Cuando pasas varias semanas consecutivas cerca de otra persona, tan cerca que conoces cada hipo, cada olor y cada rasguño de su piel, acabáis odiándoos mutuamente o tan compenetrados que no puedes desligarte aunque quieras. A Klara y a mí nos sucedieron ambas cosas. Nuestro pequeño episodio amoroso se había convertido en una relación de hermanos siameses. No había ningún romance en ella. Entre nosotros no había espacio suficiente para que se produjera un romance. Y, sin embargo, yo conocía cada centímetro de Klara, cada poro y cada pensamiento, mucho mejor que si fuera mi propia madre. Y, del mismo modo, desde su seno hacia el exterior. Estaba rodeado por Klara.
Y, exactamente igual, ella estaba rodeada por mí; cada uno de los dos definía el universo del otro, y había veces en que yo (y estoy seguro de que ella también) deseaba con toda mi alma abrirme paso y volver a respirar el aire del exterior.
El mismo día que regresamos, sucios y agotados, nos dirigimos automáticamente hacia las habitaciones de Klara. Allí era donde estaba el baño privado, había mucho sitio, y todo estaba preparado para nosotros, así que nos dejamos caer sobre la cama igual que un matrimonio cansado de tanto hacer maletas. Sólo que no éramos un matrimonio. Yo no tenía ningún derecho sobre ella. Durante el desayuno del día siguiente (tocino canadiense de la Tierra y huevos, escandalosamente caro, piña natural, cereal con crema auténtica, cappuccino), Klara se empeñó en recordármelo pagando ostentosamente la cuenta. Yo reaccioné tal como ella quería. Dije:
—No tienes por qué hacerlo. Ya sé que eres más rica que yo.
—Y te gustaría saber hasta qué punto —me contestó ella, sonriendo dulcemente.
La verdad es que ya lo sabía. Shicky me lo había dicho. Tenía setecientos mil dólares y pico en su cuenta. Lo bastante para volver a Venus y vivir allí el resto de su vida en una razonable seguridad si así lo deseaba, aunque yo no comprenda que alguien desee vivir en Venus. Quizás ésta fuese la razón de que permaneciera en Pórtico sin tener ninguna necesidad. Todos los túneles se parecen mucho.
—Tendrías que decidirte a nacer —dije, terminando mi pensamiento en voz alta—. No puedes quedarte eternamente en el seno de tu madre.
Ella se mostró sorprendida, pero me siguió el juego.
—Querido Rob —dijo, sacándome un cigarrillo del bolsillo y permitiendo que se lo encendiera—, tú tendrías que aceptar el hecho de que tu madre esté muerta. Me resulta muy pesado tratar de no olvidar que debo seguir rechazándote para que puedas cortejarla a través de mí.
Comprendí que hablábamos sin entendernos pero, por otro lado, comprendí que en realidad no era así. El propósito verdadero de nuestra conversación no era comunicarse sino herir.
—Klara —dije cariñosamente—, sabes que te quiero. Me preocupa que hayas llegado a los cuarenta sin haber tenido jamás una relación buena y duradera con un hombre.
Ella se rió con cierto nerviosismo.
—Cariño —repuso—, tenía la intención de hablar contigo acerca de eso. Esta nariz… —Hizo una mueca—. Anoche, en la cama, a pesar de lo cansada que estaba, pensé que iba a vomitar hasta que diste media vuelta. Quizá, si bajaras al hospital, podrían destaponártela…
Bueno, incluso yo podía olerlo. No sé qué pasa con el algodón hidrófilo podrido, pero no es agradable. Así que le prometí hacerlo y entonces, para castigarla, no terminé mi ración de cien dólares de piña natural y ella, para castigarme, empezó a cambiar nerviosamente de sitio las pertenencias que yo tenía en sus armarios, a fin de guardar el contenido de su mochila. Así pues, lo más natural fue decirle:
—No lo hagas, querida. A pesar de lo mucho que te amo, creo que me mudaré a mi propia habitación durante un tiempo.
Ella alargó una mano y me acarició el brazo.
—Me quedaré muy sola —dijo, apagando el cigarrillo—. Ya me he acostumbrado a despertarme junto a ti. Además…
—Recogeré mis cosas cuando vuelva del hospital —contesté.
Aquella conversación no acababa de gustarme y no quería prolongarla. Es la clase de peleas entre un hombre y una mujer que trato de achacar a la tensión premenstrual siempre que es posible. Me gusta la teoría, pero desgraciadamente en este caso me enteré de que no explicaba la actitud de Klara, y desde luego nunca explica la mía.
UNA NOTA SOBRE EXPLOSIONES
Doctor Asmenion: Naturalmente, si pueden obtener datos de una nova, o en especial de una supernova, vale la pena que lo hagan. Mientras tiene lugar, quiero decir. Después no sirve de mucho. Y siempre han de buscar nuestro propio sol, y si logran identificarlo hagan todas las grabaciones que puedan, en todas las frecuencias, alrededor de la zona inmediata… hasta, oh, hasta cinco grados en ambas direcciones. Con una ampliación máxima.
Pregunta: ¿Por qué, Danny?
Doctor Asmenion: Bueno, quizás estén al otro lado del sol y puedan ver algo como la Estrella de Tycho, o la Nebulosa de Cáncer, que es lo que quedó de la supernova 1.054 de Tauro. Quizás obtengan una imagen de cómo era la estrella antes de explotar. Esto valdría, bueno, no lo sé, cincuenta o cien mil como mínimo.
En el hospital me hicieron esperar más de una hora, y después vi las estrellas. Sangré como un cerdo, manchándome toda la camisa y los pantalones, y cuando me sacaron los interminables metros de algodón que Ham Tayeh me había metido en la nariz para evitar que me desangrara, sentí exactamente igual como si me arrancasen la piel a tiras. Lancé un alarido. La pequeña anciana japonesa que trabajaba aquel día como ayudante me recomendó que tuviera paciencia.
—Oh, cállese, por favor —dijo—. Parece el loco recién llegado que se ha suicidado. Ha estado gritando más de una hora.
La aparté con violencia, mientras me apretaba la nariz con la otra mano para detener la sangre. La ansiedad me consumía.
—¿Qué? Quiero decir, ¿cómo se llamaba?
Me cogió la mano y siguió curándome.
—No lo sé… oh, espere un momento. Usted no será uno de los tripulantes de su nave, ¿verdad?
—Es lo que estoy tratando de averiguar. ¿Era Sam Kahane?
De pronto se hizo más humana.
—Lo siento muchísimo —dijo—. Creo que ése era su nombre. Iban a ponerle una inyección para calmarle, y él arrebató la aguja al doctor y… bueno, se la clavó en el corazón.
Verdaderamente, el día no podía haber empezado mejor.
Al final me cauterizó.
—Voy a taponársela un poco —dijo—. Mañana puede sacarse la gasa usted mismo, pero tenga cuidado, y si tiene una hemorragia venga a toda prisa.
Me dejó marchar, como alguien a quien han dado un golpe en la cabeza. Fui a la habitación de Klara para cambiarme de ropa, y el día siguió tan mal como antes.
—Maldito géminis —me espetó—. La próxima vez que haga un viaje, será con un tauro como ese Metchnikov.
—¿Qué ocurre, Klara?
—Nos han dado una bonificación. ¡Doce mil quinientos! ¡Dios mío, mi sirvienta gana más sólo en propinas!
—¿Cómo lo sabes?
Yo ya había dividido $ 12.500 por cinco, y casi inmediatamente me pregunté si, en las actuales circunstancias, no lo dividirían por cuatro.
—Han llamado por el teléfono P hace diez minutos. ¡Señor! ¡El peor viaje que he hecho en mi vida, y saco menos de lo que vale una ficha verde en el casino!. —Entonces se fijó en mi camisa y se enterneció un poco—. Bueno, no es culpa tuya, Rob, pero los géminis siempre han sido así. Tendría que haberlo supuesto. A ver si encuentro ropa limpia.
Dejé que se ocupara de eso pero, de todos modos, no me quedé. Recogí mis cosas, me dirigí hacia un pozo de bajada y pedí que me guardaran las maletas en la oficina de registros, donde firmé una solicitud para que me devolvieran la habitación y llamé por teléfono. Cuando Klara mencionó el nombre de Metchnikov, me acordé de algo que quería hacer.
Metchnikov gruñó un poco, pero finalmente accedió a verme en el aula de clase. Como es natural, yo llegué antes. Él se presentó al cabo de unos minutos, se detuvo en el umbral, miró a su alrededor y preguntó:
—¿Dónde está esa chica, como se llame?
—Klara Moynlin. Está en su habitación. —Clara, sincera, falsa. Una respuesta modelo.
—Hum. —Deslizó el índice por cada una de sus patillas, que se unían debajo de su barbilla—. Adelante, entonces. —Echando a andar, me dijo—: La verdad es que probablemente ella sacaría más que tú de todo esto.
—Supongo que sí, Dane.
—Hum.
Titubeó un instante junto a la protuberancia del suelo que marcaba la entrada a una de las naves de instrucción, después se encogió de hombros, abrió la compuerta y pasó al interior.
Mientras le seguía, pensaba que se mostraba extrañamente abierto y generoso. Ya estaba agachado frente al panel del selector de rumbo, cambiando números. Llevaba una lista de datos procedentes de la computadora central de la Corporación; yo sabía que marcaba una de las combinaciones establecidas, así que no me sorprendió que obtuviera el color casi inmediatamente. Ajustó el sintonizador y aguardó, mirándome por encima del hombro, hasta que todo el tablero se coloreó de rosa.
—Está bien —dijo—. Una combinación buena y clara. Ahora observa la parte inferior del espectro.
Se refería a la línea más corta de diversos colores que discurría junto al lado derecho del tablero, del rojo al violeta. El violeta estaba abajo, y los colores se sucedían unos a otros sin interrupción, excepto algunas líneas ocasionales de color vivo o negro. Parecían exactamente iguales que lo que los astrónomos llamaban líneas Fraunhofer, cuando no tenían otro medio de saber la constitución de una estrella o un planeta más que estudiándolo a través de un espectroscopio. No lo eran. Las líneas Fraunhofer muestran los elementos presentes en una fuente de radiación (o en algo que se haya interpuesto entre la fuente de radiación y tú). Éstas mostraban Dios sabe qué.
Dios y, tal vez, Dane Metchnikov. Éste casi sonreía, y estaba asombrosamente hablador.
—Esa franja de tres líneas oscuras en el azul —dijo—. ¿La ves? Parece estar relacionada con el peligro de la misión. Por lo menos, eso es lo que demuestran los resultados de la computadora, ya que cuando hay seis franjas o más, las naves no regresan.
Había logrado captar toda mi atención.
—¡Dios mío! —exclamé, pensando en todas las buenas personas que habían muerto por no saberlo—. ¿Por qué no nos enseñan estas cosas en la escuela?
Él contestó pacientemente (para ser él):
—Broadhead, no seas estúpido. Todo esto es nuevo. Y gran parte de ello son suposiciones. Ahora bien, la correlación entre el número de líneas y el riesgo no es tan efectiva por debajo de seis. Es decir, si crees que debe haber una línea por cada grado de peligro adicional, te equivocas. Sería lógico pensar que las combinaciones de cinco franjas tuvieran fuertes porcentajes de pérdidas, y que cuando no hubiese ninguna franja no habría ninguna pérdida. Lo malo es que no sucede así. El mayor índice de seguridad parece darse con una o dos franjas. Tres no está mal tampoco, pero ha habido algunas pérdidas. Es aproximadamente el mismo caso que cuando no hay ninguna franja.
Por vez primera empecé a pensar que quizá los investigadores científicos de la Corporación se merecieran sus elevados sueldos.
—Entonces, ¿por qué no limitan los lanzamientos a aquellas naves que tengan una combinación segura?
—En realidad no estamos seguros de que sean seguras —dijo Metchnikov, también pacientemente para tratarse de él. Su tono era mucho más terminante que sus palabras—. Además, las naves acorazadas deberían soportar más riesgos que las normales. Deja de hacer preguntas tontas, Broadhead.
—Lo siento.
Me encontraba incómodo, agachado detrás de él y mirando por encima de su hombro, de forma que cuando se volvía para hablarme, sus largas patillas casi me rozaban la nariz. Sin embargo, no quería cambiar de posición.
—Mira aquí arriba, en el amarillo. —Señaló cinco franjas muy brillantes—. Esta lectura parece estar relacionada con el éxito de la misión. Sólo Dios sabe lo que estamos midiendo, o lo que medían los Heechees, pero en términos de recompensas monetarias a las tripulaciones, hay una relación bastante clara entre el número de líneas de esta frecuencia y la cantidad de dinero que reciben las tripulaciones.
—¡Vaya!
Prosiguió como si yo no hubiera dicho nada.
—Ahora bien, como es lógico, los Heechees no instalaron un medidor para calibrar lo que tú o yo podríamos ganar en regalías. Tiene que medir alguna otra cosa, quién sabe qué. Quizá registre la densidad de población que hay en la zona, o el desarrollo tecnológico. Quizá sea una Guide Michelin, y lo único que indique es un restaurante de cuatro estrellas en esa área. Pero aquí está. Por lo general, las expediciones de cinco franjas amarillas obtienen unas ganancias cincuenta veces mayores que las de dos franjas y diez veces mayores que casi todas las demás.
Se volvió nuevamente de modo que su cara estaba a unos doce centímetros de la mía, y me miró fijamente a los ojos.
—¿Quieres ver alguna otra combinación? —preguntó, con un tono de voz que exigía una respuesta negativa, y desde luego la obtuvo—. Está bien.
Y entonces se calló.
Yo me puse en pie y retrocedí unos pasos.
—Una pregunta, Dane. Debes tener algún motivo para decirme todo esto antes de que se haga público: ¿cuál es?
—Tienes razón —contestó—. Quiero a esa chica, como se llame, en mi tripulación, si voy en una Tres o una Cinco.
—Klara Moynlin.
—Lo que sea. Se las arregla bien, no ocupa mucho espacio, sabe… bueno, sabe tratar a la gente mejor que yo. A veces tropiezo con dificultades en las relaciones interpersonales —explicó—. Naturalmente, eso sólo en el caso de que tome una Tres o una Cinco, y no tengo ningún interés en hacerlo. Si encuentro una Uno es lo que escogeré. Pero si no hay ninguna Uno con una buena combinación, quiero llevarme a alguien en quien pueda confiar, que no me moleste, que tenga experiencia, sepa manejar una nave… todo eso. Tú también puedes venir, si quieres.
Cuando volví a mi habitación, Shicky se presentó casi antes de que empezara a deshacer las maletas. Se alegró de verme.
—Siento que el viaje fuera infructuoso —dijo con su acostumbrada caballerosidad y gentileza—. Es una lástima lo de tu amigo Kahane.
Me había traído un frasco de té, y se encaramó a la cómoda de enfrente de la hamaca, igual que la primera vez.
El catastrófico viaje se hallaba casi desterrado de mi mente, que estaba llena de halagüeñas visiones para el porvenir, después de mi charla con Dane Metchnikov. No pude evitar hablar de ello; conté a Shicky todo lo que Dane me había dicho.
Me escuchó como un niño al que le cuentan un cuento de hadas, con los ojos brillantes.
—¡Qué interesante! —exclamó—. Había oído rumores de que pronto nos convocarían a todos para recibir instrucciones. Piénsalo, si podemos salir sin miedo a la muerte o… —Titubeó, agitando sus alas.
—No es tan seguro, Shicky —dije yo.
—No, claro que no. Pero es un paso adelante, ¿no estás de acuerdo? —Titubeó de nuevo, mientras yo bebía un trago de aquel insípido té japonés—. Rob —dijo—, si vas en ese viaje y necesitas a alguien más… Bueno, es verdad que no os sería de mucha utilidad en el módulo, pero en órbita soy tan bueno como cualquier otro.
—Ya lo se, Shicky —repuse con tacto—. ¿Lo sabe también la Corporación?
—Me aceptarían como tripulante en una misión que nadie quisiera.
—Comprendo.
No dije que yo no querría tomar parte en una misión que nadie quisiera. Shicky ya lo sabía. Era uno de los grandes veteranos de pórtico. Según los rumores, llegó a ahorrar una gran fortuna, suficiente para el Certificado Médico Completo y todo lo demás. Pero la había regalado o perdido, y se había quedado, convertido en un inválido. Sé que comprendía lo que yo estaba pensando, pero yo estaba muy lejos de comprender a Shikitei Bakin.
Me dejó sitio mientras yo guardaba mis cosas, y charlamos sobre amigos mutuos. El viaje de Sheri no había regresado. Naturalmente, aún no existían motivos de preocupación. Podía estar fuera varias semanas más sin tener que pensar en un desastre. Una pareja de congoleños que vivía justo al otro lado del pasillo había traído un enorme cargamento de molinetes de oraciones desde una estación Heechee desconocida hasta ahora, en un planeta cercano a una estrella F-2 al final del brazo de Orión. Habían dividido un millón de dólares en tres partes, y se habían llevado el dinero a Mungbere. Los Forehand…
Louise Forehand hizo su aparición mientras hablábamos de ellos.
—He oído voces —dijo, estirando el cuello para darme un beso—. Siento lo de tu viaje.
—Gajes del oficio.
—Bueno, de todos modos, bienvenido. Me temo que yo tampoco he tenido más suerte que tú. Una estrellita insignificante, ningún planeta a la vista… no puedo imaginarme por qué los Heechees marcarían un rumbo hacia ella. —Sonrió, acariciándome cariñosamente los músculos de la nuca—. ¿Qué tal si te doy una fiesta de bienvenida esta noche? ¿O es que Klara y tú estáis…?
—Me encantaría —repuse, y ella no dijo nada más sobre Klara. Sin duda el rumor ya había circulado; los tam-tams de Pórtico sonaban día y noche. Se fue a los pocos minutos—. Una señora encantadora —dije a Shicky, cuando se hubo ido—. Una familia encantadora. ¿No te ha parecido preocupada?
—Me temo que sí, Robinette, me temo que sí. Su hija Lois ya debiera haber regresado. Ha habido muchas penas en esa familia.
Le miré y él añadió:
—No, no me refiero a Willa ni al padre; están fuera, pero no retrasados. Tenían un hijo.
—Lo sé. Henry, me parece. Le llamaban Hat.
—Murió poco antes de que vinieran. Y ahora Lois. —Inclinó la cabeza, se acercó aleteando cortésmente y cogió la tetera vacía—. Ahora debo irme a trabajar, Rob.
—¿Cómo van las hiedras?
Contestó tristemente:
—Por desgracia, ya no ocupo el puesto de antes. Emma no me consideraba un ejecutivo adecuado.
—¡Oh! ¿Qué es lo que haces?
—Mantengo Pórtico estéticamente atractivo —repuso—. Creo que tú lo llamarías «basurero».
No supe qué decir. Pórtico era un sitio muy sucio; debido a la escasa gravedad, cualquier trozo de papel o plástico de poco peso flotaba dentro del asteroide. No podías barrer el suelo. Todo salía volando. Yo había visto a los basureros recogiendo trozos de periódico y colillas con unos pequeños aspiradores bombeados a mano, e incluso había pensado en hacer ese trabajo si no tenía más remedio. Pero no me gustaba que Shicky lo hiciera.
Él seguía el hilo de mis pensamientos sin dificultad.
—No importa, Rob. De verdad, me gusta el trabajo. Pero… por favor, si necesitas un tripulante, piensa en mí.
Recogí mi bonificación y saldé mi per cápita de tres semanas por adelantado. Compré varias cosas que necesitaba: ropa nueva, y algunas grabaciones musicales para quitarme a Mozart y Palestrina de los oídos. Esto me dejó con unos doscientos dólares en dinero.
Doscientos dólares podía ser mucho y podía no ser nada. Significaban veinte copas en el Infierno Azul, o una ficha en la mesa de blackjack, o quizá media docena de comidas decentes fuera de la cooperativa de prospectores.
Así pues, tenía tres posibilidades. Podía solicitar otro empleo y quedarme indefinidamente. Podía embarcar dentro de las tres semanas. Podía renunciar y volver a casa. Ninguna de las posibilidades era atractiva. Sin embargo, mientras no gastara más de lo estrictamente necesario no tenía que decidirme hasta dentro de, oh, mucho tiempo… unos veinte días. Resolví dejar de fumar y olvidarme de las comidas preparadas; de este modo podía fijarme un presupuesto de nueve dólares al día, para que mi per cápita y efectivo se agotaran al mismo tiempo.
Llamé a Klara. Me pareció cauta, pero amistosa a través del teléfono P, así que le hablé cauta y amistosamente. No mencioné la fiesta, y ella no mencionó que quisiera verme aquella noche, o sea que dejamos las cosas así: tal como estaban. A mí me pareció bien; no necesitaba a Klara para nada. Aquella noche, en la fiesta, conocí a una chica nueva llamada Doreen MacKenzie. En realidad, no era una chica; debía de tener unos doce años más que yo, y ya había hecho cinco viajes. Lo más interesante de ella era que tuvo éxito en una ocasión. Había vuelto a Atlanta con un millón y medio, gastado todo el dinero para convertirse en cantante de PV —escritor, empresario, equipo de publicidad, anuncios, grabaciones, todo—, y regresado a Pórtico tras el fracaso de sus ilusiones. El otro factor es que era muy guapa.
Sin embargo, a los dos días de conocer a Doreen, volví a llamar a Klara por el teléfono P. Me dijo: «Baja», y parecía ansiosa; yo llegué a los diez minutos, y estábamos en la cama a los quince. Lo malo de conocer a Doreen es que no la conocía a fondo. Era agradable, un gran piloto, pero no era Klara Moynlin.
Cuando nos hallábamos acostados en la hamaca, sudorosos, relajados y exhaustos, Klara bostezó, me revolvió el pelo, echó la cabeza hacia atrás y me miró fijamente.
—Oh, mierda —exclamó con soñolencia—; creo que esto es lo que llaman estar enamorado.
Yo le contesté galantemente.
—Es lo que hace girar al mundo. No, no «eso», sino tú.
Ella meneó la cabeza con pesar.
—A veces no puedo soportarte —declaró—. Los sagitarios nunca se han llevado bien con los géminis. Yo soy un signo de fuego y tú… bueno, los géminis siempre han sido unos desorientados.
—Me gustaría que olvidaras esas tonterías —repliqué.
No se ofendió.
—Vamos a comer algo.
Me deslicé sobre el borde de la hamaca y me puse en pie, pues necesitaba hablar con ella sin tocarla.
—Querida Klara —le dije—, escúchame bien; no puedo permitir que me mantengas porque te arrepentirás, antes o después… y si no, yo estaría esperando que lo hicieras, y me encontraría incómodo. No tengo dinero. Si quieres comer fuera del economato, come sola. Y no pienso aceptar tus cigarrillos, tus licores o tus fichas en el casino. Por lo tanto, si quieres ir a comer, ve sola, y ya nos encontraremos después. Quizá podamos ir a dar un paseo.
Suspiró.
—Los géminis nunca han sabido administrar el dinero —me dijo—, pero pueden ser realmente encantadores en la cama.
Nos vestimos, salimos y fuimos a comer, pero en la cooperativa de la Corporación, donde haces cola, llevas una bandeja y comes de pie. La comida no es mala, si no piensas demasiado en los substratos de donde la obtienen. El precio es justo. No cuesta nada. Te aseguran que, si haces todas las comidas en el economato, ingieres un cien por cien más de tus necesidades dietéticas. Es cierto, pero tienes que comértelo todo. Las proteínas unicelulares y vegetales resultan incompletas consideradas independientemente, de modo que no puedes tomar la gelatina de soja o el budín bacteriano. Tienes que tomar ambas cosas.
Otro de los factores negativos sobre las comidas de la Corporación es que producen una gran cantidad de metano, el cual produce una gran cantidad de lo que todos los antiguos habitantes de Pórtico recuerdan como el aire viciado de Pórtico.
Después bajamos a los niveles inferiores, sin hablar demasiado. Supongo que ambos nos preguntábamos adónde íbamos. No me refiero a aquel momento concreto.
—¿Te gustaría explorar un poco? —inquirió Klara.
La tomé de la mano mientras seguíamos andando. Era muy curioso. Algunos de los viejos túneles cubiertos de hiedra que nadie usaba eran interesantes en grado sumo, y más allá de ellos estaban los polvorientos y desnudos lugares donde ni siquiera se habían molestado en plantar hiedra. Normalmente había mucha luz a causa de las mismas paredes, que aún despedían aquel resplandor azulado tan característico del metal Heechee. A veces —no últimamente, pero no hacía más de seis o siete años—, se habían encontrado artefactos Heechee en esos muros, y nunca sabías cuándo tropezarías con algo que mereciese una bonificación.
La idea no me entusiasmó demasiado, porque nada resulta divertido cuando no tienes elección.
—¿Por qué no? —dije, pero al cabo de unos minutos, cuando vi dónde estábamos, añadí—: Vayamos un rato al museo.
—Oh, de acuerdo —repuso ella, súbitamente interesada—. ¿Sabes que han arreglado la sala circundante? Me lo ha dicho Metchnikov. La abrieron al público mientras estábamos fuera.
Así que cambiamos de dirección, bajamos dos niveles y salimos cerca del museo. La sala circundante era una estancia casi esférica justo al lado del museo propiamente dicho. Era grande, diez metros de anchura o más, y antes de entrar había que ponerse unas alas como las de Shicky que estaban en una repisa junto a la puerta. Ni Klara ni yo las habíamos usado antes, pero no nos pareció difícil. En primer lugar, en Pórtico pesas tan poco que volar sería el modo más fácil y mejor de circular, si en el asteroide hubiera sitios lo bastante grandes como para volar en su interior.
IGLESIA ANGLICANA DE PÓRTICO
Párroco, Reverendo Theo Durleigh
Comunión, Domingos a las 10.30 h.
Vísperas por Encargo
Eric Manier, que abandonó su cargo de capillero el 1 de diciembre, ha dejado una huella indeleble en Todos Los Santos de Pórtico y estamos en deuda con él por poner su ciencia a nuestra disposición. Nacido en Elstree, Herts, hace 51 años, se graduó como licenciado en Derecho por la Universidad de Londres y después ingresó en el cuerpo de abogados. Posteriormente fue empleado durante algunos años en la compañía de gas de Perth. Si el hecho de que nos abandone nos causa tristeza por nosotros mismos, debemos alegrarnos de que haya realizado el deseo de su corazón y vuelva a su amado Herfordshire, donde espera dedicar sus años de retiro a asuntos civiles, meditación trascendental, y el estudio de la música llana. Elegiremos un nuevo capillero el primer domingo que alcancemos un quórum de nueve parroquianos.
Abrimos la compuerta y nos dejamos caer dentro de la esfera, donde nos encontramos en medio de un verdadero universo. La sala estaba rodeada por paneles hexagonales, proyectados por alguna fuente que no se veía, probablemente dígitos con pantallas de cristal líquido.
—¡Qué bonito! —exclamó Klara.
A nuestro alrededor había una especie de globorama de lo que habían encontrado las naves exploradoras. Estrellas, nebulosas, planetas, satélites. A veces cada lámina mostraba una cosa independiente, de modo que había unas ciento veintiocho escenas separadas. De repente, clic, todas cambiaban; otra vez clic, y empezaban a sucederse unas a otras, manteniendo unas la misma escena, y cambiando otras a algo nuevo. Otra vez clic, y se encendía todo un hemisferio con una vista en miniatura de la galaxia M-31 desde… Dios sabe dónde.
—Oye —dije, realmente excitado—, ¡esto es grandioso!
Y lo era. Era como tomar parte en todos los viajes realizados hasta el momento, sin el trabajo, las molestias y el constante miedo.
No había nadie más que nosotros, y no pude entender por qué. Era maravilloso. Lo lógico habría sido que hubiese una cola larguísima para entrar. Una lámina empezó a mostrar una serie de fotografías de artefactos Heechee descubiertos por los prospectores: molinetes de oraciones de todos los colores, máquinas para trazar paredes, los interiores de naves Heechee, algunos túneles…
Klara exclamó que ella conocía algunos, enclavados en Venus, aunque a mí me parecía imposible que los distinguiese. Después volvieron a aparecer fotografías del espacio. Algunas de ellas eran familiares. Reconocí las Pléyades en una rápida instantánea de seis u ocho paneles, que se desvaneció y fue sustituida por una vista de Pórtico Dos desde fuera, con el reflejo de dos jóvenes estrellas del grupo en un lado. Vi algo que podía ser la Nebulosa Cabeza de Caballo, y una masa de gas y polvo que podía ser la Nebulosa Anillo de Lira o lo que un equipo de exploradores había encontrado pocas órbitas antes y denominado Buñuelo Francés, en el cielo de un planeta donde se habían detectado excavaciones Heechee, no alcanzadas todavía, bajo un mar de hielo.
Nos quedamos media hora o más, hasta tener la impresión de estar viendo las mismas cosas una y otra vez, y entonces nos elevamos hacia la compuerta, devolvimos las alas, y nos sentamos a fumar un cigarrillo en una amplia zona del túnel que había fuera del museo.
Dos mujeres que reconocí vagamente como miembros del equipo de mantenimiento de la Corporación pasaron junto a nosotros, llevando unas alas enrolladas y atadas a la espalda.
—Hola, Klara —saludó una de ellas—. ¿Has estado dentro?
Klara asintió.
—Es maravilloso —dijo.
—Disfrútalo mientras puedas —comentó la otra—. La semana que viene te costará cien dólares. Mañana instalaremos un sistema de lectura grabada por teléfono P, y harán la inauguración antes de que lleguen los próximos turistas.
—Vale la pena —dijo Klara, pero después me miró.
Yo me di cuenta de que, a pesar de todo, estaba fumando uno de sus cigarrillos. A cinco dólares la cajetilla no podía permitirme ese lujo, pero resolví comprar por lo menos una con el presupuesto de aquel día, y asegurarme de que ella me cogiera los mismos que yo le había cogido.
—¿Quieres andar un poco más? —me preguntó.
—Quizá dentro de un rato —contesté.
Me habría gustado saber cuántos hombres y mujeres habían muerto para tomar las hermosas fotografías que acabábamos de ver, porque volvía a enfrentarme con el hecho de que tarde o temprano debería someterme a la mortal lotería de las naves Heechee, o renunciar. Me preguntaba si la nueva información que Metchnikov me había dado supondría una gran diferencia. Ahora todo el mundo hablaba de ello; la Corporación había programado un anuncio por todos los teléfonos para el día siguiente.
—Esto me recuerda una cosa —dije—. ¿Has dicho que habías visto a Metchnikov?
—Me preguntaba cuándo me hablarías de eso —contestó—. Desde luego. Me llamó para decirme que te había enseñado la clave de colores, así que bajé y me hizo la demostración. ¿Qué opinas, Rob?
Apagué el cigarrillo.
—Creo que todos los habitantes de Pórtico se pelearán por conseguir los buenos lanzamientos, eso es lo que opino.
—Quizá Dane sepa algo. Ha estado trabajando con la Corporación.
—No lo dudo. —Me desperecé y volví a apoyarme, balanceándome en la escasa gravedad y reflexionando—. No es tan amable como supones, Klara. Quizá nos lo comunicara, si se presentase algo bueno, pero querrá algo a cambio.
Klara esbozó una sonrisa.
—Estoy segura de que me lo diría.
—¿A qué te refieres?
—Oh, me llama de vez en cuando. Quiere una cita.
—Oh, mierda, Klara. —A estas alturas, yo ya estaba bastante irritado. No sólo por Klara, y no sólo por Dane. Por el dinero. Por el hecho de que, si quería volver a la sala circundante la semana próxima, me costaría la mitad de lo que tenía ahorrado. Por la oscura imagen que se presentaba antes de tiempo y por la que tendría que decidirme nuevamente a hacer algo que me daba mucho miedo repetir—. Yo no confiaría en ese hijo de perra mientras no…
—Oh, cálmate, Rob. No es tan mal tipo —dijo ella, encendiendo otro cigarrillo y dejando el paquete al alcance de mi mano—. Sexualmente, podría ser interesante. Esos tauro rudos, toscos y secos… la cuestión es que tú tienes tanto que ofrecerle como yo.
—¿De qué estás hablando?
Pareció realmente sorprendida.
—Pensaba que ya sabías que le gustan las dos cosas.
—Nunca me ha dado ninguna indicación…
Pero me interrumpí, recordando lo mucho que se me había acercado cuando estábamos hablando, y lo incómodo que yo me encontraba con él dentro de la cápsula.
—Quizá no seas su tipo —bromeó, sonriendo.
Sólo que no fue una sonrisa agradable. Un par de tripulantes chinos, que salían del museo, nos miraron con interés, y desviaron cortésmente la mirada.
—Larguémonos de aquí, Klara.
Fuimos al Infierno Azul y, naturalmente, yo insistí en pagar mi parte de la consumición. Cuarenta y ocho dólares tirados por la ventana en una hora. Y no fue tan divertido. Terminamos en su habitación y otra vez en la cama. Esto tampoco fue muy divertido. Nuestra pelea seguía en el aire cuando terminamos. Y el tiempo seguía corriendo.
Hay personas que nunca sobrepasan un cierto punto en su desarrollo emocional. No pueden llevar una vida normal, despreocupada y de concesiones mutuas con un compañero sexual más que un corto espacio de tiempo. Hay algo en su interior que no tolera la felicidad. Cuanto mayor es ésta, más necesidad tienen de destruirla.
Mientras estaba en Pórtico con Klara, empecé a sospechar que yo era una de esas personas. Y Klara también. Nunca había sostenido una relación con un hombre durante más de unos pocos meses en su vida; ella misma me lo dijo. Yo ya estaba bastante cerca de lograr un récord con ella. Y esto empezaba a ponerla nerviosa.
En ciertos aspectos, Klara era mucho más adulta y responsable de lo que yo jamás llegaría a ser. Por ejemplo, la forma en que llegó a Pórtico. No ganó la lotería para pagarse el billete. Trabajó y ahorró, haciendo toda clase de sacrificios, durante un período de varios años. Era una competente piloto aeronáutica con una licencia de guía y título de ingeniería. Había vivido como un monje ganando un sueldo que le hubiera permitido tener un piso de tres habitaciones en los túneles Heechee de Venus, vacaciones en la Tierra, y el Certificado Médico Completo. Sabía más que yo acerca del cultivo de alimentos en substratos de hidrocarburos, a pesar de todos mis años en Wyoming. (Había invertido dinero en una fábrica alimenticia de Venus, y nunca en su vida había puesto un dólar en algo que no entendiera totalmente). Cuando salimos juntos, ella era la tripulante más antigua. Ella era a quien Metchnikov quería como compañera de tripulación —si es que quería a alguien—, no a mí. ¡Había sido mi profesora!
Y, sin embargo, entre nosotros dos era tan inepta y rencorosa como yo lo había sido con Sylvia, o con Deena, Janice, Liz, Ester, o cualquiera de los otros romances de dos semanas que habían terminado mal durante los años posteriores a Sylvia. Ella lo atribuía a que yo era géminis y ella sagitario. Los sagitarios eran profetas. Los sagitarios adoraban la libertad. Nosotros, los pobres géminis, sólo éramos atolondrados e indecisos.
—No me extraña —me dijo gravemente una mañana, mientras desayunábamos en su habitación (no acepté más que un par de sorbos de café)— que no puedas decidirte a hacer otro viaje. No es sólo cobardía física, querido Robinette. Una parte de tu doble naturaleza quiere triunfar, y la otra quiere fracasar. Me pregunto a cuál de las dos dejarás ganar.
Yo le contesté de un modo bastante ambiguo. Dije:
—Encanto, vete a freír espárragos.
Ella se echó a reír, y el día transcurrió sin novedad. Se había apuntado un nuevo tanto.
La Corporación hizo su esperado anuncio, y hubo una inmensa agitación de conferencias y planes, adivinanzas e interpretaciones, entre todos nosotros. Fueron unos días muy emocionantes. La Corporación revisó los archivos de la computadora principal y escogió veinte lanzamientos con escaso riesgo y posibilidades de grandes beneficios. Fueron suscritos, equipados y lanzados al cabo de una semana.
Y yo no estuve en ninguno de ellos, y tampoco Klara; y tratamos de no discutir por qué.
Sorprendentemente, Dane Metchnikov no salió en ninguna de estas naves. Sabía algo, o afirmaba saberlo. Por lo menos, no lo negó cuando yo se lo pregunté; se limitó a mirarme despectivamente y no me contestó. Incluso Shicky estuvo a punto de irse. Fue derrotado apenas una hora antes del lanzamiento por el muchacho finlandés que nunca había encontrado a nadie con quien hablar; había cuatro sauditas que querían permanecer juntos, y escogieron al joven finlandés para llenar una Cinco. Louise Forehand tampoco se marchó, pues esperaba el regreso de algún miembro de su familia, a fin de preservar una especie de continuidad. Ahora podías comer en el economato de la Corporación sin necesidad de hacer cola, y había habitaciones vacías en ambos lados de mi túnel. Y, una noche, Klara me dijo:
—Rob, creo que voy a ir a un psiquiatra.
Di un salto. Fue una sorpresa. Peor que esto, una traición. Klara sabía lo de mi primer episodio psicópata y lo que yo pensaba de los psicoterapeutas.
Retuve las primeras diez o doce cosas que se me ocurrieron decirle, tácticas: «Me alegro, ya era hora»; hipócritas: «Me alegro, y no dejes de decirme en qué puedo ayudarte»; estratégicas: «Me alegro, y quizá también yo debiera ir, si pudiese permitírmelo». Contuve la única respuesta sincera, que habría sido: «Interpreto este movimiento de tu parte como una condena que me haces a mí mismo por hacerte doblar la cabeza». No dije absolutamente nada, y al cabo de un momento prosiguió:
—Necesito ayuda, Rob. Estoy confundida.
Esto me emocionó, y le tendí la mano. Ella se limitó a colocarla sobre la mía, sin apretármela ni retirarla. Dijo:
—Mi profesor de psicología decía que éste era el primer paso…, no, el segundo. El primer paso cuando tienes un problema es saber que lo tienes. Bueno, eso ya lo sé desde hace tiempo. El segundo paso es tomar una decisión: ¿Quieres seguir teniéndolo, o quieres poner algún remedio? He decidido poner algún remedio.
—¿Adónde irás? —pregunté, evasivo.
—No lo sé. Los grupos no parecen solucionar gran cosa. La computadora de la Corporación tiene una máquina psiquiatra a nuestra disposición. Eso sería lo más barato.
—Lo barato siempre es barato —repuse yo—. Pasé dos años con esa clase de máquinas cuando era más joven, después de que… de que tuviera un pequeño problema.
—Y llevas veinte años en funcionamiento desde entonces —contestó razonablemente—. Me decidiré por esto. De momento, por lo menos.
Le acaricié la mano.
—Cualquier cosa que hagas estará bien hecha —le dije amablemente—. Siempre he creído que tú y yo podríamos llevarnos mejor si olvidaras todas esas tonterías sobre los derechos de nacimiento. Me imagino que todos lo hacemos, pero preferiría que te enfadaras conmigo por mí mismo que porque actúo igual que tu padre o algo así.
Ella dio media vuelta y me miró. Incluso a la pálida luz del metal Heechee pude ver la sorpresa reflejada en su cara.
—¿De qué estás hablando?
—Pues… de tu problema, Klara. Sé que te ha costado mucho admitir que necesitabas ayuda.
—Bueno, Rob —repuso—, eso es cierto, pero tú pareces ignorar cuál es el problema. Mi relación contigo no es el problema. Tú puedes ser el problema. No lo sé. Lo que me preocupa es apoltronarme, no ser capaz de tomar una decisión, dejar pasar tanto tiempo antes de salir otra vez… y, no te ofendas, escoger a un géminis como tú por compañero.
—¡Odio esas idioteces astrológicas!
—Tú sí que tienes una personalidad complicada, Rob, ya lo sabes. Y, al parecer, yo me apoyo en ella. No quiero vivir así.
Los dos habíamos terminado por despertarnos completamente y parecía que sólo teníamos dos caminos que tomar. Podíamos recurrir al pero-tú-decías-que-me-amabas, pero-yo-no-puedo-soportar-esta-escena, acabando probablemente con más sexo o una ruptura definitiva; o podíamos hacer algo que nos ayudara a olvidarlo todo. Los pensamientos de Klara siguieron la misma dirección que los míos, porque se deslizó de la hamaca y empezó a vestirse.
—Vayamos al casino —dijo vivamente—. Esta noche me siento inspirada.
No había llegado ninguna nave, y ni un solo turista. Por otra parte, tampoco había muchos prospectores, tras las numerosas salidas de las últimas semanas. La mitad de las mesas del casino estaban cerradas, con las fundas de tela verde por encima. Klara encontró un asiento en la mesa de blackjack, firmó el recibo de un montón de marcadores de cien dólares, y el tallador me dejó sentar junto a ella sin jugar.
—Ya te había dicho que hoy tendría suerte —dijo cuando, al cabo de diez minutos, había ganado más de dos mil dólares a la casa.
—Lo estás haciendo muy bien —la animé, pero la verdad es que aquello no me divertía nada. Me levanté y di unas vueltas por la sala. Dane Metchnikov metía prudentemente monedas de cinco dólares en las máquinas, pero no tenía aspecto de querer hablar conmigo. No había nadie que jugase al bacará. Dije a Klara que iba a tomar un café en el Infierno Azul (cinco dólares, pero en momentos de tan poca clientela como éste seguirían llenándome la taza por nada). Ella me dirigió una sonrisa de perfil sin apartar los ojos de sus cartas.
En el Infierno Azul, Louise Forehand sorbía un petardo de gasolina y agua…, bueno, en realidad no era un petardo de gasolina, sino un anticuado whisky blanco hecho con lo que aquella semana se había cultivado en los tanques hidropónicos. Alzó la mirada con una sonrisa de bienvenida, y me senté junto a ella.
De repente se me ocurrió pensar que siempre estaba sola. No tenía por qué. Era… bueno, no sé exactamente cómo era, pero parecía la única persona de Pórtico incapaz de amenazar, censurar o exigir. Todos los demás, o bien querían algo que yo no quería dar, o rechazaban lo que yo les ofrecía. Louise era otra cosa. Debía tener unos doce años más que yo, y era realmente atractiva. Como yo, sólo llevaba la ropa estándar de la Corporación, un mono corto de tres apagados colores. Pero ella se lo había transformado, convirtiéndolo en un traje de dos piezas con ajustados shorts, el estómago descubierto, y una especie de chaqueta abierta y suelta. Me di cuenta de que me observaba hacer inventario, y me sentí repentinamente confuso.
—Tienes buen aspecto —dije.
—Gracias, Rob. Todo es equipo original —fanfarroneó, sonriendo—. Nunca he podido permitirme el lujo de llevar otra cosa.
—No necesitas nada que no tengas —le contesté sinceramente, y ella cambió de tema.
—Pronto llegará una nave —exclamó—. Dicen que ha estado mucho tiempo fuera.
INFORME DE LA MISIÓN
Nave A3-7, Viaje 022D55. Tripulación: S. Rigney, E. Tsien, M. Sindler.
Tiempo de tránsito 18 días 0 horas. Posición cercanías Xi Pegasi A.
Sumario: «Emergimos en órbita cerca de un pequeño planeta aproximadamente a 9 U.A. del primario. El planeta está cubierto de hielo, pero detectamos radiación Heechee en un lugar próximo al ecuador. Rigney y Mary Sindler aterrizaron cerca y, con algunas dificultades, pues el sitio era montañoso, llegaron a una zona cálida y desprovista de hielo en la cual había una bóveda metálica. Dentro de la bóveda había numerosos artefactos Heechee, incluidos dos módulos de aterrizaje vacíos, equipo doméstico de uso desconocido y un serpentín calentador. Logramos transportar la mayor parte de artículos pequeños a la nave. Resultó imposible desactivar el serpentín calentador, pero lo reducimos a un nivel de funcionamiento bajo y lo guardamos en el módulo para el regreso. A pesar de ello, Mary y Tsien estaban seriamente deshidratados y en coma cuando aterrizamos».
Evaluaciones de la Corporación: Serpentín calentador analizado y reconstruido. Recompensa de $ 3.000.000 para la tripulación en concepto de regalías. Otros artefactos no analizados todavía. Recompensa de $ 25.000 por kilo, total $ 675.000, en concepto de derechos de futura explotación, si la hay.
Bueno, yo sabía lo que esto significaba para ella, y explicaba que estuviese en el Infierno Azul en vez de en la cama. Sabía que se hallaba preocupada por su hija, pero no dejaba que esto la paralizase.
Su actitud frente a los viajes de exploración también era muy buena. Tenía miedo de salir al espacio, lo cual era lógico. Pero no dejaba que esto le impidiera ir, lo cual yo admiraba mucho. Esperaba el regreso de algún miembro de su familia para volver a enrolarse, tal como habían convenido, a fin de que el que regresara siempre encontrase a alguien de la familia esperando.
Me contó algo más de ellos. Habían vivido, si es que a esto se le puede llamar vivir, en las trampas de turistas que hay en el Huso de Venus, sobreviviendo a duras penas, principalmente gracias a los cruceros. Allí había mucho dinero, pero también había mucha competencia. Descubrí que, en cierta época de su vida, montaron un número de cabaret: canciones, bailes, chistes. Deduje que no eran malos, por lo menos según las normas de Venus. Pero los pocos turistas que acudían a lo largo de casi todo el año tenían tantos pájaros de presa luchando por un trozo de su carne que no había suficiente para nutrir a todos. Sess y el hijo (el que murió) trataron de convertirse en guías, con una nave vieja que lograron comprar destrozada y reconstruir. Allí tampoco hubo dinero fácil. Las chicas habían trabajado en todo. Yo estaba casi seguro de que, por lo menos, Louise había ejercido la prostitución durante algún tiempo, pero esto tampoco le dio dinero suficiente, por las mismas razones que todo lo demás. Estaban con el agua al cuello cuando lograron llegar a Pórtico.
No era la primera vez que lo hacían. Ya habían luchado duramente para salir de la Tierra, cuando la Tierra se puso tan mal para ellos que Venus les pareció una alternativa menos difícil. Tenían más valor y buena voluntad para empezar una nueva vida que cualquier otra persona que yo hubiese conocido jamás.
—¿Cómo pudisteis pagaros el viaje?… —le pregunté.
—Bueno —dijo Louise, acabando su bebida y mirando el reloj—, para ir a Venus viajamos del modo más barato que existe. Cargamento al por mayor. Otros doscientos veinte inmigrantes, durmiendo hacinados, teniendo que hacer cola para estar dos minutos en el lavabo, comiendo poquísimo y bebiendo agua reciclada. Fue un viaje espantoso por cuarenta mil dólares cada uno. Afortunadamente, los niños aún no habían nacido, excepto Hat, que era lo bastante pequeño como para pagar una cuarta parte del billete.
—¿Hat es tu hijo? ¿Qué…?
—Murió —dijo.
Esperé que continuara, pero cuando volvió a hablar fue para decir:
—Ya deben de haber recibido un informe por radio de la nave que regresa.
—Habrá sido por el teléfono P.
Ella asintió, y por unos momentos pareció preocupada. La Corporación siempre hace informes de rutina sobre las naves que regresan. Si no pueden establecer contacto… bueno, los prospectores muertos no se comunican por radio. Así pues, la distraje de sus problemas contándole la decisión de Klara de ver a un psiquiatra. Ella me escuchó y después me cogió una mano y dijo:
—No te enfades, Rob. ¿Has pensado alguna vez en ir tú también al psiquiatra?
—No tengo dinero, Louise.
—¿Ni siquiera para una terapia de grupo? Hay uno en el Nivel Amor. A veces se les oye gritar. He visto anuncios de todas clases… TA, Est, y otros. Naturalmente, muchos de ellos deben de haber salido.
Pero su atención no estaba centrada en mí. Desde donde estábamos veíamos la entrada al casino, donde uno de los croupiers hablaba animadamente con un tripulante del crucero chino. Louise miraba hacia esa dirección.
—Algo pasa —contesté. Debería haber añadido: «Vamos a ver», pero Louise saltó de la silla y se dirigió hacia el casino antes de que yo pudiera reaccionar.
El juego se había interrumpido. Todo el mundo estaba amontonado alrededor de la mesa de blackjack, donde Dane Metchnikov se hallaba sentado junto a Klara con un par de fichas de veinticinco dólares frente a él. Y en medio de ellos vi a Shicky Bakin, encaramado al taburete de un tallador, hablando.
—No —decía cuando llegué—, no sé sus nombres. Pero es una Cinco.
—¿Y aún viven? —preguntó alguien.
—Que yo sepa, sí. Hola, Rob. Louise. —Nos saludó con una cortés inclinación de cabeza—. ¿Habéis oído?
—No mucho —dijo Louise, alargando inconscientemente la mano para asir la mía—. Sólo que ha llegado una nave. Pero ¿no sabes los nombres?
Dane Metchnikov volvió la cabeza para mirarla con impaciencia.
—Nombres —gruñó—. ¿A quién le importan los nombres? No es ninguno de nosotros, esto es lo importante. Lo único importante. —Se levantó. Incluso en ese momento pude comprender que estaba muy enfadado: se olvidó de recoger sus fichas de la mesa de blackjack—. Voy a bajar —anunció—. Quiero ver qué aspecto tiene.
Los tripulantes de los cruceros habían acordonado la zona, pero uno de los guardias era Francy Hereira. Había un centenar de personas en torno al pozo de bajada, y sólo Hereira y dos chicas del crucero americano para cerrarles el paso. Metchnikov se abrió paso hasta el borde del pozo, y miró hacia abajo, antes de que una de las chicas le hiciese retroceder. Le vimos hablando con otro prospector de cinco brazaletes. Mientras tanto oíamos fragmentos de conversaciones:
—…Casi muertos. Se quedaron sin agua.
—¡Ni hablar! Sólo exhaustos. Se repondrán…
—¡…Una bonificación de diez millones de dólares si es una moneda de cinco centavos, y después las regalías!
Klara cogió a Louise por un codo y la empujó hacia delante. Yo las seguí por el espacio que abrieron.
—¿Sabe alguien de quién era esta nave? —inquirió.
Hereira le sonrió con cansancio, me saludó con un gesto y contestó:
—Todavía no, Klara. Los están registrando. Sin embargo, creo que se repondrán.
Una voz gritó a mi espalda:
—¿Qué han encontrado?
—Artefactos. Nuevos, es todo lo que sé.
—¿Pero era una Cinco? —preguntó Klara.
Hereira asintió, y después miró por el pozo.
—Está bien —dijo—; ahora, hagan el favor de apartarse, amigos. Están subiendo a algunos de ellos.
Todos retrocedimos un espacio microscópico, pero no importó; de todos modos, no bajaron en nuestro nivel. El primero en subir por el cable fue un mandamás de la Corporación cuyo nombre no recordaba, después un guardia chino, después alguien con la bata del Hospital Terminal y un médico en la misma altura del cable, sosteniéndolo para que no se cayera. La cara me resultaba familiar, pero no sabía el nombre; le había visto en una de las fiestas de despedida, quizás en varias, y era un hombrecillo negro que había salido dos o tres veces sin encontrar nunca nada. Tenía los ojos abiertos y la mirada clara, pero parecía infinitamente cansado. Miró sin asombro a la gente que se arremolinaba en torno al pozo, y desapareció de nuestra vista.
Desvié la mirada y vi que Louise lloraba silenciosamente, con los ojos cerrados. Klara la rodeaba con un brazo. Me abrí paso entre la multitud hasta llegar junto a ellas e interrogué a Klara con la mirada.
—Es una Cinco —me dijo en voz baja—. Su hija iba en una Tres.
Me di cuenta de que Louise lo había oído, de modo que la acaricié y le dije:
—Lo siento, Louise. —Entonces se abrió un claro junto al borde del pozo y miré hacia abajo.
Pude dar una rápida ojeada a aquello que valía diez o veinte millones de dólares. Era un montón de cajas hexagonales de metal Heechee, que debían medir medio metro de anchura y menos de altura. Después, Francy Hereira me apartó.
—Vamos, Rob, retrocede, ¿quieres?
Yo obedecí y aún vi subir otra prospectora vestida con una bata de hospital. Ella no me vio al pasar; la verdad es que tenía los ojos cerrados. Pero yo sí que la vi. Era Sheri.