprendiz de mago había fantaseado a veces que la muchacha había mirado en su dirección y que esa mirada era insinuante, pero siempre se decía que sólo era producto de su imaginación. ¿Cómo iba a interesarse por él? Cada vez que la veía, el corazón le latía muy deprisa, como si quisiera salírsele por la boca; la sangre le ardía y su piel se tornaba fría y húmeda. Su lengua, por lo general tan suelta, se le enredaba y sólo decía necedades, y su cerebro parecía volverse de serrín. Ni siquiera era capaz de mirarla a la cara. Cada vez que se encontraba con ella, le costaba trabajo retener la mano que quería ir hacia aquellos suaves bucles rojizos para acariciarlos.

Había otro factor. «¿Estaría tan interesado en esa joven si ella no se hubiera ganado también la admiración de Caramon? », se preguntó Raistlin. En lo más profundo de su mente surgió de inmediato la respuesta. «¡Sí!». Pero en el fondo seguía dándole vueltas a la idea, inquieto. ¿Qué demonio lo empujaba a esa constante competición con su propio gemelo? En cualquier caso, era una competición unilateral, ya que Caramon era ajeno a ella.

Raistlin recordó una historia que Tasslehoff les había contado sobre un enano que topó con un dragón dormido. El enano atacó a la bestia con hacha y espada, la golpeó durante horas hasta quedar exhausto. El dragón ni siquiera se despertó. Bostezando, la bestia rodó sobre sí misma en su sueño y aplastó al enano.

El joven sentía empatia por el enano del cuento; tenía la sensación de estar batallando contra su hermano continuamente, y todo para que Caramon rodara sobre sí mismo y lo aplastara sin ser siquiera consciente de ello. De los dos, su hermano era el más atractivo, el que mejor le caía a la gente, el que despertaba más confianza. Raistlin era «intelectual», como lo describía Kit, o «sutil», como lo llamó Tanis una vez, o «taimado», como lo apodaban sus condiscípulos. La mayoría de la gente toleraba su presencia sólo porque apreciaban a su gemelo.

«Por lo menos me estoy ganando cierta reputación como curandero», se dijo para sus adentros mientras caminaba por la pasarela, procurando respirar lo menos posible el fragante aire primaveral que siempre lo hacía estornudar.

Pero, no bien se encendió dentro de sí el fulgor de la satisfacción, proporcionándole cierta calidez, aquel infernal demonio suyo susurró amargamente: «Sí, y puede que eso sea todo cuanto consigas ser en la vida: un mago de segunda lila, un curandero enredado: con sus hierbas, mientras que tu hermano guerrero logra grandes hazañas, gana enormes recompensas y se cubre de gloria».

—¡Oh, caray! ¡Oh, vaya, por los dioses!

Sobresaltado, Raistlin se frenó en seco al caer en la cuenta de que acababa de tropezar con alguien. Había estado absorto en sus pensamientos, caminando apresuradamente para no llegar tarde y sin mirar por dónde iba.

Levantó la cabeza, a punto de mascullar una disculpa y pasar al lado de la persona con la que había topado, cuando vio que era Miranda.

—Oh, caray —repitió la joven, que echó una ojeada por el borde de la pasarela. Varias piezas de tela yacían desparramadas en el suelo, allá abajo.

—¡Cuánto lo lamento! —exclamó Raistlin. Debía de haber chocado de lleno contra ella, haciendo que tirara las piezas de paño que habían caído por el borde de la pasarela, desenrollándose en coloridas espirales hasta llegar al suelo.

Eso fue lo primero que pensó. El segundo pensamiento que le vino a la cabeza —y que lo puso aun más nervioso— fue el hecho de que la pasarela era lo bastante amplia para que cupieran cuatro personas, y ahora sólo había dos. Uno de ellos, al menos, debía de haber ido mirando por dónde iba.

—Es… espera aquí —balbució Raistlin—. Iré… Iré a recoger las telas.

—No, no, fue culpa mía —contestó la chica. Sus verdes ojos brillaban como los brotes nuevos de los árboles que extendían sus ramas sobre ellos—. Estaba observando a un par de gorriones que hacían un nido y… —Se ruborizó, con lo que pareció aun más hermosa—. No estaba mirando…

—Insisto —dijo firmemente Raistlin.

—Vayamos juntos, ¿de acuerdo? —se anticipó Miranda—.

Son muchas piezas para que las lleve uno solo.

Deslizó tímidamente su mano en la suya.

El roce de la joven fue como una llamarada que le recorriera el cuerpo, muy semejante al fuego de la magia, sólo que más abrasadora. Este fuego consumía, mientras que el otro acrisolaba.

Bajaron uno al lado del otro por la larga rampa hasta el suelo. La zona estaba todavía en penumbra, ya que el sol apenas empezaba a filtrarse a través de los brillantes renuevos.

Miranda y Raistlin recogieron las piezas de tela lentamente, sin prisa. El joven dijo que esperaba que el rocío no hubiera dañado las telas. Miranda respondió que esa mañana no había habido rocío en absoluto y que un buen cepillado sería suficiente para dejarlas bien.

El la ayudó a doblar los largos paños, sujetando por un extremo mientras ella los envolvía por el otro. Cada vez que la tela quedaba enrollada, las manos de ambos se tocaban.

—Quería hablar contigo —manifestó Miranda, alzando la vista hacia él en uno de esos momentos en que estaban juntos, con la pieza de tela entre ambos. Los ojos de la chica, relucientes a través de un velo de pestañas rubiorrojizas, resultaban encantadores—. Salvaste a la hija de mi hermana.

Todos te estamos muy agradecidos.

—No tiene importancia —protestó Raistlin—. ¡Lo siento, no quería decir lo que dan a entender esas palabras! La pequeña es muy importante, por supuesto. Lo que quería decir era que lo que hice yo no tuvo importancia. Bueno, tampoco es eso. A lo que me refería era…

—Sé lo que querías decir —lo interrumpió Miranda, que le cogió las manos entre las suyas.

Dejaron caer la pieza de tela. Ella cerró los ojos y le ofreció los labios. El se inclinó sobre la muchacha.

—¡Miranda! ¡Ah, ahí estás! Deja de entretenerte, jovencita, y trae esas telas. Las necesito para el corpiño de la señora Fuentes.

—Sí, madre. —Miranda se agachó y recogió precipitadamente la tela, sin molestarse en enrollarla. Sujetando la pieza entre sus brazos, susurró suavemente, falta de aliento:

—Vendrás a visitarme alguna tarde, ¿verdad, Raistlin?

—¡Miranda!

—¡Ya voy, madre!

La joven se marchó en medio de un revuelo de faldas y telas ondeando tras ella.

Raistlin se quedó parado en el mismo sitio, como si le hubiera caído un rayo y sus pies se hubieran fundido con el suelo. Aturdido y deslumbrado, pensó en su invitación y en lo que significaba. Le gustaba. ¡Le gustaba! Miranda lo había escogido a él en lugar de a Caramon, a él entre todos los otros hombres de la ciudad que rivalizaban por ganarse su afecto.

Lo inundó una felicidad plena y limpia que rara vez experimentaba.

Se dejó arropar por ella, disfrutándola como la caricia de un cálido sol estival, y se sintió crecer al igual que las semillas recién plantadas. Construyó castillos en el aire con tanta rapidez que, en cuestión de segundos, estaban listos para que se instalara en ellos.

Se vio a sí mismo como el reconocido favorito de la joven.

Para variar, Caramon lo envidiaría a él. Aunque tampoco importaba lo que su gemelo pensara porque Miranda lo amaba y era buena, dulce y maravillosa. Ella haría emerger lo bueno que había en su interior, expulsaría aquellos perversos demonios —celos, ambición, orgullo— que nunca dejaban de atormentarlo. Miranda y él vivirían encima de la tienda de tejidos. Él no tenía ni idea de cómo se llevaba un negocio, pero aprendería por bien de ella.

Por ella renunciaría a su magia si se lo pedía.

Las risas de unos niños sacaron a Raistlin de su dulce ensueño.

Se le había hecho muy tarde y cuando llegara a la escuela recibiría un serio rapapolvo de maese Theobald.

Un rapapolvo que Raistlin aceptó tan humildemente, mirando al maestro con lo que casi podría definirse como una sonrisa afectuosa, que Theobald medio se convenció de que su más extraño y difícil alumno se había vuelto loco finalmente.

Esa noche —por primera vez desde que había empezado la escuela, sin contar con las ocasiones en que había estado enfermo—. Raistlin no estudió sus conjuros. Olvidó regar las plantas medicinales; no reparó en que los ratones y el conejo revolvían la jaula, hambrientos, buscando la comida que no les había dado. Intentó comer, pero era incapaz de tragar bocado. Se alimentó de amor, un plato mucho más dulce y suculento que los servidos en el banquete de un emperador.

El único temor de Raistlin era que su hermano regresara antes de que cayera la noche, porque entonces tendría que perder el tiempo respondiendo toda clase de preguntas idiotas.

Tenía preparada una mentira, que la propia Miranda había hecho que discurriera: lo habían llamado para ocuparse de un niño enfermo. Y no, no necesitaba que Caramon lo acompañara como escolta.

Por fortuna su gemelo no volvió temprano a casa, algo que no era inusitado en la época de siembra, cuando el granjero Juncia y él se quedaban trabajando en los campos a la luz de las lunas.

Raistlin salió de la casa y echó a andar por las anchas pasarelas.

En su fantasía iba caminando por las nubes.

Se dirigió a la casa de Miranda, pero no para hacer una visita. Visitar a una joven soltera después de anochecer no sería correcto. Antes hablaría con su padre, obtendría su permiso para cortejar a su hija. Raistlin sólo iba para contemplar el lugar donde vivía ella con la esperanza de que, quizá, se presentara la ocasión de vislumbrarla a través de una ventana. La imaginaba sentada frente al hogar, inclinada sobre la labor de costura, soñando tal vez con él, al igual que él soñaba con ella.

La tienda de pañería estaba en el piso bajo de la casa, una de las más grandes de Solace. La planta baja estaba a oscuras, ya que la tienda cerraba al caer la noche, pero en el primer piso brillaban luces a través de las ventanas techadas en gablete.

Raistlin se quedó en la pasarela bajo la suave noche primaveral, contemplando en silencio las ventanas, esperando, confiando únicamente en vislumbrar sus bucles rubiorrojizos reflejándose en la luz. Entonces escuchó un ruido.

El sonido venía de abajo, de un cobertizo que había debajo del suelo de la pañería. Seguramente servía como almacén.

La idea de que algún ladrón había entrado en el cobertizo acudió de inmediato a su mente. Si conseguía atrapar al ladrón o, al menos, impedir el robo, dedujo, en su febril y novelesco estado de enamoramiento, que podría mostrarse merecedor del amor de Miranda.

Sin pensar ni por un momento que lo que se proponía hacer era peligroso, que no tenía medios para protegerse si se daba de bruces con un ladrón, Raistlin bajó por la rampa. Era fácil orientarse en la noche. Lunitari, la luna roja, estaba llena y arrojaba un fuerte resplandor que alumbraba sus pasos.

Al llegar al piso bajo se deslizó en silencio, sigilosamente, hacia el cobertizo. El candado colgaba suelto en la puerta, cuya hoja estaba cerrada. El cobertizo no tenía ventanas, pero una suave luz, apenas perceptible, brillaba a través del agujero de un nudo de la madera, a un lado. Definitivamente, había alguien dentro. Raistlin estuvo a punto de arremeter violentamente contra la puerta, pero prevaleció el sentido común incluso por encima del amor. Primero echaría un vistazo por el agujero para ver qué pasaba. Presenciaría las actividades delictivas del ladrón y entonces daría la alarma e impediría que el delincuente escapara.

Acercó el ojo al agujero.

A un lado había apilados rollos de telas, dejando un espacio libre en el centro. En ese hueco había una manta extendida y en un rincón lucía una vela sobre una caja. En la manta, indistinguibles en las sombras arrojadas por la titilante llama de la vela, dos personas se retorcían y jadeaban.

Rodaron hacia un punto donde caía la luz de la vela.

Unos bucles rojizos se desparramaron sobre un pecho blanco y desnudo. La mano de un hombre estrujó aquel seno a la par que gemía. Miranda rio quedamente y soltó un jadeo entrecortado. Su blanca mano recorrió la espalda desnuda del hombre.

Una espalda ancha y musculosa. La luz de la vela se reflejó en un cabello castaño y rizoso. La espalda desnuda de Caramon; el cabello húmedo de sudor de Caramon.

Caramon hundió el rostro en el cuello de Miranda y se puso a horcajadas sobre ella. Los dos rodaron, saliendo del círculo de luz. En la oscuridad se produjeron jadeos, movimientos acompasados, suspiros, risitas contenidas que se deshicieron en gemidos de placer.

Raistlin metió las manos en las mangas de la túnica. Temblando violentamente a pesar del cálido aire primaveral, regresó con rapidez y en silencio hacia la rampa, teñida de rojo por la clandestina y cómplice luz de Lunitari.