1

Me llamo Robinette Broadhead, pese a lo cual soy varón. A mi analista (a quien doy el nombre de Sigfrid von Schrink, aunque no se llama así, carece de nombre por ser una máquina) le hace mucha gracia este hecho:

—¿Por qué te importa que algunas personas crean que es nombre de chica, Rob?

—No me importa.

—Entonces, ¿por qué no dejas de mencionarlo?

Me fastidia cuando no deja de mencionarme lo que yo no dejo de mencionar. Miro hacia el techo, con sus colgantes movibles y sus piñatas, y luego miro la ventana, que en realidad no es una ventana, sino un móvil holópico del oleaje en Kaena Point; la programación de Sigfrid es bastante ecléctica. Al cabo de un rato le contesto:

—No puedo evitar que mis padres me llamaran así. He intentado escribirlo R-O-B-I-N-E-T, pero entonces todo el mundo lo pronuncia mal.

—Podrías cambiarlo por otro.

—Si lo cambiara —digo, seguro de que en esto tengo razón—, tú me dirías que llego a extremos obsesivos para defender mis dicotomías internas.

—Lo que te diría —replica Sigfrid en uno de sus torpes y mecánicos intentos de humor— es que no debes emplear términos psicoanalíticos técnicos. Te agradecería que te limitaras a decir lo que sientes.

—Lo que siento —digo yo por milésima vez— es felicidad. No tengo problemas. ¿Por qué no habría de sentirme feliz?

Jugamos mucho con ésta y otras frases parecidas y a mí no me gusta. Creo que hay un fallo en su programa. Insiste:

—Dímelo, Robbie. ¿Por qué no eres feliz?

No le contesto y él vuelve a la carga:

—Me parece que estás preocupado.

—Mierda, Sigfrid —replico, un poco harto—, siempre dices lo mismo. No estoy preocupado por nada.

Intenta convencerme:

—No hay nada malo en explicar lo que se siente.

Vuelvo a mirar hacia la ventana, enfadado porque me doy cuenta de que tiemblo y no sé por qué.

—Eres un latazo, Sigfrid, ¿lo sabías?

Dice algo, pero yo no le escucho. Me pregunto por qué vengo aquí a perder el tiempo. Si ha habido alguna vez alguien con todos los motivos para ser feliz, ése soy yo. Rico, bastante apuesto, no demasiado viejo, y en cualquier caso, tengo el Certificado Médico Completo, por lo que durante los próximos cincuenta años puedo tener la edad que me plazca. Vivo en la ciudad de Nueva York y bajo la Gran Burbuja, donde no puede permitirse el lujo de vivir nadie que no esté bien forrado y sea, además, una especie de celebridad. Poseo un apartamento de verano con vistas al mar de Tappan y la presa de Palisades. Y las chicas se vuelven locas con mis tres brazaletes de Fuera. No se ve a muchos prospectores en la Tierra, ni siquiera en Nueva York. Todas están deseando que les cuente qué aspecto tiene la Nebulosa de Orión o la Nube Menor Magallánica. (Naturalmente, no he estado en ninguno de los dos sitios. Y no me gusta hablar del único lugar interesante donde sí he estado).

—Entonces —dice Sigfrid, después de esperar el apropiado número de microsegundos una respuesta a lo último que ha dicho—, si de verdad eres feliz, ¿por qué vienes aquí en busca de ayuda?

Detesto que me haga las mismas preguntas que yo mismo me formulo. No le respondo. Me contorsiono hasta que vuelvo a sentirme cómodo sobre la alfombra de espuma de plástico, ya que presiento que esta sesión va a ser muy larga. Si yo supiera por qué necesito ayuda, ¿acaso la necesitaría?

—Rob, hoy no estás cooperando mucho —dice Sigfrid a través del pequeño altavoz que hay en el extremo superior de la alfombra. A veces utiliza un muñeco de aspecto muy real, que está sentado en un sillón, da golpecitos con un lápiz y me dedica una rápida sonrisa de vez en cuando. Pero no le he dicho que esto me pone nervioso—. ¿Por qué no me dices lo que piensas?

—No pienso nada en particular.

—Deja vagar tu mente. Di lo primero que se te ocurra, Rob.

—Estoy recordando… —digo, y me detengo.

—¿Recordando qué, Rob?

—¿El Pórtico?

—Esto parece más una pregunta que una afirmación.

481

IRRAY (0) = IRRAY (P)

13,320

,C, Creo que estás preocupado.

13,325

482

XTERNALS ;66AA3 IF ;5B

13,330

GOTO ””723

13,335

XTERNALS C O1R IF C 7

13,340

GOTO ””724

13,345

"S, Mierda, Sigfrid, siempre dices lo mismo.

13,355

GOTO ""724 IF? GOTO

13,365

””7210

13,370

”S, No estoy preocupado por nada.

13,380

483

IRRAY .MIERDA. .SIEMPRE.

13,385

.PREOCUPADO NO.

13,390

484

¿Por qué no me lo cuentas?

13,400

485

IRRAY (P) = IRRAY (Q) INICIAR

13,405

ACTITUD COMODA

13,410

.C, No hay nada malo en explicar

13,415

lo que se siente.

13,425

487

IRRAY (Q) = IRRAY (R) GOTO

13,430

487

””1 GOTO ””2 GOTO

13,435

487

””3

13,440

489

.S. Eres un latazo, Sigfrid, ¿lo sabías?

13,455

XTERNALS 1 ¡IF! GOTO

13,460

””7Z10 IF ””7Z 10! GOTO

13,465

””! GOTO ""2 GOTO ””3

13,470

IRRAY .LATAZO

13,475

—Quizá lo sea. No puedo evitarlo. Esto es lo que recuerdo: Pórtico.

Tengo muchos motivos para recordar Pórtico. Así fue como gané el dinero, los brazaletes y otras cosas. Recuerdo el día que abandoné Pórtico. Fue, veamos, el día 31 de la órbita 22, lo cual significa que me fui de allí hace dieciséis años y dos meses. Acababa de salir del hospital y apenas podía esperar a recoger mi paga, subir a bordo de mi nave y despegar.

Sigfrid me ruega cortésmente:

—Por favor, Robbie, di en voz alta lo que estás pensando.

—Estoy pensando en Shikitei Bakin —contesto.

—Sí, recuerdo que le has mencionado. ¿Qué hay respecto a él?

Guardo silencio. El viejo Shicky Bakin, que no tenía piernas, ocupaba la habitación contigua a la mía, pero no quiero hablar de ello con Sigfrid. Me remuevo sobre mi alfombra circular, pensando en Shicky y tratando de prorrumpir en llanto.

—Pareces trastornado, Rob.

Tampoco respondo a esto. Shicky fue casi la única persona de quien me despedí en Pórtico. Es curioso; había una gran diferencia en nuestras ocupaciones. Yo era prospector y Shicky basurero. Le pagaban lo suficiente para que cubriera su impuesto de manutención porque hacía diversos trabajos, e incluso en Pórtico alguien tiene que recoger la basura. Pero tarde o temprano sería demasiado viejo y débil para servir de algo. Entonces, si tenía suerte, le empujarían al espacio y moriría. Si no tenía suerte, lo más probable era que le enviaran a un planeta. Allí tampoco tardaría en morir; pero antes tendría la experiencia de vivir unas semanas como un completo inválido.

Sea como fuere, era vecino mío. Todas las mañanas se levantaba y aspiraba minuciosamente hasta el último centímetro cuadrado de su celda. Estaba sucia, porque siempre flotaba mucha porquería sobre Pórtico, pese a los intentos de limpieza. Cuando la tenía completamente limpia, incluso junto a las raíces de los pequeños arbustos que plantaba y modelaba, recogía un puñado de piedras, tapones de botella, trozos de papel —la misma basura que acababa de aspirar tan meticulosamente— y la distribuía con esmero por el espacio recién aseado. ¡Extraño! Yo nunca veía la diferencia, pero Klara decía…

Klara decía que ella sí…

—Rob, ¿qué pensabas ahora? —pregunta Sigfrid.

Me enrosco como una pelota fetal y mascullo algo.

—No he entendido lo que acabas de decir, Robbie.

No digo nada. Me pregunto qué habrá sido de Shicky. Supongo que murió. De pronto siento una gran tristeza por la muerte de Shicky, a tan enorme distancia de Nagoya, y otra vez deseo poder llorar. Pero no puedo. Me revuelvo y retuerzo. Me agito contra la alfombra de espuma hasta que rechinan las correas de sujeción. No sirve de nada. El dolor y la vergüenza no desaparecen. Me siento algo satisfecho conmigo mismo por tratar con tanta energía de liberar los sentimientos, pero he de admitir que no lo consigo y la aburrida entrevista sigue adelante. Sigfrid dice:

—Rob, tardas mucho en contestar. ¿Crees que estás olvidando algo?

—¿Qué clase de pregunta es ésta? —replico virtuosamente—. De ser así, ¿cómo podría saberlo? —Hago una pausa para examinar el interior de mi cerebro y busco en todos sus rincones cerraduras que poder abrir para Sigfrid. Pero no veo ninguna y digo con sensatez—: No creo que sea eso, exactamente. No siento que esté bloqueando nada, sino más bien como si quisiera decir tantas cosas que no sé por cuál decidirme.

—Elige cualquiera de ellas, Rob. Di la primera que se te ocurra.

Esto se me antoja una estupidez. ¿Cómo puedo saber cuál es la primera si están todas bullendo a la vez? ¿Mi padre? ¿Mi madre? ¿Sylvia? ¿Klara? ¿El pobre Shicky, intentando, sin piernas, guardar el equilibrio en el vuelo, agitándose como una golondrina en busca de insectos mientras horada las telarañas del aire de Pórtico?

Rebusco en mi mente los lugares donde sé que duele porque ya me han dolido antes. ¿Lo que sentía a los siete años cuando paseaba arriba y abajo de la avenida de Rock Park delante de los otros niños, implorando que alguno se fijara en mí? ¿Lo que sentía cuando salíamos del espacio real y sabíamos que estábamos atrapados, mientras la estrella fantasma surgía de la nada debajo de nosotros como la sonrisa del gato de Cheshire? Oh, tengo cien recuerdos como éstos, y todos duelen. Es decir, pueden doler. Son dolor. Están claramente catalogados como DOLOROSOS en el archivo de mi memoria. Sé dónde encontrarlos y sé qué se siente cuando se les permite emerger a la superficie.

Pero no me duelen si no los dejo salir.

—Estoy esperando, Rob —dice Sigfrid.

—Y yo pensando —replico.

Mientras permanezco echado se me ocurre que llegaré tarde a mi clase de guitarra. Esto me recuerda algo y me contemplo los dedos de la mano izquierda para asegurarme de que las uñas no han crecido demasiado, y deseo que los callos fueran más duros y profundos. No he aprendido a tocar muy bien la guitarra, pero la mayoría de personas son menos críticas y ello me procura satisfacción. Es necesario seguir practicando y recordando. Veamos, pienso, ¿cómo se hace aquella transición del re mayor al do?

—Rob —dice Sigfrid—, esta sesión no ha sido muy productiva. Sólo nos quedan unos diez o quince minutos. ¿Por qué no dices lo primero que se te ocurra… ahora mismo?

Rechazo lo primero y digo lo segundo.

—Lo primero que se me ocurre es cómo lloraba mi madre cuando mi padre murió.

—No creo que haya sido esto lo primero que se te ha ocurrido, Rob. Deja que lo adivine. ¿Era algo sobre Klara?

Mi pecho se inflama y cosquillea. Mi respiración se detiene. De improviso veo a Klara delante de mí igual que antes pese a los dieciséis años transcurridos… Digo:

—De hecho, Sigfrid, creo que es mi madre la persona de quien quiero hablar —y me permito una cortés risita de reconvención.

Sigfrid no exhala jamás un suspiro resignado, pero sabe guardar silencio de un modo que equivale casi a lo mismo.

—Verás —continúo, subrayando cuidadosamente todos los puntos importantes—, después de la muerte de mi padre quiso volver a casarse. No enseguida; no quiero decir que se alegrara de su muerte ni nada parecido. No, le amaba mucho. Pero, claro, ahora lo veo, era una mujer sana y joven… bueno, bastante joven. Veamos, supongo que tendría unos treinta y tres años. Y estoy seguro que de no ser por mí, se habría vuelto a casar. Tengo remordimientos a propósito de esto. Impedí que lo hiciera. Me enfrenté a ella y le dije: «Mamá, no necesitas a otro hombre. Yo seré el hombre de la familia. Yo cuidaré de ti». Y lo cierto es que no podía, claro. Sólo tenía cinco años.

—Creo que tenías nueve, Robbie.

—¿De verdad? Déjame pensar. Vaya, Sigfrid, creo que tienes razón… —Y entonces intento tragar una gran gota de saliva que se ha formado de pronto en mi garganta y siento náuseas y toso.

—¡Dilo, Rob! —exclama con insistencia Sigfrid—. ¿Qué quieres decir?

—¡Maldito seas, Sigfrid!

—Adelante, Rob, dilo.

—¿Qué diga qué? ¡Por Dios, Sigfrid, me estás sacando de quicio! ¡Esta mierda no sirve de nada a ninguno de los dos!

—Rob, te lo ruego, dime qué te preocupa.

—¡Cierra tu maldita boca de hojalata!

Todo aquel dolor tan cuidadosamente cubierto se está abriendo paso hacia fuera y yo no puedo soportarlo, no puedo luchar contra él.

—Rob, te sugiero que intentes…

Me refuerzo bajo las correas, arrancando trozos del relleno de espuma, vociferando:

—¡Cállate! No quiero oír nada. No puedo luchar contra esto, ¿me comprendes? ¡No puedo! ¡No puedo!

Sigfrid espera con paciencia a que yo deje de llorar, lo cual ocurre de manera bastante súbita. Y entonces, antes de que me pueda decir algo, le hablo con hastío:

—Oh, al diablo. Sigfrid, todo esto no nos lleva a ninguna parte. Creo que deberíamos ponerle fin. Ha de haber otras personas más necesitadas que yo de tus servicios.

—En cuanto a eso, Rob —observa—, mi competencia me permite atender a todas las demandas.

Me estoy secando las lágrimas con las toallas de papel que ha dejado junto a la alfombra y no le contesto.

—De hecho, aún me sobra capacidad —prosigue—. Pero has de ser tú quien juzgue la conveniencia de continuar o no estas sesiones.

—¿Tienes algo de beber en la sala de recuperación? —le pregunto.

—No en el sentido al que te refieres. Me han dicho que hay un bar muy agradable en el último piso de este edificio.

—Está bien —replico—, me pregunto qué estoy haciendo aquí.

Y, quince minutos después, tras confirmar mi cita para la semana próxima, me encuentro bebiendo una taza de té en el cubículo de recuperación de Sigfrid. Escucho para saber si su siguiente paciente ya ha empezado a gritar, pero no oigo nada.

Me lavo la cara, arreglo mi pañuelo de cuello y me aliso el mechón de pelo que me cae sobre la frente. Subo al bar para tomar un trago. El jefe de camareros, que es humano, me conoce y me da asiento orientado al sur, hacia el borde de la Bahía Inferior de la Burbuja. Echa una mirada a una chica alta, de piel cobriza y ojos verdes, que está sola, pero yo niego con la cabeza. Bebo con rapidez, admiro las piernas de la muchacha cobriza y, pensando en dónde cenaré, me encamino hacia la clase de guitarra.