13

—Buenos días, Rob —dice Sigfrid, y yo me detengo junto a la puerta de la habitación, repentina e inconscientemente preocupado.

—¿Qué pasa?

—No pasa nada, Rob. Entra.

—Has cambiado las cosas de sitio —exclamo acusadoramente.

—Así es, Robbie. ¿Te gusta cómo ha quedado la habitación?

La contemplo con detenimiento. Los almohadones ya no están en el suelo. Las pinturas abstractas ya no están en las paredes. Ahora hay una serie de holopinturas de escenas espaciales, montañas y mares. Lo más extraño de todo es el propio Sigfrid: me habla desde el cuerpo de un maniquí que está sentado en una esquina de la habitación, con un lápiz en la mano, mirándome a través de unas gafas oscuras.

—Te has vuelto muy moderno —digo—. ¿Cuál es la razón de todo esto?

Su voz suena como si sonriera con benevolencia, aunque no observo ningún cambio de expresión en el rostro del maniquí.

—He creído que te gustaría el cambio, Rob.

Doy unos cuantos pasos y vuelvo a detenerme.

—¡Has quitado la alfombra!

—No la necesitamos, Rob. Como ves, hay un diván nuevo. Es muy tradicional, ¿verdad?

—Hum.

Me dice pacientemente:

—¿Por qué no te acuestas en él? Prueba si estás cómodo.

—Hum. —Pero me acuesto prudentemente sobre él. Me siento raro; y no me gusta, quizá porque esta habitación determinada representa algo muy serio para mí y cambiarla de aspecto me pone nervioso—. La alfombra tenía correas —me quejo.

—El diván también, Rob. Puedes sacarlas por los lados. Búscalas… aquí. ¿No está mejor?

—No, no lo está.

—Creo —dice suavemente— que soy yo quien debe decidir si se impone un pequeño cambio por razones terapéuticas, Bob.

Me incorporo.

—¡Otra cosa, Sigfrid! Haz el favor de aprender cómo debes llamarme. Mi nombre no es Bob, ni Robbie, ni Rob. Es Robinette.

—Ya lo sé, Robbie…

—¡Has vuelto a decirlo!

Una pausa; después, dulcemente:

—Creo que deberías permitirme escoger el modo de llamarte que prefiera, Robbie.

—Hum.

Tengo un interminable repertorio de estas palabras que a nada comprometen. En realidad, me gustaría seguir hasta el final de la sesión sin revelar nada más que eso. Lo que quiero es que Sigfrid me revele sus intenciones. Quiero saber por qué me llama por distintos nombres en distintos momentos. Quiero saber qué encuentra significativo de todo lo que digo. Quiero saber lo que realmente piensa de mí… en el caso de que un amasijo de hojalata y plástico pueda pensar, desde luego.

Naturalmente, lo que yo sé y Sigfrid ignora es que mi buena amiga S. Ya. prácticamente me ha prometido dejarme gastarle una pequeña broma. Estoy deseando que llegue el momento.

—¿Hay algo que quieras decirme, Rob?

—No.

Sigfrid aguarda. Yo me siento un poco hostil y nada comunicativo. Creo que esto se debe en parte a que sólo espero el momento adecuado para tomarle el pelo, y en parte a que ha cambiado el aspecto de la sala. Estas cosas son las que acostumbraban a hacerme durante mi época psicópata en Wyoming. A veces acudía a una sesión y me encontraba con que tenía un holograma de mi madre, nada menos. Era exactamente igual que ella, pero no olía del mismo modo y su piel también era distinta; en realidad, no lo sé con absoluta seguridad, pues nunca pude tocarla, no era más que luz. A veces me hacían entrar a oscuras y una cosa cálida me tomaba en sus brazos y me hablaba en susurros. No me gustaba nada. Estaba loco, pero no hasta ese punto.

INFORME DE LA MISIÓN

Nave 1-8, Viaje 013D6. Tripulación: F. Ito.

Tiempo de tránsito 41 días 2 horas. Posición no identificada. Grabaciones de los instrumentos dañadas.

Copia de las grabaciones del tripulante a continuación: «El planeta parece tener una gravedad de superficie superior a 2.5, pero intentaré el aterrizaje. Ni la exploración visual ni el radar penetran las nubes de polvo y vapor. No tiene muy buen aspecto, pero éste es mi undécimo lanzamiento. Conecto el piloto automático para que la nave regrese dentro de 10 días. Si entonces no he vuelto con el módulo de aterrizaje, creo que la cápsula regresará sola. Me gustaría saber lo que significan las manchas y luces que hay en el sol».

El tripulante no estaba a bordo cuando la nave regresó. No hay artefactos ni muestras. Vehículo de aterrizaje no recuperado. Nave dañada.

Sigfrid continúa esperando, pero sé que no esperará eternamente. Pronto empezará a hacerme preguntas, con toda seguridad acerca de mis sueños.

—¿Has tenido algún sueño desde la última vez que te vi, Rob?

Bostezo. Este tema es muy aburrido.

—Creo que no. Nada importante, desde luego.

—Me gustaría que me los contaras; aunque sólo sea un fragmento.

—Eres un pelmazo, Sigfrid, ¿lo sabías?

—Siento que opines así, Rob.

—Bueno… No creo que recuerde siquiera un fragmento.

—Inténtalo, por favor.

—Oh, diablos. Está bien. —Me acomodo en el diván. El único sueño que se me ocurre es absolutamente trivial, y sé que en él no hay nada relacionado con algo traumático o significativo, pero si se lo dijera podría enfadarse. Así pues, empiezo dócilmente—: Yo estaba en un vagón de un tren muy largo. Había varios vagones unidos, y podías ir de uno a otro. Estaban llenos de personas que yo conocía. Había una mujer de aspecto maternal que tosía sin cesar, y otra mujer que… bueno, parecía muy rara. A primera vista creí que era un hombre. Iba vestida con una especie de mono de trabajo, así que esto ya te desorientaba acerca de su sexo y tenía unas cejas muy masculinas y tupidas. Pero yo estaba seguro de que era una mujer.

—¿Hablaste con alguna de esas mujeres, Rob?

—No me interrumpas, Sigfrid, me haces perder el hilo.

—Lo siento, Rob.

Prosigo con el sueño:

—Las dejé… no, no hablé con ellas. Pasé al vagón siguiente. Era el último del tren. Estaba acoplado al resto del tren con una especie de… veamos, no sé cómo describirlo. Era como una de esas cosas que se despliegan, de metal, ¿sabes lo que quiero decir? Y se estiró.

Hago una pausa, debida en gran parte al aburrimiento. Siento que debería pedirle perdón por tener un sueño tan tonto.

—¿Dices que el conector de metal se estiró, Rob? —me apremia Sigfrid.

—Así es, se estiró. Por lo tanto, el vagón donde yo iba empezó a retroceder, alejándose cada vez más de los otros. Lo único que yo veía era la linterna trasera, que me pareció tener la forma de su cara, mirándome. Ella… —Pierdo el hilo de lo que estoy diciendo. Intento recuperarlo—: Supongo que pensé que sería difícil volver junto a ella, como si ella… lo siento. Sigfrid, no recuerdo claramente lo que pasó en ese momento. Después me desperté. Y —termino virtuosamente—, lo escribí tan pronto como pude, tal como tú me habías recomendado.

—Te lo agradezco, Rob —dice gravemente Sigfrid—. Espera que prosiga.

Yo cambio de posición.

—Este diván no es tan cómodo como la alfombra —protesto.

—Lo siento mucho, Rob. ¿Has dicho que las reconociste?

—¿A quiénes?

—A las dos mujeres del tren, de las que te alejabas más y más.

—Ah. No, ya entiendo lo que quieres decir. Las reconocí en el sueño. En realidad no tengo ni idea de quiénes eran.

—¿Se parecían a alguien que tú conozcas?

—En absoluto. Yo también me he hecho esa pregunta.

Al cabo de un momento, Sigfrid dice algo que reconozco como su forma de darme una oportunidad para cambiar de opinión sobre una respuesta que no le gusta.

—Has mencionado que una de las mujeres tenía aspecto maternal y tosía…

—Sí, pero no la reconocí. Creo que, en cierto modo, sí me pareció conocida, pero, ya sabes, en los sueños todo el mundo lo parece.

Contesta pacientemente:

—¿No recuerdas a ninguna mujer de tipo maternal y que tosiera mucho?

Me echo a reír estrepitosamente al oírlo.

—¡Querido amigo Sigfrid! ¡Te aseguro que ninguna de las mujeres que conozco pertenecen al tipo maternal! Además, todas ellas son del Servicio Médico. No es probable que tosan.

—Ya veo. ¿Estás seguro, Robbie?

—No seas pesado, Sigfrid —replico, malhumorado, porque el maldito diván me parece a cada momento más incómodo, y también porque necesito ir al baño, y esta situación tiene visos de prolongarse indefinidamente.

—Ya veo. —Y, al cabo de un minuto, se agarra a otra cosa, tal como yo suponía: Sigfrid es igual que una paloma y picotea todo lo que yo le ofrezco, miga por miga—. ¿Qué hay de la otra mujer, la de las cejas tupidas?

—¿Qué pasa con ella?

—¿Conoces a alguna chica que tenga las cejas tupidas?

—¡Dios mío, Sigfrid, me he acostado con quinientas chicas! Algunas tenían las cejas más extrañas que hayas visto en tu vida.

—¿No recuerdas a ninguna en particular?

—La verdad es que así, de repente, no me acuerdo.

—No, de repente no, Rob. Te ruego que hagas un esfuerzo por acordarte.

Lo que me pide es más fácil que seguir discutiendo con él, así que hago el esfuerzo.

—Está bien, vamos a ver. ¿Ida Mae? No. ¿Sue-Ann? No. ¿S. Ya.? No. ¿Gretchen? No… bueno, para ser sincero, Sigfrid, Gretchen era tan rubia que ni siquiera estoy seguro de que tuviera cejas.

—Todas éstas son chicas que has conocido recientemente, ¿verdad, Rob? ¿Quizás alguna más antigua?

—¿Te refieres a alguna que conozca desde hace tiempo? —Reflexiono intensamente y retrocedo lo máximo que puedo, hasta llegar a las minas y a Sylvia. Me echo a reír—. ¿Sabes una cosa, Sigfrid? Es gracioso, pero casi no me acuerdo de cómo era Sylvia… oh, espera un momento. No. Ahora lo recuerdo. Tenía la costumbre de depilarse las cejas casi totalmente, y después se las pintaba. Me acuerdo porque una vez que estábamos en la cama nos hicimos dibujos el uno al otro con su lápiz para las cejas.

Casi me parece oírle suspirar.

—Los vagones —dice, picoteando otra miga—. ¿Cómo los describirías?

—Como los de cualquier tren. Largos. Estrechos. Avanzaban a bastante velocidad por un túnel.

—¿Largos, estrechos, y moviéndose a bastante velocidad por un túnel, Rob?

Pierdo la paciencia al oír esto. ¡Es tan horriblemente transparente!

—¡Vamos, Sigfrid! No me vengas con esos trillados símbolos sexuales.

—No pensaba hacerlo, Rob.

—Bueno, eres un idiota preocupándote por este sueño, te lo aseguro. No hay nada en él. El tren sólo era un tren. No sé quiénes eran las mujeres. Y escucha, antes de que cambiemos de tema, odio este maldito diván. ¡Por el montón de dinero que te paga mi seguro, puedes hacer mucho más de lo que haces!

Ha logrado ponerme furioso. Sigue tratando de volver al sueño, pero estoy decidido a sacar el máximo provecho del dinero que le paga la compañía de seguros, y cuando me voy, me ha prometido que cambiará la decoración antes de mi próxima visita.

Aquel día salgo muy satisfecho de mí mismo. La verdad es que Sigfrid me hace mucho bien. Supongo que es porque tengo el valor de enfrentarme con él, y quizá todas estas tonterías me ayuden en ese aspecto, o en otro, a pesar de que algunas de sus ideas sean verdaderas locuras.