Ahora sé qué sucedió, pero entonces lo ignoraba.
Allí fuera se encontraba el mejor francotirador del estado, un policía llamado Daniel Malvern, de Kent’s Hill. El Sun de Lewiston publicó su foto cuando el episodio hubo terminado. Era un tipo bajito, con un corte de pelo estilo militar y pinta de contable. Le habían entregado un enorme Mauser con mira telescópica. Daniel Malvern se dirigió con el arma a una gravera, a varios kilómetros de distancia, y efectuó algunos disparos de tanteo antes de regresar a la escuela y situarse con el fusil escondido bajo la pernera del pantalón, tras uno de los vehículos policiales estacionados en el césped. Se tendió de bruces detrás del guardabarros delantero, oculto en la sombra. Comprobó la fuerza del viento mojándose el pulgar. Nulo. Se llevó la mira telescópica al ojo. A través de la lente de treinta aumentos, mi figura debió aparecer grande como una excavadora. Ni siquiera había un cristal que le molestara con un reflejo, pues los había roto yo mismo un rato antes, al disparar la pistola para acallar al policía que utilizaba el altavoz.
Un disparo fácil, pero Dan Malvern se tomó su tiempo. Después de todo, quizá era el tiro más importante de su vida. Yo no era un plato de barro. Mis tripas se esparcirían por el encerado que tenía detrás cuando la bala hiciera el agujero. El crimen nunca queda impune. El loco muerde el polvo. Y cuando me incorporé, inclinándome un poco sobre el escritorio de la señora Underwood para descerrajar un tiro contra Ted Jones, llegó la gran oportunidad de Dan. Mi cuerpo estaba medio vuelto hacia él. Disparó y colocó la bala justo donde había esperado y deseado ponerla; en el bolsillo izquierdo de mi camisa, situado directamente encima del mecanismo viviente de mi corazón.
Y allí impactó contra el duro acero de Titus, el útil candado.