Me revolví en mi asiento para no chocar con la rodilla de Klara y tropecé con el codo de Sam Kahane.
—Lo siento —dijo éste, sin molestarse en mirar a su alrededor para saber por qué lo sentía.
Aún tenía la mano apoyada en la teta de lanzamiento, a pesar de que ya hacía diez minutos que habíamos salido. Vigilaba los fluctuantes colores del tablero de instrumentos Heechee, y la única vez que apartó la mirada fue para dar un vistazo a la pantalla que había en el techo.
Me enderecé, sintiéndome muy incómodo. Había tardado semanas en acostumbrarme a la casi total ausencia de gravedad de Pórtico. Las cambiantes fuerzas G de la cápsula eran otra cosa. Eran muy ligeras, pero no se mantenían ni un minuto seguido, y mi oído interno empezaba a protestar.
Me abrí paso hasta la zona de la cocina, con los ojos clavados en la puerta del lavabo. Ham Tayeh seguía dentro. Si no salía enseguida, mi situación podría calificarse de crítica. Klara se echó a reír, se levantó y me rodeó con un brazo.
—Pobre Robbie —exclamó—. Y esto es sólo el principio.
Engullí una pastilla y encendí nerviosamente un cigarrillo, procurando no vomitar. No sé hasta qué punto era realmente mareo. El miedo tenía gran parte de culpa. Es imposible no tener miedo cuando sabes que lo único que te separa de una muerte instantánea y horrible es una fina pared de metal hecha por tipos excéntricos desconocidos hace medio millón de años; cuando sabes que estás condenado a ir a algún lugar sobre el que ya no tienes ningún control, y que puede resultar extremadamente desagradable.
Logré volver a mi asiento, apagué el cigarrillo, cerré los ojos y me concentré en hacer pasar el tiempo.
Disponía de mucho tiempo. Por término medio, un viaje dura alrededor de cuarenta y cinco días de ida y otros tantos de vuelta. La distancia recorrida no importa tanto como podría pensarse. Diez años luz o diez mil: importa algo, pero no linealmente. Me han dicho que las naves aceleran y aceleran continuamente el tipo de aceleración. Ese incremento en la velocidad tampoco es lineal, ni siquiera exponencial, en ningún aspecto. Alcanzas la velocidad de la luz muy rápidamente, en menos de una hora. Después tardas bastante en excederla. Después es cuando realmente ganas velocidad.
Sabes todo esto (dicen) al contemplar las estrellas por la pantalla de navegación Heechee que hay en el techo (dicen). En el plazo de la primera hora, todas las estrellas empiezan a cambiar de color y a hacerse borrosas. Cuando pasas la c te das cuenta porque se han agrupado en el centro de la pantalla, que está delante de la nave durante el vuelo.
En realidad, las estrellas no se han movido. Es la nave, que ha dado alcance a la luz emitida por las fuentes que están a su espalda o a un lado. Los fotones que chocan con la pantalla frontal se emitieron un día, una semana, o cien días atrás. Al cabo de uno o dos días incluso dejan de parecer estrellas. Sólo persiste una especie de superficie moteada de color gris. Da la impresión de ser un holofilm expuesto a la luz, con la diferencia de que en el caso de un holofilm puedes obtener una imagen virtual por medio de una luz intermitente, y en el caso de las pantallas Heechee nadie ha obtenido jamás otra cosa que un gris granuloso.
Cuando finalmente logré entrar en el lavabo, la urgencia no pareció tan urgente; y cuando salí, Klara estaba sola en la cápsula, comprobando las imágenes estelares con la cámara teodolítica. Se volvió a mirarme, e hizo un gesto de aprobación con la cabeza.
—Parece que estás menos verde —dijo.
—Viviré. ¿Dónde están los muchachos?
—¿Dónde iban a estar? Han bajado al módulo de aterrizaje. Dred quisiera llegar a un acuerdo con nosotros para que estemos en el módulo cuando ellos estén aquí arriba, y subamos cuando ellos quieran bajar.
—Hum. —Esto sonaba bastante bien; la verdad es que ya empezaba a preguntarme cómo nos las arreglábamos para tener un poco de intimidad—. De acuerdo. ¿Qué quieres que haga?
Se incorporó y me besó distraídamente.
—Que no te me pongas delante. ¿Sabes una cosa? Parece como si nos dirigiéramos en línea recta hacia el norte galáctico.
Yo recibí esa información con la grave consideración de la ignorancia. Después pregunté:
—¿Es eso bueno?
Ella esbozó una sonrisa.
—¿Cómo voy a saberlo?
Me senté y la miré. Si estaba tan asustada como yo, y no dudaba de que así era, no lo dejaba entrever.
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Empecé a preguntarme qué significaría ir en dirección al norte galáctico; y, lo más importante, cuánto tardaríamos en llegar allí.
Según los archivos, el viaje más corto a otro sistema estelar fue de dieciocho días. Se llegó a la Estrella de Barnard y fue un fracaso, ya que en ella no había nada. El más largo, o por lo menos el más largo que nadie conoce hasta ahora —¿quién sabe cuántas naves ocupadas por prospectores muertos están todavía en el camino de regreso desde, tal vez, M-31 en Andrómeda?— fue de ciento setenta y cinco días de ida y los mismos de vuelta. Volvieron muertos. Es difícil saber dónde estuvieron. Las fotografías que tomaron no revelan gran cosa y, naturalmente, los prospectores no se hallaban en estado de decirlo.
El inicio de un viaje es bastante alarmante, incluso para un veterano. Sabes que estás acelerando. No sabes cuánto durará la aceleración. Sin embargo, notas cuándo se inicia el cambio de posición. En primer lugar, lo notas porque el serpentín dorado que hay en todas las naves Heechees se ilumina (nadie sabe por qué). Pero notas que estás dando la vuelta sin necesidad de mirarlo, pues la pequeña pseudogravedad que te ha arrastrado hacia atrás empieza a arrastrarte hacia delante. El suelo se convierte en el techo.
¿Por qué no se limitarían los Heechees a hacer girar sus naves en pleno vuelo, a fin de utilizar la misma fuerza propulsora para la aceleración y la deceleración? No lo sé. Habría que ser Heechee para saberlo.
Quizá tenga algo que ver con el hecho de que todo su equipo visual parezca estar en la parte de delante. Quizá sea porque la parte anterior de la nave siempre está fuertemente acorazada, incluso en las naves más ligeras, supongo que en contra del impacto de las dispersas moléculas de gas o polvo. Pero algunas de las naves grandes, unas cuantas Tres y casi todas las Cinco, están totalmente acorazadas. Tampoco dan la vuelta en redondo.
Así pues, cuando el serpentín se enciende y tú notas el cambio de posición, sabes que has sobrepasado una cuarta parte de tu tiempo real de viaje. No necesariamente una cuarta parte del tiempo total, desde luego. El tiempo que permanezcas en tu destino es otra cuestión muy distinta. Eso es algo que todo prospector debe tener en cuenta. Pero ya has completado la mitad del viaje de ida bajo control automático.
Por lo tanto, multiplicas el número de días transcurridos hasta el momento por cuatro, y si este número es inferior al número de días establecido para tu resistencia física, sabes que por lo menos no te morirás de hambre. La diferencia entre los dos números es el tiempo de permanencia máxima en tu lugar de destino.
La ración básica de comida, agua y renovación de aire, dura doscientos cincuenta días. Puedes alargarlos hasta trescientos sin grandes dificultades (vuelves en la piel y los huesos, y quizá con algunas enfermedades por carencia). Así pues, si llegas a los sesenta o sesenta y cinco días de viaje sin que se produzca ningún cambio de posición, sabes que puedes tener problemas, y empiezas a comer menos. Si llegas a ochenta o noventa, el problema se resuelve por sí solo, porque ya no tienes opción, ya que morirás antes de volver. Podrías tratar de cambiar el rumbo. Pero esto no es más que otra forma de morir, según dicen todos los supervivientes.
Lo más probable es que los Heechees pudieran cambiar el rumbo cuando lo deseaban, pero su forma de hacerlo es una de esas grandes preguntas acerca de los Heechees que no tienen contestación, como por qué lo limpiaban todo antes de irse, o qué aspecto tenían, o adónde fueron.
Recuerdo una especie de libro en broma que vendían en las ferias cuando yo era pequeño. Se titulaba Todo lo que sabemos sobre los Heechees. Tenía ciento veintiocho páginas, y todas estaban en blanco.
Si Sam, Dred y Mohamad eran homosexuales, y yo no tenía ninguna razón para dudarlo, apenas lo demostraron a lo largo de los primeros días. Seguían sus propios intereses. Leían. Escuchaban grabaciones de música con los audífonos. Jugaban al ajedrez y, cuando lograban convencernos a Klara y a mí, también al póquer chino. No jugábamos por dinero, sino para pasar el rato. (Al cabo de un par de días, Klara comentó que perder era como ganar, porque si perdías tenías más en qué ocupar el tiempo). Eran bondadosamente tolerantes con Klara y conmigo, la oprimida minoría heterosexual dentro de la cultura dominante homosexual que ocupaba nuestra nave, y nos dejaban el módulo de aterrizaje durante un exacto cincuenta por ciento del tiempo, a pesar de que sólo fuéramos el cuarenta por ciento de la población.
Nos llevábamos bien. Fue una verdadera suerte. Vivíamos en obligada convivencia y tropezábamos constantemente unos con otros.
El interior de una nave Heechee, incluso una Cinco, no es mucho más grande que la cocina de un apartamento. El módulo de aterrizaje te proporciona un poco de espacio adicional —el equivalente a un armario de tamaño regular—, pero durante el viaje de ida está lleno de suministros y equipo. Y de ese total de espacio disponible, unos cuarenta y dos o cuarenta y tres metros cúbicos, hay que restar todo lo que va en él aparte de mí, y los otros prospectores.
Cuando estás en el espacio tau, sufres un débil aunque continuo empuje de aceleración. No es realmente aceleración, es una resistencia de los átomos de tu cuerpo a superar la c, y puede describirse tan bien como fricción que como gravedad. Pero parece como si fuera una ligera gravedad. Te sientes como si pesaras dos kilos.
Esto significa que necesitas algo en lo que descansar mientras estás descansando, de modo que cada tripulante tiene su propia eslinga plegable que abre para dormir, o dobla para sentarse. Añadamos a eso el espacio personal de cada uno: armarios para cintas, discos y ropa (no necesitas demasiada); para artículos de tocador; para retratos de la familia y personas queridas (si tienes); para lo que hayas decidido traer, hasta llegar al máximo de peso y volumen autorizados (75 kilogramos, 1/3 de un metro cúbico); y tendremos idea del poco espacio sobrante.
Añadamos a esto el original equipo Heechee de la nave. Nunca utilizas tres cuartas partes de él. La mayor parte no sabrías utilizarla aunque debieras hacerlo; lo que haces es no tocarlo. Pero no puedes sacarlo. La maquinaria Heechee está integralmente diseñada. Si le amputas una pieza, muere.
Quizá, si supiéramos cómo curar la herida, podríamos sacar una parte de esa chatarra y la nave seguiría funcionando. Pero no sabemos, de modo que sigue en su lugar: la gran caja dorada con forma de diamante que explota si intentas abrirla; la frágil espiral de color dorado que brilla de vez en cuando e, incluso con más frecuencia, se calienta terriblemente (nadie sabe por qué), y así sucesivamente. Todo sigue ahí, y tú chocas con todo a cada instante.
Añadamos todavía a eso el equipo humano. Los trajes espaciales: uno para cada tripulante, adaptado a tu forma y figura. El equipo fotográfico. Las instalaciones de retrete y baño. La sección para preparar los alimentos. Las instalaciones para eliminar los desperdicios. Los maletines de experimentos, las armas, los taladros, las cajas de muestras, todo el equipo que bajas a la superficie del planeta, si es que tienes la suerte de llegar a un planeta donde puedas aterrizar.
No te queda gran cosa. Es como vivir varias semanas consecutivas bajo el capó de un camión muy grande, con el motor en marcha y con otras cuatro personas que luchan por el espacio.
A los dos días de viaje, empecé a experimentar un absurdo prejuicio contra Ham Tayeh. Era demasiado grande. Ocupaba más sitio del que le correspondía.
Para ser sincero, Ham ni siquiera era tan alto como yo, aunque pesaba más. Pero a mí no me importaba el espacio que yo pudiera ocupar. Sólo me importaba que otros invadieran parte del mío. Sam Kahane era de mejor tamaño, no más de un metro sesenta centímetros, con una rígida barba negra y un áspero vello rizado que le cubría el abdomen hasta el pecho, así como toda la espalda. No se me ocurrió que Sam estuviera violando mi espacio personal hasta que encontré uno de los largos pelos negros de su barba dentro de mi comida. Ham, por lo menos, era casi lampiño, con una suave piel dorada que le daba cierto parecido con un eunuco de algún harén jordano. (¿Tenían eunucos los reyes jordanos en su harén? ¿Tenían harén? Ham no parecía saber demasiado acerca de eso; su familia vivía en New jersey desde hacía tres generaciones).
Incluso me sorprendí comparando a Klara con Sheri, que por lo menos era dos tallas más pequeña. (No siempre. Normalmente, Klara era tal como se debía ser). Y Dred Frauenglass, que completaba el triángulo de Sam, era un joven delgado y amable que no hablaba demasiado y parecía ocupar menos sitio que nadie.
Yo era el novato del grupo, y todo el mundo se turnaba para enseñarme a hacer lo poco que debía hacer. Tienes que realizar los exámenes fotográficos y espectrométricos de rutina. Tienes que grabar los cambios que se produzcan en el tablero de mandos Heechee, donde hay constantes y minúsculas variaciones en matiz e intensidad de las luces de colores. (Aún siguen estudiándolas, a fin de llegar a saber lo que significan). Tienes que fotografiar y analizar el espectro de las estrellas del espacio tau que aparecen en la pantalla de navegación. Y todo esto requiere, oh, posiblemente, dos horas por hombre al día. Las tareas domésticas y la preparación de las comidas y limpieza requieren otras dos.
Así pues, has ocupado unas cuatro horas por hombre diarias y, entre los cinco tripulantes, tienes algo así como ochenta horas que ocupar.
Miento. Esto no es realmente en lo que ocupas tu tiempo. Lo que haces con tu tiempo es esperar el cambio de posición.
Tres días, cuatro días, una semana; y fui consciente de que reinaba una tensión progresiva que yo no compartía. Dos semanas, y supe lo que era, porque yo también la sentía. Todos esperábamos que ocurriese. Cuando nos acostábamos, nuestra última mirada iba hacia la espiral dorada para ver si milagrosamente se había encendido. Cuando nos despertábamos, nuestro primer pensamiento era si el techo se habría convertido en suelo. A la tercera semana todos estábamos realmente nerviosos. Ham era el que más lo demostraba, el rollizo Ham de piel dorada con cara de genio festivo.
—Juguemos un rato al póquer, Rob.
—No, gracias.
—Vamos, Rob. Necesitamos un cuarto. (En el póquer chino se emplea toda la baraja, trece cartas para cada jugador. No se puede jugar de otro modo).
—No tengo ganas.
Y súbitamente furioso:
—¡Vete a la mierda! ¡No vales un pimiento como tripulante y ahora ni siquiera quieres jugar a las cartas!
Después se ponía a barajar malhumoradamente las cartas durante media hora o más, como si fuera una habilidad que debiese perfeccionar a toda costa, igual que si en ello le fuera la vida. Y, pensándolo bien, podía ser así. Calcúlelo usted mismo. Suponga que está en una Cinco y pasa setenta y cinco días sin que se produzca el cambio de posición. Comprendes inmediatamente que estás en dificultades: las raciones no sustentarán a cinco personas más de trescientos días.
Sin embargo, podrían sustentar a cuatro.
O a tres. O a dos. O a una.
Al llegar a este punto, ha quedado claro que por lo menos una persona no regresará del viaje con vida, y lo que hace la mayoría de tripulantes es empezar a cortar la baraja. El perdedor se retuerce cortésmente el cuello. Si el perdedor no es cortés, los otros cuatro le dan lecciones de etiqueta.
Muchas naves que salen como Cinco vuelven como Tres. Algunas vuelven como Uno.
Así pues, nos esforzamos en matar el tiempo, no sin dificultades y grandes dosis de paciencia.
El sexo se convirtió en nuestro principal recurso durante un tiempo, y Klara y yo pasábamos muchas horas estrechamente abrazados, dormitando un rato y despertándonos para despertar al otro y volver a hacer el amor. Supongo que los muchachos hacían algo parecido; al cabo de pocos días el módulo de aterrizaje empezó a oler como el vestuario de un gimnasio masculino. Después empezamos a buscar la soledad, los cinco por igual. Bueno, en la nave no había bastante soledad para beneficiar a los cinco, pero hicimos lo que pudimos; de común acuerdo, empezamos a dejar el módulo a uno solo de nosotros (o una sola) durante una o dos horas consecutivas. Mientras yo estaba allí Klara era tolerada en la cápsula. Cuando le tocaba el turno a Klara, yo jugaba a cartas con los muchachos. Mientras uno de ellos estaba abajo, los otros dos nos hacían compañía. No tengo ni idea de qué harían los demás con su tiempo de soledad; yo me dedicaba a mirar el espacio. Lo digo literalmente: contemplaba la absoluta negrura del exterior por las portillas del módulo. No había nada que ver, pero era mejor que seguir viendo lo que ya estaba harto de ver en el interior de la nave.
Después, al cabo de cierto tiempo, empezamos a reanudar nuestras actividades de costumbre. Yo escuchaba mis grabaciones, Dred miraba sus pornodiscos, Ham desenrollaba un teclado flexible de piano, lo conectaba a sus audífonos y tocaba música electrónica (a pesar de ello, podías oír algo si escuchabas atentamente, y acabé harto de Bach, Palestrina y Mozart). Sam Kahane tuvo la amabilidad de querer darnos clases, y pasamos muchas horas siguiéndole la corriente, hablando sobre la naturaleza de las estrellas de neutrones, los agujeros negros y las galaxias Seyfert, cuando no repasábamos los procedimientos de exploración que deberíamos realizar antes de aterrizar en un nuevo mundo. Lo bueno de todo esto es que logramos no odiarnos mutuamente más de media hora seguida. El resto del tiempo… bueno, sí, solíamos odiarnos mutuamente. Yo no podía soportar que Ham Tayeh barajase constantemente las cartas. Dred experimentaba una absurda hostilidad contra mí siempre que se me ocurría encender un cigarrillo. Los sobacos de Sam eran algo horrible, incluso en el viciado aire de la cápsula, frente a lo cual el aire más fétido de Pórtico habría parecido un jardín de rosas. Y Klara… bueno, Klara tenía una mala costumbre. Le gustaban los espárragos. Había traído consigo nada menos que cuatro kilos de alimentos deshidratados, para variar y hacer algo distinto; y aunque los compartía conmigo, y a veces con los otros, insistía en comer espárragos ella sola de vez en cuando. Los espárragos hacen que la orina huela de un modo muy extraño. No es demasiado romántico saber que tu novia ha estado comiendo espárragos por el olor del retrete común.
Y no obstante… era mi novia, desde luego que lo era.
UNA NOTA SOBRE EL NACIMIENTO
ESTELAR
Doctor Asmenion: Supongo que la mayoría de ustedes están aquí no porque les interese realmente la astrofísica, sino porque esperan obtener una bonificación científica. Pero no deben preocuparse. Los instrumentos hacen la mayor parte del trabajo. Ustedes hacen el examen de rutina y, si observan algo especial, ya saldrá en la evaluación cuando hayan regresado.
Pregunta: ¿No hay algo especial que debamos buscar?
Doctor Asmenion: Oh, desde luego. Por ejemplo, hubo un prospector que ganó medio millón, me parece, por haber estado en la nebulosa de Orión y observado que una parte de la nube gaseosa tenía una temperatura más elevada que el resto. Llegó a la conclusión de que estaba naciendo una estrella. El gas se condensaba y empezaba a calentarse. Es probable que dentro de otros diez mil años se esté formando un sistema solar reconocible en ese mismo lugar, y realizó un examen especial de toda esa parte del cielo. Por lo tanto, obtuvo la bonificación. Y ahora, todos los años, la Corporación envía esa nave a obtener nuevas medidas. Pagan una prima de cien mil dólares, y cincuenta mil son para él. Les daré las coordenadas de algunos sitios probables, como la nebulosa de Trífido, si así lo desean. No ganarán medio millón, pero ganarán algo.
No sólo habíamos hecho el amor durante aquellas interminables horas en el módulo; habíamos hablado. Nunca he conocido tan bien el interior de la cabeza de una persona como llegué a conocer el de Klara. Tenía que amarla. No podía evitarlo, y no podía dejar de hacerlo.
Eternamente.
El vigésimo tercer día estaba tocando el piano electrónico de Ham cuando me sentí repentinamente mareado. La cambiante fuerza de gravedad, que había llegado a no sentir apenas, se intensificaba bruscamente.
Alcé los ojos y tropecé con la mirada de Klara. La vi sonreír tímidamente, con evidente emoción. Señaló, y observé que las sinuosas curvas de la espiral de cristal despedían continuos destellos dorados que se sucedían como si fueran brillantes pececillos en un río.
Nos abrazamos fuertemente y nos echamos a reír, mientras el espacio daba vueltas en torno a nosotros y el suelo se convertía en techo. Habíamos llegado al cambio de posición. Y aún disponíamos de cierto margen.