Durante toda mi vida, desde que tuve uso de razón, quise ser prospector. No podía tener más de seis años cuando mis padres me llevaron a una feria en Cheyenne. Bocadillos calientes y palomitas de soja, globos de colores, un circo con perros y caballos, ruedas de la fortuna, juegos, tiovivos. Y había una tienda a presión de lados opacos en cuyo interior, una vez pagado el dólar de entrada, alguien había dispuesto una exhibición de objetos importados de los túneles Heechee en Venus. Abanicos de oraciones y perlas de fuego, auténticos espejos de metal Heechee que podían comprarse por veinticinco dólares la pieza. Mi padre dijo que no eran auténticos, pero para mí lo eran. Sin embargo, no podíamos gastar veinticinco dólares en uno de ellos. Y pensándolo bien, ¿para qué quería yo un espejo? Cara pecosa, dientes salidos hacia fuera, cabellos que yo cepillaba hacia atrás y ataba. Acababan de encontrar Pórtico. Oí hablar de ello a mi padre aquella noche en el aerobús, cuando seguramente pensaba que yo dormía, y el tono ávido de su voz me mantuvo despierto.
De no ser por mi madre y por mí, es posible que mi padre hubiese encontrado la manera de ir. Pero nunca se le presentó la oportunidad. Murió al año siguiente. Todo lo que heredé de él, en cuanto fui lo bastante mayor para desempeñarlo, fue su trabajo.
Ignoro si ustedes han trabajado en las minas de alimentos, pero al menos habrán oído hablar de ellas. No es un lugar muy alegre. Empecé a los doce años, a media jornada y mitad de salario. Cuando cumplí los dieciséis alcancé el puesto de mi padre, taladrador: buena paga, trabajo duro.
Pero ¿qué se puede hacer con la paga? No es suficiente para el Certificado Médico Completo. Ni siquiera es suficiente para sacarte de las minas, sólo llega para hacer de ti una especie de éxito local. Trabajas dos turnos de seis y diez horas. Ocho horas de sueño y otra vez a empezar; la ropa te apesta siempre a pizarra. No puedes fumar excepto en cuartos herméticamente cerrados. La niebla del petróleo se posa por doquier. Las chicas están tan sucias, pringosas y agotadas como tú.
Así que todos hacíamos las mismas cosas, trabajábamos, perseguíamos a las mujeres de los demás y jugábamos a la lotería. Y bebíamos mucho, un mejunje fuerte y barato que destilaban a quince kilómetros de distancia. A veces la etiqueta decía Scotch y otras vodka o bourbon, pero todo procedía de las mismas columnas de fango. Yo no era diferente de los otros… hasta que una vez me tocó la lotería. Y eso me sacó de allí.
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Antes de que ocurriera, yo me limitaba a vivir.
Mi madre también trabajaba en las minas. Después de que mi padre muriera en el incendio del pozo, me sacó adelante con ayuda del jardín de infancia de la compañía. Fuimos tirando hasta que yo tuve mi episodio psicopático. Tenía entonces veintiséis años. Me peleé con mi chica y luego, durante una temporada, no podía levantarme de la cama por las mañanas. Así que me encerraron. Pasé un año fuera de circulación y cuando me dejaron salir del manicomio, mi madre había muerto.
Debo afrontarlo: yo tuve la culpa. No quiero decir que entrara en mis planes sino que ella habría vivido de no haber tenido que preocuparse por mí. No había el dinero suficiente para pagar el tratamiento médico de los dos. Yo necesitaba psicoterapia. Ella necesitaba un pulmón nuevo. No pudo obtenerlo y por eso murió.
Me disgustaba vivir en el mismo apartamento después de su muerte, pero la otra alternativa era el alojamiento de solteros. No me seducía la idea de vivir en tan estrecha comunidad con muchos hombres. Habría podido casarme, claro. No lo hice, —Sylvia, la muchacha con quien me había peleado, ya no estaba desde hacía tiempo entre nosotros— pero no fue porque tuviera algo contra el matrimonio. Tal vez ustedes crean que sí, teniendo en cuenta mi historial psiquiátrico y también el hecho de que había vivido con mi madre hasta que murió. Pero no es cierto. Me habría hecho muy feliz casarme y criar a un hijo.
Pero no en las minas.
Yo no quería dejar a un hijo mío donde mi padre me había dejado a mí.
Taladrar con cargas es un trabajo muy duro. Ahora usan antorchas de vapor con serpentín Heechee y la pizarra se desprende suavemente en láminas, como si se esculpieran cubos de cera. Pero entonces taladrábamos y abríamos con explosivos. Al empezar tu turno bajabas a la galería por la velocísima plancha. La pared, viscosa y maloliente, está a tres centímetros de tu hombro mientras bajas a sesenta kilómetros por hora; he visto a mineros con una copa de más vacilar y estirar la mano para apoyarse y retirar un muñón. Entonces saltas del ascensor y andas un kilómetro resbalando y tropezando sobre las tablas hasta que llegas a la faz de laboreo. Taladras. Enciendes la mecha de tus cargas. Enseguida saltas hacia atrás y te guareces en un recodo mientras suenan las explosiones, esperando que hayas calculado bien y que la apestosa y resbaladiza masa no se derrumbe sobre ti. (Si quedas enterrado vivo, puedes aguantar toda una semana bajo la pizarra suelta. Hay gente que lo ha hecho. Cuando no les rescatan hasta después del tercer día, lo más probable es que ya no sirvan para nada en toda su vida). Entonces, si todo ha ido bien, te diriges a la próxima faz, esquivando los cargadores que llegan lentamente sobre los rieles.
Dicen que las máscaras eliminan casi todos los hidrocarburos y el polvo de la roca. No eliminan el hedor, y tampoco estoy seguro de que eliminen los hidrocarburos. Mi madre no fue la única entre los mineros que necesitó un nuevo pulmón; y tampoco fue la única que no pudo pagarlo.
Y luego, cuando tu turno ha terminado, ¿adónde puedes ir?
Vas a un bar. Vas a un dormitorio con una chica. Vas a una sala recreativa a jugar a cartas. Ves la televisión.
No sales mucho al aire libre. No hay razón para ello. Hay un par de pequeños parques, muy bien cuidados, plantados y vueltos a plantar; Rock Park tiene incluso setos y césped. Apuesto algo a que nunca han visto un césped que deba ser lavado, fregado (¡con detergente!) y secado por aire todas las semanas, pues de lo contrario, moriría. Así que casi siempre dejamos los parques a los niños.
Aparte de los parques, sólo hay la superficie de Wyoming, y todo cuanto alcanza la vista se parece a la superficie de la Luna. Nada verde en ninguna parte. Nada vivo. Ni pájaros, ni ardillas, ni ninguna clase de animal doméstico. Unos pocos arroyos fangosos y escurridizos que por alguna razón siempre son de un brillante rojo-ocre bajo el petróleo. Nos dicen que en esto somos afortunados, ya que nuestra parte de Wyoming fue minada en vertical. En Colorado minaron a franjas alternadas y fue mucho peor.
Yo siempre lo he encontrado difícil de creer, pero no he ido nunca a comprobarlo.
Y aparte de todo lo demás, hay el olor, la vista y el sonido del trabajo. Las puestas de sol anaranjadas a través de la neblina. El hedor constante. Durante todo el día y toda la noche hay el estruendo de los hornos extractores, que calientan y muelen la marga para extraerle el queroseno, y el rumor de la larga fila de transportadores que se llevan la pizarra usada para amontonarla en alguna parte.
Imagínense, hay que calentar la roca para extraer el petróleo. Cuando se calienta, se ensancha como las palomitas de maíz. Y entonces no hay sitio donde meterla. Es imposible comprimirlo y hacerlo caber donde estaba antes; hay demasiada cantidad. Si se excava una montaña de pizarra y se extrae el petróleo, la pizarra hinchada que queda es suficiente para hacer dos montañas. De modo que se hace esto: se construyen nuevas montañas.
Y el excedente de calor de los extractores calienta los invernaderos, y el petróleo va goteando sobre los invernaderos y las espumaderas lo recogen, lo secan y lo prensan… y nosotros lo comemos para desayunar a la mañana siguiente.
Es gracioso. ¡Antiguamente, el petróleo salía burbujeando de la tierra! Y a la gente no se le ocurría otra cosa que verterlo en sus automóviles y quemarlo.
Todos los programas de televisión tienen propaganda educativa que nos dice lo importante que es nuestro trabajo y que el mundo entero depende de nosotros para alimentarse. Y es bien cierto. No hay necesidad de que nos lo recuerden siempre. Si no hiciéramos lo que hacemos, se declararía el hambre en Texas y el raquitismo en todos los niños de Oregón. Todos lo sabemos. Contribuimos con cinco billones de calorías diarias a la dieta alimenticia del mundo, la mitad de la ración proteínica de la quinta parte de la población global. Todo sale de las levaduras y bacterias que cultivamos con el petróleo de pizarra de Wyoming, y algunas partes de Utah y Colorado. El mundo entero necesita este alimento. Pero hasta ahora nos ha costado la mayor parte de Wyoming, la mitad de los Apalaches, un buen bocado de la región de arenas de brea de Athabasca… ¿y qué haremos con toda esa gente cuando la última gota de hidrocarburo sea convertida en levadura?
No es mi problema, pero así y todo pienso en ello.
Dejó de ser mi problema cuando gané el premio de la lotería al día siguiente de Navidad, el año que cumplí los veintiséis.
El premio fue de doscientos cincuenta mil dólares. Lo suficiente para vivir como un rey durante un año. Lo suficiente para casarse y mantener a una familia, siempre que los dos trabajaran y no fuesen muy derrochadores.
O lo suficiente para un billete de ida a Pórtico.
Llevé el billete de lotería a la agencia de viajes y lo intercambié por un pasaje. Se alegraron de verme; no hacían grandes negocios, sobre todo en estos viajes. Me quedaban unos diez mil dólares, cien más, cien menos, no los conté. Compré bebidas para todo mi turno hasta que se fue el último dólar. Entre las cincuenta personas de mi turno y todos los amigos y conocidos que se unieron a la fiesta, tuvimos alcohol para veinticuatro horas.
Entonces, en medio de una típica ventisca de Wyoming, me tambaleé hasta la agencia de viajes. Cinco meses después me hallaba dando vueltas al asteroide, contemplando por los ojos de buey el crucero brasileño que nos desafiaba; por fin estaba en camino de ser prospector.