OCHO

Las reacciones entre las mujeres de la familia de Dimitri fueron de lo más variadas. Algunas se echaron a llorar; otras se quedaron aturdidas; y unas pocas, sobre todo Yeva y Viktoria, se limitaron a aceptar la noticia y a no mostrar sus emociones, igual que hubiera hecho Dimitri. Eso me alteró casi tanto como las lágrimas, ya que me recordó demasiado a él. De todas ellas, Sonya, que estaba embarazada y que apareció poco después de que les diese la noticia, fue la que tuvo la reacción física más intensa. Se marchó corriendo entre sollozos a su habitación y se negó a salir.

Sin embargo, Yeva y Olena no tardaron en ponerse manos a la obra. Comenzaron a hablar rápidamente en ruso; era evidente que estaban planificando algo. Hicieron unas cuantas llamadas telefónicas y mandaron a Viktoria a hacer algún recado. De repente, me pareció que era prescindible, así que me dediqué a vagar por la casa, procurando no estorbar.

Acabé observando con atención las estanterías en las que me había fijado antes, y pasé los dedos por los libros encuadernados en piel. Los títulos estaban en cirílico, pero eso no me importó. Tocarlos e imaginarme a Dimitri sosteniéndolos en las manos mientras los leía me hizo sentirme más cerca de él.

—¿Buscas alguna lectura relajante?

Sydney se me acercó y se puso a mi lado. No había estado presente cuando yo había dado la noticia, pero ya se había enterado.

—Muy relajante, porque no entiendo nada de lo que pone en ninguno —contesté. Señalé con un gesto discreto a los miembros de la familia, que seguían moviéndose arriba y abajo—. ¿Qué están haciendo?

—Están preparando el funeral de Dimitri —me explicó Sydney—. Bueno, su velatorio.

Fruncí el ceño.

—Pero si no está muerto…

—¡Calla! —susurró, interrumpiéndome con un gesto cortante y mirando a los demás mientras se afanaban a nuestro alrededor—. No digas eso.

—Pero es la verdad —repuse entre dientes.

Ella negó con la cabeza.

—Para ellos, no. En estos lugares… En estos pueblos… no existe un estado intermedio. Estás vivo o estás muerto. No van a reconocer que Dimitri es uno… uno de esos —fue incapaz de no mostrar su asco al decirlo—. A todos los efectos, para ellas Dimitri ha muerto. Le harán un funeral y seguirán adelante con sus vidas. Y tú deberías hacer lo mismo.

No me ofendí por su actitud brusca, porque sabía que no pretendía ofenderme. Solo era su modo de ser.

El problema era que, para mí, ese estado intermedio sí era muy real, y yo no podía seguir adelante con mi vida como si nada. Aún no.

—Rose… —dijo Sydney tras pasar unos segundos en silencio. No me miró a los ojos—. Lo siento.

—¿Te refieres a Dimitri?

—Sí… No tenía ni idea. No he sido muy amable contigo. No me voy a sentir mejor por tener que tratar con los de tu especie, pero vosotros seguís siendo… Bueno, no sois humanos, eso está claro, pero… no sé. Tenéis sentimientos, amáis y sufrís. Y mientras veníamos hacia aquí, te guardabas esa terrible noticia y yo no te lo puse fácil. Lo siento. Y también siento haber pensado tan mal de ti.

Al principio pensé que se refería a mi condición de ser malvado, pero luego lo entendí. Sydney había estado convencida todo el tiempo de que lo que yo quería realmente era convertirme en una prostituta de sangre, y ahora creía que mi único motivo había sido llevarle aquella noticia a la familia de Dimitri. No me molesté en sacarla de su error.

—Gracias, pero no tenías forma alguna de saberlo. Y, sinceramente, si yo hubiera estado en tu lugar… No sé. Probablemente habría actuado igual que tú.

—No —me contradijo—. No habrías hecho lo mismo. Tú eres amable con todo el mundo.

La miré incrédula.

—¿Es que has viajado con otra persona estos últimos días? Entre mis conocidos tengo una reputación de no ser siempre tan amable. Tengo una actitud chulesca, y lo sabes.

Sydney me sonrió.

—Sí, es verdad. Pero también dices lo que hay que decir a la gente cuando tienes que hacerlo. Decirle a la familia Belikov lo que les has dicho… Bueno, eso no es cualquier cosa. Digas lo que digas, eres capaz de ser amable y salirte con la tuya para que la gente se sienta bien. Bueno, casi siempre.

Me quedé un tanto sorprendida. ¿Esa era la imagen que daba? A menudo me veía como alguien que está a la que salta, e intenté recordar cómo me había comportado con Sydney en los días anteriores. Era cierto que me había enfrentado mucho a ella, pero supuse que, comparada con los otros seres con los que nos habíamos encontrado, debía de haber sido bastante amable con ella.

—Bueno… gracias —contesté, sin saber muy bien qué decir.

—¿Has visto ya a Abe? En tu paseo por el pueblo.

—No —contesté, y me di cuenta de que me había olvidado de mi misterioso rescatador—. ¿Debería haberlo visto?

—Supuse que él te encontraría.

—¿Quién es? ¿Por qué vino a recogernos cuando le dijiste que estaba herida?

Sydney dudó unos instantes, y pensé que iba a guardar silencio de nuevo, algo muy propio de los alquimistas, pero después de echar un vistazo a su alrededor, me habló en voz baja.

—Abe no pertenece a ninguna familia real, pero es un tipo muy importante. Tampoco es ruso, pero pasa mucho tiempo en este país, siempre por negocios… tanto legales como ilegales, me parece. Tiene amistades con todos los moroi importantes, y la mitad de las veces parece tener bajo control también a los alquimistas. Sé que participa en el proceso de creación de nuestros tatuajes… pero sus negocios van mucho más allá de eso. Lo llamamos por un nombre sin que él lo sepa: Zmey.

—¿Cómo?

Apenas había oído la palabra. Había sonado como una especie de silbido. No era nada que hubiese oído antes. Sydney sonrió levemente al ver mi confusión.

Zmey significa «serpiente» en ruso. Pero no se trata de cualquier tipo de serpiente —entornó los ojos mientras pensaba en una explicación mejor—. Es un término que se utiliza en muchos mitos. Algunas veces se refieren a serpientes gigantes a las que se tienen que enfrentar los héroes. También hay algunos cuentos sobre hechiceros que hacen magia con sangre de serpiente que reciben ese nombre. Y la serpiente del Jardín del Edén, la que hizo caer en el pecado a Eva, a esa también se la llama zmey.

Me estremecí. Vale, aquello era muy, muy raro, pero hizo que algunas piezas encajaran en su sitio. Se suponía que los alquimistas tenían conexiones con jefes y autoridades y, al parecer, Abe tenía mucha influencia.

—¿Fue Abe quien quiso que me acompañases a Baia? ¿Fue la razón por la que te hicieron venir los alquimistas?

Sydney se quedó callada de nuevo, y luego hizo un gesto de asentimiento.

—Sí… Cuando hice aquella llamada esa noche en San Petersburgo me dijeron que te estaban buscando. Abe dio una serie de órdenes a través de los alquimistas para que me quedase contigo hasta que él se pudiera reunir con nosotras aquí. Por lo visto, te está buscando en nombre de otro.

Me quedé helada. Mis temores se habían visto confirmados. Había gente que me estaba buscando. Pero, ¿quién? Si Lissa hubiese iniciado una búsqueda, lo habría sabido al entrar en su cabeza. Tampoco pensaba que se tratase de Adrian, teniendo en cuenta la desesperación y la ignorancia con las que me preguntaba dónde estaba. Además, precisamente él parecía aceptar la necesidad que yo tenía de llevar a cabo aquella tarea.

Entonces, ¿quién me estaba buscando? ¿Y por qué motivo? Por lo visto, aquel Abe era un individuo de alto rango —aunque estuviera involucrado en algunos asuntos turbios—, alguien que muy bien podría estar relacionado con la reina o con alguien casi igual de importante. ¿Le habrían ordenado que me encontrase y que me llevase de vuelta? ¿O quizá, si teníamos en cuenta lo mucho que la reina me odiaba, le habían ordenado que se asegurase de que no volvía? ¿Me enfrentaba a un asesino? Estaba claro que Sydney hablaba de él con una extraña mezcla de miedo y de respeto.

—Quizá no quiera conocerlo —comenté.

—No creo que quiera hacerte daño. Verás, de haber querido hacerte algo malo, ya lo habría hecho. Pero ten cuidado; siempre está planeando varias cosas a la vez, y conoce suficientes secretos como para rivalizar con los alquimistas.

—Entonces, ¿no te fías de él?

Me dedicó una sonrisa triste mientras se daba la vuelta para marcharse.

—Se te olvida que no me fío de ninguno de vosotros.

En cuanto se marchó, decidí salir para alejarme del dolor y de los preparativos. Me senté en el último peldaño del porche trasero y me quedé mirando a Paul mientras jugaba. Estaba construyendo un fuerte para sus muñecos articulados. Aunque captaba la tristeza de su familia, le resultaba difícil sentirse demasiado afectado por la «muerte» de un tío al que solo había visto en un par de ocasiones. La noticia no significaba para él lo mismo que para los demás.

Disponía de mucho tiempo libre el resto del día, así que decidí comprobar rápidamente cómo estaba Lissa. No pude evitar sentir cierta curiosidad sobre cómo le habrían ido las cosas con Avery Lazar.

Aunque las intenciones de Lissa eran buenas, aún tenía un cierto reparo en comer con Avery. Aun así, le sorprendió agradablemente ver que Avery no desentonaba en absoluto y que embelesaba a Adrian y a Christian. Había que reconocer que a Adrian le embelesaba todo lo femenino. Christian fue más difícil de convencer, pero hasta a él empezó a caerle cada vez mejor, probablemente porque Avery no paró de meterse con Adrian. Cualquiera capaz de tomarle el pelo a Adrian se ganaba de entrada un puesto de honor en la lista de favoritos de Christian.

—A ver, explicadme una cosa —quiso saber Avery mientras enrollaba unos tallarines en el tenedor—. Os quedáis en la academia todo el día, ¿no? ¿Es que intentáis superar vuestra mala experiencia en el instituto?

—Yo no tengo nada que superar —le respondió Adrian con altivez—. Yo era el rey del instituto. Me adoraban y veneraban, aunque eso tampoco debería sorprenderle a nadie.

Christian, que estaba a su lado, casi se atragantó con la comida.

—Entonces, lo que intentas es revivir tus días de gloria. Todo ha ido cuesta abajo desde entonces, ¿no?

—Ni hablar —replicó Adrian—. Yo soy como el buen vino: mejoro con los años. Lo mejor aún está por llegar.

—Yo me cansaría enseguida —contestó Avery, que no pareció muy convencida de la analogía con el vino—. Ya estoy aburrida, y hasta me paso una parte del día ayudando a mi padre.

—Adrian se pasa casi todo el día durmiendo —comentó Lissa procurando no reírse—. Por eso no tiene que preocuparse de encontrar cosas que hacer.

—Oye, que me paso buena parte del tiempo ayudándote a ti a desentrañar los misterios del espíritu —le recordó Adrian.

Avery se inclinó hacia delante con un gesto de curiosidad.

—Entonces, ¿de verdad existe? He oído cosas sobre el espíritu… y de cómo sois capaces de curar a la gente.

Lissa tardó unos segundos en responder. No tenía muy claro si se acostumbraría a que la gente hablase de forma abierta sobre su magia.

—Entre otras cosas. Aún lo estamos descubriendo.

Adrian estaba más dispuesto que ella a hablar del tema, probablemente con la esperanza de impresionar a Avery, y enumeró algunos de los poderes del espíritu, como la lectura del aura y la coerción.

—Además, puedo visitar a la gente en sus sueños —añadió.

Christian levantó una mano.

—Para. Presiento que habrá un momento en que nos dirás que las mujeres ya sueñan contigo. Estoy comiendo, por favor.

—No iba a hablaros de eso —respondió Adrian, pero parecía que le habría gustado que esa broma se le hubiese ocurrido a él.

No pude evitar que me entrase la risa. Adrian era descarado y frívolo en público… pero en mis sueños me había mostrado su lado serio y preocupado. Era más complejo de lo que la gente se imaginaba.

Avery se había quedado helada.

—Vaya. Y yo que pensaba que practicar la magia aérea era guay. Parece que no es para tanto.

De pronto, una leve brisa le echó el pelo hacia atrás, como si estuviera posando para una sesión de fotos en traje de baño. Le mostró al grupo una de sus sonrisas deslumbrantes. Ya solo faltaba el fotógrafo.

El sonido del timbre hizo que todos se pusieran en pie. Christian se dio cuenta de que se había dejado los deberes en otra clase y se marchó corriendo para recuperarlos después de darle un beso de despedida a Lissa, faltaría más.

Adrian se despidió casi con la misma rapidez.

—Los profesores me miran mal si me quedo aquí una vez han empezado las clases —les hizo una reverencia a Lissa y a Avery—. Hasta otra, señoras.

Avery, a quien no le importaba lo más mínimo lo que pensasen los profesores, acompañó a Lissa hasta la siguiente clase con cara pensativa.

—Tú… sales con Christian, ¿no?

Vaya si salía con él. Si Avery hubiera visto la mitad de las cosas que yo les había visto hacer gracias al vínculo que me unía con Lissa, lo habría tenido claro.

Lissa se echó a reír.

—Sí. ¿Por qué?

Avery vaciló, y eso hizo que Lissa sintiera curiosidad.

—Pues… es que he oído que estabas con Adrian.

Lissa estuvo a punto de pararse en seco.

—¿Dónde has oído eso?

—En la Corte. La reina dice que está muy contenta de que seáis una pareja y que siempre estáis juntos.

Lissa soltó un gruñido.

—Eso es porque cada vez que voy a la Corte, lo invita a él también y luego nos encarga cosas para hacer los dos juntos. No lo hago queriendo… Bueno, no me malinterpretes. No me importa estar con él, pero si estamos siempre juntos es porque Tatiana nos obliga.

—Pero a ella parece que le caes bien. Habla de ti a todas horas, del tremendo potencial que tienes y de lo orgullosa que está de ti.

—Creo que está orgullosa de manipularme. Ir allí es un agobio. O bien pasa por alto que estoy saliendo con Christian, o aprovecha siempre que puede para insultarlo de algún modo.

La reina Tatiana, como tanta otra gente, era incapaz de perdonarles a los padres de Christian que se hubieran convertido en strigoi por voluntad propia.

—Lo siento —dijo Avery con aspecto de sentirse realmente mal—. No quería sacar un tema tan incómodo. Solo quería saber si Adrian estaba disponible, nada más.

Lissa no estaba enfadada con Avery. Su furia se dirigía hacia la reina, a su manera de dar por hecho que todo el mundo debía comportarse según quisiera ella y que debía hacer lo que a ella le viniera en gana. El mundo de los moroi se había regido por un rey o una reina desde el comienzo de los tiempos, y Lissa pensaba a veces que había llegado el momento de un cambio. Necesitaban un sistema en el que todo el mundo tuviera los mismos derechos, pertenecieran o no a una familia real. Los dhampir, también.

Cuanto más lo pensaba, más crecía su furia. La rabia y la frustración se le dispararon de un modo más propio de mí que de ella. A veces le daban ganas de ponerse a chillar, de plantarse delante de Tatiana y de decirle que se había acabado su acuerdo. Ninguna universidad se merecía tanto esfuerzo. Quizá hasta podría decirle a Tatiana que había llegado la hora de una revolución, de derrocar el régimen atrasado de los moroi y…

Lissa parpadeó y se quedó asombrada al comprobar que estaba temblando. ¿De dónde habían salido todas aquellas emociones? Una cosa era estar molesta con Tatiana, pero… ¿aquello? No había sufrido una rabia descontrolada como esa desde que había comenzado a utilizar el espíritu. Inspiró profundamente y se esforzó en usar alguna de las técnicas para calmarse que había aprendido para que Avery no se percatase de que había estado a punto de perder la chaveta.

—No soporto que la gente hable de mí, eso es todo —dijo Lissa por fin.

Avery no parecía haber notado la rabia momentánea de Lissa.

—Bueno, si así te sientes mejor, te diré que no todo el mundo piensa eso de ti. He conocido a una chica… ¿Mia? Sí, se llamaba así. Alguien que no pertenecía a la realeza —el tono desdeñoso de Avery sugería que tenía la misma actitud que muchos miembros de la realeza mostraban hacia los moroi «comunes»—. Se echó a reír ante la sugerencia de que tú y Adrian estabais saliendo. Dijo que era ridículo.

Lissa casi sonrió al oír aquello. Mia había sido rival de Lissa y una niña mimada egocéntrica, pero después de que los strigoi matasen a su madre, había cambiado y mostraba un carácter fuerte y decidido, y eso nos gustaba tanto a Lissa como a mí. Mia vivía en la Corte con su padre, donde se entrenaba en secreto para poder luchar contra los strigoi algún día.

—Ah. Ahí está Simon —dijo Avery de repente—. Tengo que irme.

Lissa miró al otro lado del pasillo y vio al ceñudo guardián de Avery. Quizá Simon no tenía un aspecto tan arisco como el de Reed, el hermano de Avery, pero seguía mostrando la misma actitud huraña y severa que le vio Lissa cuando lo conoció. Sin embargo, Avery parecía llevarse bien con él.

—Vale. Nos vemos luego —dijo Lissa.

—Ya te digo —le respondió Avery mientras se volvía.

—Esto… ¿Avery?

Ella se volvió de nuevo.

—¿Sí?

—Adrian está más que disponible.

La única respuesta de Avery fue una rápida sonrisa antes de echar a andar hacia Simon para reunirse con él.

Volví con los Belikov a Baia y vi que el funeral ya estaba en marcha. Los vecinos y los amigos, todos dhampir, fueron llegando poco a poco, y muchos traían comida. Fue mi primer atisbo de la comunidad dhampir, aunque seguía sin parecerme tan misteriosa como me había sugerido Sydney. La cocina se convirtió en una sala de banquetes, y todas las mesas y las encimeras quedaron cubiertas de platos. Algunos tenían comidas que me resultaban familiares, y había muchos postres, galletas y pasteles cubiertos de nueces y con glaseados que parecían recién hechos. Algunos de los platos no los había visto jamás, y no estaba segura de si quería volver a verlos. En concreto, vi un cuenco lleno de unos repollos viscosos que procuré evitar a toda costa.

Sin embargo, antes de comer, todo el mundo salió y se reunió formando un semicírculo en el jardín. Era el único sitio en el que cabía tanta gente. En ese momento apareció un sacerdote humano. Eso me sorprendió, pero supuse que, al vivir en un pueblo humano, los dhampir acudirían a una iglesia humana, y para la mayoría de los humanos los dhampir tenían el mismo aspecto que ellos, por lo que el sacerdote sin duda pensaría que había acudido a una casa normal. Un puñado de moroi que se encontraban en el pueblo también asistieron, pero ellos también podían pasar más o menos por humanos, muy pálidos, si se mostraban discretos con los colmillos. Los humanos no esperan ver lo sobrenatural, por lo que sus mentes raras veces tienen en cuenta esa posibilidad, aun cuando la tienen delante de sus narices.

Todo el mundo se quedó callado. Ya se estaba poniendo el sol, que brillaba con su fuego naranja en el cielo, y las largas sombras caían sobre nosotros. El sacerdote celebró un servicio funerario en ruso canturreando con una voz que sonaba sobrenatural en el patio cada vez más oscuro.

Todas las ceremonias eclesiásticas a las que había asistido habían sido siempre en mi idioma, pero me di cuenta de que aquella me provocaba la misma emoción. A menudo, los allí reunidos se santiguaban. No conocía los momentos en los que debía hablar, así que me limité a observar y a esperar mientras dejaba que la quejumbrosa voz del sacerdote me llenase el alma. Mis sentimientos hacia Dimitri se revolvían en mi interior como una tormenta que creciese por momentos, y me tuve que esforzar en mantenerlos a raya, encerrados en mi corazón. Cuando terminó por fin el servicio religioso, la tensión sobrecogedora que había envuelto al grupo se disipó. La gente se movió de nuevo y se puso a abrazar a los miembros de la familia Belikov y a estrecharle la mano al sacerdote, quien se marchó poco después.

Lo siguiente fue ponerse a comer. Todo el mundo se llenó los platos y se sentó allí donde encontró sitio, ya fuera dentro de la casa o en el jardín. Ninguno de los invitados me conocía, y la familia de Dimitri estaba demasiado ocupada para atenderme, ya que se movían arriba y abajo para procurar que todo el mundo se sintiese a gusto. Sydney se quedó conmigo un buen rato y, aunque nuestra conversación fue superficial, me reconfortó su presencia. Nos sentamos en el suelo del salón, con la espalda apoyada en la pared junto a la estantería. Como siempre, ella apenas picoteó algo de la comida, lo que me hizo sonreír. Había algo relajante en ver aquella costumbre tan familiar.

Una vez acabada la cena, la gente siguió charlando en grupitos. No entendía nada, pero no dejaba de oír cómo pronunciaban su nombre. «Dimitri, Dimitri». Me recordó a los siseos incomprensibles que los fantasmas hacían durante sus apariciones. Era algo angustioso y asfixiante, y la fuerza de su nombre me oprimió el corazón. Pasado un rato, comenzó a ser insoportable. Sydney se había alejado de mí, así que salí de la casa para respirar un poco de aire fresco. Algunos habían encendido una pequeña hoguera en la parte trasera y estaban sentados alrededor, donde seguían hablando de Dimitri, así que salí al porche delantero.

Eché a andar por la calle, pero sin querer ir demasiado lejos. La noche era tibia y despejada, y las estrellas brillaban con fuerza en la negrura que se extendía sobre mí. Mis sentimientos estaban enmarañados y, al estar lejos de los demás, dejé que se desatasen y saliesen en forma de unas lágrimas silenciosas que me bajaron por las mejillas. Cuando ya estaba tan solo a un par de casas de distancia, me senté en un bordillo. Allí descansé y disfruté de la tranquilidad que me rodeaba. Sin embargo, esa paz no duró mucho. Mi agudo sentido del oído captó el sonido de unas voces procedentes de la casa de los Belikov. Aparecieron tres siluetas. Una de ellas era alta y delgada, un moroi, y las otras dos eran de dhampir. Me quedé mirándolos a los tres mientras se me acercaban, hasta que se detuvieron delante de mí. Me despreocupé por completo de las formalidades y me quedé sentada mirando hacia arriba, hacia los ojos oscuros del moroi. No reconocí a aquel grupo de entre la gente que había asistido a la ceremonia, pero sí que reconocí al moroi de alguna otra parte. Esbocé una sonrisilla irónica.

—Abe Mazur, supongo.