Digo a Sigfrid:
—Me temo que esta sesión no será muy productiva. Estoy realmente agotado. Sexualmente, si es que puedes comprender lo que eso significa.
—Claro que sé a lo que te refieres, Rob.
—No tengo gran cosa que explicar.
—¿Recuerdas algún sueño?
Me remuevo inquieto. La verdad es que me acuerdo de uno o dos. Contesto: «No». Sigfrid siempre quiere que le cuente mis sueños, y a mí no me gusta hacerlo.
La primera vez que lo sugirió, le dije que no soñaba muy a menudo. Él contestó pacientemente:
—Creo que ya sabes, Rob, que todo el mundo sueña. Es posible que no recuerdes tus sueños cuando estás despierto. Sin embargo, puedes lograrlo, si lo intentas.
—No, no puedo. Tú sí; eres una máquina.
—Ya sé que soy una máquina, Rob, pero estamos hablando de ti. ¿Quieres hacer un experimento?
—Quizá.
—No es difícil. Deja un lápiz y un papel al lado de tu cama. En cuanto te despiertes, escribe lo que recuerdes.
—Jamás recuerdo absolutamente nada de mis sueños.
—Creo que vale la pena intentarlo, Rob.
Pues bien, así lo hice. Y, ¿saben una cosa?, empecé a recordar mis sueños. Minúsculos fragmentos, al principio. Los escribía y a veces se los contaba a Sigfrid, que era inmensamente feliz. Le encantaban los sueños.
La verdad es que yo no veía qué utilidad podía tener aquello… Bueno, por lo menos, al principio. Pero después sucedió algo que cambió radicalmente mis opiniones sobre la cuestión.
Una mañana desperté de un sueño tan desagradable y tan real que por unos momentos no supe si había ocurrido verdaderamente, y tan horrible que no me atreví a creer que sólo fuese un sueño. Me impresionó tanto que empecé a escribirlo, con toda la rapidez de que fui capaz, sin olvidar ningún detalle. Después recibí una llamada por el teléfono P. Contesté; y, aunque parezca imposible, durante el minuto escaso que estuve al teléfono, ¡me olvidé de todo! No pude recordar absolutamente nada. Hasta que leí lo que había escrito; entonces volví a acordarme de todo.
Bueno, cuando vi a Sigfrid uno o dos días después, ¡había vuelto a olvidarme! Como si jamás hubiera sucedido. Pero había guardado la hoja de papel, y se la leí. Ésta fue una de las veces en que me pareció más satisfecho de sí mismo y también de mí. Me atormentó con ese sueño durante toda la hora. Encontró símbolos y significados en cada pequeño detalle. No recuerdo cuáles eran, pero recuerdo que no lo encontré nada divertido.
Sin embargo, ¿saben lo que sí encuentro muy divertido? Tiré el papel al salir de su consultorio. Y ahora no podría decirles en qué consistía el sueño, aunque mi vida dependiera de ello.
—Ya veo que no quieres hablar de sueños —dice Sigfrid—. ¿Hay algo de lo que quieras hablar?
—Nada en especial.
No me contesta por el momento, y comprendo que me está dando tiempo para reflexionar, para que diga algo, no sé qué, alguna tontería. Así pues, le digo:
—¿Puedo hacerte una pregunta, Sigfrid?
—¿Es que me he opuesto alguna vez, Rob?
A veces tengo la impresión de que realmente trata de sonreír. Hablo de una verdadera sonrisa. Su voz así lo indica.
—Bueno, lo que quiero saber es qué haces con todas las cosas que te digo.
—No estoy seguro de entender la pregunta, Robbie. Si lo que deseas saber es cuál es el programa de almacenamiento de información, la respuesta es muy técnica.
—No, no me refiero a eso —vacilo, tratando de saber realmente cuál es la pregunta, y preguntándome la razón de que quiera hacerla.
Me imagino que todo arranca de Sylvia, que era una católica no practicante. La verdad es que yo le envidiaba su Iglesia, y le hice saber que la consideraba muy tonta por haberla dejado, porque yo le envidiaba la confesión. Tenía la cabeza llena de dudas y temores que no lograba ahuyentar. Me hubiera encantado descargarlos sobre el sacerdote de la parroquia. De este modo habría podido hacer una cadena jerárquica, iniciada por mí al verter todas las porquerías de mi cabeza en el confesionario, donde el párroco las traspasa al monseñor diocesano (a quien sea; no sé demasiado acerca de la Iglesia), y todo desemboca en el Papa, que es el depositario de todo el caudal de dolores, penas, y culpabilidad, hasta que los descarga en Dios. (Es decir, aceptando la existencia de un Dios, o por lo menos aceptando que haya una dirección llamada «Dios» a la que puedas enviar todas las porquerías).
Bueno, la cuestión es que tuve una especie de visión del mismo sistema en psicoterapia: desagües locales que desembocan en cloacas secundarias que desembocaban en las líneas principales que procedían de los psiquiatras de carne y hueso, si es que comprenden lo que quiero decir. Si Sigfrid fuese una persona de carne y hueso, no podría resistir todos los problemas que descargan en él. Para empezar, él ya tendría sus propios problemas. Tendría los míos, porque así es como yo me libraría de ellos, descargándolos en él. También tendría los de aquellos que, como yo, ocupan este diván; y él descargaría todo esto, porque tendría que hacerlo, en el hombre que estuviera por encima de él, en el que le psicoanalizara a él, y así sucesivamente hasta llegar a… ¿qué? ¿El fantasma de Sigmund Freud?
Pero Sigfrid no es real. Es una máquina. No puede sentir el dolor. Así pues, ¿adónde van todo ese dolor y ese cieno?
Trato de explicarle todo esto, y acabo diciendo:
—¿No lo entiendes, Sigfrid? Yo te traspaso mis problemas y tú los traspasas a alguien más, así que tienen que desembocar en algún sitio. No me parece real que desemboquen en forma de burbujas magnéticas en una pieza de cuarzo que nadie sienta jamás.
—No creo que resulte útil discutir la naturaleza de los problemas contigo, Rob.
—¿Te parece más útil discutir si eres real o no?
Casi lanza un suspiro.
—Rob —dice—, tampoco creo que sea útil discutir la naturaleza de la realidad contigo. Ya sé que soy una máquina. Tú sabes que soy una máquina. ¿Cuál es la finalidad de que estemos aquí? ¿Acaso estamos aquí para que tú me ayudes?
—A veces me lo pregunto —contesto, malhumorado.
—No creo que realmente te preguntes una cosa así. Creo que sabes que estamos aquí para ayudarte, y la forma de conseguirlo es lograr que ocurra algo en tu interior. Lo que yo haga con la información puede ser interesante para tu curiosidad, y también puede proporcionarte una excusa para malgastar tres sesiones en una conversación intelectual, en vez de terapia…
1316 |
,S, Es muy saludable que |
115,215 |
consideres tu ruptura |
115,220 |
|
con Drusilla como una |
115,225 |
|
experiencia educativa, Rob |
115,230 |
|
1318 |
Yo soy una persona muy saludable, |
115,235 |
Sigfrid, por eso |
115,240 |
|
estoy aquí |
115,245 |
|
1319 |
IRRAY (DE) = IRRAY (DF) |
115,250 |
1320 |
,C, De todos modos, esto es la |
115,255 |
vida, una experiencia educativa |
115,260 |
|
detrás de otra, |
115,265 |
|
y cuando terminas con |
115,270 |
|
todas las experiencias educativas |
115,275 |
|
te gradúas y |
115,280 |
|
el diploma que recibes |
115,285 |
|
es la muerte. |
115,290 |
|
—Touché, Sigfrid —le interrumpo.
—Sí. Pero lo que hagas con ella es lo que condiciona tu estado anímico, y determina que te encuentres mejor o peor en situaciones que son importantes para ti. Haz el favor de concentrarte en lo que hay dentro de tu propia cabeza, Rob, no en la mía.
Respondo, admirado:
—No hay duda de que eres una máquina muy inteligente, Sigfrid.
Él contesta:
—Tengo la impresión de que lo que has querido decir es: «Te odio a muerte, Sigfrid».
Nunca le había oído decir nada por el estilo antes de ahora, y me coge desprevenido, hasta que recuerdo que yo mismo le he dicho exactamente esto, no una sino muchas veces. Y es la verdad.
Le odio a muerte.
Él intenta ayudarme, y yo le odio con todas mis fuerzas por ello. Pienso en la dulce y excitante S. Ya. y en lo rápidamente que hace todo lo que yo le pido, o casi todo. Deseo con toda mi alma hacer daño a Sigfrid.