25

Seguí empuñando la pistola.

El impacto del disparo me envió hacia atrás, contra el encerado, donde la bandeja de la tiza me golpeó cruelmente en la espalda. Los mocasines de cuero salieron despedidos de mis pies. Caí al suelo de culo. Ignoraba qué había sucedido. Me ocurrieron demasiadas cosas al mismo tiempo. Un enorme dolor me taladró el pecho, seguido de una súbita insensibilidad. Me resultó imposible respirar, y ante mis ojos aparecieron unas brillantes lucecitas. Irma Bates empezó a gritar con los ojos cerrados, los puños apretados y el rostro enrojecido por la tensión. La veía lejana e irreal, como si saliera de una montaña o un túnel. Ted Jones saltaba de nuevo de su asiento, o flotaba, con un movimiento parsimonioso e irreal. Esta vez se dirigía hacia la puerta.

—¡Han cazado a ese hijo de perra! —Su voz sonaba increíblemente lenta y arrastrada, como un disco de 78 r.p.m. pasado a 33—. ¡Han dado a ese loco…!

—Siéntate.

No me oyó, lo que no me sorprendió, pues apenas si tenía aliento para hablar. Ted tenía ya la mano en el picaporte cuando disparé. La bala se estrelló en la madera, junto a su cabeza, y Ted se agachó. Al volverse, su rostro reflejaba diversas emociones; rotundo asombro, angustiosa incredulidad y odio furibundo, asesino.

—No es posible… Estás…

—Siéntate. —Esta vez me salió un poco mejor. Quizá habían pasado seis segundos desde que el impacto me había arrojado al suelo—. Deja de chillar, Irma.

—Te han disparado, Charlie —dijo Grace Stanner con toda calma.

Miré hacia el exterior. Los policías corrían hacia el edificio. Abrí fuego dos veces y me obligué a respirar. El dolor volvió de nuevo, amenazando con hacer estallar mi pecho.

—¡Atrás! ¡Atrás o les mato!

Frank Philbrick se detuvo y miró alrededor nervioso, como si esperara una llamada telefónica del cielo. Parecía lo bastante confuso para intentar continuar el avance, de modo que disparé una vez más, apuntando al aire.

—¡Atrás! —exclamé de nuevo—. ¡Todos hacia atrás ahora mismo!

Se retiraron con mayor celeridad con que se habían echado al suelo. Ted Jones avanzaba hacia mí. Aquel chico, sencillamente, no formaba parte del universo real.

—¿Quieres que te vuele la cabeza? —pregunté. Se detuvo, pero su rostro todavía lucía aquella expresión terrorífica, retorcida.

—Estás muerto —susurró—. Acaba ya de una vez, maldito.

—Siéntate, Ted.

El dolor de mi pecho era algo vivo, horrible. El costado izquierdo de la caja torácica parecía haber sido machacado por el martillo de plata de Maxwell de la canción de los Beatles. No me atrevía a mirarme por miedo a lo que pudiera encontrar. Toda la clase cautiva me contemplaba con expresión de preocupado horror. El reloj marcaba las 10.55.

«¡Decker!».

—Siéntate, Ted.

Levantó el labio en un rictus inconsciente que me recordó un galgo delgadísimo que había visto de niño en una calle muy transitada, tendido en el suelo con una herida mortal. Ted vaciló un instante antes de obedecer. Sendos cercos de sudor se extendían desde sus axilas.

«¡Decker! ¡El señor Denver va a subir al despacho!».

Era Philbrick quien hablaba por el altavoz, y ni siquiera la asexuada sexualidad del aparato conseguía ocultar la terrible conmoción que le dominaba. Una hora antes me habría sentido complacido; ahora, en cambio, no sentí nada.

«¡Quiere hablar contigo!».

Tom salió de detrás de un coche y echó a andar por el césped lentamente, como si esperara recibir un disparo en cualquier instante. Parecía diez años más viejo. Ni siquiera eso me complació, ni siquiera eso.

Me levanté poco a poco, luchando contra el dolor, y me calcé los mocasines. Me tambaleé y tuve que agarrarme al escritorio con la mano libre para sostenerme.

—¡Oh, Charlie! —gimió Sylvia.

Llené de nuevo el cargador de la pistola, esta vez apuntando hacia ellos (no creo que ni siquiera Ted supiera que no podía dispararse con el cargador sacado); lo hice con parsimonia para retrasar al máximo el momento de mirarme. El pecho me latía dolorosamente. Sandra Cross parecía de nuevo perdida en algún sueño difuso.

El cargador se acopló con un chasquido, y bajé la vista hacia el pecho casi con despreocupación. Llevaba una camisa azul y esperaba encontrarla totalmente bañada en sangre, pero no lo estaba.

En medio del bolsillo había un gran orificio oscuro, rodeado de una rociada desigual de agujeros más pequeños, como uno de esos mapas del sistema solar que muestran los planetas girando en torno al sol. Me llevé la mano al bolsillo con mucho cuidado. Fue entonces cuando me acordé de Titus, que había rescatado de la papelera. Lo extraje con suma delicadeza, y todos al unísono lanzaron un «¡ahhhh!», como si acabara de serrar por la mitad a una mujer o hubiera sacado un billete de cien dólares de la nariz de Pocilga. Nadie me preguntó por qué llevaba el candado en el bolsillo. Me alegré. Ted observaba a Titus con acritud y, de pronto, me sentí muy enfadado con él. Y me pregunté si le gustaría tomar al pobre Titus como almuerzo.

La bala había destrozado el dial de plástico duro, enviando fragmentos de metralla a través de la camisa. Ninguno de tales fragmentos me había tocado. El acero tras la placa de plástico había detenido la bala, convirtiéndola en un mortífero capullo de plomo con tres brillantes pétalos. El candado había quedado retorcido, como si hubiera estado al fuego. El gancho semicircular se había derretido como melcocha. La parte posterior se había abollado, pero la bala no la había atravesado.[*]

¡Clic! en el intercomunicador.

—¿Charlie?

—Un momento, Tom. No me atosigues.

—Charlie, tienes que…

—¡Cierra esa maldita boca!

Me desabroché la camisa y la abrí. Mis compañeros emitieron un nuevo «¡ahhhh!». Titus había quedado impreso en mi pecho, que había adquirido un color púrpura muy subido, y la carne había quedado aplastada formando una cavidad que parecía lo bastante profunda para contener agua. No me gustaba lo que veía, como tampoco me gusta ver a los viejos borrachos con la bolsa de papel que contiene la botella bajo la nariz, como ésos que siempre rondan cerca del bar de Gogan, en el centro de la ciudad. La visión de mi pecho me provocó náuseas y volví a abotonarme la camisa.

—Tom, esos cerdos han intentado matarme.

—No pretendían…

—¡No me vengas con lo que pretendían o no hacer! —interrumpí a voz en grito, con un tono demente que aún me hizo sentir peor—. Saca tu viejo culo agrietado ahí fuera y di a ese cabrón de Philbrick que ha estado a punto de causar un baño de sangre aquí abajo. ¿Me has entendido?

—Charlie… —Tom gimoteaba al otro lado del intercomunicador.

—¡Calla! Estoy harto de perder el tiempo contigo. Ahora soy yo quien dice cómo se hacen las cosas, no tú, ni Philbrick, ni el inspector escolar, ni el mismo Dios. ¿Lo has entendido?

—Charlie, deja que te explique…

—¿Lo has entendido? —vociferé.

—Sí, pero…

—Muy bien. Sal ahí fuera, pues, y transmítele este mensaje; no quiero ver a él ni a nadie hacer el menor movimiento durante la próxima hora. Nadie volverá a entrar para utilizar este maldito intercomunicador, y nadie intentará disparar contra mí otra vez. Quiero hablar de nuevo con Philbrick a mediodía. ¿Te acordarás de todo, Tom?

—Sí, Charlie. Está bien, Charlie. —Parecía aliviado y estúpido—. Ellos sólo quieren que te expliqué que se ha tratado de un error, Charlie. A uno de los agentes se le ha disparado el arma accidentalmente y…

—Otra cosa más, Tom, muy importante.

—¿Cuál es, Charlie?

—Es preciso que conozcas cuál es tu posición respecto a ese Philbrick. El tipo te ha dado una pala y te ha ordenado que vayas detrás del carro de bueyes para recoger la mierda. Y precisamente eso estás haciendo. Yo le ofrecí la oportunidad de arriesgar el culo, pero se negó. Despierta, Tom. Imponte. Hazte respetar.

—Charlie, has de entender la terrible posición en que nos has colocado a todos.

—Lárgate, Tom.

El señor Denver desconectó. Todos le vimos salir por la puerta principal y encaminarse hacia los coches. Philbrick se aproximó a él y le puso la mano en el brazo. Tom se la quitó de encima con gesto brusco. Muchos de los chicos echaron a reír al verlo. Yo no tenía ánimos ni para reír. Quería estar en casa, en mi cama, soñando todo aquello.

—Sandra —dije—, creo que estabas contándonos tu affaire de coeur con Ted. Éste me dirigió una mirada sombría y masculló:

—Sandy, no cuentes nada. Charlie sólo pretende hacernos parecer tan sucios como él. Está enfermo y lleno de gérmenes. No dejes que te infecte.

Sandra sonrió. Cuando esbozaba aquella sonrisa infantil estaba realmente radiante. Experimenté una amarga nostalgia, no de ella, exactamente, ni de cualquier imaginaria pureza (las braguitas de Dale Evans y todo eso), sino de algo que no acababa de concretarse en mi mente. Fuera lo que fuese, me causaba un sentimiento de vergüenza.

—El caso es que me apetece hacerlo —replicó Sandra—. Yo también quiero armarla buena. Siempre lo he querido.

Eran las once en punto en el reloj. En el exterior parecía haber cesado toda actividad. Me había sentado a bastante distancia de las ventanas. Consideré que Philbrick me concedería la hora que había exigido. No se atrevería a hacer nada más por el momento. Me sentía mejor, y el dolor del pecho había remitido ligeramente. Sin embargo, notaba una sensación extraña en la cabeza, como si mi cerebro se recalentara como el motor de un gran coche de competición por el desierto. En algunos momentos casi me sentía tentado de creer (vana presunción) que era yo quien les mantenía a raya, por pura fuerza de voluntad. Ahora, naturalmente, sé que nada había más lejos de la verdad. Esa mañana sólo tenía un rehén de verdad, y era Ted Jones.

—Sencillamente lo hicimos —explicó Sandra, con la mirada fija en el pupitre, siguiendo las marcas de la superficie de éste con la cuidada uña del pulgar. Observé la raya de su cabello. La llevaba a un lado, como los chicos—. Ted me preguntó si quería ir al baile de Wonderland con él, y acepté. Ya tenía un nuevo novio. —Levantó el rostro hacia mí con una expresión de reproche—. Tú nunca me lo preguntaste, Charlie.

¿Era posible que me hubieran disparado en el candado apenas diez minutos antes? Tuve el loco impulso de preguntar si había sucedido realmente. ¡Qué extraños eran aquellos chicos y chicas!

—De modo que fuimos allí y luego pasamos por la Cabaña Hawaiana. Ted conoce al encargado, que nos preparó unos cócteles como los que toman los adultos.

Resultaba difícil distinguir si en su voz había un tono de sarcasmo. El rostro de Ted exhibía una estudiada impasibilidad mientras los demás le observaban como si se tratara de un bicho extraño. Era un joven como ellos, apenas entrado en la adolescencia, y conocía al encargado de aquel antro. Corky Herald meditaba sobre aquel descubrimiento, que evidentemente no le agradaba en absoluto.

—Pensaba que no me gustarían las copas, pues todo el mundo dice que el alcohol tiene un sabor horrible las primeras veces, pero lo encontré bueno. Tomé un ginfizz, y las burbujas me picaron en la nariz. —La mirada de Sandra se tornó pensativa—. En la copa había unas pajitas de color rojo, y no sabía si eran para beber o sólo se utilizaban para agitar el combinado, hasta que Ted me lo aclaró. Pasamos un rato estupendo. Ted me habló de lo magnífico que resultaba jugar al golf en Poland Spings, y prometió llevarme allí alguna vez para enseñarme a jugar, si me apetecía.

Ted volvía a levantar y bajar el labio, como un perro.

—No se portó como… como un fresco, ¿entendéis?, aunque me dio un beso al despedirnos. No le noté nervioso al hacerlo. Hay chicos que se sienten muy mal mientras acompañan a su pareja a casa, dudando entre si darle o no un beso de despedida. Yo siempre se lo doy a todos, para que no se sientan mal. Y si son unos bobos o no me gustan, sencillamente imagino que estoy lamiendo un sello.

Me acordé de la primera vez que salí con Sandy Cross y fuimos al baile habitual del sábado por la noche en la escuela. Me había sentido fatal mientras la acompañaba a su casa, dudando entre si darle o no un beso de despedida. Finalmente no lo hice.

—Después de ese día salimos tres veces más. Ted era muy agradable. Siempre tenía algo ocurrente que decir, pero nunca contaba chistes verdes o cosas así. Nos besuqueamos un poco, nada más. Luego estuvimos una larga temporada sin vernos fuera de clase, hasta el pasado abril, cuando me preguntó si quería ir con él a la pista de patinaje de Lewiston.

Yo había querido invitarla al baile de Wonderland, pero no me había atrevido. Joe, que siempre consigue una cita cuando se lo propone, no hacía más que preguntarme por qué no me lanzaba, y yo me ponía cada vez más nervioso y le decía que me dejara en paz. Finalmente reuní el valor suficiente para llamarla a su casa, pero tuve que colgar el teléfono después del primer timbrazo y correr al baño para vomitar. Como ya he dicho, tengo un estómago muy delicado.

—Estábamos pasándolo muy bien charlando cuando, de repente, un grupo de chicos se enzarzó en una discusión en medio de la pista —continuó Sandra—; chicos de Harlow y Lewiston, supongo. Se armó una buena pelea. Algunos se pegaban con los patines puestos, pero la mayoría se los había quitado. El encargado del local salió para anunciar que, si no paraban, cerraría inmediatamente. Muchos sangraban por la nariz y seguían patinando, propinando patadas a los que habían caído al suelo y vociferando cosas horribles. Mientras tanto, el tocadiscos sonaba a todo volumen con la música de los Rolling Stones. —Sandra hizo una pausa y luego prosiguió—: Ted y yo estábamos en un rincón de la pista, cerca de la plataforma para el conjunto. Los sábados por la noche tienen música en directo, ¿sabéis?

Entonces se acercó patinando un chico con una chaqueta negra, el cabello largo y el rostro lleno de granos. Riendo, hizo un gesto a Ted al pasar junto a nosotros y exclamó: «¡Fóllatela, tío! ¡Yo lo he hecho!». Ted lanzó el puño y le golpeó en un lado de la cabeza. El muchacho avanzó hasta la mitad de la pista, tropezó con los pies de otro patinador y cayó al suelo. Ted se volvió hacia mí, y los ojos casi se le salían de las órbitas. Sonreía. Ésa fue la única vez que le he visto sonreír de verdad, como si estuviera pasándolo en grande.

»Entonces Ted me dijo: “Vuelvo enseguida”, y avanzó hasta el centro de la pista, donde el chico que nos había increpado trataba de incorporarse. Ted le agarró por la parte posterior de la chaqueta y… empezó a agitarle hacia adelante y hacia atrás… y el otro no podía volverse… Ted continuó sacudiéndole; el melenudo movía la cabeza de un lado a otro, y se le rompió la chaqueta por la mitad. Entonces exclamó: “Te mataré por romperme mi mejor chaqueta, hijo de p…” Ted volvió a sacudirle, y el chico se desplomó. Por último Ted le arrojó a la cara el pedazo de chaqueta que le había quedado entre las manos y se reunió conmigo. Enseguida nos marchamos, y me llevó en el coche hasta una gravera que él conocía, cerca de Auburn. Creo que está en la carretera a Lost Valley. Y entonces lo hicimos. En el asiento de atrás. Sandra volvía a recorrer con la uña las marcas grabadas sobre el pupitre.

—No me dolió mucho. Pensaba que me dolería, pero no. Fue agradable.

Lo explicaba como si estuviera hablando de una película de dibujos de Walt Disney, con animalitos simpáticos y parlanchines, con la diferencia de que en ésta el protagonista era Ted Jones.

Por encima del cuello de la camisa caqui de Ted empezaba a asomar un progresivo rubor que se le extendió por las orejas y las mejillas. Su rostro seguía encolerizadamente inexpresivo.

Las manos de Sandra hicieron unos gestos lentos, lánguidos. De pronto comprendí que su habitat natural debía de ser una hamaca bajo un porche en los días más calurosos de agosto, con una temperatura de treinta y cinco grados a la sombra, leyendo un libro (o acaso mirando simplemente el aire caliente que se eleva del suelo), con una lata de limonada de la que surgía una pajita flexible, vestida con unos pantalones blancos cortos, cortísimos, muy frescos, y una breve camiseta de tirantes, con éstos bajados y pequeñas gotas de sudor como diamantes esparcidas por el nacimiento de los pechos y el vientre…

—Después me pidió disculpas. Se sentía incómodo, y me compadecí un poco de él. Repetía que se casaría conmigo si… en fin, si quedaba embarazada. Estaba realmente preocupado, de modo que dije: «Bueno, no nos preocupemos sin motivo, Teddy». Y él replicó: «No me llames así; es nombre de niño pequeño». Creo que le sorprendió que lo hubiera hecho con él. Y no quedé embarazada.

»En ocasiones me siento como una muñeca, no como una persona real. Me arreglo el cabello y de vez en cuando tengo que coser el dobladillo de una falda o cuidar de los pequeños cuando papá y mamá salen a divertirse una noche. Y todo se me antoja muy falso. Como si pudiera asomarme tras la pared del salón y fuera a descubrir que todo es de cartón piedra, con un director y un cámara preparados para rodar la escena siguiente; como si la hierba y el cielo estuvieran pintados en una lona lisa. Todo falso. —Sandra me miró directamente—. ¿Te has sentido alguna vez así, Charlie?

Medité detenidamente la respuesta.

—No —contesté al fin—. No recuerdo haber tenido nunca esa sensación, Sandra.

—Pues yo sí. Y aún más después de lo de Ted. Pero no quedé preñada. Antes pensaba que todas las chicas quedaban embarazadas la primera vez, sin excepción. Imaginaba cómo sería comunicárselo a mis padres. Papá montaría en cólera y querría saber quién había sido el hijo de perra, y mi madre lloraría y diría: «Creía que te había educado bien». Eso sí sería real. Más adelante dejé de pensar en ello. No podía recordar exactamente cómo había sido eso de… de tenerle… bueno, dentro de mí. Por eso volví a la pista de patinaje.

El aula estaba en absoluto silencio. Ni en sus mejores sueños habría podido la señora Underwood imaginar que le prestaran tanta atención como la que recibía Sandra Cross.

—Un chico ligó conmigo. Le dejé que ligara. —Los ojos de Sandra reflejaban un extraño fulgor—. Yo llevaba mi falda más corta, la azul celeste, y una blusa fina. Un rato después, salimos del local. Y esa vez sí pareció real. El chico no era demasiado considerado, sino más bien… inquietante. No le conocía de nada. No dejé de pensar que quizá era un maníaco sexual, que quizá llevaba una navaja, que acaso me obligaría a tomar droga, o que tal vez me dejaría embarazada. Me sentí viva.

Ted Jones se había vuelto finalmente y observaba a Sandra con una cara que parecía tallada en madera, con expresión de horror y absoluta repulsión. Todo parecía un sueño, una escena sacada de la Edad Media, una obra teatral de oscuras pasiones.

—Era un sábado por la noche y tocaba el conjunto. La música llegaba muy amortiguada hasta el aparcamiento. La pista de patinaje no parece gran cosa desde la parte posterior; sólo hay cajas y embalajes amontonados, además de cubos de basura llenos de botellas de coca-cola. Tenía miedo, pero también estaba excitada. El chico respiraba de forma acelerada y me agarraba de la muñeca con fuerza, como si temiera que intentara escapar.

Entonces… Ted lanzó en ese instante un horrible bramido gutural. Resultaba difícil creer que una persona de mi edad pudiera sentirse tan dolorosamente afectada por algo que no fuera la muerte de sus padres. Volví a sentir admiración hacia él.

—El chico tenía un viejo coche negro que me recordó la advertencia que me hacía mi madre cuando yo era pequeña; si un desconocido me invitaba a subir a un automóvil con él, debía negarme. Aquello también me excitó. Recuerdo que pensé; ¿y si me rapta, me lleva a una vieja cabaña del desierto y me retiene allí para pedir un rescate? El abrió la portezuela posterior y entré. Empezó a besarme. Tenía la boca aceitosa, como si hubiera comido pizza. Dentro venden raciones por veinte centavos. Empezó a sobarme y vi que me manchaba la blusa de restos de pizza. Luego nos tendimos y me levanté la falda para él…

—¡Calla! —exclamó Ted con fiereza. Golpeó el pupitre con los puños cerrados, y todo el mundo dio un respingo—. ¡Maldita zorra! ¡No debes contar eso delante de la gente! ¡Cierra esa boca o te la cerraré yo! ¡Eres…!

—¡Calla tú, Teddy, o haré que te tragues los dientes! —interrumpió Dick Keene con frialdad—. Tú ya tuviste lo tuyo, ¿verdad?

Ted le miró boquiabierto. Él y Dick solían jugar juntos al billar en los salones recreativos de Harlow y, a veces, salían a ligar en el coche de Ted. Me pregunté si seguirían siendo amigos cuando todo terminara. Tenía mis dudas.

—El tipo no olía muy bien —continuó Sandra, como si no hubiera habido ninguna interrupción—. Pero era fuerte, más corpulento que Ted. Además, no estaba circuncidado. Eso lo recuerdo muy bien. Cuando echó hacia atrás el… el prepucio, ya sabéis, su glande me pareció una ciruela. Pensé que me dolería, aunque ya no era virgen. También pensé que podría aparecer la policía y detenernos, pues sabía que los agentes recorrían el aparcamiento para asegurarse de que nadie robara tapacubos o cosas así.

»Entonces empezó a suceder algo curioso dentro de mí, antes incluso de que el chico me bajara las bragas. Jamás había sentido algo tan bueno. O tan real. —Sandra tragó saliva. Tenía el rostro encendido—. Me acarició apenas, y me corrí. Y lo más curioso fue que ni siquiera llegó a penetrarme. Estaba tratando de hacerlo, y yo intentaba ayudarle. No hacía más que frotarme su cosa contra el muslo y de repente…, ya sabéis. Quedó encima de mí un minuto y luego me susurró al oído: “Pequeña zorra, lo has hecho a propósito”. Y eso fue todo.

Sandra hizo un gesto vago con la cabeza antes de añadir:

—Pero fue todo muy real. Recuerdo cada detalle; la música, su manera de sonreír, el ruido de la cremallera cuando se la bajó… todo.

Me dedicó aquella sonrisa extraña, soñadora.

—Aunque lo de hoy ha sido mejor, Charlie.

Y lo extraño fue que no supe si me sentía enfermo o no. Creo que no, pero estaba muy cerca de ello. Supongo que cuando uno se desvía de la ruta principal, debe estar preparado para descubrir algunas cosas curiosas.

—¿Cómo sabe la gente que es real? —murmuré.

—¿Qué dices, Charlie?

—Nada…

Observé a mis compañeros con atención. Ninguno de ellos parecía enfermo. Sus miradas poseían un brillo perfectamente sano. En mi interior, algo (quizá una herencia directa del Mayflower) buscaba una respuesta a la pregunta de cómo había sido Sandra capaz de explicar todo aquello ante los demás, de relatarlo públicamente. Sin embargo no vi en la cara de mis compañeros de clase una expresión que reflejara unos pensamientos semejantes. Habría podido encontrarlo en el rostro de Philbrick, o el pobre Tom Denver. Probablemente, no habría aparecido en el de Don Grace, aunque seguro que éste también lo habría pensado. En mi fuero interno, y pese a los noticiarios nocturnos de televisión, yo mantenía hasta entonces la creencia de que las cosas cambian, pero las personas no. Me causaba cierto horror empezar a comprender que durante todos aquellos años había estado jugando a béisbol en un campo de fútbol. Pocilga seguía observando la desagradable silueta de su lápiz. Susan Brooks parecía dulcemente comprensiva. Dick Keene exhibía una expresión entre interesada y lujuriosa. Corky fruncía el entrecejo y mantenía baja la mirada mientras trataba de asimilar lo que acababa de escuchar. Grace se mostraba ligeramente sorprendida. Irma Bates seguía con su expresión ausente; creo que no se había recuperado de la conmoción sufrida al verme disparar. ¿Eran tan sencillas las vidas de nuestros mayores como para que el relato de Sandy pudiera constituir para ellos un motivo de escándalo? ¿O llevaban todos los presentes unas vidas tan extrañas y llenas de un aterrador follaje mental que la aventura sexual de su compañera de clase no resultaba más excitante que obtener una partida gratis en la máquina del millón? Prefería no saberlo. No estaba en condiciones de valorar implicaciones morales. Sólo Ted parecía enfermo y horrorizado, pero él ya no contaba.

—No sé qué va a suceder —comentó Carol Granger de pronto, ligeramente preocupada, mientras miraba alrededor—. Tengo miedo de que todo esto cambie las cosas, y no me gusta. —Dirigiéndome una mirada acusadora, añadió—: Me gustaba cómo estaban las cosas, Charlie, y no quiero que cambien cuando todo esto termine.

—¡Ah! —respondí.

Aquella clase de comentario no ejercía influencia alguna sobre la situación. Las cosas habían escapado a todo control. No había modo de negar tal realidad. Sentí el súbito impulso de reírme de todos ellos y declarar que yo había empezado aquello como la atracción principal y había acabado siendo el telonero de la función.

—Necesito ir al baño —dijo de pronto Irma Bates.

—Aguántate —repuse.

Sylvia se rió.

—Es justo que cumplamos lo prometido —añadí—. Antes aseguré que os hablaría de mi vida sexual si también lo hacía Carol. En realidad no hay mucho que explicar, a menos que sepáis leer las líneas de la mano. No obstante, hay una pequeña anécdota que quizá encontréis interesante.

Sarah Pasterne bostezó, y sentí la súbita y penosísima necesidad de volarle la cabeza de un disparo. Hay chicas que van muy deprisa, pero Decker sabe aspirar todas las colillas de cigarrillo psíquicas de los ceniceros de la mente.

Me vino de pronto a la cabeza esa canción de los Beatles que empieza:

Hoy he leído las noticias, chico

Y comencé a hablar.