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De modo que ahí estaba la ardilla, correteando por la hierba a las 9.05 de la mañana, a menos de tres metros de donde yo me encontraba escuchando a la señora Underwood, que repasaba los conceptos fundamentales del álgebra en el día siguiente a un examen terrible que, al parecer, sólo habíamos aprobado Ted Jones y yo. Mi mirada estaba fija en ella; en la ardilla, no en la señora Underwood.

Ésta escribió en la pizarra: «a = 16».

—Señorita Cross —dijo, dándose la vuelta—, haga el favor de explicarnos qué significa esa ecuación.

—Significa que «a» es igual a dieciséis —respondió Sandra.

Mientras tanto, la ardilla corría por el césped de un lado a otro, con la cola en alto y unos ojillos negros que brillaban como perdigones. Un animal lustroso y gordo. Últimamente debía de haber tomado más y mejores desayunos que yo, aunque el de esa mañana se había asentado en mis tripas ligero y satisfactorio como nunca. No sufría retortijones ni acidez de estómago. Me había sentado muy bien.

—Bueno, no está mal —dijo la señora Underwood—, pero falta algo, ¿verdad? Claro que sí. ¿Alguien quiere explicar con más detalle esta fascinante ecuación?

Levanté la mano, pero la maestra señaló a Billy Sawyer.

—Ocho más ocho —balbuceó éste.

—Explíquese.

—Quiero decir que puede ser… —añadió Billy, inseguro. Sus dedos acariciaron las letras grabadas en la superficie del pupitre: SM A DK, MIERDA, TOMMY 73—. Veamos, si se suman ocho y ocho, entonces…

—¿Quiere que le deje mi libro? —inquirió la señora Underwood con una sonrisa vivaracha.

El desayuno empezó a revolverse en mi estómago, de modo que me fijé de nuevo en la ardilla durante un rato más. La sonrisa de la maestra me recordó las fauces del escualo que aparecía en Tiburón.

Carol Granger levantó la mano. La señora Underwood asintió con la cabeza.

—¿No se refiere a que ocho más ocho cumple también la exigencia de exactitud de la ecuación?

—No sé a qué se refiere su compañero —replicó la señora Underwood. Todos prorrumpieron en carcajadas.

—¿Podría encontrarse alguna otra manera en que se cumpliera también la exigencia de exactitud?

Carol inició la respuesta, y en ese preciso instante se oyó un aviso por el intercomunicador:

«Charles Decker, al despacho, por favor. Charles Decker. Gracias».

Dirigí la mirada hacia la señora Underwood, quien hizo un gesto de asentimiento. Empezaba a notar el estómago encogido y viejo. Me puse en pie y salí de la clase. Cuando lo hice, la ardilla todavía estaba retozando.

Me hallaba ya a mitad del pasillo cuando me pareció que la señora Underwood venía hacia mí con las manos en alto, como dos garras retorcidas, y su gran sonrisa de tiburón. Aquí no queremos muchachos como tú… Los chicos como tú deben estar en Greenmantle… O en el reformatorio… O en el sanatorio para enfermos mentales peligrosos… De modo que ¡vete!

¡Fuera! ¡Fuera!

Di media vuelta, llevándome la mano al bolsillo trasero en busca de la llave inglesa que ya no guardaba allí. El desayuno se había convertido en una bola dura y ardiente en mi estómago. Pero no tuve miedo, ni siquiera al ver que no estaba allí. He leído demasiados libros.