27

—Dime una cosa, Sigfrid —pido—; ¿estoy muy nervioso?

Esta vez lleva su holograma de Sigmund Freud, con una truculenta mirada vienesa, nada gemütlich. Sin embargo, conserva su amable voz de barítono:

—Si deseas saber qué revelan mis sensores, Rob, estás muy agitado.

—Me lo imaginaba —digo, brincando sobre la alfombra.

—¿Quieres explicarme por qué?

—¡No! —Toda la semana ha sido igual, magnífico sexo con Doreen y S. Ya., y un río de lágrimas en la ducha; absoluto triunfo en el torneo de bridge, y total desesperación en el camino a casa. Me siento como un yoyó—. Me siento como un yoyó —exclamo—. Has abierto algo que no puedo soportar.

—Creo que menosprecias tu capacidad para soportar el dolor —me dice con acento tranquilizador.

—¡Vete al diablo, Sigfrid! ¿Qué sabes tú de la capacidad humana?

Casi suspira.

—¿Otra vez con éstas, Rob?

—¡Si no te gusta, te aguantas!…

Es extraño, pero ya me siento menos nervioso; he vuelto a enredarle en una discusión, y el peligro está conjurado.

—Es verdad, Rob, que soy una máquina. Pero soy una máquina diseñada para comprender cómo son los humanos y, créeme, estoy muy bien diseñada para mi función.

—¡Diseñada! Sigfrid —digo, con mucha lógica—, tú no eres humano. Puedes saber, pero no sentir. No tienes ni idea de lo que es tomar decisiones humanas y llevar la carga de una emoción humana. No sabes lo que es tener que golpear a un amigo para impedir que cometa un asesinato. Que se te muera una persona que amas. Saber que es culpa tuya. Estar aterrorizado.

—Sé lo que son todas esas cosas, Rob —replica amablemente—. De verdad que sí. Quiero descubrir por qué te sientes tan agitado, de modo que, ¿por qué no me ayudas?

—¡No!

—Tu agitación, Rob, significa que nos estamos acercando al dolor central…

—¡Déjame en paz!

Sin embargo, esto no le hace efecto; sus circuitos están muy bien sintonizados en el día de hoy.

—No soy tu dentista, Rob; soy tu analista, y te digo que…

—¡Basta!

Sé que debo alejarle del lugar donde duele. No he usado la fórmula secreta de S. Ya. desde aquel primer día, pero ahora quiero volver a usarla. Pronuncio las palabras, y convierto al tigre en gatito; rueda por el suelo y me deja acariciarle la barriguita, cuando le ordeno que revele los fragmentos más llamativos de sus entrevistas con atractivas y sutiles pacientes femeninas; el resto de la hora transcurre con rapidez; vuelvo a salir de su consultorio tan intacto como al entrar.

O casi.