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Las oficinas de administración de la Escuela Secundaria de Placerville se hallan en la tercera planta, junto a la sala de estudio, la biblioteca y el aula 300, donde se imparte la clase de mecanografía. Al cruzar la puerta del piso desde la escalera, lo primero que se oye es el continuo tacatacata, que sólo se detiene cuando el timbre pone fin a la clase o la señora Green tiene algo que decir. Sospecho que normalmente no dice gran cosa, pues las máquinas de escribir apenas se detienen. Hay treinta en la clase, un pelotón de Underwoods grises con cicatrices de combate. Están marcadas con números para que cada alumno sepa cuál es la suya. El ruido no cesa jamás, tacatacata, tacatacata, desde septiembre hasta junio. Siempre asociaré ese sonido a las esperas en el antedespacho de las oficinas de administración del señor Denver o el señor Grace, el original dúo de borrachines. En cierto modo la situación me recordaba mucho a esas películas de la selva donde el protagonista y su safari se internan por el África más inexplorada, y aquél dice: «¿Por qué no callarán esos malditos tambores?», y cuando los malditos tambores callan, el héroe observa la vegetación umbría y llena de ruidos misteriosos y murmura: «No me gusta. Hay demasiado silencio».

Había tardado en llegar al despacho, de modo que el señor Denver ya debía de estar preparado para recibirme, pero la recepcionista, la señorita Marble, se limitó a sonreír mientras me decía:

—Siéntate, Charlie. El señor Denver estará enseguida contigo.

Así pues, me senté en la barandilla de separación, junté las manos y esperé a que el señor Denver me recibiera. Y, ¡vaya!, en un asiento se encontraba un buen amigo de mi padre, Al Lathrop. También él me miró de reojo. Tenía un maletín sobre las piernas y un montón de libros y de texto de muestra al lado. Jamás le había visto con traje hasta entonces. Mi padre y él eran grandes cazadores. Solían abatir al temible ciervo de afilados dientes y la perdiz asesina. Yo había ido de caza una vez con mi padre, Al y un par de amigos más. Formaba parte de la interminable campaña de papá para «convertir a mi hijo en un hombre».

—¡Eh, hola! —saludé, dirigiéndole una gran sonrisa bobalicona.

Por el respingo que dio, deduje que lo sabía todo sobre mí.

—¡Ah, hola, Charlie!

Desvió rápidamente la mirada hacia la señorita Marble, quien se hallaba enfrascada en el repaso de las listas de asistencia con la señora Venson, del despacho contiguo. No iba a encontrar ayuda allí. Estaba a solas con el hijo psicópata de Carl Decker, el tipo que casi había matado al profesor de física y química.

—Visita de ventas, ¿eh? —pregunté.

—Sí, exacto. —Sonrió como mejor pudo—. Sí, una ronda para vender libros.

—Es dura la competencia, ¿eh? —Al Lathrop volvió a sobresaltarse.

—Bueno, unas veces se gana, otras se pierde. Ya sabes, Charlie…

Sí, ya lo sabía. De pronto no me apetecía seguir incordiándole. Tenía cuarenta años, estaba volviéndose calvo y tenía unas bolsas de cocodrilo bajo los ojos. Iba de escuela en escuela en un Buick familiar cargado de libros de texto y cada año, en noviembre, salía de caza durante una semana con mi padre y los amigos de éste, allá por el Allagash. Y un año yo los había acompañado. Tenía entonces nueve años, y cuando desperté estaban todos borrachos y me dieron miedo. Eso fue todo. En cualquier caso aquel hombre no era un ogro, sino sólo un cuarentón calvo que intentaba sacarse unos cuartos. Y sí, le había oído decir que mataría a su esposa, pero no eran más que palabras. Después de todo, era yo quien tenía las manos manchadas de sangre.

Sin embargo no me gustó el modo en que fijó la mirada en mí, y por un instante —sólo por un instante— le habría agarrado del cuello, habría acercado su rostro al mío y le habría espetado:

«¡Tú, mi padre y todos vuestros amigos, todos vosotros, tendríais que ir allí conmigo; todos deberíais ir a Greenmantle conmigo, porque todos estáis metidos en esto! ¡Todos lo estáis, todos formáis parte de esto!»

En cambio seguí sentado y le vi sudar, recordando los viejos tiempos.