8

El vestíbulo de la primera planta estaba desierto. Ni un alma entraba o salía. El único ruido que se oía era el zumbido semejante al de un avispero que llena por igual todas las escuelas, tanto las modernas de paredes acristaladas, como las antiguas que apestan a cera para el suelo. Las taquillas se alineaban en hileras como silenciosos centinelas, con huecos aquí y allá para dejar sitio a un surtidor de agua o la puerta de una clase. La asignatura de álgebra II se impartía en el aula 16, pero mi ropero se hallaba en el otro extremo del vestíbulo. Me dirigí hacia él y lo contemplé.

Mi ropero. Así lo indicaba, CHARLES DECKER, escrito pulcramente por mi propia mano en una etiqueta de papel adhesivo Con-Tact proporcionado por la escuela. Cada mes de septiembre, durante el primer encuentro en la sala de reuniones, se procedía al reparto de etiquetas Con-Tact en blanco; escribíamos cuidadosamente nuestros nombres en ellas y, durante el descanso de dos minutos entre la reunión inaugural con los compañeros de curso y la primera clase del nuevo año escolar, las pegábamos en nuestras respectivas taquillas. El ritual era tan antiguo y sagrado como la primera comunión. El primer día de mi segundo curso, Joe McKennedy salió a mi encuentro en el abarrotado vestíbulo con su etiqueta Con-Tact pegada en la frente y una gran sonrisa bobalicona pegada en los labios. Cientos de horrorizados novatos, cada uno con su pequeña tarjeta de identificación amarilla prendida en la camisa o la blusa, se volvieron para contemplar aquel sacrilegio. Casi me dio un ataque de risa. Naturalmente Joe recibió un castigo por aquello, pero fue lo mejor del día para mí. Cuando lo recuerdo, creo que fue lo mejor del año.

Y allí estaba yo, entre Rosanne Debbins y Carla Dench, que cada mañana se empapaba en agua de rosas, lo que durante el último semestre no me había sido de gran ayuda para mantener el desayuno en el estómago.

¡Ah!, pero todo aquello quedaba ya muy atrás. Un ropero gris, de metro y medio de altura, cerrado con candado. Los candados se repartían a principio de curso junto con las etiquetas Con-Tact. «Titus», el candado, anunciaba su nombre. Ciérrame, ábreme. Soy Titus, el candado a tu servicio.

—¡Titus, viejo trasto! —murmuré—. ¡Titus, trasto inútil!

Tendí la mano hacia Titus y me pareció que se alargaba mil kilómetros hasta tocarlo, una mano al final de un brazo de plástico que se estiraba sin dolor. La superficie numerada de la negra cara frontal de Titus me contempló imperturbable, sin condenar mi actitud, pero sin aprobarla tampoco. Cerré los ojos un instante. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, como si unas manos invisibles tiraran de mí en direcciones opuestas.

Cuando volví a abrir los ojos, tenía a Titus entre los dedos. El abismo se había cerrado. Las combinaciones de los candados de las escuelas secundarias son sencillas. La mía era seis a la izquierda, treinta a la derecha y dos vueltas seguidas a cero. Titus era más conocido por su fortaleza que por su inteligencia. El candado cedió y saltó en mi mano. Lo agarré con fuerza, sin hacer ademán de abrir la puerta.

En algún lugar del vestíbulo sonaba la voz del señor Johnson:

—… y los hesianos, que eran mercenarios a sueldo, no estaban demasiado dispuestos a combatir, especialmente en un país donde las oportunidades para obtener botines que superaran los salarios previamente estipulados…

—Hesiano —susurré a Titus.

Llevé el candado a la papelera más próxima y lo arrojé a ella. Me contempló con aire inocente entre un montón de hojas de deberes desechadas y bolsas de desayuno vacías.

—… pero recordad que los hesianos, como bien sabía el ejército continental, eran formidables máquinas de matar alemanes…

Me incliné para recoger a Titus y lo guardé en el bolsillo de la camisa, donde formó un bulto del tamaño aproximado de un paquete de cigarrillos.

—Recuérdalo bien, Titus, vieja máquina de matar —murmuré mientras desandaba el camino hasta mi taquilla.

La abrí. En la parte inferior, formando una bola que apestaba a sudor, se encontraba mi uniforme de gimnasia, al lado de bolsas de desayuno, envoltorios de caramelos, un corazón de manzana que llevaba allí un mes y había adquirido un encantador color marrón, y un par de andrajosas zapatillas de deporte negras. Mi cazadora de nailon roja colgaba de una percha, y en la estantería superior estaban mis libros de texto, todos excepto el de álgebra II. Educación cívica. Gobierno norteamericano, Cuentos y fábulas franceses y Salud, aquel encantador manual para alumnos de cursos avanzados, un libro rojo, moderno, con un chico y una chica de escuela secundaria en la portada y la sección sobre enfermedades venéreas perfectamente suprimida a tijeretazos por decisión unánime del Consejo Escolar. Determiné empezar por este último libro, confiando en que se lo hubiera vendido a la escuela ni más ni menos que el viejo Al Lathrop. Lo saqué del ropero, lo abrí al azar entre «Los componentes básicos de la nutrición» y «Reglas para el disfrute y la seguridad en la natación», y lo partí en dos. No resultó difícil. Ninguno me costó gran esfuerzo, salvo Educación cívica, un contundente texto de Silver Burdett editado en torno a 1946. Arrojé todos los pedazos al fondo del ropero. En la parte superior sólo quedaban la regla de cálculo, que rompí por la mitad, una fotografía de Raquel Welch pegada con cinta adhesiva a la pared del fondo (la dejé donde estaba), y la caja de munición que guardaba detrás de los libros.

La tomé en mis manos y la contemplé. Originalmente había contenido cartuchos Winchester para carabina larga calibre 22, pero ya no. La había llenado de balas que había cogido del cajón del escritorio de mi padre. En una pared de su despacho había colgada una cabeza de ciervo que me observó con sus ojos vidriosos, demasiado llenos de vida, mientras yo sacaba la munición y la pistola, pero no dejé que su mirada me inquietara. No era el animal que mi padre había abatido durante la cacería a que me había llevado cuando tenía nueve años. Había encontrado la pistola en otro cajón del escritorio, detrás de una caja de sobres comerciales. Dudo de que se acordara de que todavía tenía el arma allí. Y de hecho ya no la tenía. Desde luego que no. Estaba en el bolsillo de mi chaqueta. La saqué y me la coloqué en la cintura. No me sentía en absoluto como un hesiano, sino más bien como un Wild Bill Hickok.

Guardé las balas en el bolsillo de los pantalones y extraje el encendedor. No fumo, pero aquel objeto en cierto modo había despertado mi fantasía. Lo encendí, me agaché y prendí fuego a toda la basura que había acumulado en el fondo del ropero. Las llamas saltaron con avidez de las ropas de gimnasia a las bolsas de desayuno, los envoltorios de caramelos y los restos de mis libros, llevando hasta mí un atlético aroma a sudor.

Después, considerando que ya había llegado demasiado lejos, cerré la puerta de la taquilla. Justo encima de la etiqueta Con-Tact con mi nombre había unos pequeños respiraderos, a través de los cuales me llegó el crepitar de las llamas. Momentos después unas pequeñas puntas anaranjadas brillaban en la oscuridad, tras los respiraderos, y la pintura gris del ropero empezó a cuartearse y saltar.

En ese instante salió de la clase del señor Johnson un chico con un pase verde para el baño. Contempló el humo que surgía alegremente de los respiraderos, me miró y echó a correr hacia el lavabo. No creo que viera la pistola; no corría tanto. Me encaminé hacia el aula 16, me detuve antes de entrar, con la mano en el picaporte, y miré hacia atrás. El humo salía ya en abundancia, y una mancha oscura, de puro hollín, se extendía por la puerta de mi ropero. La etiqueta Con-Tact se había vuelto marrón, y ya no podían distinguirse las letras que habían formado mi nombre.

Dudo de que en ese instante hubiera en mi cabeza algo más que el habitual sonido de electricidad estática de fondo, ése que se oye en la radio cuando se aumenta el volumen al máximo sin haber sintonizado ninguna emisora. Mi cerebro, por así decirlo, se había conectado a la red; el tipejo con el sombrero de Napoleón que llevaba dentro tenía los ases en la mano y había decidido apostar.

Volví la vista de nuevo hacia el aula 16 y abrí la puerta. Esperaba algo, pero no sabía qué.