19

Me siento tan poderoso, y tan asustado, que no sé cómo actuar. En la hoja de papel que tengo en las manos, S. Ya. ha escrito las palabras de mando que convertirán a Sigfrid von Shrink, el Despiadado Perseguidor, en un indefenso gatito. No tengo que leerlas. Las sé de memoria. Sin embargo las leo, lenta y cuidadosamente:

—Presta atención, Sigfrid, ésta es una orden prioritaria: «Categoría Alfa Alfa Margaret Truman Daniel Mercurio Venus Marte La Tierra seis seis cero siete». Te ordeno que asumas el programa pasivo.

Le miro. No sucede nada.

—¿Sigfrid? ¿Lo he dicho bien? ¿Aceptas la orden?

—Desde luego, Rob.

Tiene la misma voz que antes, lo cual me desorienta. No sé lo que esperaba. No lo sé. Quizá me imaginase que el holograma de figura paternal desaparecería para dar paso a un tubo de rayos catódicos que se encendería de repente y diría: ROGER WILCO SOY TU ESCLAVO.

Me doy cuenta de que estoy temblando. No analizo la causa, pero me parece algo casi sexual. Digo:

—¡Bueno, Sigfrid, viejo montón de tornillos…! ¿Significa esto que te tengo en mi poder?

La figura paternal contesta pacientemente:

—Significa que puedes darme órdenes, Rob. Como es natural, la función de mando está limitada a la simple exposición.

Frunzo el ceño.

—Y eso, ¿qué significa?

—No puedes cambiar mi programación básica. Para eso necesitarías una orden diferente.

—De acuerdo —digo—. ¡Ja, ja! Ésta es tu instrucción: ¡revélame esa orden!

—No puedo, Rob.

ANUNCIOS

Odontología sin dolor, honorarios a convenir. Completamente equipados para todos los casos. Referencias. 87-579.

¿Hay no fumadores en su tripulación? Soy agente exclusivo en Pórtico de la boquilla «Supresora de Humo», que le permite disfrutar de todo el sabor del cigarrillo y ahorra el humo a sus compañeros de tripulación. Telefonee al 87-196 para presenciar una demostración.

Tienes que hacerlo ¿O no?

—No es que me niegue a cumplir tu orden, Rob. Es que no sé cuál es esa orden.

—¡Mierda! —grito—. ¿Cómo puedes responder a ella si no sabes cuál es?

—Lo hago, Rob. O… —siempre paternal, siempre paciente—, si deseas una respuesta más amplia, cada porción de la orden acciona una instrucción en cadena que, cuando está completa, pone en marcha otra zona de mando. En términos técnicos, cada conexión de la clave corresponde a otra conexión, que es accionada por la porción siguiente.

—Mierda —exclamo. Reflexiono un momento sobre lo que me ha dicho—. Entonces, ¿qué es lo que puedo controlar, Sigfrid?

—Puedes ordenarme que revele cualquier información almacenada. Puedes ordenarme que la revele en la forma que tú quieras, siempre que esté dentro de mis posibilidades.

—¿En la forma que yo quiera? —Consulto mi reloj y me doy cuenta, con fastidio, de que en este juego hay un límite de tiempo. Sólo me quedan unos diez minutos de consulta—. ¿Quieres decir que podría hacerte hablar, por ejemplo, en francés?

—Oui, Robert, daccord. ¿Qué voulez-vous?

—O en ruso, con una… espera un momento… —Estoy experimentando al azar—. Me refiero a la voz de un bajo profundo de la ópera del Bolshoi.

Oigo una voz que parece salir del fondo de una cueva:

—Da, gospodin.

—¿Me dirás todo lo que quiera saber sobre mí mismo?

—Da, gospodin.

—¡En inglés, maldita sea!

—Sí.

Hum, esto promete ser divertido.

—Y, ¿quiénes son estos afortunados clientes, querido Sigfrid? Recítame toda la lista. —Casi me parece discernir mi propia impaciencia en el sentido de mi voz.

—Lunes a las novecientas —empieza dócilmente—, Yan Ilievsky. A las mil, Mario Laterani. A las mil cien, Julie Loudon Martin. A las mil doscientas.

—Ella —le digo—. Háblame sobre ella.

—Julie Loudon Martin me fue enviada por el Hospital Kings, donde había sido paciente externa, tras seis meses de tratamiento con terapia contra el alcoholismo. Tiene un historial de dos supuestas tentativas de suicidio después de una depresión posparto ocurrida hace cincuenta y tres años. La he sometido a terapia desde…

—Espera un momento —interrumpo, tras añadir la posible edad en que tuvo el niño a los cincuenta y tres años—. Ya no estoy tan seguro de que esta Julie pueda interesarme. ¿Quieres darme una idea de su aspecto?

—Puedo mostrarte una holografía, Rob.

—Hazlo. —Inmediatamente se produce un rápido destello subliminal, y una mancha de color, y entonces veo a esta minúscula señora tendida sobre una alfombra— ¡mi alfombra!— en una esquina de la habitación. Habla lentamente y sin mucho interés con alguien que no se ve. No oigo lo que dice, pero la verdad es que no me importa.

—Sigue —le ordeno—, y cuando nombres a tus pacientes, enséñame cómo son.

—A las mil doscientas, Lorne Schofield. —Un hombre viejísimo, con unos dedos que la artritis ha convertido en garras, que se coge la cabeza—. A las mil trescientas, Frances Astritt. —Una jovencita, que ni siquiera ha llegado a la adolescencia—. A las mil cuatrocientas…

Le dejo continuar un poco más, todo el lunes y medio martes. No me imaginaba que trabajase tantas horas, pero pensándolo bien, una máquina no se cansa nunca. Una o dos pacientes parecen interesantes, pero no conozco a nadie, y no creo que ninguna valga más que Yvette, Donna, S. Ya., o una docena de otras.

—Dejémoslo —ordeno, y pienso unos minutos.

Esto no es tan divertido como yo suponía. Además, mi tiempo se agota.

—Ya repetiremos el juego en otra ocasión —digo—. Ahora hablemos de mí.

—¿Qué te gustaría saber, Rob?

—Lo que normalmente no me haces saber. Diagnóstico. Pronóstico. Observaciones generales sobre mi caso. La clase de persona que crees que soy, en realidad.

—El paciente Robinette Stefley Broadhead —empieza inmediatamente—, revela ligeros síntomas depresivos, bien compensados por un activo estilo de vida. La razón aducida por él para buscar ayuda psiquiátrica es depresión y desorientación. Muestra sentimientos de culpabilidad y presenta una afasia selectiva en el nivel consciente sobre diversos episodios que se repiten como símbolos en sus sueños. Su instinto sexual es bastante bajo. Sus relaciones con mujeres son generalmente insatisfactorias, a pesar de que su orientación psicosexual sea predominantemente heterosexual en el ochenta por ciento de…

—Estupideces… —comienzo yo, en una reacción tardía frente al instinto sexual bajo y las relaciones insatisfactorias.

Pero no tengo ganas de discutir con él y, de todos modos, él dice voluntariamente en ese momento:

—Debo informarte, Rob, de que tu tiempo casi ha concluido. Ahora tendrías que pasar a la sala de recuperación.

—¡Bobadas! ¿De qué tengo que recuperarme? —Sin embargo, tomo en cuenta su primera observación—. Está bien —digo—, vuelve a tu estado normal. Anulo la orden… ¿es eso todo lo que debo decir? ¿Está anulada?

—Sí, Robbie.

—¡Has vuelto a hacerlo! —grito—. ¡Decídete de una vez por uno u otro nombre!

—Te llamo por el término apropiado a tu estado de ánimo, o al estado de ánimo que yo quiero provocar en ti, Robbie.

—¿Y ahora quieres que sea un niño?… No, dejemos eso. Escucha —digo, poniéndome en pie—, ¿recuerdas toda nuestra conversación mientras yo te ordenaba que hablaras?

—Claro que sí, Robbie. —Y después añade de su propia cosecha, aunque ya pasen diez o veinte segundos de mi hora—: ¿Estás satisfecho, Robbie?

—¿Qué?

—¿Ha quedado bien demostrado, para tu propia satisfacción, que sólo soy una máquina? ¿Qué puedes controlarme en cualquier momento?

Me detengo en seco.

—¿Es eso lo que hago? —pregunto, sorprendido. Y después—: Bueno, supongo que sí. Eres una máquina, Sigfrid. Puedo controlarte.

Él me contesta, cuando estoy a punto de salir.

—La verdad es que siempre lo hemos sabido, ¿no crees? Lo que tú temes realmente… el lugar donde sientes que se necesita control… ¿no está dentro de ti mismo?