1

Habían pasado dos años. Las suaves lluvias primaverales y el sol estival hicieron que los retoños de vallenwoods plantados en las tumbas se enderezaran y echaran nuevos brotes. Raistlin pasó los inviernos en la escuela y agregó otro conjuro elemental —uno con el que podía determinar si un objeto era mágico— a su libro de hechizos.

Caramon trabajó en el establo en las épocas invernales y los veranos en la granja del señor Juncia. Durante los meses fríos el joven apenas estaba en casa, ya que el hogar le parecía muy solitario con su hermano ausente y le daba repelús.

Empero, cuando Raistlin regresaba, los gemelos vivían en ella bastante satisfactoriamente.

La primavera trajo el periódico festival Primero de Mayo, una de las principales fiestas de Solace. Se había instalado una gran feria en el amplio espacio abierto que existía en el extremo meridional de la ciudad.

Por fin libres para viajar ahora que las calzadas estaban despejadas de los hielos invernales, los mercaderes llegaron de todas partes de Ansalon deseosos de vender los artículos que habían manufacturado a lo largo de todo el invierno.

Los taciturnos Hombres de las Llanuras, de aspecto salvaje, fueron los primeros en llegar procedentes de poblaciones con nombres extraños y bárbaros, tales como Quetah y Quekiri. Vestían pieles de animales decoradas con adornos rústicos con los que, al parecer, honraban a sus antepasados, a los cuales adoraban; se mantenían aislados, evitando el contacto con otros habitantes de la comarca, si bien no andaban remisos en tomar las armas llegado el caso. Sus vasijas de barro cocido eran muy apreciadas, así como las maravillosas mantas tejidas a mano. Otras mercancías suyas, como los cráneos decorados de pequeños animales, eran codiciadas por los niños, para espanto de sus padres.

Los enanos, bien vestidos y luciendo cadenas de oro al cuello, viajaron desde su reino subterráneo, Thorbardin, para llevar una amplia gama de productos manufacturados con hierro que gozaban de gran fama y que abarcaba desde ollas y sartenes a hachas, brazales y dagas.

Estos enanos de Thorbardin provocaron el primer incidente de la feria estacional. Habían ido a la posada El Ultimo Hogar para degustar la cerveza de Otik y empezaron a hacer comentarios despectivos sobre ella, asegurando que su calidad era muy inferior a la de las suyas. Un Enano de las Colinas, afincado en la ciudad, se dio por ofendido en nombre de Otik a causa de estas observaciones e hizo otras pertinentes respecto al hecho de que un Enano de las Montañas no sabría distinguir una buena cerveza aunque se la vertieran por encima de la cabeza, cosa que ocurrió a continuación.

Varios elfos de Qualinesti, que habían llevado algunos exquisitos trabajos de orfebrería en oro y plata, señalaron que todos los enanos eran una pandilla de brutos peores que los humanos, que ya era decir.

Se organizó una reyerta y hubo que llamar a la guardia.

Los residentes de Solace se pusieron de parte del Enano de las Colinas, mientras que el nervioso Otik, que no quería perder clientela, apoyaba a los dos bandos. Pensó que quizá la cerveza no tenía la alta calidad que le era habitual y se vio compelido a admitir que los caballeros de Thorbardin podrían tener razón en sus protestas. Por otra parte, Flint Fireforge era un gran entendido en el tema ya que había degustado muchas cervezas a su edad, por lo que el posadero se sentía en la obligación de descubrirse ante un experto como él.

Finalmente, se dispuso que, si el Enano de las Colinas se disculpaba con los Enanos de las Montañas y estos a su vez pedían excusas a Otik, todo el incidente quedaría olvidado.

Mientras se limpiaba la nariz ensangrentada, el cabecilla de los enanos de Thorbardin manifestó en tono hosco que la cerveza «se podía tomar». El Enano de las Colinas rezongó, al tiempo que se frotaba la mandíbula magullada, que un Enano de las Montañas debía de saber algo de cerveza puesto que se pasaba muchas noches tendido de bruces en el suelo de las tabernas. Al enano de Thorbardin no le hizo mucha gracia cómo sonaba ese comentario y sospechó que era otro insulto. En ese momento, Otik se apresuró a invitar a todos a una ronda para celebrar su recién descubierta amistad.

Jamás un enano había rechazado una cerveza gratis, y los dos bandos regresaron a sus asientos, cada cual convencido de que era el suyo el que había salido victorioso. Otik retiró las sillas rotas, las camareras recogieron la loza hecha añicos, los guardias se echaron un trago a la salud del posadero, los elfos contemplaron a todos con aire prepotente y el incidente se zanjó.

Raistlin y Caramon se enteraron de la pelea al día siguiente, mientras se abrían paso a codazos entre la multitud que se apiñaba alrededor de puestos y tenderetes.

—Ojalá hubiera estado allí. —Caramon soltó un sonoro suspiro y apretó su enorme puño.

Raistlin no dijo nada, ya que no estaba prestando atención.

Observaba el ir y venir de la muchedumbre con intención de establecer el lugar mejor situado donde instalarse. Al cabo, reparó en un sitio localizado en la convergencia de dos de las calles formadas por los puestos. A un lado estaba una encajera procedente de Haven, y al otro, un mercader de vinos que venía de Pax Tharkas.

Tras poner un gran cuenco de madera delante de un tocón, Raistlin le dio ciertas instrucciones a Caramon:

—Camina hasta el extremo de esta fila, da la vuelta y regresa hacia aquí. Eres el hijo de un granjero que ha venido a pasar el día en la ciudad, no lo olvides. Cuando llegues aquí, te detienes, miras de hito en hito, señalas y lanzas exclamaciones de admiración. Cuando la gente empiece a arremolinarse a mi alrededor, te sales hacia afuera del círculo y paras a las personas que pasen y las instas a que echen una ojeada.

¿Comprendido?

—¡Claro! —respondió su hermano, sonriendo. Se estaba divirtiendo de lo lindo.

—Y, cuando pida un voluntario entre los reunidos, ya sabes lo que tienes que hacer.

—Ajá —asintió Caramon—. Decir que no te he visto en MI vida y que dentro de esa caja no hay nada.

—Actúa sin exagerar —advirtió Raistlin.

—No lo haré, descuida. Puedes confiar en mí —prometió Caramon.

Raistlin tenía sus dudas al respecto, pero no había nada más que pudiera hacer para mitigarlas. La noche anterior lo había aleccionado, y sólo cabía esperar que Caramon recordara su papel.

Su gemelo se marchó hacia el final de la fila de puestos, como le había indicado. Apenas se había alejado cuando un hombre bajo y fornido, que vestía un chaleco de color rojo chillón, lo paró y lo arrastró hacia una tienda, prometiéndole que dentro de ella Caramon contemplaría a la belleza hecha mujer, una fémina famosa desde allí hasta el Mar Sangriento que iba a ejecutar la danza ritual de unión, originaria de Ergoth del Norte, un baile del que se decía que enardecía a los hombres. Y Caramon podía presenciar este fabuloso espectáculo por sólo dos monedas de acero.

—¿De verdad? —El joven estiró el cuello intentando atisbar algo a través de la solapa de la tienda.

—¡Caramon! —La voz de su gemelo fue como un pescozón.

El joven se apartó de un salto, con gesto culpable, y reanudó su camino con gran disgusto del rechoncho hombrecillo, que asestó a Raistlin una mirada funesta antes de agarrar a otro pazguato y comenzar de nuevo con su trola.

Raistlin colocó el cuenco de madera de forma que ofreciera su mejor aspecto, echó dentro una moneda de acero por lo de «dinero llama a dinero», y después extendió los útiles a sus pies. Tenía bolas para juegos malabares; monedas que aparecerían en las orejas de la gente; un trozo largo de cuerda que cortaría y reconstruiría de inmediato, intacto; pañuelos de seda que saldrían de su boca para pasmo de los espectadores; y una caja pintada con fuertes colores de la que sacaría un iracundo y despeinado conejo.

El joven vestía una túnica de color blanco que él mismo se había confeccionado diligentemente con una vieja sábana.

Las partes desgastadas estaban cubiertas con estrellas y lunas rojas y negras. Ningún hechicero de verdad se habría puesto ni en sueños un atavío tan estrafalario, pero la gente corriente lo ignoraba y los colores fuertes llamaban la atención.

Con las bolas de juegos malabares en las manos, Raistlin se subió al tocón y empezó su actuación. Las bolas multicolores —juguetes de cuando Caramon y él eran niños— giraron velozmente en el aire impulsadas por sus ágiles dedos.

De inmediato, varios pequeños se acercaron corriendo para mirar, arrastrando con ellos a sus padres.

Caramon llegó y se puso a lanzar exclamaciones —en exceso altas— sobre el fabuloso espectáculo que contemplaba.

Se acercó más gente para mirar y maravillarse. Las monedas tintinearon en el cuenco de madera.

Raistlin empezaba a divertirse. Aunque lo que hacía no era verdadera magia, sí que tenía hechizadas a estas personas.

El sortilegio funcionaba mejor debido a que querían creer en él, a que estaban dispuestas a creer en su magia. Al joven le gustaba sobre todo la expresión maravillada de los niños, quizá porque le recordaban a sí mismo a esa edad, su propio asombro y su pasmo, y adonde había conducido aquella fascinación.

—¡Caray! ¡Fíjate en eso! —gritó entre el gentío una vocecilla penetrante—. ¿De verdad te has tragado todos esos pañuelos? ¿No te hacen cosquillas al salir?

Al principio, Raistlin creyó que era la voz de un niño, pero entonces reparó en el kender. Vestido con polainas de un color verde chillón, una camisa amarilla y un chaleco naranja, y con el cabello recogido en un copete extraordinariamente largo, el kender se abrió paso para ponerse en primera fila entre las personas arracimadas, que se apartaban con nerviosismo al ver quién era a la par que aferraban sus bolsas de dinero. Se plantó delante de Raistlin, y lo contempló, boquiabierto por la admiración.

El joven lanzó una mirada alarmada a Caramon, que se apresuró a acercarse con actitud protectora al cuenco de madera que tenía su dinero.

El kender le resultaba familiar a Raistlin; claro que, bien mirado, los kenders eran tan diferentes de la gente corriente que todos ellos parecían iguales a cualquier observador inexperto.

Raistlin consideró aconsejable distraer la atención del hombrecillo respecto al cuenco, y lo hizo sacando una de las bolas de malabarista de un saquillo del pequeño personaje, a lo que siguió una lluvia de monedas que parecieron caer de la nariz del kender para su deleite y asombro. El público —ahora muy numeroso— aplaudió. Las monedas tintinearon en el cuenco mientras Raistlin saludaba.

—¡Vergonzoso! —gritó una voz.

El joven levantó la cabeza y se encontró cara a cara —una cara congestionada y enfurecida— con su maestro.

—¡Vergonzoso! —repitió maese Theobald, apuntando a su alumno con un dedo tembloroso, acusador—. ¡Exhibirte de ese modo en público!

Consciente de la expectación de la gente, Raistlin procuró mantener la compostura, aunque la sangre se le agolpó en las mejillas.

—Soy consciente de que no lo aprobáis, maestro, pero tengo que ganarme la vida del mejor modo que sé.

—Disculpad, señor, pero os habéis puesto delante y no me dejáis ver —dijo cortésmente el kender, que trataba de coger la manga de la túnica del mago para llamar su atención.

Como todos los de su raza, el kender era bajo y maese Theobald estaba gritando y gesticulando con los brazos, y ello fue sin duda la razón de que al kender se le escapara la manga y acabara asiendo la bolsa con ingredientes de hechizos que el maestro llevaba al cinturón.

—¡Sí, ya me he enterado de cómo te ganas la vida! —replicó maese Theobald—. ¡Asociándote con esa bruja! Usando malas hierbas para engañar a los crédulos haciéndoles creer que los curas. ¡Vine para comprobarlo por mí mismo porque no podía creer que fueran ciertas esas historias!

—¿De verdad conoces a una bruja? —preguntó, anhelante, el kender, alzando la vista del interior del saquillo de ingredientes de hechizos.

—¿Preferiríais, tal vez, que me muriera de hambre, maestro? —demandó Raistlin.

—¡Deberías mendigar en las calles antes que prostituir tu arte y hacer mofa de mí y de mi escuela! —bramó maese Theobald.

Alargó la mano para bajar a Raistlin del tocón.

—Tocadme, señor, y lo lamentaréis —amenazó el joven en voz queda.

—¿Cómo te atreves a…? —empezó maese Theobald, iracundo.

—¡Eh, amiguito! —gritó Caramon, metiéndose entre los dos—. ¡Échame ese saquillo!

—¡Sí, juguemos a pelota goblin! —chilló el kender—. Tú haces de goblin —le informó al maestro, y lanzó el saquillo por encima de la cabeza del hechicero.

—¿Esto es vuestro, mago? —se burló Caramon mientras Agitaba el saquillo delante de las narices de Theobald—.

¿Lo es?

El maestro reconoció la bolsita y se llevó la mano al cinturón, donde debería haber estado colgando. Unas venas azules e hinchadas se le marcaron en las sienes, y la congestión de su rostro se hizo más intensa.

—¡Devuélveme eso, granuja! —gritó.

—¡A media altura! —chilló el kender a la par que se escabullía alrededor del maestro.

Caramon lanzó el saquillo, y el kender lo cogió en medio de las risas y cuchufletas del gentío, que, al parecer, encontraba el juego aun más divertido que la actuación. Encaramado en el tocón, Raistlin seguía el desarrollo del juego con actitud fría y una media sonrisa bailándole en los labios.

El kender alzaba los brazos para lanzar un pase largo a Caramon cuando, inexplicablemente, el saquillo se le escapó de las manos.

—¿Pero qué…? —Alzó la vista, sorprendido.

—Yo me encargaré de esto —dijo una voz adusta.

Un joven alto, de poco más de veinte años, con los ojos castaños y largo cabello sujeto en la nuca a la antigua usanza, sujetaba la bolsa. Mostraba un talante circunspecto, pues lo habían educado en la creencia de que la vida era seria y severa y se regía por unas normas rígidas e inflexibles como las barras de hierro de una prisión. Sturm Brightblade tiró del cordón del saquillo para cerrarlo, le sacudió el polvo y, haciendo una cortés reverencia, se lo tendió al enfurecido mago.

—Gracias —dijo maese Theobald, envarado. Tomó la bolsita con brusquedad y la guardó a buen recaudo en el interior de la larga y amplia manga. Asestó una mirada furibunda al kender y después se volvió para contemplar a Raistlin con frialdad.

—Tienes dos opciones: o te marchas de esta feria o abandonas mi escuela. ¿Qué decides, jovencito?

Raistlin bajó la vista hacia el cuenco de madera. De todos modos, tenían suficiente dinero para una temporada. Y, en el futuro, el maestro no se sentiría ofendido por lo que no supiera. Tendría que ser más prudente, eso era todo.

Con fingida humildad, Raistlin se bajó del tocón.

—Lo lamento, maestro —dijo con timbre contrito—.

No volverá a suceder.

—Eso espero —repuso Theobald, muy estirado. Se marchó acto seguido, presa de un gran enojo que se acrecentó cuando, de vuelta en casa, descubrió que la mayoría de sus ingredientes de hechizos, por no mencionar sus monedas de acero, habían desaparecido… y no por arte de magia.

La muchedumbre empezó a dispersarse hacia uno y otro lado, en su mayoría satisfecha ya que había presenciado un buen espectáculo por una o dos monedas de acero. A poco, los únicos que quedaban alrededor del tocón eran Sturm, Caramon, Raistlin y el kender.

—¡Oh, Sturm! —protestó Caramon—. Has estropeado la diversión.

—¿Diversión? —Sturm frunció el ceño—. El hombre al que estabais atormentando era el maestro de Raistlin, ¿no?

—Sí, pero…

—Disculpa —dijo el kender al tiempo que se abría paso a codazos para llegar hasta Raistlin—. ¿Te importaría sacar el conejo de la caja otra vez?

—Raistlin debería tratar a su maestro con más respeto —continuó Sturm.

—O sacar más monedas de mi nariz —insistió el kender—.

Ignoraba que tuviera monedas metidas ahí. Lo lógico sería que me hubieran hecho estornudar, ¿no? Mira, me meteré esta a empujones y…

—No hagas eso —lo reconvino Raistlin, quitándole la moneda al kender—. Te harás daño, aparte de que la moneda es nuestra.

—¿De veras? Seguramente la habrás dejado caer. —El kender le tendió la mano—. ¿Cómo estás? Me llamo Tasslehoff Burrfoot, ¿y tú?

Raistlin estaba dispuesto a rechazar al hombrecillo con Frialdad, ya que ningún humano en su sano juicio que quisiera conservar en buenas condiciones su salud mental se relacionaría con un kender por propia voluntad. Pero entonces recordó la expresión estupefacta del maestro cuando se percató de que sus preciados ingredientes de hechizos estaban en manos de un kender. El recuerdo lo hizo sonreír y se sintió en deuda con el pequeño personaje, de modo que estrechó la mano tendida con aire serio. Y no se limitó a eso, sino que le presentó a los otros.

—Este es mi hermano, Caramon, y su amigo, Sturm Brightblade.

A juzgar por su actitud, Sturm parecía bastante reacio a estrechar la mano a un kender, pero habían sido presentados formalmente y no podía eludir el saludo sin mostrarse descortés.

—Hola, ¿cómo estás, renacuajo? —saludó Caramon estrechándole la mano con actitud campechana; su manaza envolvió completamente la diminuta del kender, que puso un gesto ligeramente malhumorado.

—No me gusta tener que mencionarlo, Caramon, ya que acabamos de ser presentados —dijo el hombrecillo en tono solemne—, pero es de mala educación hacer alusiones al tamaño de una persona. Por ejemplo, seguro que a ti no te haría mucha gracia que te llamara Panza de Tonel, ¿verdad?

El apodo era tan divertido y la escena tan jocosa —un mosquito echando una reprimenda a un oso— que Raistlin empezó a reír. Y siguió hasta que el esfuerzo lo debilitó y tuvo que sentarse en el tocón. Complacido y asombrado al ver a su gemelo de tan buen humor, Caramon estalló en carcajadas y dio una palmada al kender en la espalda con tanta fuerza que tuvo que levantarlo porque lo tiró de bruces.

—Vamos, hermano —dijo Raistlin—, recojamos nuestras cosas y regresemos a casa. El recinto ferial cerrará pronto. Ha sido un gran placer conocerte, Tasslehoff Burrfoot —añadió con sinceridad.

—Os ayudaré —se ofreció el kender mientras lanzaba ojeadas anhelantes a las bolas multicolores y a la caja pintada con tonos llamativos.

—Gracias, pero podemos arreglárnoslas solos —se apresuró a decir Caramon al tiempo que recuperaba el conejo, que estaba desapareciendo dentro de una de las bolsas del kender.

Sturm, por su parte, sacó varios pañuelos de seda del bolsillo de Tasslehoff.

—Deberíais ser más cuidadosos con vuestras pertenencias —se sintió obligado a recomendar el kender—. Por fortuna yo estaba aquí para encontrarlas, de lo que me alegro.

Realmente eres un mago fabuloso, Raistlin. ¿Puedo llamarte así? Gracias. Y a ti te llamaré Caramon, si a mí me llamáis Tasslehoff, que es mi nombre, aunque mis amigos me llaman Tas, cosa que vosotros podéis hacer también si queréis.

Y a ti te llamaré Sturm. ¿Eres un caballero? Estuve en Solamnia una vez y vi un montón de caballeros. Todos tenían bigote, como tú, sólo que eran más grandes. Me refiero a los bigotes, claro. El tuyo es todavía un poco ralo, aunque veo que estás en ello.

—Gracias —repuso Sturm, atusándose su recién dejado bigote con azoramiento.

Los hermanos echaron a andar entre el gentío, dirigiéndose hacia la salida más próxima. Alegando que ya había visto todo lo que le apetecía por ese día, Tasslehoff los acompañó.

Reacio a que lo vieran en público en compañía de un kender, Sturm se disponía a despedirse de ellos cuando Tasslehoff mencionó Solamnia.

—¿De verdad has estado allí? —preguntó.

——He estado en todo Ansalon —respondió Tas con orgullo—.

Solamnia es un lugar muy bonito. Te hablaré de él si quieres. Oye, se me ocurre una idea. ¿Por qué no vienes a casa conmigo y cenamos juntos? Venid todos. A Flint no le importará.

—¿Quién es Flint? ¿Tú esposa? —preguntó Caramon.

El kender soltó un chiflido.

—¡Anda, mi esposa! ¡Espera a que se lo cuente! No, Flint es un enano y el mejor amigo que tengo en todo el mundo, y yo el suyo, por mucho que diga lo contrario, excepto, quizá, por Tanis el Semielfo, que es otro amigo mío, sólo que ahora no está aquí porque ha ido a Qualinesti, donde viven los elfos.

—En este punto, Tas enmudeció, pero sólo porque se había quedado sin aliento.

—¡Ahora lo recuerdo! —exclamó Raistlin, que se de tuvo. —Sabía que me resultabas familiar. Estabais allí cuando murió Gilon. Tú, el enano y el semielfo—. Hizo una pausa mientras observaba detenidamente al kender y luego añadió: —Muchas gracias, Tasslehoff. Aceptamos tu invitación.

—¿De veras? —Caramon estaba estupefacto.

—Sí, hermano.

—Y tú vienes también, ¿verdad? —preguntó Tasslehoff a Sturm con ansiedad.

El joven se atusó el bigote.

—Mi madre me espera, pero no creo que le importe si me.

quedo con unos amigos. De camino pasaré por casa y le diré adonde voy. ¿Qué zona de Solamnia visitaste?

—Te lo mostraré. —Tas alargó la mano hacia un estuche colgado a la espalda; llevaba bolsas y saquillos por todas partes.

Sacó un mapa. —Me encantan los mapas; ¿a ti no? ¿Te importa sujetar esa esquina? Ahí está Tarsis, junto al mar.

Nunca he ido a esa ciudad, pero espero visitarla algún día, cuando mi ayuda no le sea tan necesaria a Flint, algo que en este momento precisa terriblemente. No os creeríais en los líos que se mete si no estoy con él para controlar las cosas.

Ah, sí, eso es Solamnia. Oye, tienen unas prisiones increíblemente fabulosas…

Los dos siguieron charlando, el alto Sturm inclinado para mirar el mapa y Tasslehoff señalando diversos puntos de interés.

—Sturm no está en sus cabales —dijo Caramon—. Seguramente ese kender ni siquiera ha estado cerca de Solamnia.

Todos los de su raza mienten como… Bueno, como kenders.

¡Y tú vas y aceptas que vayamos a cenar con uno de ellos y con un enano! No es… correcto. Deberíamos limitarnos al trato con los de nuestra raza. Padre dice…

—Padre ya no dice nada —lo interrumpió Raistlin.

Caramon se quedó pálido y se sumió en un mortificado silencio. Raistlin posó la mano en su brazo en un gesto de disculpa.

—No podemos quedarnos encerrados en casa siempre, arropados al abrigo seguro de un pequeño capullo —adujo quedamente—. Por fin se nos presenta la ocasión de romper los hilos de seda que nos envuelven, Caramon, ¡y debemos aprovecharla! Necesitaremos un poco de tiempo para que las alas se nos sequen al sol, pero muy pronto estaremos lo bastante fuertes para emprender el vuelo. ¿Lo entiendes?

—Creo que sí. Pero no estoy seguro de querer volar, Raist. Me da vértigo cuando estoy demasiado alto. —Tras unos instantes de reflexión, añadió—: De todos modos, si estás mojado, tienes que ir a casa para ponerte algo seco, no vayas a enfermar.

Raistlin suspiró y dio unas palmaditas en el brazo de su hermano.

—Sí, Caramon. Me cambiaré de ropa. Y después cenaremos con el enano. Y con el kender.