Al Lathrop hojeaba los libros de texto, simulando hallarse demasiado ocupado para hablar conmigo, cuando el intercomunicador de la mesa de la señorita Marble emitió un zumbido y ella me sonrió como si compartiéramos un gran secreto, algo sexual.
—Ya puedes entrar, Charlie.
Me puse en pie.
—Que vendas esos libros, Al.
El hombre me dirigió una sonrisa breve, nerviosa, falsa.
—Eso espero, Charlie.
Pasé al otro lado de la barandilla y avancé entre la gran caja fuerte empotrada en la pared de la derecha y la desordenada mesa de la señorita Marble. Enfrente se alzaba una puerta con un gran cristal esmerilado en que había un rótulo grabado: THOMAS DENVER, DIRECTOR. Entré.
El señor Denver hojeaba El Clarín, el periodicucho de la escuela. Era un hombre alto y cadavérico que se parecía ligeramente a John Carradine. Enjuto y calvo, tenía unas manos grandes, con prominentes nudillos. Llevaba la corbata aflojada y el botón superior de la camisa desabrochado. La piel del cuello se veía irritada y grisácea por un exceso de afeitado.
—Siéntate, Charlie.
Me senté y junté las manos, como hago a menudo. Es un gesto que aprendí de mi padre. Por la ventana situada detrás del señor Denver vi el césped, pero no el modo intrépido en que éste crecía hasta la misma pared del edificio. Estaba demasiado arriba, por desgracia. Quizá verlo me habría servido de ayuda, como dejar la luz encendida por la noche cuando uno es pequeño.
El señor Denver dejó a un lado El Clarín y se recostó en el sillón.
—Es un poco duro verse así, ¿no?
Emitió un gruñido. El señor Denver gruñía muy bien. Si se celebrara un Concurso Nacional de Gruñidos, apostaría todo mi dinero por él. Aparté los cabellos que me caían sobre los ojos.
El señor Denver tenía una foto de su familia sobre el escritorio, que estaba aún más desordenado que el de la señorita Marble. La familia parecía bien alimentada. Su esposa tenía cierto aire de cebón, pero las dos niñas parecían despiertas como botones de hotel y no recordaban en nada a John Carradine. Dos chiquillas, ambas rubias.
—Don Grace terminó el informe y me lo entregó el jueves pasado. He estudiado sus conclusiones y recomendaciones con el mayor detenimiento. Todos somos conscientes de la gravedad del asunto, y me he tomado la libertad de discutir este tema con John Carlson.
—¿Cómo está? —pregunté.
—Bastante bien. Creo que podrá reincorporarse en un mes.
—Bueno, algo es algo.
—¿De veras?
El señor Denver parpadeó deprisa, con la vista clavada en mí, como hacen los lagartos.
—No le maté. Algo es algo.
—Sí. —El señor Denver siguió mirándome fijamente—. ¿Acaso te gustaría haberlo hecho?
—No.
Se inclinó, acercó el sillón al escritorio, me observó y, moviendo la cabeza, empezó a decir:
—Me siento incómodo por tener que hablarte como voy a hacerlo, Charlie. Incómodo y apenado. Trato con niños y jóvenes desde 1947 y aún no entiendo hechos como ése. Considero que lo que debo decirte es correcto y necesario, pero me desagrada tener que hacerlo porque no comprendo por qué motivo ha sucedido una cosa así. En 1959 tuvimos aquí a un chico muy brillante que dejó malherida a una chica de primer curso de secundaria tras golpearla con un bate de béisbol. Nos vimos obligados a enviarle al Instituto Correccional de South Portland. El muchacho explicaba que la chica no había querido salir con él. Y luego sonreía.
El señor Denver meneó la cabeza.
—No se moleste —dije.
—¿Cómo?
—No se moleste en tratar de comprender. No pierda el sueño con eso.
—Pero ¿por qué, Charlie? ¿Por qué lo hiciste? Dios mío, estuvo cuatro horas en el quirófano…
—«Por qué» es una pregunta que debe hacer el señor Grace —repliqué—. Él es el psiquiatra de la escuela. Usted sólo lo pregunta porque es un buen principio para su sermón. No quiero escuchar más sermones. Estoy harto de sus sermones de mierda. Se acabó. El tipo podía seguir vivo o morir. Vive. Bien, pues me alegro. Usted haga lo que deba hacer, lo que haya decidido con el señor Grace, pero no trate de entenderme.
—Entenderte forma parte de mi trabajo, Charlie.
—Pero ayudarle a hacer su trabajo no forma parte del mío —repuse—. Así pues, déjeme decirle algo para establecer una buena línea comunicativa, por así decirlo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Apreté las manos con fuerza sobre el regazo. Me temblaban.
—Estoy harto de usted, el señor Grace y todos los demás. Antes me daban miedo, y todavía me lo dan, pero ahora además me tienen harto y he decidido que no tengo por qué seguir aguantando. Ya no los soporto más. Me importa un bledo lo que usted piense. No está usted en condiciones de tratar conmigo, de modo que no se meta. Se lo advierto. No está usted en condiciones.
Mi voz había aumentado de volumen hasta convertirse casi en un grito tembloroso. El señor Denver emitió un suspiro.
—Quizá lo creas así, Charlie, pero las leyes del estado dicen otra cosa. Después de leer el informe del señor Grace, supongo que estarás de acuerdo conmigo en que no te comprendes a ti mismo ni entiendes las consecuencias de lo que hiciste en la clase del señor Carlson. Estás trastornado, Charlie.
«Estás trastornado, Charlie».
«Los cherokees les cortaban la nariz… para que toda la tribu viera qué parte de su cuerpo les había creado problemas».
Las palabras sonaron de nuevo en mi mente, apagadas, como si surgieran de una gran profundidad. Eran como tiburones, como mandíbulas llenas de dientes que acudían a devorarme. Palabras con dientes y ojos.
Fue allí y entonces cuando empezó a ocurrirme. Lo supe porque era exactamente lo mismo que me había sucedido justo antes del asunto del señor Carlson. Las manos dejaron de temblarme, las palpitaciones de mi estómago remitieron, y noté todo mi cuerpo frío y tranquilo. Me sentí distanciado, no sólo del señor Denver y su cuello afeitado en exceso, sino también de mí mismo. Estaba casi flotando.
El señor Denver había reanudado su perorata; hablaba sobre la necesidad de recibir asesoramiento adecuado y ayuda psiquiátrica, pero le interrumpí:
—Mire, viejo, váyase a la mierda.
Dejó en el escritorio el papel que había estado repasando para evitar mirarme a la cara, algún documento de mi expediente, sin duda, el todopoderoso expediente. El gran expediente norteamericano.
—¿Cómo? —exclamó.
—A la mierda. No juzguéis y no seréis juzgados. ¿Algún caso de locura en su familia, señor Denver?
—Sólo pretendo hablar de esto contigo, Charlie —afirmó con voz tensa—. No tengo intención de dejarme arrastrar a…
—… a prácticas sexuales inmorales —terminé la frase por él—. Usted y yo a solas, ¿de acuerdo? El primero en correrse se lleva el Premio a la Mejor Fraternidad de Estudiantes. Tóquesela, hombre. Llame también al señor Grace; eso será aún mejor. Haremos una cama redonda.
—¿Qué…?
—¿No me ha entendido? Alguna vez tenía que salir todo, ¿no es cierto? Se lo debe a sí mismo, ¿verdad? Todo el mundo necesita desahogarse alguna vez y tener a alguien sobre quien correrse. Usted ha asumido el papel de juez de lo que es bueno para mí. Demonios. Posesión diabólica. ¡Oh, Señor, Señor!, ¿por qué golpeé a esa chica con el bate? ¡El diablo me obligó a hacerlo, y ahora lo lamento tanto! ¿Por qué no lo reconoce? Le complace disponer de mí. Soy lo mejor que le ha sucedido desde 1959.
Me miraba boquiabierto. Le tenía bien cogido, lo sabía y me sentía muy orgulloso de ello. Por un lado, él quería seguirme la corriente, mostrarse de acuerdo conmigo; después de todo, era así como uno debía portarse con los perturbados mentales. Por otro lado, como él había afirmado, llevaba mucho tiempo tratando con niños y jóvenes, y la regla número uno en ese campo rezaba: «No les permitas que te respondan; sé rápido en dar órdenes y tajante en las contrarréplicas».
—Charlie…
—No se moleste. Tan sólo intento decirle que me he cansado de que se masturben encima de mí. ¡Sea un hombre, por el amor de Dios, señor Denver! Y si no puede serlo, por lo menos abróchese los pantalones y sea un director cabal.
—¡Cállate! —exclamó. Su rostro había adquirido un color rojo encendido—. Tienes mucha suerte de vivir en un estado progresista y ser alumno de una escuela progresista, muchacho. ¿Sabes dónde estarías de lo contrario? Presentando tus documentos en un reformatorio, cumpliendo una condena por agresión criminal. Y no estoy seguro de que no sea ahí donde deberías estar. Tú…
—Gracias —interrumpí.
Los coléricos ojos azules del señor Denver clavaron la mirada en los míos.
—Gracias por tratarme como a un ser humano aunque haya tenido que enfurecerle para conseguirlo. Ahora sí hemos avanzado. —Crucé las piernas con aire indiferente—. ¿Quiere que hablemos de las expediciones en busca de braguitas que tanto escándalo causaron en la gran universidad donde usted estudiaba cómo tratar con niños y jóvenes?
—Tienes una lengua repugnante —repuso él con palabras pausadas y meditadas—. Como tu cerebro.
—¡Jódete! —exclamé, y eché a reír, burlándome de él.
El señor Denver enrojeció aún más y se puso en pie. Tendió la mano por encima del escritorio muy lentamente, como si necesitara un engrasado, y me cogió del cuello de la camisa.
—Trátame con respeto —masculló. Realmente había perdido la sangre fría y ni siquiera se molestaba ya en utilizar su auténtico gruñido de primera categoría—. Pequeño miserable corrompido, muéstrame algún respeto.
—Le mostraría el culo para que le diera un beso —repliqué—. Vamos, cuénteme cómo eran esas expediciones de caza de braguitas. Se sentirá mejor. ¡Arrojadnos las braguitas! ¡Arrojadnos las braguitas!
Me soltó y mantuvo la mano apartada del cuerpo, como si un perro rabioso acabara de agarrarse a ella.
—Sal de aquí —exclamó con voz ronca—. Recoge los libros, entrégalos en la oficina y vete. Tu expulsión y tu traslado a la Academia Greenmantle se harán efectivos el lunes. Lo comunicaré a tus padres por teléfono. Ahora, vete. No quiero verte ni un segundo más.
Poniéndome en pie, me desabroché los dos botones inferiores de la camisa, saqué un faldón por encima del pantalón y me bajé la cremallera de la bragueta. Antes de que el director pudiera reaccionar, abrí la puerta y salí dando trompicones al antedespacho. La señorita Marble y Al Lathrop, que conversaban junto al escritorio de la secretaria, levantaron la vista y dieron un respingo al verme. Evidentemente habían estado practicando el gran juego de salón norteamericano de En Realidad No Les Hemos Oído. ¿Verdad?
—Será mejor que se ocupen de él —dije entre jadeos—. Estábamos sentados, hablando de las cacerías de braguitas, cuando de pronto ha saltado por encima del escritorio y ha intentado violarme.
Había conseguido sacarle de sus casillas, lo que no era poco, teniendo en cuenta que llevaba veintinueve años tratando con niños y jóvenes y que, probablemente, sólo le quedaban diez para recibir la llave de oro del cagadero del piso inferior. El señor Denver arremetió contra mí desde la puerta del despacho; le esquivé con una finta y se quedó plantado en medio del antedespacho con un aspecto furioso, estúpido y culpable a la vez.
—¡Que alguien se ocupe de él! —insistí—. Se tranquilizará cuando se saque eso del cuerpo.
Observé al señor Denver y, guiñándole un ojo, susurré:
—Arrojadnos las braguitas, ¿eh?
Acto seguido pasé al otro lado de la barandilla de separación y salí lentamente del antedespacho mientras me abrochaba los botones de la camisa, remetía el faldón en los pantalones y me subía la cremallera. Tuvo mucho tiempo para decir algo, pero permaneció en total silencio.
Comprendí que todo había funcionado al ver que el hombre no podía pronunciar palabra. Se le daba muy bien anunciar el menú del día por el sistema de megafonía, pero aquello era muy distinto…, deliciosamente distinto. Me había enfrentado a él precisamente con lo que él había afirmado constituía mi problema y se había mostrado incapaz de dominarme. Quizá esperaba que todo se solucionaría con unas sonrisas y unos apretones de manos, y que mis siete semestres y medio de estancia en la Escuela Secundaria de Placerville terminarían con una crítica literaria de El Clarín. Sin embargo, a pesar de lo ocurrido con el señor Carlson y todo lo demás, el señor Denver no había esperado un comportamiento irracional. Aquel vocabulario se reservaba para las paredes de los retretes, junto con esas revistas asquerosas que uno jamás enseñaría a su esposa. Se había quedado paralizado, con las cuerdas vocales heladas. Ninguna de las directrices para el trato con el menor perturbado mental le había advertido que quizá algún día tendría que tratar con un alumno que le atacaría en el ámbito personal.
Y que eso le sacaría al instante de sus casillas, lo que le convertía en un ser peligroso.
¿Quién podía saberlo mejor que yo? Tendría que protegerme. Estaba preparado para ello; de hecho lo estaba desde el mismo momento en que llegué a la conclusión de que la gente podía —simplemente podía, repito— estar siguiéndome y haciendo comprobaciones. Le di una oportunidad.
Esperé a que saliera y me agarrara mientras caminaba despacio hacia la escalera. No deseaba la salvación. Ya había sobrepasado ese punto, o quizá nunca lo había alcanzado. Lo único que deseaba era reconocimiento… o, tal vez, que alguien trazara un círculo amarillo de apestado alrededor de mis pies.
Pero no salió.
Y por eso continué adelante y me dejé llevar por mis impulsos.