CINCO

El resto del viaje transcurrió sin que sucediese nada en particular. Sydney no dejó de mostrar esa sensación de incomodidad en mi presencia pero, a veces, cuando me esforzaba por comprender lo que pasaba en algún programa de la tele rusa, se dedicaba a explicarme lo que estaba viendo. Existían ciertas diferencias culturales entre estos programas y aquellos con los que nos habíamos criado, así que eso era algo que teníamos en común. De vez en cuando sonreía ante algo que a las dos nos parecía divertido, y entonces sentía que dentro de ella había alguien de quien yo podría hacerme amiga. Sabía que me resultaría imposible encontrar a alguien que sustituyera a Lissa, pero creo que una parte de mí ansiaba llenar el vacío de amistad que se había abierto al abandonarla.

Sydney dormitaba a lo largo del día, y empecé a pensar que no era más que una insomne con un patrón de sueño realmente extraño. También siguió con aquel modo de alimentarse tan raro, sin apenas acabarse las comidas. Siempre me dejaba los restos, y se atrevía un poco más con los platos rusos. Yo había tenido que experimentar con ellos a mi llegada, y era agradable tener la ayuda de alguien que, aunque no era nativa del lugar, sabía mucho más de Rusia que yo.

Llegamos a Omsk al tercer día de viaje. Era una ciudad más grande y bonita de lo que me esperaba encontrar en Siberia. Dimitri siempre se había burlado de mí porque decía que mi imagen de Siberia era la de un sitio parecido a la Antártida, y no era así. Vi que tenía razón, por lo menos en lo que se refería a la parte meridional de la región. El tiempo no era muy diferente al de Montana en esa época del año: el aire fresco de la primavera, tibio de vez en cuando por la luz del sol.

Sydney me había dicho que cuando llegásemos, conseguiría que alguno de los moroi nos llevase. En la ciudad vivían unos cuantos, mezclados con la población mayoritaria local. Pero a medida que avanzaba el día, descubrimos que teníamos un problema: ningún moroi nos quería llevar al pueblo. Al parecer, era una carretera peligrosa. Los strigoi solían merodear por allí de noche, con la esperanza de atrapar a los moroi o a los dhampir que viajaban por la zona. Cuanto más me lo explicaba Sydney, más preocupada me sentía por mi plan. Al parecer, no había muchos strigoi dentro del propio pueblo de Dimitri. Según ella, acechaban en la periferia, pero pocos vivían allí de forma permanente. Si eso era cierto, las posibilidades de encontrar a Dimitri habían disminuido enormemente. La cosa empeoraba a medida que Sydney me seguía describiendo la situación.

—Muchos strigoi viajan por la región en busca de víctimas, y el pueblo solo es una zona por la que pasan —me explicó—. La carretera está un poco lejos, así que algunos strigoi se quedan durante un tiempo para intentar conseguir presas fáciles y luego se marchan.

—En Estados Unidos, los strigoi se esconden en las grandes ciudades —comenté con cierta inquietud.

—Aquí también. Les resulta más fácil conseguir víctimas sin que nadie se dé cuenta.

Sí, aquello representaba todo un contratiempo en mis planes. Si Dimitri no vivía en el pueblo, iba a tener un grave problema. Sabía que a los strigoi les gustaban las grandes ciudades, pero no sé por qué estaba convencida de que Dimitri regresaría al lugar donde se había criado.

Pero si Dimitri no estaba allí… De repente, caer en la cuenta de la inmensidad de Siberia fue como un mazazo. Me había enterado de que Omsk ni siquiera era la ciudad de mayor tamaño de la región, y encontrar a un solo strigoi allí ya sería difícil. Si encima tenía que buscarlo por varias ciudades más grandes… La situación se podía poner muy, muy fea si había errado con mi corazonada.

Desde que partí en busca de Dimitri, había sufrido momentos de debilidad pasajeros en los que me asaltaba el temor de no encontrarlo jamás. El hecho de que fuese un strigoi me seguía atormentando. También me asaltaban otras imágenes… unas imágenes de cómo era antes y los recuerdos del tiempo que habíamos pasado juntos.

Creo que mi recuerdo más valioso era de poco antes de su transformación. Fue una de esas veces en las que absorbí mucha de la oscuridad inducida por el espíritu de Lissa. Estaba fuera de control, incapaz de recuperarme. Temía convertirme en un monstruo, temía suicidarme como había hecho otra guardiana bendecida por la sombra.

Dimitri me había hecho recuperarme, y me había prestado su fuerza. Fue entonces cuando me di cuenta de lo fuerte que era nuestra relación, de cómo nos comprendíamos el uno al otro a la perfección. En el pasado me había mostrado escéptica con las personas que decían ser compañeros del alma, pero en ese momento supe que era verdad. Y con la relación emocional llegó la relación física. Dimitri y yo finalmente cedimos a la atracción mutua. Juramos que nunca lo haríamos, pero… nuestros sentimientos fueron demasiado poderosos. Mantenernos alejados el uno del otro se había vuelto imposible. Hicimos el amor, y fue mi primera vez. A veces estaba convencida de que sería la única vez.

El acto en sí fue increíble, y fui incapaz de separar el disfrute emocional del físico. Después nos quedamos tumbados en la pequeña cabaña tanto tiempo como pudimos, y eso también fue increíble. Fue uno de los pocos momentos en los que sentí que era realmente mío.

—¿Recuerdas el hechizo de lujuria de Victor? –le pregunté mientras me arrebujaba contra él.

Dimitri me miró como si estuviera loca.

—Por supuesto.

Victor Dashkov era un moroi de la realeza, un antiguo amigo de Lissa y de su familia. Casi nadie sabía que había estudiado el espíritu en secreto durante años y que había identificado a Lissa como alguien capaz de utilizar el espíritu antes de que ella misma lo supiese. La torturó con toda clase de juegos mentales que la hicieron pensar que se estaba volviendo loca. Sus planes culminaron con el rapto y la tortura de Lissa, hasta que ella lo curó de la enfermedad que lo estaba matando.

Victor estaba en la cárcel, condenado a cadena perpetua, tanto por lo que le había hecho a Lissa como por sus traicioneros planes para rebelarse contra el gobierno moroi. Era uno de los pocos que conocía mi relación con Dimitri, algo que me había preocupado de forma angustiosa. Había llegado a fomentar nuestra relación al crear un hechizo de lujuria con un collar que llevaba tierra y una coerción. El amuleto estaba cargado de una magia peligrosa que había hecho que Dimitri y yo cediéramos ante nuestros impulsos más básicos. Nos contuvimos en el último momento, y hasta la noche que pasamos en la cabaña pensé que nuestro encuentro impulsado por el hechizo había sido el «subidón» físico definitivo.

—No me esperaba que pudiese ser mejor aún —le dije a Dimitri después de acostarnos juntos de verdad. Me sentía un poco avergonzada de hablar de ello—. Pensaba constantemente… en lo que ocurrió entre nosotros.

Se volvió hacia mí y tiró de la colcha. Hacía frío en la cabaña, pero las mantas de la cama nos mantenían calientes. Supongo que podríamos habernos puesto algo de ropa, pero era lo último que quería hacer. Estar pegados piel con piel era una sensación demasiado agradable.

—Yo también.

—¿Tú también? —le pregunté sorprendida—. Pensaba… Bueno, no sé. Pensaba que eras demasiado disciplinado para algo así. Pensaba que intentarías olvidarlo.

Dimitri se echó a reír y me besó en el cuello.

—Rose, ¿cómo iba a poder olvidar estar desnudo con una persona tan hermosa como tú? Me quedé despierto muchas noches recordando todos los detalles. Me repetía que estaba mal, pero eres imposible de olvidar —sus labios bajaron hasta mi clavícula mientras una de sus manos me acariciaba la cadera—. Te has grabado a fuego en mi mente para siempre. No hay nada en este mundo capaz de cambiar eso.

Y eran recuerdos como ese lo que hacían tan difícil aceptar mi misión de matarlo, por más que ahora fuese un strigoi. Sin embargo, o al mismo tiempo, eran exactamente recuerdos como esos los que me obligaban a acabar con él. Necesitaba recordarlo como el hombre que me había amado y que me había abrazado en la cama. Necesitaba recordar que ese hombre no querría vivir convertido en un monstruo.

No me emocionó ver el coche que Sydney había comprado, sobre todo porque había sido yo quien le había dado el dinero para hacerlo.

—¿Vamos a ir en eso? —exclamé—. ¿Podrá llegar tan lejos?

Al parecer, el viaje duraría unas siete horas. Sydney me miró sorprendida.

—¿Lo dices en serio? Es un Citroën de 1972. Estos cacharros son increíbles. ¿Tienes idea de lo difícil que tuvo que ser meterlo en el país en la época de la Unión Soviética? Aún no me creo que ese tipo me lo haya vendido. No tiene ni idea.

Sabía muy poco de la era soviética, y menos aún de coches clásicos, pero Sydney acarició el capó de color rojo brillante como si estuviese enamorada de él. ¿Quién lo hubiera dicho? Era una fanática de los coches. Quizá era un cacharro valioso y yo no era capaz de apreciarlo. A mí me gustaban los coches deportivos último modelo. En honor a la verdad, aquel coche no tenía abolladuras ni estaba oxidado, y aparte de su aspecto desfasado, estaba limpio y cuidado.

—¿Arrancará? —le pregunté.

La expresión de su cara se volvió aún más incrédula.

—¡Pues claro!

Y arrancó. El motor se encendió con un ronroneo constante y, por cómo aceleró, empecé a comprender la fascinación que sentía. Me apeteció conducir, y estaba a punto de decirle que lo habíamos comprado con mi dinero cuando vi su expresión de embeleso y decidí finalmente no interponerme entre ella y el coche.

Me alegré de marcharnos de inmediato, la tarde ya estaba avanzada. Si el camino era tan peligroso como todo el mundo decía, no querríamos estar en él cuando se hiciera de noche. Sydney me dio la razón, pero me dijo que podríamos hacer la mayor parte del viaje antes de que se pusiera el sol, y luego nos quedaríamos a dormir en un sitio que conocía. Llegaríamos al pueblo por la mañana.

Cuanto más nos alejábamos de Omsk, más áspero se volvía el paisaje. Al contemplarlo, comprendí el amor que Dimitri sentía por aquella tierra. Era cierto que tenía un aspecto desolado, agreste, pero la primavera estaba coloreando de verde los prados, y ver aquellos campos vírgenes tenía un embrujo hermoso. En cierto modo, me recordaba a Montana, pero aquella tierra poseía un carácter especial y propio.

No pude evitar usar la fascinación que sentía Sydney por el coche para empezar una conversación.

—¿Sabes mucho de coches? —le pregunté.

—Algo. El alquimista de la familia es mi padre, pero mi madre es mecánica.

—¿De verdad? —pregunté sorprendida—. Eso es algo… poco habitual.

Por supuesto, yo no era la más apropiada para hablar de trabajos típicos según se fuera hombre o mujer. Si se tenía en cuenta que mi vida estaba dedicada a luchar y a matar, tampoco es que yo pudiera proclamar que tenía un trabajo típicamente femenino.

—Es muy buena, y me enseñó mucho. No me hubiera importado ganarme la vida así —su voz tenía un deje de amargura—. Supongo que hay muchas otras cosas que me gustaría hacer y que no puedo.

—¿Por qué no?

—Tuve que ser la siguiente alquimista de la familia. Mi hermana… Bueno, es mayor que yo, y normalmente suele ser el primogénito quien se encarga de esa tarea, pero ella es un tanto… inútil.

—Ese es un comentario muy duro.

—Sí, quizá, pero es que es incapaz de manejar este tipo de situaciones. Se le da de maravilla organizar sus pintalabios, pero, ¿supervisar un entramado de relaciones y de personas como el que tenemos? No, jamás sería capaz de hacerlo. Mi padre me dijo que yo era la única capacitada para lograrlo.

—Eso al menos es un cumplido.

—Supongo.

Sydney estaba tan triste que me sentí mal por sacar el tema.

—Si pudieras ir a la universidad, ¿qué te gustaría estudiar?

—Arquitectura griega y romana.

Me alegré de que fuera ella quien conducía, porque yo probablemente me habría salido de la carretera.

—¿De verdad?

—¿Sabes algo del tema?

—Pues… no.

—Es increíble —la expresión de tristeza quedó sustituida por una de optimismo alegre. Casi parecía tan contenta como cuando me había hablado del coche. Comprendí por qué le había gustado la estación de tren—. El ingenio que hizo falta para construir algunas de… En fin, es increíble. Si los alquimistas no me mandan de nuevo a Estados Unidos, espero que me envíen a Italia o a Grecia.

—Eso sería genial.

—Sí —la sonrisa desapareció—. Pero en este trabajo no hay garantía alguna de conseguir lo que quieres.

Se quedó callada, y decidí que haber logrado tener aquella pequeña conversación ya había sido una victoria más que suficiente. La dejé sumida en sus propios pensamientos sobre coches de época y arquitectura clásica mientras yo me ponía a pensar en mis cosas: los strigoi, el deber, Dimitri… Siempre Dimitri.

Bueno, Dimitri y Lissa. Siempre era una incógnita saber cuál de los dos me causaría más dolor. Ese día, mientras me amodorraba en el coche, pensé en Lissa, sobre todo por la reciente visita de Adrian en sueños.

La primera hora del anochecer en Siberia equivalía a la primera hora de la mañana en Montana. Sin embargo, puesto que la escuela seguía un horario nocturno, técnicamente también era de noche para ellos a pesar de estar amaneciendo. Ya casi era la hora del toque de queda, y todo el mundo debía regresar a sus dormitorios en breve.

Lissa estaba con Adrian en la habitación que este tenía en el edificio para los invitados. Adrian, como Avery, ya se había graduado, pero al ser el único que utilizaba el espíritu aparte de Lissa, se había quedado de forma indefinida en la escuela para trabajar con ella. Acababan de pasar una larga y agotadora tarde perfeccionando la habilidad de caminar en sueños y estaban en el suelo, sentados uno frente a otro. Lissa dejó escapar un suspiro y se derrumbó hasta quedar tumbada con los brazos cruzados sobre la cara.

—Esto es inútil —se quejó—. No voy a conseguir aprender nunca.

—Nunca te consideré una rajada, prima.

La voz de Adrian era frívola, como de costumbre, pero noté que él también estaba cansado. No eran primos de verdad; solo era un término que a veces usaban los miembros de la realeza para referirse los unos a los otros.

—Es que no logro entender cómo lo haces.

—No sé cómo explicarlo. Solo pienso en ello y… bueno, y sucede —se encogió de hombros y sacó uno de los cigarrillos que siempre llevaba encima—. ¿Te importa?

—Sí —respondió Lissa.

Me quedé sorprendida cuando Adrian lo guardó. ¿Pero qué narices…? A mí nunca me había preguntado si me molestaba que fumara, aunque lo cierto era que sí me molestaba. De hecho, hubiera jurado que la mitad de las veces lo hacía para irritarme, cosa que no tenía sentido. Adrian ya había pasado la edad en la que los chicos intentan atraer a las chicas que les gustan metiéndose con ellas.

Adrian intentó explicarle el proceso.

—Solo pienso en la persona que quiero y entonces… No lo sé. Expando mi mente hacia ella.

Lissa se incorporó hasta quedar sentada y cruzó las piernas.

—Suena muy parecido al momento en que Rose me lee el pensamiento.

—Probablemente se trata del mismo principio. Mira, tardaste cierto tiempo en aprender a leer auras. Esto es igual. Y no eres la única que aprende poco a poco. Yo ahora por fin estoy aprendiendo a curar arañazos, y tú eres capaz de revivir a los muertos. Eso es la leche, y llámame loco si quieres —se quedó callado un momento—. Claro que hay gente que te podría asegurar que estoy loco de remate.

Al mencionar el aura, Lissa le observó con atención y se esforzó por usar su habilidad para ver el campo de luz que brillaba alrededor de todo ser vivo. El aura de Adrian se hizo visible y lo envolvió con un brillo dorado. Según Adrian, el aura de Lissa tenía el mismo aspecto. Ningún otro moroi poseía esa clase de oro puro. Lissa y Adrian habían llegado a la conclusión que era algo único, propio de los que utilizaban el espíritu.

Adrian sonrió al adivinar lo que estaba haciendo Lissa.

—¿Qué aspecto tiene?

—El mismo.

—¿Ves lo bien que se te da? Solo tienes que ser paciente con los sueños.

Lissa ansiaba caminar en los sueños, como él. A pesar de lo decepcionada que se sentía, yo me alegraba de que no pudiera hacerlo. Las visitas en sueños que me hacía Adrian ya eran bastante duras de por sí. Verla supondría… No estaba del todo segura, pero haría que me resultase mucho más difícil mantener esa actitud fría y dura que me esforzaba por conservar en Rusia.

—Solo quiero saber cómo está —dijo Lissa en voz baja—. No soporto no saberlo.

Era la misma conversación que había tenido con Christian.

—La vi el otro día. Está bien. Y no tardaré en visitarla otra vez.

Lissa hizo un gesto de asentimiento.

—¿Crees que lo conseguirá? ¿Crees que podrá matar a Dimitri?

Adrian tardó un rato en contestar.

—Creo que puede hacerlo. La cuestión es si eso la acabará matando a ella.

Lissa se sobresaltó y yo me quedé un tanto sorprendida. La respuesta fue tan directa como la que le hubiese dado Christian.

—Dios, cómo me gustaría que no hubiese decidido perseguirlo.

—Ahora no sirve de nada lamentarse. Rose tiene que hacerlo. Es la única forma que tenemos de recuperarla —Adrian se calló un momento—. Es la única forma que tiene de seguir adelante con su vida.

A veces, Adrian me sorprendía, pero en esta ocasión me dejó completamente pasmada. Lissa creía que era una locura y un suicidio perseguir a Dimitri. Sabía que Sydney estaría de acuerdo con ella si le contaba el verdadero motivo del viaje. Pero Adrian… el bobo, el superficial, el fiestero… ¿Adrian era capaz de entenderlo? De repente, al observarlo atentamente a través de los ojos de Lissa, me di cuenta de que era verdad. Esta situación no le gustaba, y se notaba el dolor en su voz. Estaba preocupado por mí. Que yo albergase unos sentimientos tan fuertes hacia otra persona le hacía daño. Y sin embargo… estaba convencido de que yo obraba bien y que hacía lo único que podía hacer.

Lissa miró el reloj.

—Tengo que irme antes del toque de queda. También tendría que estudiar para el examen de Historia.

Adrian sonrió.

—El estudio está sobrevalorado. Encuentra a alguien inteligente de quien copiar.

Lissa se puso en pie.

—¿Me estás diciendo que no soy inteligente?

—Joder, no.

Adrian también se puso en pie y se dirigió al mueble bar, que tenía siempre bien provisto, para servirse una copa. La automedicación era su modo irresponsable de mantener a raya los efectos secundarios del uso del espíritu, y si lo había utilizado durante toda la tarde, probablemente querría el aletargamiento que le proporcionaban sus vicios.

—Eres la persona más inteligente que conozco, pero eso no significa que tengas que hacer un trabajo innecesario.

—No puedes tener éxito en la vida si no te esfuerzas. Si te dedicas a copiar de tus compañeros, no llegarás a ninguna parte.

—Lo que tú digas —respondió él con otra sonrisa—. Yo me he pasado el instituto copiando y mira lo bien que me va.

Lissa puso los ojos en blanco antes de darle un rápido abrazo de despedida y marcharse. En cuanto salió, su sonrisa se desvaneció un poco. De hecho, sus pensamientos se volvieron sombríos. Mencionarme había despertado toda clase de sentimientos en su fuero interno. Estaba preocupada por mí, terriblemente preocupada. Le había dicho a Christian que se sentía mal por lo que había ocurrido entre nosotras, pero todo lo que implicaba ese sentimiento no me resultó evidente hasta ese momento. Estaba atormentada por la culpa y la confusión, y se fustigaba continuamente por lo que pensaba que debería haber hecho. Y, sobre todo, me echaba de menos. Tenía la misma sensación que yo: que le habían amputado un miembro de su cuerpo.

Adrian vivía en la tercera planta; Lissa prefirió bajar por las escaleras y no por el ascensor. Mientras bajaba, la cabeza no dejaba de darle vueltas por la preocupación. Le preocupaba no saber si alguna vez llegaría a dominar el espíritu. Yo también le preocupaba. Le preocupaba no sentir los efectos secundarios adversos del espíritu, pues eso le hacía preguntarse si era yo quien los estaba absorbiendo, igual que le había ocurrido a una guardiana que se llamaba Anna. Anna había vivido hacía siglos y había estado vinculada a San Vladimir, de quien había tomado el nombre la academia. La guardiana había absorbido los efectos nocivos… y se había vuelto loca.

Lissa oyó gritos en la primera planta, incluso a través de la puerta que separaba la escalera del pasillo. Aunque sabía que aquello no tenía nada que ver con ella, vaciló, y le pudo la curiosidad. Un segundo después, abrió la puerta en silencio y salió al pasillo. Las voces llegaban del otro lado de la esquina. Asomó poco a poco la cabeza con cuidado y echó un vistazo, aunque no fuese necesario, pues ya había reconocido las voces.

Avery Lazar estaba en mitad del pasillo con las manos en las caderas sin apartar la mirada de su padre. Él se encontraba en el umbral de lo que debía de ser su habitación. Las posturas que tenían ambos eran rígidas y hostiles, y la tensión enfurecida restallaba entre ambos.

—¡Haré lo que me dé la gana! —gritó Avery—. ¡No soy tu esclava!

—Eres mi hija —replicó él con una voz tranquila y condescendiente—. Aunque a veces desearía que no lo fueses.

«Au». Tanto Lissa como yo nos quedamos sorprendidas.

—Entonces, ¿por qué quieres que me quede en esta mierda de sitio? ¡Déjame volver a la Corte!

—¿Para avergonzarme más todavía? Nos marchamos y de milagro conseguimos no ensuciar la reputación de la familia. Al menos, no demasiado. No pienso dejar que vuelvas allí sola para dejarte hacer Dios sabe qué.

—¡Pues mándame con mamá! Hasta Suiza tiene que ser mejor que este sitio.

Se produjo una pausa.

—Tu madre está… ocupada.

—Vaya, qué bonito —replicó Avery con la voz cargada de sarcasmo—. Es un modo muy educado de decir que no me quiere. No me sorprende. No haría más que estorbarla a ella y al tipo ese con el que se acuesta.

—¡Avery! —la voz de su padre resonó con fuerza y llena de furia. Lissa se sobresaltó y dio un paso atrás—. Se acabó la discusión. Vuelve a tu habitación para que se te pase la borrachera antes de que alguien te vea. Te espero mañana para desayunar, y espero que tengas un aspecto respetable. Vamos a recibir a unas visitas muy importantes.

—Claro, y bien sabe Dios que tenemos que guardar las apariencias.

—Vuelve a tu habitación —le repitió su padre—. Antes de que llame a Simon y le ordene que se te lleve a rastras.

—Sí, señor —se burló Avery con una sonrisa tonta—. Ahora mismo, señor. Lo que usted diga, señor.

El padre cerró la puerta de un portazo. Lissa se metió detrás de la esquina sin apenas poder creerse que le hubiera dicho aquellas cosas a su propia hija. Durante unos segundos no se oyó nada. Luego le llegó el sonido de unas pisadas… que se dirigían hacia ella. De repente, Avery dobló la esquina y se detuvo delante de Lissa; eso nos permitió a las dos verla con claridad por primera vez.

Llevaba puesto un vestido de tela azul, corto y ceñido, que al resplandor de la luz brillaba con un matiz plateado. Tenía el pelo suelto y despeinado, y las lágrimas que le salían de esos grandes ojos de color gris azulado habían echado a perder su elaborado maquillaje. El olor a alcohol me llegó con fuerza. Se pasó con rapidez una mano por los ojos, obviamente avergonzada de que alguien la viera así.

—Bueno, supongo que habrás oído el drama familiar —dijo con sequedad.

Lissa se sentía igualmente avergonzada de que la hubiera pillado fisgoneando.

—Lo… lo siento. No pretendía hacerlo. Solo pasaba por aquí…

Avery soltó una carcajada seca.

—Bah, tampoco creo que importe. Probablemente toda la gente del edificio nos haya oído.

—Lo siento —repitió Lissa.

—No lo sientas. No has hecho nada malo.

—No. Me refiero a que… bueno, ya sabes, a que te haya dicho esas cosas.

—Es lo que tiene pertenecer a una «buena» familia. Todo el mundo tiene trapos sucios escondidos —Avery se cruzó de brazos y se apoyó de espaldas en la pared. Incluso irritada y desaliñada tenía un aspecto atractivo—. Dios, a veces no lo soporto. No te ofendas, pero este sitio es aburrido de cojones. He conocido a unos cuantos alumnos de segundo curso con los que he salido esta noche, pero… también eran tremendamente aburridos. Lo único que tenían de bueno era la cerveza.

—¿Por qué… por qué te ha traído tu padre? —quiso saber Lissa—. ¿Por qué no estás… no sé, en la universidad?

Avery soltó otra risotada.

—No confía lo suficiente en mí. Cuando estábamos en la Corte tuve una relación con un chico guapo que trabajaba allí. Por supuesto, no pertenecía a la realeza. Mi padre se puso hecho una fiera y temió que la gente se enterase. Así que, cuando consiguió el puesto aquí, me trajo con él para tenerme vigilada… y para torturarme. Creo que tiene miedo de que me escape con un humano si voy a la universidad —soltó un suspiro—. Te juro que si Reed no estuviera aquí, me largaría sin mirar atrás.

Lissa no dijo nada durante unos segundos. Se había esforzado todo lo posible por evitar a Avery. Con todas las órdenes que la reina le estaba dando últimamente, a Lissa le daba la impresión de que aquel era el único modo que tenía de rechazar su autoridad y evitar que la controlasen. Pero en ese momento se preguntó si se habría equivocado con Avery. No le parecía una espía de Tatiana. No parecía alguien que quisiera moldear a Lissa para que se convirtiera en un miembro perfecto de la realeza. Lo que Avery parecía sobre todo era una chica dolida y triste cuya vida escapaba a su control, alguien que recibía tantas órdenes como Lissa últimamente.

Respiró hondo.

—¿Quieres comer mañana con Christian y conmigo? A nadie le molestará que vengas a comer en nuestro descanso de mediodía. No puedo prometerte que sea tan… hum, emocionante como te gustaría —dijo en un chorro continuo de palabras.

Avery sonrió de nuevo, pero esta vez con menos amargura.

—Bueno, mi plan era emborracharme a solas en mi habitación —sacó de su bolso una botella que parecía de whisky—. Me pillé algo para mí.

Lissa no tuvo muy claro qué clase de respuesta era aquella.

—Entonces… ¿nos vemos en la comida?

Ahora fue Avery la que dudó. Sin embargo, en sus ojos comenzó a aparecer lentamente un leve brillo de esperanza. Lissa se concentró e intentó captar su aura. Al principio le costó un poco, probablemente a causa del cansancio acumulado por haber estado practicando con Adrian. Cuando por fin logró captar el aura de Avery, vio una mezcla de colores: verde, azul y dorado. Lo habitual. Estaba envuelta en un matiz rojizo, como ocurría a menudo con las personas que estaban disgustadas o alteradas. Sin embargo, ese color rojo se desvaneció casi de inmediato.

—Sí, estaría genial —dijo Avery por fin.

—Creo que hasta aquí podemos llegar hoy.

Al otro lado del mundo, la voz de Sydney me sacó sobresaltada de los pensamientos de Lissa. No sabía cuánto tiempo había pasado soñando despierta, pero Sydney ya había salido de la carretera principal y se dirigía hacia un pueblo que encajaba a la perfección con la imagen estereotipada que tenía yo de una aldea perdida en los bosques de Siberia. De hecho, llamarlo «pueblo» era una exageración. Había unas cuantas casas diseminadas, una tienda y una gasolinera. Al otro lado de los edificios se extendían los campos de labranza, y vi más caballos que coches. La poca gente que había fuera de las casas miró con asombro nuestro automóvil. El cielo se había vuelto de un intenso color naranja y el sol se hundía cada vez más en el horizonte. Sydney tenía razón, ya casi era de noche, y teníamos que salirnos de la carretera.

—Estamos como mucho a un par de horas del pueblo —prosiguió—. Hemos tardado muy poco. Deberíamos estar allí a primera hora de la mañana —atravesamos el pueblo en coche, lo cual nos llevó como mucho un minuto, y Lissa se detuvo ante una casa blanca de paredes lisas con un granero al lado—. Esta noche nos quedaremos aquí.

Salimos del coche y echamos a andar hacia la casa.

—¿Son amigos tuyos?

—No. No los conozco, pero nos esperan.

Más contactos misteriosos de los alquimistas. La puerta la abrió una humana de aspecto amable que tendría unos veinte años. Nos indicó con gestos que entrásemos. No conocía más que unas cuantas palabras en mi idioma, pero la habilidad traductora de Sydney salvó la situación. Mi acompañante se comportó de un modo más amable y encantador de lo que la había visto hasta entonces, probablemente porque nuestros anfitriones no eran unos despreciables descendientes de vampiros.

Cualquiera pensaría que ir sentado en un coche todo el día no era agotador, pero yo estaba exhausta e impaciente por salir a primera hora de la mañana. Así pues, después de la cena y de un poco de tele, Sydney y yo nos retiramos a la habitación que nos tenían preparada. Era pequeña y sencilla, pero tenía dos camas con sus correspondientes mantas gruesas y mullidas. Me arrebujé rápidamente en las mías, agradecida por las suavidad y el calor, y me pregunté si soñaría con Lissa o con Adrian.

Ni lo uno ni lo otro. Me desperté con una ligera sensación de náusea que me recorrió todo el cuerpo; era la típica náusea que me indicaba que había un strigoi cerca.