25

Sigfrid dice:

—Pareces cansado, Rob.

Bueno, eso era bastante comprensible. Había pasado el fin de semana en Hawai. Parte de mi dinero estaba invertido en la industria turística local, de modo que todo era deducible de impuestos. Fueron dos días maravillosos en la isla principal, durante los que mantuve una reunión de dos horas con los tenedores de acciones por la mañana, y me divertí con una de esas hermosas isleñas por la tarde, en la playa o navegando en catamaranes de fondo transparente, viendo cómo las grandes mantas se deslizaban por debajo solicitando unas migajas. Pero al regresar tienes que luchar contra husos horarios durante todo el camino, y estaba agotado.

Sin embargo, ésta no es la clase de cosas que Sigfrid quiere oír. No le importa que estés físicamente exhausto. No le importa que tengas una pierna rota; sólo quiere saber si has soñado que te acostabas con tu madre.

Es lo que le digo. Digo:

—Estoy cansado, es verdad, Sigfrid, pero ¿por qué no dejamos esta conversación intrascendente? Concéntrate en mi complejo de Edipo, y mi madre.

—¿Acaso has tenido madre, Robby?

—¿No la tiene todo el mundo?

—¿Quieres hablar de ello, Robby?

—No particularmente.

Él espera, y yo también. Sigfrid ha vuelto a poner en práctica sus dotes de decorador, y ahora la habitación está arreglada como el dormitorio de un muchacho de hace cuarenta años. Hologramas de raquetas de ping-pong cruzadas en la pared. Una ventana falsa con una vista falsa de las Montañas Rocosas durante una nevada. Un holograma de una repisa llena de casetes de cuentos grabados, Tom Sawyer, y La Raza Perdida de Marte y… no puedo leer el resto de los títulos. Todo resulta muy hogareño, pero no se parece nada a la habitación que yo tenía de muchacho, que era pequeña, estrecha, y casi totalmente ocupada por el viejo sofá en el que dormía.

—¿Sabes de qué quieres hablar, Rob? —inquiere amablemente Sigfrid.

—Claro que sí. —Después reflexiono—. Bueno, no. No estoy seguro.

La verdad es que sí que lo sé. Algo me impresionó fuertemente durante el viaje de regreso de Hawai. Es un vuelo de cinco horas. La mitad del tiempo estuve deshecho en llanto. Fue muy curioso. En el asiento vecino al mío había una jovencita que se dirigía a Oriente, y yo había decidido conocerla mejor. La azafata era la misma del viaje de ida y a ella ya la conocía muy bien.

Así que allí estaba yo, sentado en la última fila de la sección de primera clase del SST, aceptando las copas que me ofrecía la azafata, y charlando con mi hermosa vecina. Sin embargo, cada vez que mi vecina dormitaba, o iba al lavabo, y la azafata miraba en dirección opuesta, me estremecía con silenciosos y enormes sollozos.

Entonces una de ellas volvía a mirar hacia mí y yo volvía a sonreír, prevenido, y conquistador.

—¿Quieres limitarte a decir lo que sientes en este instante, Rob?

—Lo haré dentro de un minuto, Sigfrid, si logro saber qué era.

—¿De verdad no lo sabes? ¿No puedes recordar lo que tenías en la cabeza mientras no hablabas, justo ahora?

—Claro que sí. —Titubeo y después digo—: Oh, diablos, Sigfrid, me parece que sólo esperaba que me hicieras hablar. El otro día tuve una visión, y fue muy dolorosa. No sabes hasta qué punto. Me eché a llorar como un niño.

—¿Cuál fue la visión, Robby?

—Estoy tratando de explicártela. Era sobre… bueno, era sobre mi madre. Pero también sobre, bueno, ya sabes, Dane Metchnikov. Tuve estas… tuve…

—Creo que intentas decir algo respecto a las fantasías que tuviste sobre el sexo anal con Dane Metchnikov, Rob. ¿No es así?

—Sí. Te acuerdas muy bien, Sigfrid. Mi llanto era por mi madre. En parte…

—Eso ya me lo has dicho, Rob.

—Está bien. —Me callo. Sigfrid espera. Yo también espero.

INFORME DE LA MISIÓN

Nave A3-77, Viaje 036D51. Tripulación: T. Parreno, N. Ahoya, E. Nirrikin.

Tiempo de tránsito 5 días 14 horas. Posición en cercanías de Alfa Centauro A.

Sumario: «El planeta era muy similar a la Tierra y estaba cubierto por una frondosa vegetación. El color de la vegetación era predominantemente amarillo. La atmósfera era casi igual a la mezcla Heechee. Es un planeta cálido, sin casquetes polares y una temperatura media comparable a la tropical terrestre a la altura del ecuador, que se extiende casi hasta los polos. No detectamos vida animal ni señales de identificación (metano, etc.). Parte de la vegetación anda a paso muy lento, avanzando por porciones desarraigadas de una estructura parecida a la vid, que se retuerce sobre sí misma y vuelve a enraizarse. La velocidad máxima medida fue de unos dos kilómetros por hora. Ningún artefacto. Parreno y Nirrikin aterrizaron y regresaron con muestras vegetales pero murieron a causa de una reacción similar a la del toxicodendron. Su cuerpo se cubrió de grandes ampollas. Después sufrieron dolores, comezón y aparente asfixia, probablemente debido a la acumulación de líquido en los pulmones. No les traje a bordo de la nave. No abrí el módulo de aterrizaje, ni lo acoplé a la nave. Grabé un mensaje personal para ambos, y después solté el módulo y regresamos sin él».

Evaluaciones de la Corporación: No hay cargos contra N. Ahoya en vista de su excelente hoja de servicios.

Supongo que me gustaría que me apremiasen un poco más, y al cabo de unos minutos Sigfrid insiste:

—Veamos si puedo ayudarte, Rob —dice—. ¿Qué relación puede haber entre dos cosas tan distintas como llorar por tu madre y tener fantasías sobre el sexo anal de Dane?

Siento que algo ocurre dentro de mí. Es como si la blanda y húmeda parte interior de mi pecho burbujeara en mi garganta. Comprendo que mi voz saldrá trémula y desesperadamente afligida si no la controlo. Por lo tanto intento controlarla, aunque sé perfectamente bien que no tengo secretos de esta especie para Sigfrid; puede leer sus sensores y saber lo que ocurre en mi interior por el estremecimiento de un tríceps o la humedad de la palma de una mano.

De todos modos, hago el esfuerzo. Con el tono de un profesor de biología que explica la disección de una rana, digo:

—Verás, Sigfrid, mi madre me quería. Yo lo sabía. Tú lo sabes. Era una demostración lógica; no tenía más remedio que quererme. Y Freud dijo una vez que ningún muchacho que esté seguro de ser el favorito de su madre puede llegar a tener una neurosis. Sólo que…

—Por favor, Robbie, esto no es exactamente así, y además estás divagando. Sabes muy bien que en realidad no quieres incluir todos estos preámbulos. Quieres ganar tiempo, ¿verdad?

Otras veces habría destrozado sus circuitos por eso, pero en esta ocasión había evaluado correctamente mi estado de ánimo.

—De acuerdo. Pero sí sabía que mi madre me quería. ¡No podía evitarlo! Yo era su único hijo. Mi padre había muerto… no te aclares la garganta, Sigfrid, ya estoy llegando. Su cariño hacia mí era una necesidad lógica, y yo lo comprendía así sin la sombra de una duda; pero ella nunca me lo dijo. Ni una sola vez.

—¿Quieres decir que nunca, en toda tu vida, te dijo: «Te quiero mucho, hijo»?

—¡No! —chillo. Después consigo dominarme nuevamente—. Por lo menos, nunca me lo dijo directamente. Por ejemplo, una vez en que yo debía tener unos dieciocho años e iba a acostarme en la habitación contigua, la oí decir a una de sus amigas que yo era un muchacho fantástico. Estaba orgullosa de mí. No recuerdo lo que había hecho, algo, ganado un premio o conseguido un empleo, pero en aquel momento estaba orgullosa de mí y me quería, y así lo dijo… pero no a mí.

—Te ruego que continúes, Rob —me dice Sigfrid al cabo de un minuto.

—¡Ya va! Espera un segundo. Es muy doloroso; creo que es lo que tú llamas dolor fundamental.

—No eres tú quien ha de diagnosticar, Rob. Limítate a hablar. Dilo.

—Oh, mierda.

Alargo el brazo para coger un cigarrillo, pero cambio de opinión. Esto suele ser un buen recurso cuando las cosas se ponen difíciles con Sigfrid, pues casi siempre le distrae hacia una discusión sobre si intento aliviar la tensión en vez de afrontarla; pero esta vez estoy demasiado asqueado de mí mismo, de Sigfrid, e incluso de mi madre. Quiero acabar de una vez. Digo:

—Mira, Sigfrid, la cuestión es ésta: yo quería mucho a mi madre, y sé… ¡sabía!… que ella también me quería. Pero no lo demostraba nunca.

De repente me doy cuenta de que tengo un cigarrillo en las manos y le estoy dando vueltas sin encenderlo y, aunque me parezca imposible, Sigfrid ni siquiera lo ha comentado. Me decido a hablar claramente:

—Ella nunca me lo dijo con todas las palabras. No sólo eso. Es curioso, Sigfrid, pero, verás, ni siquiera recuerdo que me tocara alguna vez. Es decir, no realmente. A veces me daba un beso de buenas noches; en la coronilla. Recuerdo que también me contaba cuentos. Siempre estaba allí cuando la necesitaba, pero…

Tengo que detenerme un momento, para recuperar nuevamente el control de mi voz. Inhalo profundamente por la nariz, y me concentro en los movimientos respiratorios.

—Sin embargo, Sigfrid —digo, repitiendo las palabras mentalmente y complacido por la claridad y el equilibrio con que las pronuncio—, nunca me tocaba demasiado. Excepto en un sentido. Era muy buena conmigo cuando estaba enfermo. Yo estaba enfermo muy a menudo. Todos los que vivíamos cerca de las minas de alimentos teníamos destilación nasal, infecciones cutáneas… ya sabes. Me daba todo lo que necesitaba. Estaba allí, Dios sabe cómo, y se ocupaba de su trabajo y de mí al mismo tiempo. Y cuando estaba enfermo me…

Al cabo de un momento, Sigfrid apremia:

—Continúa, Robbie. Dilo.

Lo intento, pero no puedo, y él dice:

—Dilo del modo más rápido posible. Sácalo al exterior. No te preocupes por si no te comprendo, o no parece tener sentido. Tú líbrate de las palabras.

—Bueno, me tomaba la temperatura —explico—. ¿Sabes? Me ponía el termómetro. Después me lo aguantaba, bueno, lo que sea, tres o cuatro minutos. Después me lo quitaba y lo leía.

Estoy a punto de echarme a llorar. Querría hacerlo, pero primero tengo que ver en qué desemboca todo esto; es algo casi sexual, como cuando llegas al momento de la decisión con una persona y no estás seguro de querer que ella forme parte de ti, pero de todos modos sigues adelante. Me concentro para continuar dominando el tono de mi voz. Sigfrid no dice nada y, al cabo de un momento, me siento con ánimos para seguir hablando.

—¿Entiendes lo que pasa, Sigfrid? Es curioso. Toda mi vida… ¿cuántos años debe de hacer? ¿Cuarenta? Desde entonces, tengo la absurda idea de que ser amado tiene algo que ver con que te introduzcan algo en el ano.