22

Aquella noche volví a mi propia habitación, pero tardé mucho rato en dormirme; y Shicky me despertó temblando para contarme lo sucedido. Sólo había habido tres supervivientes, y ya habían anunciado su recompensa: diecisiete millones quinientos cincuenta mil dólares. Aparte de las regalías.

Aquello me despertó completamente.

—¿Por qué? —pregunté.

Shicky respondió:

—Por veintitrés kilos de artefactos. Creen que es un equipo de reparaciones. Posiblemente para una nave, ya que es allí donde lo encontraron, en un módulo sobre la superficie del planeta. Pero, por lo menos, son herramientas de alguna clase.

—Herramientas.

Me levanté y, tras desembarazarme de Shicky, salí al túnel y me dirigí hacia la ducha comunitaria, pensando en las herramientas. Las herramientas podían significar muchas cosas. Podían significar un medio de abrir el mecanismo de propulsión de las naves Heechee sin que todo volara por los aires. Podían significar el descubrimiento de cómo funcionaba el mecanismo de propulsión y la fabricación de los nuestros. Podían significar casi todo, y lo que indudablemente significaban era una recompensa en efectivo de diecisiete millones quinientos cincuenta mil dólares, sin contar con las regalías, a dividir en tres partes.

Y una de ellas podría haber sido mía.

UNA NOTA SOBRE LAS ESTRELLAS

DE NEUTRONES

Doctor Asmenion: Vamos a ver, supongamos que llegan a una estrella que ha quemado todo su combustible y se desintegra. Cuando digo que se «desintegra», quiero decir que se ha contraído tanto, que lo que empezó siendo tan grande como el sol, se ha convertido en una bola de unos diez kilómetros de diámetro. Al mismo tiempo, su densidad se ha multiplicado. Si su nariz estuviera hecha con los elementos de una estrella de neutrones, Susie, pesaría más que Pórtico.

Pregunta: ¿Quizás incluso más que usted, Yuri?

Doctor Asmenion: No hagan chistes en clase. El profesor es sensible. Veamos, eso es, la obtención de datos sobre una estrella de neutrones valdría muchísimo, pero no les aconsejo que utilicen el módulo de aterrizaje para conseguirlos. Tienen que estar en una Cinco totalmente acorazada y, de todos modos, yo no me acercaría más de una décima de U.A. Y tendría mucho cuidado. Les parecerá que pueden acercarse más, pero el gradiente de la gravedad es una mala cosa. Es, prácticamente, una fuente puntual, ¿comprenden? Jamás verán un gradiente de gravedad mayor, a menos que lleguen a poca distancia de un agujero negro. Dios no lo quiera.

Es difícil olvidarse de una cifra como $5.850.000 (sin mencionar las regalías) cuando piensas que, si hubieras tenido más vista en la elección de amigas, podrías tenerlos en el bolsillo. Dejémoslo en seis millones de dólares. A mi edad y con mi salud, habría podido comprar un Certificado Médico Completo con la mitad de ese dinero, lo cual significaría todas las pruebas, terapias, reposición de tejidos y trasplantes de órganos que pudieran hacerme durante el resto de mi vida… que se habría prolongado a lo largo de cincuenta años más de lo que podía esperar sin tenerlo. Los otros tres millones me habrían proporcionado un par de casas, una carrera de conferenciante (nadie tenía más demanda que un prospector de éxito), unos ingresos sólidos para hacer anuncios en la PV, mujeres, comida, coches, viajes, mujeres, fama, mujeres… y, además, las regalías. Éstas podían alcanzar una cifra muy elevada, según lo que la gente de I+D lograra hacer con las herramientas. El hallazgo de Sheri era exactamente lo que significaba Pórtico: la cazuela de oro al final del arco iris.

Tardé más de una hora en llegar al hospital, tres segmentos de túnel y cinco niveles por el pozo de bajada. Cambié de opinión y retrocedí varias veces.

Cuando finalmente logré ahuyentar la envidia de mi mente (o, por lo menos, enterrarla donde nadie la viera) y llegué al mostrador de recepción, Sheri estaba dormida.

—Puede entrar —me dijo la enfermera de guardia.

—No quiero despertarla.

—No creo que pueda —contestó—. De todos modos, no lo intente, claro. Pero le están permitidas las visitas.

Se hallaba en la cama inferior de una litera triple en una habitación de veinte plazas. Sólo había tres o cuatro camas ocupadas, dos de ellas tras las cortinas de separación, hechas de un plástico lechoso a través del cuál sólo se veían sombras. No pude saber quiénes eran. Sheri parecía descansar apaciblemente, con sus hermosos ojos cerrados, un brazo debajo de la cabeza, y la barbilla apoyada encima de la muñeca. Sus dos compañeros estaban en la misma habitación, uno dormido, y el otro sentado bajo una holovista de los anillos de Saturno. Era un cubano, venezolano, o algo por el estilo, que vivía en New Jersey y al que había visto una o dos veces. Su nombre era Manny. Charlamos un rato, y me prometió decir a Sheri que había ido a verla. Al cabo de unos minutos me despedí y fui a tomar un café en el economato, pensando en su viaje.

Habían llegado a un planeta muy pequeño y frío a poca distancia de una estrella K-6 rojoanaranjada y, según Manny, estuvieron dudando sobre si valía la pena aterrizar. Las lecturas revelaban algunos signos de radiación de metal Heechee, pero no muchos; y aparentemente la mayor parte estaba sepultada bajo una nieve de dióxido de carbono. Manny fue el que permaneció en órbita. Sheri y los otros tres descendieron, encontraron una excavación Heechee, la abrieron con gran esfuerzo y, como de costumbre, vieron que estaba vacía. Después siguieron otro rastro y encontraron el módulo. Tuvieron que abrirlo con explosivos, y en el proceso dos de los prospectores perdieron la integridad de sus trajes espaciales, por encontrarse demasiado cerca de la explosión, me imagino. Cuando se dieron cuenta, ya era tarde. Se congelaron. Sheri y el otro tripulante intentaron llevarlos a su propio módulo; debió de ser muy lúgubre y angustioso, y al final tuvieron que renunciar a ello. El otro hombre hizo un nuevo viaje hasta el módulo abandonado, encontró el maletín de herramientas en su interior, y logró trasladarlo a su propio módulo. Después despegaron, abandonando a las dos víctimas apaciblemente congeladas. Pero habían sobrepasado su límite de permanencia establecido y su estado físico era lamentable cuando se reunieron con la cápsula. Lo que ocurrió después no estaba claro, pero al parecer no ajustaron bien el suministro de aire del módulo y perdieron gran parte de él; de modo que hicieron el viaje de regreso con escasas raciones de oxígeno. El otro hombre estaba peor que Sheri. Había muchas posibilidades de lesión residual de cerebro, y sus $ 5.850.000 podían no servirle de nada. Sin embargo, decían que Sheri estaría perfectamente en cuanto se recuperara de un simple y puro agotamiento…

No les envidiaba el viaje. Lo único que les envidiaba era la recompensa.

Me levanté y me serví otra taza de café en el economato. Cuando volví a salir al pasillo, donde había unos bancos debajo de la hiedra, me di cuenta de que algo no encajaba. Algo sobre el viaje. Sobre el hecho de que había sido un verdadero éxito, uno de los mayores en toda la historia de Pórtico…

Tiré el café, taza incluida, por el triturador de basura que había fuera del economato y me dirigí hacia el aula de clase. Estaba a pocos minutos de allí y no había nadie. Me alegré de que así fuera; aún no tenía ganas de hablar con nadie sobre lo que se me había ocurrido. Regulé el teléfono P para tener acceso a la información que deseaba y obtuve la combinación del viaje de Sheri; naturalmente ya era materia de interés público. Después bajé a la cápsula de prácticas, donde afortunadamente tampoco había nadie, y realicé la combinación en el selector del rumbo. Como es lógico, obtuve el color exacto inmediatamente; y cuando apreté el sintonizador, todo el tablero adquirió un tono rosado, a excepción del arco iris de colores a lo largo de un lado.

Sólo había una línea oscura en la parte azul del espectro.

Bueno, pensé, esto anulaba la teoría de Metchnikov sobre las indicaciones de peligro. Habían perdido el cuarenta por ciento de la tripulación en aquella misión, y eso me pareció bastante peligroso; pero según lo que él me había dicho, las verdaderamente arriesgadas tenían seis o siete de aquellas franjas.

UNA NOTA SOBRE LOS MOLINETES

DE ORACIONES

Pregunta: No nos ha explicado nada sobre los molinetes de oraciones Heechees, y es lo que más vemos.

Profesor Hegramet: ¿Qué quiere que les explique, Susie?

Pregunta: Bueno, ya sé cómo son. Algo parecido a un cono de helado enrollado hecho de cristal. Cristal de todos los colores existentes. Si lo sostienes verticalmente y lo presionas con el pulgar, se despliega como un abanico.

Profesor Hegramet: Es lo mismo que yo sé. Han sido analizados, igual que las perlas de fuego y los diamantes de sangre. Pero no me pregunten para qué sirven. No creo que los Heechees se abanicaran con ellos, y tampoco creo que los usaran para rezar; es el nombre con que los comerciantes de novedades los han bautizado. Los Heechees los dejaron por todas partes, a pesar de que recogieran todo lo demás. Supongo que tendrían alguna razón. No tengo ni idea acerca de cuál puede ser esa razón, pero les prometo que se lo diré si alguna vez lo averiguo.

—¿Y en el amarillo?

Según Metchnikov, cuantas más franjas brillantes hubiese en el amarillo, mayor era la recompensa financiera de un viaje.

Sin embargo, en este caso no había absolutamente ninguna franja brillante en el amarillo. Había dos gruesas líneas negras de «absorción». Eso es todo.

Desconecté el selector y me acomodé en el asiento. Así pues, los grandes cerebros habían vuelto a elaborar y difundir una teoría equivocada: lo que habían interpretado como una indicación de seguridad no significaba realmente que estuvieras a salvo. Y lo que habían interpretado como una promesa de buenos resultados no parecía tener aplicación en la primera misión que regresaba verdaderamente triunfante en más de un año.

Vuelta a confiar en la suerte, y vuelta a tener miedo.

Durante los dos días siguientes, me mantuve bastante apartado de todo el mundo.

Se dice que hay ochocientos kilómetros de túneles dentro de pórtico. Parece imposible que haya tantos en un trozo de roca que sólo mide diez kilómetros de diámetro. A pesar de ello, sólo un dos por ciento de Pórtico es espacio aéreo; el resto es sólida roca. Vi gran parte de esos ochocientos kilómetros.

No es que me aislara totalmente de la compañía humana, es que no la busqué. Vi a Klara varias veces. Paseé sin rumbo fijo con Shicky durante su tiempo libre, a pesar de que fuese muy cansado para él. A veces paseaba solo, a veces con amigos encontrados por casualidad, a veces en seguimiento de un grupo de turistas. Los guías me conocían y no les importaba que les acompañase (¡había estado fuera!, aunque no llevara ni un solo brazalete), hasta que se les ocurrió la idea de que pensaba convertirme también en guía. Entonces fueron menos amables.

Tenían razón. Pensaba en ello. Debería hacer algo, antes o después. Debería salir fuera, o volver a casa; y si quería posponer la decisión entre cualquiera de esas dos posibilidades igualmente aterradoras, por lo menos tendría que decidirme a ganar el dinero suficiente para quedarme.

Cuando Sheri salió del hospital, le dimos una gran fiesta, una combinación de bienvenida a casa, felicidades, y adiós, Sheri, porque se iba a la Tierra al día siguiente. Estaba débil pero alegre y, aunque no tenía fuerzas para bailar, se sentó junto a mí en el pasillo y me tuvo fuertemente abrazado durante media hora, prometiendo besarme. Yo me emborraché. Era una buena ocasión para hacerlo; el alcohol era gratis. Sheri y su amigo cubano saldarían la cuenta. De hecho, me emborraché tanto que no pude despedirme de Sheri, pues tuve que ir rápidamente al lavabo y vomitar. Borracho como estaba, esto me pareció una verdadera lástima; era un genuino escocés de Escocia, nada comparable a esas blancas bebidas locales extraídas de Dios sabe qué.

Vomitar me despejó la cabeza. Salí y me apoyé en una pared, con la cara sepultada en la hiedra, respirando profundamente, por lo que a la larga se renovó el oxigeno de mi sangre y pude reconocer a Francy Hereira junto a mí. Incluso le dije:

—Hola, Francy.

Él sonrió a modo de disculpa.

—El olor. Era un poco fuerte.

—Lo siento —repuse irasciblemente, y me pareció sorprendido.

—No, ¿a qué te refieres? Quiero decir que ya es bastante malo en el crucero, pero cada vez que vengo a Pórtico me pregunto cómo podéis resistirlo. Y en estas habitaciones… ¡uf!

—No me ofendo —dije magnánimamente, dándole unos golpecitos en la espalda—. Tengo que despedirme de Sheri.

—Ya se ha ido, Rob. Estaba muy cansada. Se la han llevado otra vez al hospital.

—En ese caso —dije—, sólo me despediré de ti.

Hice una reverencia y me alejé dando traspiés por el túnel. Es difícil estar borracho con una gravedad próxima a cero. Encuentras a faltar la seguridad de un sólido peso de cien kilos que te afiance sobre el suelo. Tengo entendido, por lo que me contaron después, que arranqué una sólida repisa de hiedra de la pared, y sé, por cómo me sentí a la mañana siguiente, que me di un golpe en la cabeza contra algo lo suficientemente duro para dejarme un morado del tamaño de una oreja. Me di cuenta de que Francy me había seguido y me ayudaba a navegar y, cuando ya estábamos a mitad de camino de mi habitación, me di cuenta de que alguien me sostenía el otro brazo. Miré, y era Klara. Recuerdo confusamente que me acostaron, y cuando me desperté a la mañana siguiente, con una resaca espantosa, vi que Klara estaba en mi cama.

Me levanté tan silenciosamente como pude y fui al baño, pues necesitaba vomitar un poco más. Tardé bastante rato, y acabé de despejarme con otra ducha, la segunda en cuatro días y una verdadera extravagancia, considerando mi estado financiero. Pero me sentí algo mejor, y cuando volví a la habitación Klara se había levantado, preparado el té, seguramente de Shicky, y estaba esperándome.

—Gracias —le dije, con toda sinceridad. Me sentía infinitamente deshidratado.

—Tómalo a pequeños sorbos, viejo amigo —recomendó ansiosamente, pero yo ya tenía la experiencia suficiente como para no llenarme demasiado el estómago. Logré beber dos sorbos y volví a tenderme en la hamaca, aunque ya estaba seguro de que viviría.

—No esperaba verte aquí —dije a Klara.

—Insististe mucho —me explicó—. No conseguiste gran cosa, pero lo intentaste con todas tus fuerzas.

—Lo siento.

Ella alargó un brazo y me acarició los pies.

—No hay por qué preocuparse. ¿Qué tal ha ido todo?

—Oh, muy bien. Fue una fiesta muy bonita. No recuerdo haberte visto allí.

Se encogió de hombros.

INFORME DE LA CORPORACIÓN:

ÓRBITA 37

De todos los lanzamientos efectuados durante este período han regresado 74 naves, con un número de 216 tripulantes en total. Las 20 naves restantes han sido dadas por desaparecidas, con un número de 54 tripulantes en total. Además, 19 tripulantes han encontrado la muerte a pesar de que sus naves hayan regresado. Tres de dichas naves están dañadas hasta el punto de no poder repararse.

Informes de aterrizaje: 19. Cinco de los planetas estudiados tenían vida a nivel microscópico o más elevado; uno de ellos poseía una estructurada vida vegetal o animal, no inteligente.

Artefactos: Nuevas muestras de los habituales objetos Heechee. Ningún artefacto de otras fuentes. Ningún artefacto Heechee previamente desconocido.

Muestras: Químicas o minerales, 145. Ninguna tiene valor suficiente para justificar su exploración. Orgánicas vivas, 31. Tres de ellas fueron consideradas peligrosas y lanzadas al espacio. Ninguna tiene valor explotable.

Recompensas científicas en el período: 8.754.500 dólares.

Otras recompensas en efectivo, incluidas las regalías: $ 357.856.000. Recompensas y regalías por nuevos descubrimientos en este período (aparte de las recompensas científicas): 0.

Personal que ha abandonado Pórtico en este período: 151. Desaparecidos en acción: 75 (incluidos dos fallecidos en ejercicios prácticos). Incapacitados médicamente al final del año: 84. Pérdidas totales: 310.

Personal nuevo llegado en este período: 415. Reintegrado al servicio: 66. Incremento total durante el período: 481. Ganancia neta en el personal: 171.

—Llegué tarde. La verdad es que nadie me había invitado.

No contesté; ya había observado que Klara y Sheri no eran muy amigas, y supuse que yo tenía la culpa. Klara, leyendo mis pensamientos, dijo:

—Nunca me han gustado los escorpiones, y menos los que tienen una mandíbula tan enorme. Jamás les he oído decir algo inteligente o espiritual. —Después, con gran sentido de la justicia, añadió—: Pero tiene valor, debemos reconocerlo.

—No creo que esté en condiciones de discutir —dije.

—No es una discusión, Rob.

Se acercó y me acarició la cabeza. Olía muy bien y su aroma era muy femenino; bastante agradable, en algunas circunstancias, pero no exactamente lo que yo quería en aquel momento.

—Oye —dije—. ¿Qué ha sido del aceite de almizcle?

—¿Qué?

—Me refiero —aclaré, dándome cuenta de algo que había sido cierto durante algún tiempo— al perfume que llevabas siempre. Recuerdo que eso fue lo primero que observé en ti.

Pensé en el comentario de Francy Hereira sobre el olor de Pórtico y me di cuenta de que había pasado mucho tiempo desde que notara que Klara olía particularmente bien.

—Querido Rob, ¿es que pretendes iniciar una discusión conmigo?

—Desde luego que no, pero tengo curiosidad. ¿Cuándo dejaste de usarlo?

Se encogió de hombros y no contestó, a menos que parecer molesta sea una respuesta. Era respuesta suficiente para mí, porque le había dicho a menudo que me gustaba su perfume.

—¿Cómo te va con el psiquiatra? —pregunté, para cambiar de tema.

No debía irle muy bien. Klara contestó sin entusiasmo:

—Debes de tener mucho dolor de cabeza. Lo mejor será que me vaya a casa.

—No, me interesa —persistí—. Me gustaría conocer tus progresos.

Ella no me había dicho una sola palabra, pero ya había iniciado el tratamiento; al parecer, estaba dos o tres horas diarias con él. O ella. Había decidido probar el servicio mecánico de la computadora de la Corporación.

—Bastante bien —dijo concisamente.

—¿Aún no habéis llegado a la obsesión del padre? —inquirí.

Klara repuso:

—Rob, ¿has pensado alguna vez que también a ti podría convenirte un poco de ayuda?

—Es curioso que lo digas. Louise Forehand me dijo lo mismo el otro día.

—No es curioso. Piénsalo. Hasta luego.

Eché la cabeza hacia atrás en cuanto se hubo ido y cerré los ojos. ¡Ir a un psiquiatra! ¿Para qué lo necesitaba? Lo único que yo necesitaba era un hallazgo tan afortunado como el de Sheri…

Y lo único que necesitaba para lograrlo era… era…

Era el valor para apuntarme a otro viaje.

Pero esa clase de valor, según yo, parecía escasear bastante.

El tiempo pasaba, aunque demasiado lentamente para mi gusto, y un día decidí ir al museo para distraerme un rato. Ya habían instalado una serie completa de holografías sobre el descubrimiento de Sheri. Puse el disco dos o tres veces, sólo para ver qué aspecto tenían diecisiete millones quinientos cincuenta mil dólares. La mayor parte de los objetos parecía chatarra inservible. Esto era al salir cada uno por separado. Había unos diez molinetes de oraciones, demostrando, me imagino, que a los Heechees les gustaba incluir unos cuantos objetos de arte incluso con un equipo de reparaciones. O lo que fuese el resto: cosas como destornilladores con hojas triangulares y mango flexible; cosas como llaves de casquillo, pero hechas con un material blando; cosas como probetas eléctricas, y cosas que no podías comparar con nada conocido. Vistos por separado, estos objetos no parecían tener ninguna relación entre sí, pero la forma en que encajaban uno con otro, y en las cajas de diferentes tamaños que componían el juego, era una maravilla en cuanto a economizar espacio se refiere. Diecisiete millones quinientos cincuenta mil dólares, que yo habría podido compartir si hubiese permanecido con Sheri.

Claro que también habría podido ser uno de los cadáveres.

Pasé por las habitaciones de Klara y la esperé un rato, pero no volvió. No era la hora en que solía ir al psiquiatra. Sin embargo, yo ya no sabía qué acostumbraba a hacer ni a qué hora. Había encontrado otra niña a quien cuidar mientras sus padres estaban ocupados: una negrita, de unos cuatro años, que había llegado con una madre astrofísica y un padre astrobiólogo. Quizás hubiese encontrado alguna otra cosa para mantenerse ocupada, pero eso yo no lo sabía.

Regresé sin prisas a mi habitación, y Louise Forehand me vio desde la suya y me siguió.

—Rob —dijo nerviosamente—, ¿sabes algo sobre la bonificación de gran peligro que van a ofrecer?

Le hice sitio para que se sentara en la cama.

—¿Yo? No. ¿Por qué iba a saberlo?

Su rostro, pálido y musculoso, estaba más tenso que de costumbre, aunque yo no sabía por qué.

—Pensaba que quizá lo supieras. Por Dane Metchnikov, tal vez. Sé que sois amigos, y he visto a Klara hablando con él en el aula de clases. —No le contesté, pues no estaba seguro de lo que quería decirle—. Corre el rumor de que pronto anunciarán un viaje científico muy peligroso. Me gustaría apuntarme en él.

La rodeé con un brazo.

—¿Qué ocurre, Louise?

—Han anotado a Willa en la lista de muertos.

Se echó a llorar.

La mantuve estrechamente abrazada y dejé que se desahogase. La habría consolado si hubiera sabido cómo, pero ¿qué podía decirle? Al cabo de un rato me levanté y revolví el armario, buscando un cigarrillo de marihuana que Klara había dejado allí un par de días antes. Lo encontré, lo encendí y se lo puse en la boca.

Louise aspiró profundamente, retuvo el humo varios segundos y lo expelió.

—Está muerta, Rob —dijo.

Ya no lloraba, estaba triste pero serena; incluso los músculos de la nuca y la columna vertebral se le habían distendido.

—Aún puede volver, Louise.

Ella meneó la cabeza.

—No lo creo. La Corporación ha dado la nave por perdida. La nave sí que puede volver, pero Willa no estará viva. Las últimas raciones debieron de agotarse hace dos semanas. —Miró hacia el infinito durante unos momentos, después suspiró y se llevó a la boca el cigarrillo de marihuana—. Ojalá Sess estuviera aquí —dijo, acostándose; yo noté que todos sus músculos se relajaban contra la palma de mi mano.

La droga empezaba a hacerle efecto. También empezaba a hacérmelo a mí. No era nada parecido a lo que podía conseguirse en Pórtico, disimuladamente oculto entre la hiedra. Klara había obtenido puro Rojo de Nápoles gracias a un tripulante de los cruceros, cultivado secretamente en la ladera del monte Vesubio entre las hileras de vides que hacían el vino Lacrimae Christi. Se volvió hacia mí y frotó la nariz sobre mi cuello.

—La verdad es que adoro a mi familia —declaró, bastante calmada—. Ojalá hubiéramos tenido más suerte. Ya nos tocaba.

—Chist, no digas nada —murmuré, acariciándole el pelo.

Su pelo me condujo a su oreja, y su oreja me condujo a sus labios, y paso a paso nos hicimos el amor de una forma lenta, serena y petrificada. Fue muy relajante. Louise era competente, tranquila y dócil. Tras un par de meses con los paroxismos nerviosos de Klara, fue como volver a casa y tomar la sopa de pollo hecha por mamá. Al final sonrió, me besó y dio media vuelta. Se quedó inmóvil, y su respiración se regularizó. Guardó silencio durante largo rato, y no comprendí que estaba llorando hasta que sus lágrimas me humedecieron la mano.

—Lo siento, Rob —dijo, cuando empecé a acariciarla—. Es que nunca hemos tenido ni un poco de suerte. Algunos días puedo resistirlo, pero otros no. Hoy es uno de los malos.

—Vuestra suerte cambiará.

—Me parece que no. Ya no puedo creerlo.

Dio la vuelta para mirarme, y sus ojos escudriñaron los míos. Le dije:

—Piensa en cuántos millones de personas darían su testículo izquierdo por estar aquí.

Louise repuso lentamente:

—Rob… —Se interrumpió. Yo empecé a hablar, pero ella me tapó la boca con una mano—. Rob —repitió—, ¿sabes cómo logramos venir?

—Desde luego. Sess vendió su vehículo aéreo.

—Vendimos bastante más que eso. El vehículo aéreo nos proporcionó algo más de cien mil. No era suficiente ni para uno solo de nosotros. Hat nos dio el resto.

—¿Tu hijo? ¿El que murió?

Ella dijo:

—Hat tenía un tumor cerebral. Lo descubrieron a tiempo o, por lo menos, casi a tiempo. Era operable. Podría haber vivido, oh, no lo sé, diez años como mínimo. No hubiera quedado perfectamente. Su centro de control lingüístico ya estaba dañado, igual que el muscular. Pero ahora aún podría estar vivo. Sólo que… —Apartó la mano de mi pecho para frotarse la cara, pero no lloraba—. No quería que gastásemos el dinero del vehículo aéreo en su tratamiento. No habría alcanzado más que para la operación, y después nos hubiéramos quedado nuevamente sin un céntimo. Lo que hizo, Rob, fue venderse a sí mismo. Vendió todo su cuerpo. Mucho más que el testículo izquierdo. Todo él. Era un cuerpo de hombre nórdico de veintidós años, magnífico y de primera calidad, así que valía mucho. Se puso a disposición de los médicos y ellos… cómo se dice, le quitaron de en medio. Ahora debe de haber miembros de Hat en una docena de personas diferentes. Los vendieron todos para trasplantes, y nos dieron el dinero. Cerca de un millón de dólares. Eso fue lo que nos permitió venir aquí, e incluso nos sobró un poco. Ya sabes de dónde vino nuestra suerte, Rob.

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Yo dije:

—Lo siento.

—¿Qué sientes? No tenemos esa suerte, Rob. Hat está muerto. Willa está muerta. Sólo Dios sabe dónde está mi marido, o la única hija que nos queda viva. Y yo estoy aquí, y, Rob, hay veces en que deseo de todo corazón estar muerta yo también.

La dejé durmiendo en mi cama y bajé lentamente a Central Park. Pasé a buscar a Klara, no la encontré, le escribí una nota diciendo dónde estaba, y me quedé una hora acostado sobre la hierba, contemplando las moras que maduraban en los árboles. No había nadie, a excepción de una pareja de turistas que daba una última ojeada antes de que partiera su nave. No les presté atención, y ni siquiera les oí marcharse. Me compadecía de Louise y de todos los Forehand, e incluso más de mí mismo. Ellos no tenían suerte, pero lo que yo no tenía dolía mucho más; no tenía el valor de averiguar adónde me conduciría mi suerte. Las sociedades enfermas exprimen a los aventureros como si fueran granos de uva. Los granos de uva no tienen gran cosa que decir sobre ello. Supongo que ocurrió lo mismo con los marineros de Colón o los pioneros que atravesaron el territorio comanche en sus carretas; debían de ser unos necios asustados, como yo, pero no tenían alternativa. Como yo. Pero, Dios de los cielos, qué asustado estaba yo…

Oí voces, una carcajada infantil y otra más grave que pertenecía a Klara. Me incorporé.

—Hola, Rob —dijo, parándose frente a mí con la mano en la cabeza de una niña negra—. Ésta es Watty.

—Hola, Watty.

Mi voz no sonó como debiera, ni siquiera a mí. Klara me miró con detenimiento, e inquirió:

—¿Qué pasa?

No podía responder a esa pregunta en una sola frase, de modo que le aclaré una de las muchas cosas que me preocupaban.

—Han anotado a Willa Forehand en la lista de muertos.

Klara asintió sin decir nada. Watty exclamó:

—Por favor, Klara, tira la pelota.

Klara se la tiró, la cogió, volvió a tirarla, todo ello con la lentitud característica de Pórtico.

Dije:

—Louise quiere apuntarse a un lanzamiento con bonificación de peligro. Creo que lo que desea es que yo, nosotros dos, hagamos lo mismo y vayamos con ella.

—¡Oh!

—Bueno, ¿qué te parece? ¿Te ha dicho algo Dane sobre uno de sus especiales?

—¡No! No he visto a Dane desde… no sé cuándo. De todos modos, esta mañana se ha embarcado en una Uno.

—¡No ha tenido ninguna fiesta de despedida! —protesté yo, sorprendido. Ella frunció los labios.

La niña gritó:

—¡Eh, señor! ¡Cójala!

Cuando tiró la pelota, ésta vino flotando como un globo de aire caliente hacia la torre de amarre, pero a pesar de ello casi la dejé pasar. Mi mente estaba en otro lugar. Se la devolví con concentración.

Al cabo de un minuto, Klara dijo:

—¿Rob? Lo siento. Creo que estaba de mal humor.

—Sí.

Mi mente estaba muy ocupada.

Ella continuó, amablemente:

—Hemos atravesado una mala época, Rob. No quiero ser desagradecida contigo. Te… te he comprado una cosa.

Alcé los ojos, y ella me tomó la mano y deslizó algo a su alrededor, hasta el brazo.

Era un brazalete de lanzamiento hecho con metal Heechee, y de un valor aproximado a los quinientos dólares como mínimo. Yo no había podido comprármelo. Lo miré fijamente, pensando en lo que quería decir.

—¿Rob?

—¿Qué?

Su voz tenía notas de impaciencia.

—Es costumbre dar las gracias.

—También es costumbre —repliqué— contestar sinceramente a una pregunta. Como no decir que no habías visto a Dane Metchnikov, habiendo estado con él anoche mismo.

Ella exclamó con ira:

—¡Me has estado espiando!

—Tú me has estado mintiendo.

—¡Rob! No eres mi dueño. Dane es un ser humano, un amigo.

UNA NOTA SOBRE METALURGIA

Pregunta: El otro día vi un informe en el que se decía que el metal Heechee había sido analizado por la Agencia Nacional de Patrones…

Profesor Hegramet: No, es imposible, Tetsu.

Pregunta: ¡Si salió por PV!…

Profesor Hegramet: No. Viste un informe en el que se decía que la Agencia de Patrones había realizado una valoración cuantitativa del metal Heechee. No un análisis. Sólo una descripción: resistencia a la tensión, resistencia a la fractura, punto de fusión, todo eso.

Pregunta: No estoy seguro de entender la diferencia.

Profesor Hegramet: No, es imposible, Tetsu. No sabemos lo que hace. Ni siquiera sabemos cómo es. ¿Qué es lo más interesante acerca del metal Heechee? ¿Usted, Teri?

Pregunta: ¿Qué brilla?

Profesor Hegramet: Brilla, así es. Emite luz. Es tan fuerte que no necesitamos nada más para iluminar nuestras habitaciones, y tenemos que cubrirlo para estar a oscuras. Y ya hace más de medio millón de años que brilla así. ¿De dónde procede la energía? La Agencia dice que tiene algunos elementos transuránicos, y probablemente sean ellos los que lleven la radiación; pero no sabemos qué son. También está formado por algo que parece un isótopo de cobre. Sin embargo, el cobre no tiene ningún isótopo estable. Hasta ahora. Así pues, lo que la Agencia dice es que ha investigado la exacta frecuencia de la luz azulada, y todas las medidas físicas hasta ocho o nueve decimales; pero el informe no nos dice cómo fabricarlo.

—¡Un amigo! —grité. Lo último que podía decirse de Metchnikov era que fuese amigo de nadie. El simple hecho de imaginarme a Klara con él me hizo hervir la sangre en las venas. No me gustó la sensación, pues no pude identificarla. No fue sólo cólera, ni siquiera celos. Había un componente que permanecía obstinadamente opaco. Dije, sabiendo que era ilógico, oyendo mi voz como un aullido—. ¡Yo te lo presenté!

—¡Eso no te da un título de propiedad sobre mí! —replicó Klara—. Está bien, quizá me haya acostado unas cuantas veces con él, pero eso no cambia mis sentimientos hacia ti.

—Sin embargo, cambia mis sentimientos hacia ti, Klara.

Me miró con incredulidad.

—¿Tienes el valor de decirme una cosa así? ¿Acaso no vienes de estar con una prostituta barata?

Esto me cogió desprevenido.

—¡No hubo nada de barato en ello! Fue consolar a alguien que estaba triste.

Se echó a reír. El sonido me resultó desagradable; la cólera es indigna.

—¿Louise Forehand? Hizo de prostituta para venir aquí, ¿lo sabías?

La niña había cogido la pelota y nos miraba fijamente. Comprendí que estaba asustada. Haciendo un esfuerzo para evitar que la ira se reflejase en mi voz, dije:

—Klara, no permitiré que me pongas en ridículo.

—Ah. —respondió con mudo desprecio, dando media vuelta para marcharse.

Extendí un brazo con la intención de detenerla, pero ella sollozó y me pegó, con toda su fuerza. El golpe me alcanzó en el hombro.

Eso fue un error.

Siempre lo es. No se trata de lo que es racional o no, de lo que está justificado o no; es una cuestión de señales. Era la peor señal que podía darme. El motivo por el cual los lobos no se matan unos a otros es que el más pequeño y débil siempre se rinde. Da varias vueltas sobre sí mismo, se descubre la garganta y agita las patas en el aire para señalar que está vencido. Cuando esto ocurre, el vencedor es físicamente incapaz de seguir atacando. Si no fuera así, ya no quedarían lobos. Por este mismo motivo, los hombres no suelen matar a las mujeres, ni siquiera a golpes. No pueden. Por mucho que deseen hacerlo, su maquinaria interna se lo impide. Pero si la mujer comete el error de darle una señal diferente golpeándole primero…

Le di tres o cuatro puñetazos, con toda la fuerza de que fui capaz, en el pecho, en la cara, en el vientre. Ella cayó al suelo, sollozando. Yo me arrodillé a su lado, la incorporé con un brazo y, revestido de una absoluta sangre fría, la abofeteé dos veces más. Todo ocurrió como dirigido por Dios, de una forma absolutamente inevitable; y al mismo tiempo noté que mi respiración se había acelerado como si hubiera subido unas montañas a todo correr. La sangre zumbaba en mis oídos. Todo lo que veía estaba teñido de rojo.

Finalmente oí unos sollozos ahogados.

Miré en aquella dirección y vi a la niña, Watty, mirándome fijamente, con la boca abierta y las lágrimas rodando por sus anchas mejillas de un negro púrpura. Hice ademán de aproximarme a ella, con la intención de tranquilizarla, pero dio un grito y se escondió tras una espaldera de vides.

Me volví hacia Klara, que estaba incorporándose, sin mirarme, con una mano sobre la boca. Apartó la mano y contempló lo que había en ella: un diente.

Yo no dije nada. No sabía qué decir, y no confiaba en que se me ocurriese nada. Di media vuelta y me alejé.

No recuerdo en absoluto nada de lo que hice durante las próximas horas.

No dormí, a pesar de encontrarme físicamente extenuado. Me senté un rato encima de la cómoda de mi habitación. Después volví a salir. Recuerdo que hablé con alguien, creo que era un turista extraviado de la nave de Venus, acerca de lo emocionante que resultaba ser prospector. Recuerdo que comí algo en el economato. Y durante todo ese tiempo pensaba: he querido matar a Klara. Había estado conteniendo toda aquella furia acumulada, y yo ni siquiera me había dado cuenta de su existencia hasta que ella apretó el gatillo.

No sabía si Klara me perdonaría alguna vez. No estaba seguro de que debiera hacerlo, y ni siquiera estaba seguro de que yo lo deseara. No podía imaginarme que volviéramos a ser amantes. Sin embargo, finalmente estuve seguro de que quería disculparme ante ella.

Sólo que no la encontré en sus habitaciones. No había nadie más que una mujer negra, descolgando lentamente su ropa, con cara de tragedia. Cuando le pregunté por Klara se echó a llorar.

—Se ha ido —sollozó.

—¿Qué se ha ido?

—Oh, tenía un aspecto horrible. ¡Deben de haberla golpeado! Trajo a Watty y me dijo que no podría seguir cuidándola. Me dio toda su ropa, pero… ¿qué voy a hacer con Watty cuando esté trabajando?

—¿Adónde ha ido?

La mujer alzó la cabeza.

—Ha regresado a Venus. En la nave. Salió hace una hora.

No hablé con nadie más. Sólo en mi cama, al fin logré conciliar el sueño.

Cuando me desperté reuní todo lo que poseía: ropa, holodiscos, juego de ajedrez, reloj de pulsera. El brazalete Heechee que Klara me había regalado. Salí y lo vendí. Recogí todo el dinero de mi cuenta de crédito y reuní todo el dinero: ascendía a un total de mil cuatrocientos dólares y pico. Subí al casino y lo aposté íntegramente al número 31 de la ruleta.

La bola giró lentamente y fue a caer en un hueco: verde. Cero.

Bajé a la oficina de control de misiones y me apunté a la primera Uno que estuviera disponible; al cabo de veinticuatro horas estaba en el espacio.