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Así que ahí estaba Pórtico, y su tamaño era cada vez mayor en las ventanillas de la nave procedente de la Tierra:

Un asteroide. O tal vez el núcleo de un cometa. De unos diez kilómetros de longitud máxima. En forma de pera. Por fuera parece un globo deforme y chamuscado, con destellos azules. Dentro es el Pórtico del universo.

Sheri Loffat se apoyó contra mi hombro y el resto de presuntos prospectores se agolpó detrás de nosotros para contemplarlo.

—Dios mío, Rob. ¡Mira los cruceros!

—Si encuentran algo mal, nos echarán del espacio —dijo alguien a nuestras espaldas.

—No encontrarán nada mal —afirmó Sheri, pero terminó su frase con un signo de interrogación.

Aquellos cruceros parecían malévolos, girando celosamente alrededor del asteroide, vigilando que ningún recién llegado robe los secretos cuyo valor nadie podría restituir.

Nos aproximamos mucho para fisgonearlos a gusto. Fue una insensatez. Podríamos habernos matado. En realidad no era muy probable que nuestra órbita paralela a Pórtico o el crucero brasileño pudiera alcanzar mucha Delta-V, pero una sola corrección de rumbo nos habría hecho pedazos. Y siempre cabía la otra posibilidad, que nuestra nave diera un cuarto de vuelta y nos encontráramos de repente dando la cara al áspero y cercano sol. Esto, a tanta proximidad, significaba quedarse ciego para siempre. Pero nosotros queríamos verlo bien.

El crucero brasileño no se molestó por ello. Vimos unos relampagueos y comprendimos que nos estaban examinando por láser.

Esto era normal. Yo dije que los cruceros buscaban ladrones, pero en realidad lo que hacían era vigilarse entre sí más que preocuparse por los demás. Nosotros incluidos. Los rusos sospechaban de los chinos, los chinos sospechaban de los venusianos. Y todos sospechaban de los norteamericanos.

Seguramente los otros cuatro cruceros vigilaban más a los brasileños que a nosotros. Pero todos sabíamos que si nuestros pasavantes cifrados no hubiesen coincidido con los patrones registrados por sus cinco diferentes consulados en el puerto de salida de la Tierra, el siguiente paso no habría sido una discusión. Habría sido un torpedo.

Es gracioso. Yo podía imaginarme aquel torpedo. Podía imaginarme al guerrero de mirada glacial que apuntaría y lo lanzaría, y cómo nuestra nave explotaría en una llamarada de luz naranja y todos nos convertiríamos en átomos separados describiendo una órbita… Sólo que estoy bastante seguro de que por aquel entonces el torpedista de aquella nave era un ayudante de armador llamado Francy Hereira. Más adelante llegamos a ser muy buenos camaradas. No era lo que se llamaría un asesino de mirada glacial. Lloré en sus brazos todo el día, en mi habitación del hospital, cuando llegué del último viaje y se suponía que él me estaba buscando por contrabandista. Francy lloró conmigo.

El crucero se alejó y nosotros nos relajamos, pero enseguida volvimos a la ventana de los asideros, ya que nuestra nave se estaba acercando a Pórtico.

—Parece un caso de viruela —dijo alguien del grupo.

Y en efecto, lo parecía; y algunas de las marcas estaban abiertas. Eran los anclajes de las naves que habían salido para una misión. Algunos de ellos estarían abiertos para siempre, porque las naves no regresarían. Pero la mayoría de marcas estaban cubiertas por bultos que semejaban hongos.

Esos hongos eran las propias naves, la razón de ser de Pórtico.

Las naves no eran fáciles de ver. Tampoco lo era Pórtico. Para empezar tenía un albedo bajo, y no era muy grande: como ya he dicho, unos diez kilómetros de longitud máxima y la mitad en su ecuador de rotación. Pero podría haber sido detectado. Cuando aquella primera rata de túnel les condujo hasta él, los astrónomos empezaron a preguntarse por qué no habría sido descubierto un siglo antes. Ahora que saben dónde buscarlo, lo encuentran. A veces, desde la Tierra se ve brillante como de la decimoséptima magnitud. Es fácil. Cabría suponer que lo localizarían en el primer programa cartográfico rutinario.

Lo cierto es que no hubo muchos programas cartográficos rutinarios en aquella dirección, y al parecer Pórtico no estaba donde ellos buscaban, cuando buscaban.

La astronomía estelar solía apuntar lejos del Sol. La astronomía solar no solía moverse del plano de la eclíptica, y Pórtico tiene una órbita en ángulo recto. Así que caía en las hendiduras.

El piezófono hizo un chasquido y dijo: «Atracaremos dentro de cinco minutos. Vuelvan a sus literas. Abróchense los cinturones».

Casi habíamos llegado.

Sheri Loffat alargó la mano y agarró la mía a través de la malla. Yo le devolví el apretón. No nos habíamos acostado juntos y ni siquiera nos conocíamos hasta que ella apareció en la litera contigua a la mía, pero las vibraciones eran prácticamente sexuales. Como si estuviéramos a punto de hacerlo de la manera mejor y más estupenda posible; pero no era sexo, era Pórtico.

Cuando los hombres empezaron a fisgar por la superficie de Venus, encontraron las excavaciones Heechee.

No encontraron a ningún Heechee. Quienquiera que fuesen, cualquiera que fuese la época de su estancia en Venus, habían desaparecido. Ni siquiera dejaron un cuerpo en el foso mortuorio que pudiera ser desenterrado para practicarle la autopsia. Lo único que había eran los túneles, las cavernas, unos pocos artefactos insignificantes, maravillas tecnológicas que dejaron perplejos a los seres humanos, quienes intentaron su reconstrucción.

Entonces alguien encontró un mapa Heechee del sistema solar. Estaba Júpiter y la pareja Tierra-Luna. Y Venus, marcada en negro sobre la brillante superficie azul del mapa, hecho con metal Heechee. Y Mercurio, y otra cosa más, lo único marcado en negro además de Venus: un cuerpo orbital situado dentro del perihelio de Mercurio y fuera de la órbita de Venus, inclinado noventa grados respecto al plano de la eclíptica, de modo que nunca se acercaba mucho a ninguno de los dos. Un cuerpo que jamás había sido identificado por los astrónomos terrestres. Conjetura: un asteroide o un cometa —la diferencia era sólo semántica— hacia el que los Heechees se habían sentido atraídos de modo especial por alguna razón.

Es probable que tarde o temprano una sonda telescópica hubiera seguido esta pista, pero no fue necesario. Porque el famoso Sylvester Macklen —que entonces no era famoso por nada, sólo otra rata de túnel en Venus— encontró una nave Heechee, se plantó en Pórtico y allí murió. Pero consiguió que la gente averiguase su paradero gracias a la inteligente idea de hacer explotar su nave. De este modo, una sonda de la NASA fue desviada de la cromosfera del Sol y Pórtico fue alcanzado y utilizado por el hombre.

Dentro estaban las estrellas.

Dentro, para ser menos poético y más literal, había casi un millar de naves espaciales más bien pequeñas, de forma parecida a gruesos hongos. Tenían diversos tamaños y formas. Las menores acababan en un botón, como las setas que se plantan en los túneles de Wyoming, cuando se ha sacado toda la pizarra y que se compran en los supermercados. Las mayores eran puntiagudas, como hierbas moras. Dentro de los sombreros de las setas había alojamientos y una fuente de energía que nadie podía comprender. No se tenía literalmente ningún control cuando se salía en una nave Heechee. Sus rumbos estaban incluidos en su sistema de conducción de un modo que nadie fue capaz de dilucidar; se podía elegir un rumbo, pero una vez elegido no había nada que hacer, y uno ignoraba adónde le llevaría cuando hacía la elección, de la misma manera que se ignora el contenido de una caja de sorpresa hasta que se ha abierto.

COPIA DE PREGUNTAS Y RESPUESTAS

EN LA CONFERENCIA

DEL PROFESOR HEGRAMET

Pregunta: ¿Qué aspecto tenía el Heechee?

Profesor Hegramet: Nadie lo sabe. Nunca hemos encontrado nada parecido a una fotografía o un dibujo, excepto dos o tres mapas. O un libro.

Pregunta: ¿No tenían algún sistema para conservar los conocimientos, como la escritura?

Profesor Hegramet: Pues, claro, debieron tenerlo. Pero ignoro cuál era. Sospecho una cosa… bueno, es sólo una conjetura.

Pregunta: ¿Qué?

Profesor Hegramet: Verá, piense en nuestros propios métodos de conservación y en cómo habrían sido recibidos en tiempos pretecnológicos. Si, por ejemplo, hubiésemos dado un libro a Euclides, tal vez se habría imaginado qué era, aunque no pudiera comprender lo que decía. Pero ¿y si le hubiésemos dado una grabadora? No habría sabido qué hacer con ella. Sospecho, mejor dicho, estoy convencido de que tenemos en nuestro poder algunos «libros» Heechee que no sabemos reconocer. Una barra de metal Heechee. Tal vez aquella espiral en Q de las naves, cuya función ignoramos por completo. Esto no es una idea nueva. Todas han sido sometidas a pruebas, en busca de claves magnéticas, microsurcos, pautas químicas… y no se ha descubierto nada. Pero quizás es que carecemos del instrumento necesario para detectar los mensajes.

Pregunta: Hay algo sobre los Heechee que no puedo comprender. ¿Por qué abandonaron todos aquellos túneles y lugares? ¿Adónde fueron?

Profesor Hegramet: Jovencita, esto no me deja ni hacer pis.

Pero funcionaban. Seguían funcionando después de medio millón de años, según se calcula.

El primer tipo que tuvo arrestos para subir a una de ellas y ponerla en marcha, lo consiguió. Se elevó fuera del cráter de la superficie del asteroide. Se difuminó e iluminó, y la perdieron de vista.

Volvió tres meses después, con un astronauta hambriento y aturdido en su interior, ofuscado por el triunfo. ¡Había estado en otra estrella! Había descrito una órbita en torno a un gran planeta gris de nubes amarillas y arremolinadas; entonces logró invertir los controles, y fue devuelto a la misma marca de viruela por los controles de conducción incorporados.

Entonces enviaron otra nave, esta vez una de las grandes y puntiagudas con forma de hierba mora, tripulada por cuatro hombres y provista de muchas raciones e instrumentos. Estuvieron fuera sólo cincuenta días. En este intervalo no solamente habían llegado a otro sistema solar, sino que incluso utilizaron el módulo para pisar la superficie de un planeta. No había nada vivo en él… pero sí signos de vida.

Encontraron los restos. No muchos. Unos cuantos montones de basura en un extremo de la cima de una montaña; salvados de la destrucción general que asoló el planeta. De entre el polvo radiactivo desenterraron un ladrillo, un cerrojo de cerámica y un objeto medio fundido que recordaba una flauta de cromo.

Y empezó la carrera hacia las estrellas… con nosotros como parte integrante.