13

Dada la situación en la escuela, el servicio contraincendios de la ciudad decidió continuar adelante. El jefe de bomberos fue el primero en llegar; enfiló a toda velocidad la gran avenida semicircular de entrada al colegio con un Ford Pinto azul con cubierta transparente blindada. Lo seguía un grupo de bomberos que enarbolaban garfios y escaleras como si de estandartes de guerra se tratara. Más atrás avanzaban las bombas de agua.

—¿Les dejarás entrar? —preguntó Jack Goldman.

—El incendio es ahí fuera —respondí—, no aquí.

—¿Cerraste la puerta de tu taquilla? —preguntó Sylvia Ragan, una rubia maciza con dientes ligeramente cariados y grandes pechos cubiertos con una chaqueta de lana.

—Sí.

—Entonces ya se habrá apagado.

Mike Gavin observó a los bomberos que corrían de un lado a otro y soltó una risita.

—Dos de esos tipos acaban de chocar —comentó—. Qué gracioso.

Los dos bomberos caídos en el suelo se incorporaron. El grupo se preparaba para entrar en el lugar del incendio, cuando salieron a su encuentro dos figuras en traje de calle. Uno era el señor Johnson, el Submarino Humano, y el otro el señor Grace. Ambos empezaron a hablar atropelladamente con el jefe de bomberos, gesticulando.

Unas largas mangueras con bocas relucientes estaban siendo desenrolladas de las bombas y arrastradas hacia la entrada principal de la escuela. El jefe de bomberos se volvió hacia quienes realizaban la tarea y exclamó:

—¡Deteneos!

Los hombres se detuvieron en mitad del césped, indecisos, con las bocas de las mangueras en las manos, como falos metálicos.

El jefe de bomberos continuó conferenciando con los señores Johnson y Grace. El primero señaló el aula 16. Thomas Denver, el director del cuello excesivamente afeitado, se acercó a ellos corriendo y se incorporó a la conversación. Empezaba a parecer una reunión táctica en el montículo del pitcher en la mitad de la novena entrada.

—¡Quiero irme a casa! —masculló de pronto Irma Bates.

—Olvídalo —repliqué.

El jefe de bomberos se dirigió de nuevo a sus hombres, gesticulando; el señor Grace cabeceó irritado y le puso una mano en el hombro. El jefe se volvió hacia Denver para decirle algo. Éste asintió y corrió hacia la entrada principal.

Moviendo la cabeza no muy convencido, el jefe de bomberos se encaminó hacia su coche, rebuscó en el asiento trasero y sacó un espléndido altavoz de pilas. Apuesto a que en el parque de bomberos debía de haber verdaderas discusiones para decidir quién se encargaba del aparato, pero ese día, evidentemente, el jefe imponía a todos su rango. El hombre apuntó el altavoz hacia la masa de alumnos.

—Apártense del edificio. Repito, apártense del edificio. Diríjanse al arcén de la avenida. Diríjanse al arcén de la avenida. Dentro de poco llegarán autobuses para trasladarles a sus casas. La escuela queda cerrada durante… —fue interrumpido por un breve y entusiasmado «¡hurra!»—… durante el resto del día. Ahora, por favor, apártense del edificio. Un grupo de profesores —esta vez tanto mujeres como hombres— empezaron a conducir a los alumnos hacia el lugar señalado. Los chicos y las chicas volvían la cabeza, intercambiando comentarios. Busqué a Joe McKennedy entre la multitud, pero no alcancé a verle.

—¿Podemos hacer los deberes? —inquirió Melvin Thomas con voz temblorosa. Todos prorrumpieron en carcajadas, sorprendidos por la pregunta.

—Adelante —respondí. Tras meditar unos segundos, añadí—: Si queréis fumar, podéis hacerlo.

Un par de chicos se llevó la mano al bolsillo. Sylvia Ragan, en su papel de la señora de la mansión, sacó con delicadeza de su bolso un arrugado paquete de Camel y encendió un cigarrillo con despreocupada elegancia. Exhalando una bocanada de humo, arrojó la cerilla al suelo y estiró las piernas sin preocuparse por la posición en que quedaba su falda. Se la veía cómoda.

Tenía que haber algo más, reflexioné. Estaba haciéndolo bastante bien, pero tenía que haber mil cosas en que no había pensado. En realidad tampoco importaba mucho.

—Si tenéis algún amigo o amiga especial con quien queráis sentaros, cambiad de asiento. Pero no intentéis acercaros a mí o a la puerta, por favor.

Un par de muchachos se acomodaron junto a sus parejas con movimientos rápidos y sigilosos, pero la mayoría permaneció inmóvil donde estaba. Melvin Thomas, que había abierto el libro de álgebra, no parecía capaz de concentrarse. Tenía fija en mí la mirada. Se oyó un leve «clic» metálico procedente de un rincón del techo del aula. Alguien acababa de poner en funcionamiento el sistema de intercomunicadores de la escuela.

—Hola. —Era la voz de Denver—. Hola, aula 16.

—Hola —dije.

—¿Quién habla?

—Charlie Decker.

Se produjo un largo silencio. Por fin llegó una nueva pregunta:

—¿Qué está sucediendo ahí abajo, Decker?

Medité la respuesta antes de hablar:

—Supongo que me he vuelto loco.

Un nuevo silencio, aún más prolongado que el anterior. Al cabo, Denver inquirió:

—¿Qué has hecho?

Hice un gesto a Ted Jones, que asintió educadamente.

—¿Señor Denver? —dijo.

—¿Quién habla?

—Ted Jones, señor Denver. Charlie tiene un arma. Nos ha tomado como rehenes. Ha matado a la señora Underwood, creo que también al señor Vance.

—Desde luego que sí —añadí.

—¡Oh! —exclamó el señor Denver. Sarah Pasterne dejó escapar de nuevo una risita.

—¿Ted Jones? —llamó el director.

—Aquí estoy —respondió él.

Parecía un chico muy competente, desde luego, y al mismo tiempo algo distante; como un primer teniente que hubiera asistido a la universidad. Merecía la admiración de todos.

—¿Quién hay en el aula además de tú y Decker?

—Un momento —intervine—, pasaré lista. Espere.

Tomé la libreta verde de la señora Underwood y la abrí.

—Segundo semestre, ¿verdad?

—Sí —confirmó Corky.

—Bien, empecemos. ¿Irma Bates?

—¡Quiero irme a casa! —espetó Irma con tono desafiante.

—Presente —dije—. ¿Susan Brooks?

—Aquí.

—¿Nancy Caskin?

—Aquí.

Continué con el resto de la lista. Había veinticinco nombres; el único ausente era Peter Franklin.

—¿Le ha ocurrido algo a Peter Franklin? ¿Le has disparado? —preguntó el señor Denver con calma.

—Tiene el sarampión —explicó Don Lordi. La información provocó de nuevo la hilaridad de todos. Ted Jones frunció el entrecejo.

—¿Decker?

—¿Sí?

—¿Vas a dejarles salir?

—De momento no —contesté.

—¿Por qué?

En la voz del director se percibían una tremenda preocupación y un gran abatimiento. Por un instante casi sentí lástima por él, pero enseguida reprimí ese sentimiento. Era como participar en una gran partida de póquer. Imagina a un tipo que lleva toda la noche ganando mucho, que ha acumulado un montón de fichas y, de repente, empieza a perder, no un poco, sino mucho cada vez; uno querría compadecerse de él, pero ha de olvidar ese sentimiento y lanzarse a por él, o arriesgarse a una derrota completa. Por eso afirmé:

—Porque todavía no he terminado de armarla aquí abajo.

—¿Qué significa eso?

—Significa que aquí seguiremos —respondí. Carol Granger abrió los ojos como platos.

—Decker…

—Llámame Charlie. Todos mis amigos me llaman Charlie.

—Decker…

Levanté una mano frente a toda la clase y crucé los dedos índice y corazón. Luego insistí:

—Si no me llama Charlie, dispararé a alguien.

Una pausa.

—¿Charlie?

—Eso está mejor. —En la última fila, Mike Gavin y Dick Keene disimulaban una sonrisa. Otros no se molestaban en disimularlas—. Tú me llamas Charlie, y yo te llamaré Tom. ¿De acuerdo, Tom?

Una nueva pausa. Larga. Larguísima.

—¿Cuándo les dejarás salir, Charlie? Ellos no te han hecho nada.

En el exterior, uno de los tres coches de la policía municipal, blanco y negro, y otro vehículo azul de la policía del Estado habían aparcado en el arcén de la avenida más alejado del edificio. Jerry Kesserling, el jefe desde que Warren Talbot se había retirado al cementerio metodista local en 1975, empezó a dirigir el tráfico hacia la carretera de Oak Hill Pond.

—¿Me has oído, Charlie?

—Sí, pero no puedo decírtelo porque no lo sé. Supongo que hay más policías en camino, ¿verdad?

—Les ha llamado el señor Wolfe —explicó el señor Denver—. Supongo que vendrán muchísimos más cuando se enteren con todo detalle de lo que está sucediendo. Usarán gases lacrimógenos y todo eso. Dec… Charlie. ¿Por qué llegar a una situación tan difícil para ti y tus compañeros?

—¿Tom?

—¿Qué? —preguntó con tono quejoso.

—Saca tu flaco y apretado culo ahí fuera y diles que si alguien lanza gases lacrimógenos o algo parecido aquí dentro, haré que lo lamenten. Diles que recuerden quién manda ahora.

—¿Por qué? ¿Por qué haces esto?

Su voz delataba irritación, impotencia y miedo. Parecía un hombre que acabara de descubrir que no tenía a nadie a quien cargar la responsabilidad de los hechos.

—No lo sé —dije—, pero seguro que esto supera tus cacerías de braguitas, Tom. Y no creo que en realidad te preocupe mucho. Sólo quiero que salgas ahí fuera y les comuniques lo que acabo de decirte. ¿Lo harás, Tom?

—No tengo alternativa, ¿verdad?

—Es cierto, no la tienes. Y algo más, Tom.

—¿Qué? —preguntó con voz vacilante.

—Como probablemente habrás advertido, Tom, no me caes muy bien, pero hasta ahora no has tenido que preocuparte de verdad por mis sentimientos. En este momento, en cambio, ya no soy un mero expediente en el archivo, Tom. ¿Lo entiendes bien? No soy un historial que puedes cerrar cuando termina la jornada laboral, ¿te enteras? —Mi voz se había alzado hasta convertirse en un grito—. ¿Te has enterado, Tom? ¿Has asimilado ese detalle?

—Sí, Charlie —replicó él, abrumado—, me he enterado.

—No, todavía no, Tom. Pero ya te enterarás. Antes de que termine el día, entenderemos qué diferencias existen entre las personas de carne y hueso y las hojas de papel de un expediente. Y las diferencias entre realizar tu trabajo y que te hagan una jugarreta. ¿Qué piensas de eso, Tommy?

—Creo que estás enfermo, Decker.

—No; creo que estás enfermo, Charlie. Querías decir eso, ¿verdad, Tom?

—Sí.

—Dilo.

—Creo que estás enfermo, Charlie.

Era la voz maquinal y avergonzada de un niño de siete años.

—Tú también tienes que ayudar un poco a armarla, Tom. Ahora, sal ahí fuera y explícales lo que acabo de decirte.

Denver carraspeó como si se dispusiera a añadir algo más, pero un instante después el intercomunicador emitió un chasquido. Un leve murmullo se extendió por la clase. Observé los rostros de los estudiantes con atención. Sus miradas eran muy frías y algo indiferentes (la sorpresa a veces actúa así; de repente uno se ve lanzado al vacío, como un piloto de un cazabombardero expulsado de la cabina por su asiento eyector, y pasa de una vida aburrida que parece un sueño a participar en un suceso abrumador, sobrecargado de realidad, y el cerebro se niega a adaptarse a la nueva situación; lo único que cabe hacer es continuar en caída libre y confiar en que, tarde o temprano, se abrirá el paracaídas). Un recuerdo de la clase de gramática surgió en mi mente:

Maestra, maestra, toca la campana,

mi lección te recitaré mañana,

y cuando llegue el final del día,

habré aprendido más de lo que debía.

Me pregunté qué estarían aprendiendo ese día, qué estaría aprendiendo yo. Habían empezado a llegar los autobuses escolares amarillos, y nuestros compañeros pronto se hallarían en sus casas, siguiendo la fiesta frente al televisor del salón o por los transistores de bolsillo; en cambio en el aula 16, la educación continuaba.

Di un golpe breve y seco sobre el escritorio con la empuñadura de la pistola. El murmullo cesó. Todos me miraban con la misma atención con que yo les había observado momentos antes. Juez y jurado. ¿O jurado y defensor? Sentí ganas de echarme a reír.

—Bueno —dije—, seguramente he puesto a Denver en su sitio. Creo que deberíamos charlar un poco.

—¿En privado? —preguntó George Yannik—. ¿Sólo nosotros y tú?

El muchacho tenía una expresión inteligente, vivaracha, y no parecía asustado.

—Sí.

—Entonces, será mejor que desconectes el intercomunicador.

—Eres un maldito bocazas —intervino Ted Jones.

George se volvió hacia él, dolido.

Se produjo un incómodo silencio mientras yo me ponía en pie y accionaba la pequeña palanca bajo el altavoz, pasándola de «hablar-escuchar» a «escuchar». Tomé asiento de nuevo tras el escritorio e hice un gesto de asentimiento al tiempo que miraba a Ted.

—De todos modos ya había pensado en eso —mentí—. No deberías tomártelo así.

Ted no replicó, pero me dedicó una extraña sonrisa que me hizo pensar si estaba preguntándose cómo sabría mi carne.

—Está bien —dije a la clase en general—. Quizá estás loco, pero no dispararé contra nadie por discutir conmigo. Creedme, no temáis que os cierre la boca a tiros… siempre que no hablemos todos a la vez. —No parecía que ése fuera a ser el problema—. Tomemos el toro por los cuernos. ¿Hay alguien que piense en serio que en cualquier momento me levantaré y le mataré?

Unos pocos se mostraron un tanto intranquilos, pero nadie respondió.

—Está bien, porque no pienso hacerlo. Sencillamente nos quedaremos aquí sentados y les daremos un buen susto.

—Sí, claro. Seguro que la señora Underwood sólo se ha llevado un buen susto —repuso Ted. En sus labios aún se dibujaba aquella extraña sonrisa.

—He tenido que hacerlo. Sé que es difícil de entender, pero… he tenido que hacerlo. Las cosas han salido así. Igual que con el señor Vance. Pero quiero que todos estéis tranquilos; nadie va a barrer esta clase a tiros, de modo que no tenéis de qué preocuparos.

Carol Granger levantó la mano tímidamente. Le hice un gesto con la cabeza. Era una chica lista como una ardilla. Delegada de la clase y candidata segura a pronunciar el discurso de fin de año en junio; «Nuestras responsabilidades para con la raza negra», o quizá «Esperanzas para el futuro». Ya se había inscrito en una de esas grandes universidades femeninas donde la gente siempre se pregunta cuántas vírgenes albergan sus aulas. Sin embargo, no por eso me caía mal.

—¿Cuándo podremos marcharnos, Charlie?

Suspiré y me encogí de hombros.

—Tendremos que esperar a ver qué sucede.

—¡Pero mi madre estará muy asustada!

—¿Por qué? —intervino Sylvia Ragan—. Ya sabe dónde estás, ¿no?

Todos prorrumpieron en carcajadas, salvo Ted Jones, que no se reía. Yo debía vigilar a aquel muchacho, que seguía luciendo aquella sonrisa fiera. Era evidente que deseaba terminar de una vez con todo aquello. Pero ¿por qué? ¿Por una medalla al Mérito de la Prevención de la Locura? No parecía suficiente. ¿Para recibir la adulación de la comunidad en general? No parecía ése su estilo. El estilo de Ted era no destacar nunca demasiado. Era el único tipo, que yo supiera, que se había retirado del equipo de fútbol después de tres tardes de gloria en el campo durante su segundo año en la escuela. El redactor de deportes del periodicucho local le había descrito como el mejor delantero que había salido de la Escuela Secundaria de Placerville. Sin embargo, Ted se había retirado de pronto, sin dar la menor explicación. Resultaba muy sorprendente y más aún el hecho de que su popularidad no hubiera descendido un ápice. Al contrario, se había convertido en el chico ideal. Joe McKennedy, que había sufrido durante cuatro años e incluso se había roto la nariz jugando de extremo izquierdo, me había comentado que las únicas palabras de Ted cuando el abatido entrenador le pidió explicaciones por su abandono fueron que el fútbol le parecía un juego bastante estúpido y que estaba seguro de que encontraría un modo mejor de pasar el rato. Comprenderéis ahora por qué le respetaba, pero maldita sea si sé por qué me odiaba de aquella manera tan personal. Quizá lo habría descubierto si hubiera reflexionado más profundamente sobre la cuestión, pero las cosas se sucedían con gran rapidez.

—¿Te has vuelto loco? —preguntó de pronto Harmon Jackson.

—Creo que sí —respondí—. Según me han enseñado, todo el que mata a otro está loco.

—Bueno, quizá deberías entregarte —sugirió Harmon—. Y acudir a alguien que pudiera ayudarte. Ya sabes, un médico…

—¿Te refieres a uno como Grace? —intervino Sylvia—. ¡Dios mío, ese cerdo repugnante! Tuve que entrevistarme con él cuando arrojé aquel tintero a la vieja señora Green, y lo único que hizo fue mirarme de arriba abajo y preguntarme sobre mi vida sexual.

—No es que la hayas tenido… —replicó Pat Fitzgerald.

Todos rieron una vez más.

—Pero no es asunto tuyo, ni de él —repuso Sylvia desdeñosamente, al tiempo que arrojaba el cigarrillo al suelo y lo pisaba.

—Entonces ¿qué vamos a hacer?

—Armar una buena —contesté—. Nada más.

Fuera, en el césped, acababa de aparecer un segundo coche de la policía municipal. Supuse que el tercero se habría detenido ante la cafetería para proveerse del vital cargamento de café y pastas. Denver hablaba con un agente estatal vestido con pantalones azules y cubierto con uno de esos sombreros casi tejanos que llevan habitualmente. A cierta distancia, en la avenida, Jerry Kesserling franqueaba la entrada a unos pocos coches a través de la barrera que impedía el paso; esos automóviles acudían a recoger a los alumnos que no habían tomado los autobuses. Cuando lo hubieron hecho, se alejaron apresuradamente. El señor Grace conversaba con un hombre trajeado que no reconocí. Los bomberos fumaban unos pitillos, esperando que alguien les ordenara apagar el incendio o volver al parque.

—¿Tiene esto algo que ver con lo que hiciste a Carlson? —preguntó Corky.

—¿Cómo voy a saber con qué tiene que ver? —repliqué, irritado—. Si supiera que me ha impulsado a esto, probablemente no lo habría hecho.

—Es por tus padres —intervino de pronto Susan Brooks—. Debe de haber sido por tus padres.

Ted Jones soltó un ruido grosero.

Me volví hacia Susan, sorprendido. Susan Brooks era una de esas chicas que nunca hablan a menos que les pregunten, ésas a quienes los profesores siempre tienen que pedir que hablen más alto, por favor; una muchacha muy estudiosa, seria y bastante bonita, aunque no demasiado inteligente, de ésas a quienes no les permiten abandonar los estudios normales por una carrera de secretariado porque alguno de sus hermanos o hermanas mayores fue un estudiante brillante y los profesores esperan lo mismo de ella. En fin, una de esas chicas que sostienen el extremo sucio del palo con toda la gracia y los buenos modales de que son capaces. Generalmente se casan con un camionero y se trasladan a la costa Oeste, donde regentan restaurantes con mostradores de formica y escriben a los viejos amigos del este con la menor frecuencia posible. Se organizan una vida tranquila y feliz y se vuelven más bonitas cuanto más lejos va quedando la sombra de esos hermanos mayores tan brillantes.

—Mis padres… —dije, paladeando las palabras.

Me pasó por la cabeza contarles que había salido de caza con mi padre cuando tenía nueve años. «Mi expedición de caza», por Charles Decker; subtítulo: «O cómo oí a mi padre explicar el asunto de las narices de las cherokees». Demasiado repugnante. Eché un vistazo a Ted Jones y el aroma penetrante a tierra me llenó la nariz. Su rostro exhibía una expresión furiosa y un tanto burlona, como si alguien le hubiera metido un limón entero en la boca y luego le hubiera juntado las mandíbulas por la fuerza; como si alguien hubiera soltado una carga de profundidad en su cerebro y hubiese provocado en algún viejo barco hundido una prolongada y siniestra vibración psíquica.

—Eso afirman todos los libros de psicología —continuaba diciendo Susan, despreocupada y ajena a mis pensamientos—. De hecho…

De pronto, se dio cuenta de que estaba hablando (con un tono de voz normal, y en clase) y enmudeció al instante. Llevaba una blusa de color jade pálido, y los tirantes del sujetador se transparentaban como rayas de tiza medio borradas.

—Mis padres… —repetí, y volví a interrumpirme.

Recordé de nuevo la expedición de caza, pero esta vez me acordé de algo más; había despertado y visto moverse las ramas sobre la tensa pared de lona de la tienda de campaña. (¿Estaba tensa esa lona? Seguro que sí, pues mi padre se había encargado de montarla, y todo cuanto él hacía era tenso; jamás una cuerda sin tensar, jamás un tornillo sin apretar). Sí, había visto moverse las ramas y sentido la urgente necesidad de orinar. Me sentí de nuevo como un niño pequeño… y recordé otra cosa que había sucedido hacía mucho tiempo. No había hablado de ello con el señor Grace. Ahora estaba metido en un buen lío… además estaba Ted. A Ted no le importaba para nada todo aquello, o tal vez sí le importaba. Quizá Ted todavía podía ser… ayudado. Sospeché que era demasiado tarde para mí, pero ¿no dicen que aprender es bueno? Claro.

En el exterior no sucedía gran cosa. Acababa de llegar el último coche de la policía municipal y, tal como esperaba, procedían al reparto de cafés y pastas. Era momento de contar una historia.

—Mis padres… —empecé.