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Por las cuevas donde los Heechees se ocultaron, por las cavernas de las estrellas, por los túneles que abrieron y excavaron, siguiendo sus heridas y sus huellas… ¡Jesús! fue como un campamento de boy scouts; cantamos y bromeamos durante los diecinueve días que siguieron al cambio de posición. No creo que haya estado tan contento en toda mi vida. En parte se debió a la ausencia de miedo; cuando llegamos al cambio de posición todos respiramos mejor, como ocurre siempre. También se debió a que la primera parte del viaje fue bastante difícil, con Metchnikov y sus dos amigos enzarzados en continuas peleas y Susie Hereira mucho menos interesada por mí a bordo de la nave que en Pórtico una noche a la semana. Pero sobre todo, en lo que a mí respecta, fue por saber que me acercaba más y más a Klara. Danny A. me ayudó a hacer los cálculos; había sido profesor de algunos cursos en Pórtico y, aunque podía equivocarse, como no había nadie más preparado que él en este sentido, decidí hacerle caso: basándose en el momento del cambio de posición, calculó que recorreríamos unos trescientos años-luz en total; era una suposición, desde luego, pero bastante aproximada. La primera nave, donde iba Klara, ya se encontraba muy por delante de nosotros antes del cambio de posición, en cuyo momento alcanzamos una velocidad superior a los diez años-luz por día (es lo que dijo Danny). La Cinco de Klara había sido lanzada treinta segundos antes que la nuestra, de modo que era simple cuestión de aritmética: alrededor de un día-luz. 3 x 1010 centímetros por segundo da como resultado 60 segundos, 60 minutos, 24 horas… en el momento del cambio de posición, Klara estaba a más de diecisiete mil millones de kilómetros por delante de nosotros. Parecía muy lejos, y lo era. Pero, después del cambio de posición, íbamos acercándonos día a día, siguiéndola por el mismo agujero del espacio que los Heechees habían abierto para nosotros. Por donde pasaba mi nave, la suya ya había pasado. Sentía que no tardaríamos en encontrarnos; a veces incluso me imaginaba que podía oler su perfume.

Cuando dije algo parecido a Danny A., éste me miró de un modo extraño.

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—¿Sabes cuánto es diecisiete mil millones y medio de kilómetros? Podríamos meter todo el sistema solar entre ellos y nosotros. Eso es exactamente; el semieje mayor de la órbita de Plutón es de treinta y nueve U.A. y un poco más.

Yo me eché a reír, algo confuso.

—Sólo era una idea.

—Vete a dormir —repuso— y sueña con ello—. Conocía mis sentimientos hacia Klara; toda la nave los conocía, incluso Metchnikov, incluso Susie, y quizá fuesen imaginaciones mías, pero creo que nos deseaban lo mejor. De hecho, esto rezaba para todos nosotros, que elaborábamos complicados planes acerca de lo que íbamos a hacer con nuestra bonificación. En lo que a Klara y a mí se refería, a un millón de dólares por cabeza, ésta no era de despreciar. Quizá no fuera suficiente para el Certificado Médico Completo, sobre todo si queríamos conservar algo para divertirnos un poco, pero sí alcanzaba para el Certificado Médico Parcial, que nos garantizaría muy buena salud durante otros treinta o cuarenta años. Podíamos vivir desahogadamente con lo que sobrara: viajes, ¡niños!, una hermosa casa en una parte decente de… un momento, me dije, ¿dónde estableceríamos nuestro hogar? Muy lejos de las minas de alimentos. Quizá muy lejos de la Tierra. ¿Querría Klara volver a Venus? No podía imaginarme a mí mismo viviendo como una rata de túnel, pero tampoco me imaginaba a Klara en Dallas o Nueva York. Claro que, pensé, dejándome arrastrar por mis ilusiones, si realmente encontrábamos algo, el despreciable millón por cabeza sólo sería el principio. Entonces podríamos tener todas las casas que quisiéramos, en el lugar donde quisiéramos; y también el Certificado Médico Completo, con trasplantes que nos mantuviesen jóvenes, saludables, guapos y sexualmente fuertes, y…

—Creo que realmente tendrías que irte a dormir —me dijo Danny A. desde la eslinga contigua a la mía—; pareces muy agitado.

Pero yo no tenía ganas de dormir. Estaba hambriento, y no había ninguna razón para no comer. Habíamos racionado los alimentos durante diecinueve días, pues esto es lo que debes hacer durante la primera mitad del viaje de ida. Una vez llegas al cambio de posición sabes lo que podrás consumir durante el resto del viaje, motivo por el que algunos prospectores regresan con varios kilos de más. Salí del módulo, donde Susie y los dos Danny dormitaban, y entonces descubrí por qué tenía apetito. Dane Metchnikov se estaba calentando un estofado.

—¿Hay bastante para dos?

Me miró pensativamente.

—Supongo que sí. —Desenroscó la tapa, lanzó una ojeada al interior, echó otros cien centímetros de agua, y dijo—: Le faltan diez minutos. Yo iba a tomar una copa.

UNA NOTA SOBRE PIEZOELECTRICIDAD

Profesor Hegramet: Lo único que hemos logrado descubrir respecto a los diamantes de sangre es que son enormemente piezoeléctricos. ¿Sabe alguno lo que esto significa?

Pregunta: ¿Se dilatan y contraen cuando están sujetos a una corriente eléctrica?

Profesor Hegramet: Sí. Y al revés. Generan electricidad cuando se los comprime. Muy rápidamente si se quiere. Ésta es la base del piezófono y la piezovisión. Una industria de cincuenta mil millones de dólares.

Pregunta: ¿Quién cobra los derechos de todo esto?

Profesor Hegramet: Ya sabía que alguno de ustedes lo preguntaría. Nadie. Los diamantes de sangre se encontraron hace muchísimos años en los túneles Heechee de Venus. Mucho antes que Pórtico. Los Laboratorios Bell fueron quienes descubrieron cómo emplearlos. La verdad es que utilizan algo un poco distinto, una fibra sintética. Hacen grandes sistemas de comunicaciones y no tienen que pagar a nadie en absoluto.

Pregunta: ¿Los utilizaban los Heechees para eso?

Profesor Hegramet: Mi opinión personal es que sí, pero no sé cómo. Lo lógico es que, si dejaron esto, también dejaran el resto de los transmisores y receptores, pero si lo hicieron no sé dónde.

Acepté la invitación, y nos repartimos un frasco de vino. Mientras él removía el estofado y añadía un pellizco de sal, yo seguí examinando las estrellas. Aún estábamos cerca de la velocidad máxima y en la pantalla no había nada que pareciese una constelación familiar, ni siquiera una estrella; pero todo empezaba a parecerme conocido y maravilloso. No sólo a mí, sino a todos. Nunca había visto a Dane tan alegre y relajado.

—He estado pensando mucho —contestó—. Un millón es bastante dinero. Después de esto volveré a Siracusa, haré el doctorado y buscaré un empleo. En algún sitio habrá una escuela donde necesiten un poeta o un profesor de inglés que haya tomado parte en siete misiones. Algo me pagarán, y esto me mantendrá durante el resto de mi vida.

Yo no había oído más que una sola palabra, y le interrogué con sorpresa:

—¿Un poeta?

Él esbozó una sonrisa.

—¿No lo sabías? Así llegué a Pórtico; la Fundación Guggenheim me pagó el viaje. —Sacó la cazuela del fuego, repartió el estofado en dos platos, y empezamos a comer.

Éste era el tipo que había estado chillando airadamente a los dos Danny durante más de una hora, hacía dos días, mientras Susie y yo esperábamos aislados y enfadados en el módulo, escuchando. Todo se debía al cambio de posición. Estábamos seguros, el combustible no se terminaría antes del regreso, y no teníamos que preocuparnos por encontrar nada, pues nuestra bonificación estaba garantizada. Le pregunté por sus poesías. No quiso recitarme ninguna, pero me prometió enseñarme las copias de las que había enviado a la Fundación cuando volviéramos a Pórtico.

Una vez terminamos de comer y hubimos lavado la cazuela y los platos, Dane consultó su reloj.

—Aún es pronto para despertar a los otros —dijo—, y no tenemos absolutamente nada que hacer.

Me miró, sonriendo. Fue una verdadera sonrisa, sin asomo de ironía en ella; yo me acerqué a él, y me senté en el cálido e invitador círculo de su brazo.

Los diecinueve días siguientes pasaron tan rápidamente como una hora, y después el reloj nos dijo que estábamos a punto de llegar. Todos nos encontrábamos despiertos, amontonados en la cápsula, impacientes como niños en Navidad, ansiosos por abrir sus regalos. Había sido el viaje más feliz de mi vida, y probablemente el más feliz de todos los que se habían hecho y se harían.

—¿Sabéis una cosa? —comentó Danny R., pensativamente—. Casi siento haber llegado.

Y Susie, que empezaba a entender el inglés, dijo:

Sim, ja sei —y a continuación—: ¡Yo también!

Me apretó la mano y yo le devolví el apretón; pero en quien realmente pensaba era en Klara. Habíamos tratado de establecer comunicación por radio un par de veces, pero no funcionaba en los pasillos espaciales Heechee. ¡Pero cuando llegáramos a nuestro punto de destino, podría hablar con ella! No me importaba que otros escuchasen, sabía lo que quería decirle. Incluso sabía cuál sería su respuesta. No había duda posible; en su nave debía reinar tanta euforia como en la nuestra, por las mismas razones, y con todo ese amor y júbilo la respuesta era indudable.

—¡Nos estamos deteniendo! —gritó Danny R.—. ¿Lo notáis?

—¡Sí! —aulló Metchnikov, tambaleándose con las minúsculas ondas de la pseudogravedad que marcaba nuestro regreso al espacio normal. Además, había otra señal: la hélice dorada del centro de la cabina empezaba a brillar, más y más a cada segundo que pasaba.

NavInstGdSup 104

Les rogamos complementen su Guía de Instrucciones de Navegación como sigue:

Las combinaciones de rumbo formadas por las líneas y colores de la gráfica adjunta, parecen estar en relación directa con la cantidad de combustible que queda en la nave.

Advertimos a todos los prospectores que las tres líneas brillantes en el naranja (Gráfica 2) parecen indicar un nivel muy bajo. Ninguna nave que las tuviera ha regresado jamás, ni siquiera de vuelos de prueba.

—Creo que lo hemos conseguido —dijo Danny R., rebosante de satisfacción; yo estaba satisfecho como él.

—Iniciaré la exploración esférica —dije, seguro de lo que debía hacer. Susie siguió mi ejemplo y abrió la compuerta que llevaba al módulo; ella y Danny A. saldrían a examinar las estrellas.

Sin embargo, Danny A. no fue tras ella. Estaba mirando fijamente a la pantalla. Cuando puse en marcha la rotación de la nave, vi muchas estrellas, lo cual era normal; no parecían especiales en ningún sentido, pero se veían bastante borrosas, lo cual no era tan normal.

Me tambaleé y estuve a punto de caerme. La rotación de la nave no parecía tan suave como debía ser.

—La radio —dijo Danny, y Metchnikov, frunciendo el ceño, alzó la mirada y vio la luz.

—Conéctala —exclamé yo. La voz que oía podía pertenecer a Klara.

Metchnikov, sin desarrugar el entrecejo, se acercó al interruptor, y entonces observé que la hélice había adoptado un color dorado más brillante que nunca, de un tono pajizo, como si estuviera incandescentemente caliente. No despedía calor alguno, pero el color dorado se hallaba atravesado por líneas de un blanco purísimo.

—Esto es muy extraño —comenté, señalándolo.

No sé si me oyó alguien; la radio emitía descargas estáticas, y dentro de la cápsula el ruido era ensordecedor. Metchnikov ajustó la sintonización y el volumen.

Por encima de las descargas estáticas oí una voz que no reconocí en el primer momento, pero que resultó ser la de Danny A.

—¿Lo habéis notado? —gritó—. Son ondas de gravedad. Tenemos dificultades. ¡Interrumpe el examen!

Le obedecí.

Para entonces la pantalla de la nave había girado y mostraba algo que no era una estrella ni una galaxia. Era una masa de luz clara que brillaba tenuemente, moteada, inmensa y aterradora. Incluso a primera vista me di cuenta de que no era un sol. Ningún sol puede ser tan azul y opaco. Te dolían los ojos al mirarlo, no a causa de su luminosidad. Te dolían los ojos por dentro, hasta el conducto óptico; el dolor estaba centrado en el mismo cerebro.

Metchnikov desconectó la radio y, en el silencio que siguió oí que Danny A. decía patéticamente:

—¡Dios mío! Estamos perdidos. Es un agujero negro.