¡Miedo! Había tanto terror dentro de mí que ya ni siquiera lo notaba; mis sentidos estaban saturados; no sé si grité o balbucí, sólo sé que obedecí a Danny A. en todo lo que dijo. Hicimos retroceder las dos naves al mismo tiempo y las ensamblamos por el módulo; una vez lo conseguimos, intentamos trasladar los mecanismos, instrumentos, ropa, todo lo que podía transportarse de la primera nave a los espacios libres de la segunda que pudimos encontrar, a fin de hacer sitio para diez personas donde cinco cabían a duras penas. De mano en mano, de delante atrás, todo pasó de una nave a otra en pocos minutos. Los riñones de Dane Metchnikov debieron recibir más de un golpe; él era el que estaba en los módulos, cambiando los interruptores medidores de combustible para quemar hasta la última gota de hidrógeno. ¿Sobreviviríamos a ello? No había forma de saberlo. Las dos Cinco estaban acorazadas, y no esperábamos dañar los cascos de metal Heechee. Sin embargo, el contenido de los cascos seríamos nosotros, todos nosotros reunidos en el que saliera despedido —o en el que nosotros confiábamos que saldría despedido— y la verdad es que no había modo de saber si ocurriría así o si, de todos modos, quedaríamos convertidos en una masa de gelatina. Sólo disponíamos de unos pocos minutos, no demasiados. Debí de cruzarme veinte veces con Klara en el espacio de diez minutos, y recuerdo que una vez, la primera, nos besamos. Por lo menos, aproximamos nuestros labios, y éstos se rozaron. Recuerdo haber aspirado su perfume y que una vez levanté la cabeza porque el olor a aceite de almizcle era muy fuerte y no la vi, y casi enseguida lo olvidé nuevamente. Y todo el rato, por una pantalla u otra, aquella inmensa y funesta bola azul nos vigilaba desde el exterior; las veloces sombras de su superficie, que eran efectos de fase, formaban aterradores dibujos; la poderosa atracción de sus ondas de gravedad nos arrastraba hacia allí. Danny A. estaba en la cápsula de la primera nave, controlando el tiempo y tirando sacos y paquetes por la compuerta del módulo para que los fueran pasando, a través de la compuerta, a través de los módulos, hasta la cápsula de la segunda nave, donde yo los apartaba de cualquier manera a fin de hacer sitio para más.
Querida Voz de Pórtico:
El miércoles de la semana pasada estaba atravesando el estacionamiento del supermercado Safeway (adonde había ido para depositar mis pólizas de comida) y me dirigía hacia la parada del autobús que me llevaría a mi apartamento, cuando vi una extraña luz verde. Una rarísima nave espacial aterrizó a poca distancia. Cuatro hermosas, aunque minúsculas mujeres, vestidas con unas etéreas túnicas blancas, salieron de ella y me inmovilizaron por medio de un rayo paralizador. Me tuvieron prisionero en su nave durante diecinueve horas. A lo largo de ese tiempo me sometieron a ciertas indignidades sexuales que el honor me impide revelar. La jefe de las cuatro, cuyo nombre era Moira Glow-Fawnn, declaró que, como nosotros, no habían logrado superar totalmente su herencia animal. Yo acepté sus disculpas y consentí en transmitir cuatro mensajes a la Tierra. Los mensajes Uno y Cuatro no puedo revelarlos hasta su debido tiempo. El mensaje Dos está dirigido al administrador de mi edificio de apartamentos. El mensaje Tres está destinado a los habitantes de Pórtico, y tiene tres partes: 1, tienen que dejar de fumar inmediatamente; 2, no puede haber más enseñanza mixta hasta, por lo menos, el segundo año de universidad; 3, tienen que interrumpir la exploración del espacio. Nos vigilan.
Harry Hellison
Pittsburgh
—¡Cinco minutos! —gritó, y—: ¡Cuatro minutos! ¡Tres minutos, ya podéis soltar ese maldito plomo! —Y después—: ¡Ya está! ¡Todos vosotros! ¡Dejad lo que estáis haciendo y subid inmediatamente!
Así lo hicimos. Todos nosotros. Todos menos yo. Oí que los otros gritaban, y después me llamaban; pero yo me había quedado atrás, nuestro módulo estaba bloqueado, y no podía pasar a través de la compuerta. Agarré un saco de lona para quitarlo de en medio, justo cuando Klara gritaba por la radio TBS:
—¡Rob! ¡Rob, por el amor de Dios, ven enseguida!
Comprendí que ya era tarde; bajé la compuerta y la cerré herméticamente, mientras oía gritar a Danny A.:
A veces nos aplastan y otras nos quemamos,
y a veces estallamos en pedazos,
y otras engordamos con los derechos ganados,
y siempre nos domina el sobresalto.
Pero nada nos importa a los chicos…
¡Pequeño Heechee perdido, empieza a hacernos ricos!
—¡No! ¡No! ¡Espera…
Esperar…
Esperar mucho, muchísimo tiempo.