El verano antes del penúltimo curso en la Escuela Secundaria de Placerville, yo y Joe fuimos a pasar un fin de semana a Bangor con su hermano, que había conseguido un trabajo de verano en el Departamento de Higiene Pública de esa ciudad. Pete McKennedy tenía veintiún años (una edad fantástica, pensaba yo, que entonces estaba en dura pugna con esa cloaca abierta que significan los diecisiete) y estudiaba en la Universidad de Maine, donde intentaba licenciarse en inglés.
Todo apuntaba a que sería un gran fin de semana. El viernes por la noche me emborraché por primera vez en mi vida, en compañía de Pete, Joe y un par de amigos del primero. A la mañana siguiente no tenía mucha resaca. Pete no trabajaba los sábados, de modo que nos llevó al campus y nos enseñó la universidad. Es un sitio realmente agradable en verano, aunque en un sábado del mes de julio no había muchas chicas bonitas que poder mirar. Pete nos contó que la mayor parte de los estudiantes de verano se largaba a Bar Harbor o Clear Lake los fines de semana.
Nos disponíamos a regresar a casa de Pete cuando éste se encontró con un conocido que se encaminaba cansinamente hacia el sofocante aparcamiento.
—¡Scragg! —exclamó Pete—. ¡Eh, Scragg!
Scragg era un tipo grande que vestía tejanos descoloridos salpicados de pintura y una camisa azul de trabajo. Llevaba un bigote de color arena y fumaba un pequeño habano de aspecto horrible que más adelante identificó como un auténtico Smoky Perote; olía como ropa interior que se quema lentamente.
—¿Qué tal? —preguntó Scragg.
—Vamos tirando —respondió Pete—. Éste es mi hermano, Joe, y éste es su amigo Charlie Decker. Os presento a Scragg Simpson.
—¿Cómo va todo? —dijo Scragg, estrechándonos la mano para después olvidarse de nosotros—. ¿Qué haces esta noche, Pete?
—Pensaba ir al cine con ellos dos.
—No lo hagas, Pete —replicó Scragg con una sonrisa—. No lo hagas, chico.
—¿Hay algún plan mejor? —inquirió Pete, también sonriendo.
—Dana Collette ofrece una fiesta en la casa que sus padres tienen cerca de Schoodic Point junto a la playa. Habrá un millón de chicas sueltas. Lleva material.
—¿Sabes si Jerry Moeller tiene hierba? —preguntó Pete.
—La última vez que hablé con él, tenía un buen montón. Extranjera, doméstica, local… de todo, salvo filtros para los canutos.
—Nos encontraremos allí esta noche, a menos que suceda algo muy grave —asintió Pete. Scragg hizo un gesto con la cabeza y se despidió agitando la mano, preparándose para reanudar su versión de la fórmula más tradicional de locomoción por el campus; el caminar indolente del aspirante a la graduación.
—Nos veremos —dijo mientras se despedía de Joe y de mí.
A continuación visitamos a Jerry Moeller, quien, según Pete, era el más importante camello del triángulo Orono-Oldtown-Stillwater. Procuré aparentar tranquilidad cuando lo explicó como si fuera un experto fumador de Placerville, pero interiormente me sentía excitado y bastante receloso. Según recuerdo, casi esperaba encontrar al tal Jerry sentado desnudo en el retrete, con una cinta de goma atada y una hipodérmica clavada en la vena hinchada del antebrazo.
Jerry poseía un pequeño piso en Oldtown, que limita con el campus. Oldtown es una población pequeña con tres rasgos característicos; la industria papelera, una fábrica de canoas, y doce de los antros de peor fama de esta gran región risueña. También había allí un campamento de auténticos indios de las reservas, la mayoría de los cuales te miraba como preguntándose cuánto pelo te habría salido ya en el culo y si merecería la pena arrancártelo como si de una cabellera se tratara.
Jerry no era uno de esos nefastos camellos que organizan su corte entre el hedor del incienso y la música Ravi Shankar, sino un tipo menudo con una sonrisa permanente como una rodaja de limón. Iba vestido de pies a cabeza y razonaba con toda coherencia. Su único adorno consistía en una chapa de color amarillo brillante con la frase A LAS RUBIAS LES ENCANTA. En lugar de Ravi y su insoportable sitar, disponía de una gran colección de música country, del género bluegrass. Al ver sus discos de los Greenbriar Boys le pregunté si había oído a los Tarr Brothers. Siempre he sido un gran aficionado al bluegrass. Después de eso continuamos charlando. Pete y Joe permanecieron callados, un tanto aburridos, hasta que Jerry sacó un pequeño cigarrillo envuelto en papel marrón.
—¿Quieres encenderlo? —preguntó a Pete. Éste lo encendió. El aroma era intenso, casi acre, y muy agradable. Le dio una profunda calada, retuvo el humo en los pulmones y pasó el canuto a Joe, que expulsó entre toses la mayor parte del humo que había aspirado. Jerry se volvió hacia mí.
—¿Has oído alguna vez a los Clinch Mountain Boys?
—No, pero he oído hablar de ellos —respondí.
—Tienes que escuchar esto —aconsejó él—. Es de primera, chico.
Puso un LP de un sello discográfico desconocido. Llegó a mis manos el cigarrillo de marihuana.
—¿Fumas tabaco? —me preguntó Jerry con aire paternal.
Negué con la cabeza.
—Entonces aspira poco a poco, o no te enterarás.
Di una lenta calada. El humo era dulzón, bastante pesado, acre y seco. Lo retuve en los pulmones y pasé el canuto a Jerry. Los Clinch Mountain Boys empezaron a tocar Blue Ridge Breakdown.
Media hora más tarde habíamos dado cuenta de dos canutos más y estábamos escuchando a Flatt and Scruggs en una cancioncilla titulada Russian Around. Me disponía a preguntar cuándo empezaría a notar los efectos y de pronto advertí que podía visualizar realmente los acordes del banjo en mi cerebro. Eran brillantes, como largos hilos de acero y se movían hacia adelante y hacia atrás como piezas de un telar. Aunque el movimiento era rápido, podía seguirlo perfectamente si me concentraba lo suficiente. Intenté explicárselo a Joe, quien me miró con perplejidad, y los dos echamos a reír. Pete, mientras tanto, estudiaba detenidamente una fotografía de las cataratas del Niágara colgada en la pared.
Nos quedamos allí hasta casi las cinco de la tarde, y al marcharnos, yo estaba absolutamente colocado. Pete compró a Jerry treinta gramos de hierba, y emprendimos la marcha hacia Schoodic. Jerry salió a la puerta del piso para despedirnos y me invitó a visitarle de nuevo con alguno de mis discos.
Fueron los únicos momentos realmente agradables que recuerdo.
El trayecto hasta la costa fue bastante largo. Los tres estábamos todavía bastante colocados, y aunque Pete no tenía problemas para conducir, ninguno de nosotros parecía capaz de abrir la boca sin que le entrara la risa. También recuerdo que pregunté a Pete qué tal era Dana, la organizadora de la fiesta, y él se limitó a mirarme de soslayo con aire socarrón. Eso me hizo reír hasta que temí que me estallara el estómago. Todavía tenía la cabeza llena de música bluegrass.
Pete había asistido a otra fiesta celebrada en el lugar en la primavera. La casa se hallaba al final de un estrecho sendero de tierra al pie del cual se alzaba un letrero donde se leía CAMINO PARTICULAR. Se oía el retumbar de la música desde casi medio kilómetro. Se habían reunido allí tantos coches que hubimos de aparcar bastante lejos de la casa.
Empecé a sentirme inseguro y cohibido (en parte debido a la hierba que había fumado, en parte a mi carácter); me preocupaba lo joven y estúpido que parecería probablemente a todo aquel grupo de universitarios. Jerry Moeller tenía que ser un bicho raro en comparación con la mayoría. Decidí quedarme cerca de Joe y mantener la boca cerrada en todo momento. Tal y como se desarrollaron los acontecimientos, podría haberme ahorrado la inquietud. La casa estaba abarrotada de gente borracha, drogada o ambas cosas a la vez. El aroma a marihuana flotaba en el aire como una niebla espesa, acompañado del vino y un guirigay de conversaciones, risas y música rock and roll. Del techo colgaban dos luces, una roja y otra azul, que completaban la primera impresión que me había producido el lugar; la de una casa de la risa en un parque de atracciones.
Scragg nos saludó agitando la mano desde el otro extremo del salón.
—¡Pete! —exclamó una voz casi junto a mi oído.
Di un respingo y a punto estuve de morderme la lengua.
Era una chica bajita, casi bonita, de cabello rubio muy claro, que llevaba el vestido más corto que yo había visto nunca; era de un color anaranjado fluorescente, y casi parecía tener vida propia bajo la extraña iluminación.
—¡Hola, Dana! —exclamó Pete por encima del ruido—. Éstos son mi hermano, Joe, y su amigo, Charlie Decker.
La chica nos saludó a ambos.
—¿No es una fiesta estupenda? —me preguntó. Cuando se movía, el dobladillo del vestido se balanceaba, enseñando el remate del encaje de sus braguitas.
Respondí que, en efecto, era una fiesta magnífica.
—¿Has traído algo bueno, Pete?
Éste sonrió antes de mostrarle la bolsa de hierba. A Dana le brillaron los ojos. Se hallaba de pie a mi lado con la cadera apoyada despreocupadamente contra la mía. Noté el contacto de su muslo derecho y empecé a ponerme más caliente que un alce macho.
—Venid por aquí —indicó Dana.
Encontramos un rincón relativamente desocupado detrás de un altavoz y Dana sacó una gran pipa de agua adornada con arabescos de una estantería baja, llena de libros de Hesse y Tolkien, así como ejemplares del Reader’s Digest, que, sospeché, pertenecían a sus padres. Nos sentamos a fumar. La hierba pasaba mucho mejor en la pipa de agua, de modo que conseguí retener el humo más fácilmente. Comencé a sentirme muy colocado. Notaba la cabeza como si la tuviera llena de helio. La gente entraba y salía. Me presentaron a muchos jóvenes, nombres y caras que olvidé rápidamente. Lo que más me gustó de esas presentaciones fue que, cada vez que se acercaba algún sujeto. Dana se levantaba para agarrarle antes de que se alejara; al hacerlo quedaba ante mi vista aquella morada celestial apenas cubierta por el levísimo velo de sus braguitas de nailon azules. Los presentes intercambiaban discos. Yo les observaba ir y venir (algunos parecían hablar de Miguel Ángel, Ted Kennedy o Kurt Vonnegut). Una mujer me preguntó si había leído Violador de mujeres, de Susan Brownmiller. Contesté que no, y ella me informó de que era muy fuerte. Cruzó los dedos delante de los ojos para mostrarme cuan fuerte era y se alejó. Contemplé el cartel fluorescente de la pared de enfrente, que mostraba a un tipo con una camiseta de manga corta sentado frente a un televisor; al individuo le resbalaban lentamente los globos oculares por las mejillas, y en su boca había una gran sonrisa. Bajo el dibujo se leía una frase:
¡MIIIERDA! ¡VIERNES POR LA NOCHE Y OTRA VEZ COLOCADO!
Observé a Dana, que cruzaba y descruzaba las piernas una y otra vez. Del remate de encaje de sus braguitas sobresalía ahora un poco de vello púbico, nueve tonos más oscuros que su cabello. Creo que jamás he estado tan caliente como entonces y dudo de que vuelva a estarlo en el futuro. Tenía un órgano que me parecía lo bastante grande y largo para saltar a pértiga con él. Empecé a preguntarme si el órgano sexual masculino podía estallar. Dana se volvió hacia mí y, de pronto, me susurró al oído. El estómago se me calentó al instante, como si acabara de engullir una enchilada. Un momento antes, la chica había estado hablando con Pete y un tipo que no recordaba me hubieran presentado. Y allí estaba, susurrándome al oído, y su aliento me cosquilleaba en el canal auditivo.
—Sal por la puerta trasera —indicó—. Allí.
La señaló. Resultaba difícil entender sus palabras, de modo que me limité a seguir con la mirada la dirección que indicaba su dedo. Sí, allí estaba la puerta. Una puerta real, sólida, palpable, con un gran picaporte. Solté una risita, convencido de que acababa de tener un pensamiento muy ocurrente. Dana rió suavemente junto a mi oído y dijo:
—Te has pasado la noche mirándome las piernas. ¿Qué significa eso?
Y antes de que yo pudiera responder, me dio un suave beso en la mejilla y un ligero empujón para que me pusiera en marcha hacia la puerta.
Busqué a Joe con la mirada, pero no le vi por ninguna parte. Lo siento, Joe. Me puse en pie y oí crujir mis rodillas. Tenía las piernas dormidas después de haber estado tanto rato sentado en la misma posición. Sentí el impulso de cruzar el salón de puntillas, de soltar una estentórea carcajada y anunciar a los presentes que Charles Everett Decker creía sinceramente que estaba a punto de echar un polvo; que Charles Everett Decker estaba a punto de romper el velo de su virginidad.
Pero no hice nada de eso.
Salí por la puerta posterior.
Me hallaba tan colocado y cachondo que estuve en un tris de caer desde casi diez metros de altura sobre la fina arena blanca de la playa situada bajo la casa. La parte trasera de ésta se alzaba sobre un escarpado promontorio a cuyo pie se abría una pequeña cala que parecía sacada de una postal. Un tramo de escalones erosionados por el aire y el agua conducía hasta ella. Avancé con cuidado, agarrado al pasamanos. Notaba mis pies a kilómetros de distancia. Desde allí, la música sonaba distante y se confundía con el rítmico batir de las olas hasta quedar casi cubierta por éste.
La luna semejaba una fina raja de melón, y soplaba una levísima brisa. El paisaje poseía una helada belleza, y por un instante, pensé que me había colado en una postal en blanco y negro. La casa, arriba y a mi espalda, era apenas una borrosa silueta. Los árboles escalaban el promontorio a ambos lados de los peldaños; pinos y abetos se agarraban a las grietas de los dos brazos de roca desnuda que cerraban la playa en forma de media luna, donde las olas besaban suavemente la arena. Delante de mí aparecía el Atlántico, tachonado por una red vacilante de luces, reflejo de la luna. Mar adentro, hacia la izquierda, atisbo el leve bulto de una isla y me pregunté quién andaría por ella de noche, además del viento. Tal pensamiento me produjo un ligero escalofrío.
Me descalcé y la esperé.
No sé cuánto tardó en llegar. No llevaba reloj y estaba demasiado colocado para calcularlo. Al poco empezó a invadirme la inquietud, una sensación que tenía algo que ver con la sombra de los árboles sobre la arena húmeda y compacta, y el sonido del viento. Quizá era el océano, enorme, malévolo, lleno de formas de vida invisible y cubierto de aquellos leves destellos luminosos. Quizá no se debía a ninguna de esas cosas, o quizá a todas ellas y más. Fuera como fuese, cuando Dana me puso la mano en el hombro, la erección había desaparecido por completo. Era como si Wyatt Earp se internara en OK Corral sin su pistola. La chica me hizo volverme hacia ella, se puso de puntillas y me besó. Noté el calor de sus muslos, pero de pronto no significaba nada especial para mí.
—Te he visto mirarme —afirmó—. ¿Eres buen chico? ¿Sabrás serlo?
—Lo intentaré —respondí, sintiéndome un poco ridículo.
Le acaricié los pechos mientras ella me abrazaba con fuerza. Sin embargo la erección seguía ausente.
—No comentes nada a Pete —susurró, tomándome la mano—. Me mataría. Él y yo estamos… liados.
Me llevó bajo los escalones, donde la hierba estaba fresca y cubierta de aromática pinaza. La sombra de los escalones formaba una especie de fría persiana cuando Dana se quitó el vestido.
—Es una locura —murmuró excitada. Pronto rodamos por el suelo, y yo ya no llevaba mi camisa. Ella se ocupaba de la bragueta abierta de mis pantalones, pero mi pájaro parecía haberse tomado el descanso para el desayuno. Dana me acarició, deslizó la mano bajo mis calzoncillos, y los músculos de esa zona se estremecieron… no de placer o repulsión, sino con una extraña especie de terror. Su mano me parecía de goma, fría, impersonal y aséptica.
—Vamos —susurraba—, vamos, vamos, vamos…
Intenté pensar en algo excitante, en cualquier cosa. Recordé cuando miraba las piernas a Darleen Andreissen en la sala de estudio y ella se daba cuenta y se marchaba; la baraja de cartas porno de Maynard Quinn. Imaginé a Sandy Cross en ropa interior negra, muy erótica, y eso empezó a mover algo por allá abajo… y de pronto, de entre todas las imágenes que se agolpaban en mi mente, apareció la de mi padre con su machete de caza, hablando de la solución nasal de los cherokees.
(«¿De qué?», preguntó Corky Herald. Le expliqué en que consistía la solución nasal de los cherokees. «¡Oh!», exclamó Corky, y reanudé mi relato).
Aquello fue definitivo. Todo cesó, y el pájaro se me encogió de nuevo. Desde ese instante no hubo nada que hacer, nada de nada. Mis tejanos hacían compañía a mi camisa, y tenía los calzoncillos alrededor de los tobillos. Dana se estremecía debajo de mí; la sentía allí, tensa como la cuerda de un instrumento musical. Me llevé la mano a la entrepierna, me agarré el pene y tiré de él, como si pretendiera preguntarle qué sucedía. Pero el señor pene no respondía. Deslicé la mano por la cálida conjunción de sus muslos, palpé su vello púbico, un poco crespo, asombrosamente parecido al mío, introduje en ella un dedo, explorando, al tiempo que pensaba. Éste es el lugar. Éste es el punto sobre el cual hacen broma los hombres como mi padre cuando salen de caza o están en la barbería. Los hombres matan por esto; lo abren a la fuerza, lo roban o lo fuerzan, lo toman… o lo dejan.
—¿Dónde está? —susurró Dana en voz alta, jadeante—. ¿Dónde está? ¿Dónde…?
De modo que lo intenté, pero era como el viejo chiste del tipo que intenta meter fruta confitada en la hucha. Nada. Y entretanto me llegaba el continuo y suave sonido del océano batiendo sobre la playa, como la banda sonora de una película sentimental. Entonces me aparté a un lado.
—Lo siento —declaré con mi voz sorprendentemente alta, estridente. Oí suspirar a Dana. Un sonido breve e irritado.
—Está bien —asintió—. A veces sucede.
—A mí no —repliqué, como si después de varios miles de encuentros sexuales fuera la primera vez en que me fallaba el equipo.
A lo lejos sonaba la voz de Mick Jagger y los Stones cantando Hot Stuff. Una de ésas ironías de la vida. Me sentía fatal, pero se trataba de un sentimiento frío, sin profundidad. La certidumbre de que era un afeminado me invadió como una marea. En alguna parte había leído que no se precisa haber tenido ninguna experiencia homosexual para ser un afeminado. Uno podía serlo sin tener conciencia de ello, hasta que el marica oculto en el armario se abalanzaba sobre uno como la madre de Norman Bates en Psicosis, una figura grotesca que se pavonea y contonea con el maquillaje y los zapatos de tacón de mamá.
—No importa —insistió ella—. Pete…
—Escucha, lo siento…
Ella me dedicó una sonrisa que se me antojó artificial. Desde entonces me he preguntado si lo era. Me gustaría creer que fue una sonrisa sincera.
—Es la hierba. Has fumado demasiado. Estoy segura de que eres un amante maravilloso cuando estás bien.
—Follemos —propuse, y me estremecí ante el sonido ronco, mortecino, de mi voz.
—No —replicó Dana, incorporándose—. Yo vuelvo a la casa. Espera un poco antes de subir.
Quise pedirle que se quedara, que me dejara probar otra vez, pero sabía que no podría aunque todos los mares se secaran y la luna se convirtiera en óxido de cinc. Dana se subió la cremallera del vestido y desapareció. Permanecí allí, bajo los escalones, y la luna me observaba atentamente, quizá esperando que empezara a llorar. Pero no lo hice. Al cabo de un rato me vestí y sacudí las hojas que se habían adherido a mi camisa. Luego ascendí por la escalera. Pete y Dana habían desaparecido. Joe se encontraba en un rincón, liado con una chica realmente despampanante que tenía las manos hundidas en la rubia cabellera de mi amigo. Me senté, aguardando a que la fiesta terminara. Finalmente concluyó. Cuando los tres emprendimos el regreso hacia Bangor, el amanecer había sacado ya la mayor parte de sus trucos de la bolsa y un arco de sol encarnado asomaba por entre las chimeneas de la hermosa fábrica de cerveza del centro de la ciudad. Apenas hablamos. Yo me sentía cansado y malhumorado, incapaz de calibrar cuánto daño había sufrido esa noche. Tenía la penosa sensación de que era más del que realmente necesitaba. Subí por la escalera del piso y me derrumbé sobre el sofá cama del salón. Lo último que vi antes de dormirme fueron los rayos del sol que se colaban por las persianas y se posaban en la pequeña alfombra situada junto al radiador.
Soñé con la Cosa Que Crujía, como cuando era pequeño. Yo, en mi cama; las sombras del árbol del jardín sobre las paredes y el techo; el sonido uniforme y siniestro. En esa ocasión, sin embargo, el ruido seguía acercándose más y más, hasta que la puerta del dormitorio se abrió de golpe con un terrible chirrido, como el sonido de la muerte. Era mi padre. Llevaba en brazos a mi madre, que tenía la nariz hendida, abierta en dos, y la sangre rodaba por sus mejillas como pinturas de guerra.
«¿La quieres? —preguntaba mi padre—. Ven y tómala, inútil. Ven y tómala».
Luego la arrojó sobre la cama, junto a mí, y vi que estaba muerta. Entonces desperté gritando. Y con una erección.