CUATRO

En cualquier otro momento de mi vida me habría encantado visitar Moscú. Sydney había planeado nuestro viaje de manera que dispusiéramos de unas cuantas horas antes de subir al tren que nos llevaría hasta Siberia. Nos daba tiempo de dar una vuelta y cenar algo, aunque ella insistió en que sería mejor quedarnos a salvo dentro de la estación para cuando cayese la noche. A pesar de mis bravatas o de mis marcas de molnija, Sydney no quería arriesgarse.

A mí no me preocupaba el empleo del tiempo que teníamos libre, siempre y cuando estuviera cada vez más cerca de Dimitri. Era lo único que me importaba, así que Sydney y yo nos dedicamos a vagar sin rumbo fijo admirando los lugares de interés sin conversar mucho. Nunca había estado en Moscú. Me pareció una ciudad próspera y muy bonita, llena de gente y de tiendas. Podría haber pasado varios días allí yendo de compras y comiendo en los distintos restaurantes. Tenía al alcance de la mano los lugares de los que había oído hablar toda mi vida: el Kremlin, la Plaza Roja, el teatro Bolshoi. A pesar de lo genial que era, pasado un rato me esforcé por desconectar de los paisajes y los sonidos de la ciudad porque me recordaban… Bueno, me recordaban a Dimitri.

Él me hablaba de Rusia constantemente y me había jurado una y otra vez que me encantaría.

—Para ti, sería igual que estar en una tierra de fantasía —me dijo una vez.

Fue durante una clase de prácticas previa a entrar en las aulas de la escuela, muy poco antes de la primera nevada. El aire estaba cargado de neblina y el rocío lo cubría todo.

—Lo siento, camarada —contesté mientras me recogía el pelo en una cola de caballo. A Dimitri le encantaba verme con el pelo suelto, pero no pensaba dejármelo así en un entrenamiento de combate. El pelo largo era un incordio absoluto—. El borg y la música antigua no forman parte de ningún final feliz que me haya imaginado.

Me dedicó una de aquellas escasas sonrisas relajadas, de las que le arrugaban un poco las comisuras de los párpados.

—Es borscht, no borg. Y ya he visto cómo comes. Si tuvieras hambre de verdad, te lo comerías.

—¿Así que es necesario pasar hambre para que se haga realidad el cuento de hadas?

Lo que más me gustaba era meterme con Dimitri y provocarlo. Bueno, aparte de darle besos.

—Te hablo de la tierra. De los edificios. Ve a una de las grandes ciudades. No se parece a nada que hayas visto. Todo el mundo en Estados Unidos suele construir del mismo modo. Siempre son bloques grandes, macizos. Hacen lo que es rápido y fácil. Pero en Rusia existen edificios que son obras de arte. Son arte en sí mismos, incluso los edificios más corrientes y ordinarios. ¿Y qué decir de lugares como el Palacio de Invierno o la Iglesia Troitsky en San Petersburgo? Esos sitios te dejarán sin aliento.

El rostro se le había iluminado al recordar los lugares que había visto, y esa alegría hacía que sus rasgos, ya hermosos, se volvieran divinos. Creo que se podría haber pasado todo el día enumerando edificios famosos. Noté que me ardía el corazón con solo contemplarlo. Y entonces, como siempre hacía cuando sospechaba que podía acabar poniéndome ñoña o sentimental, hice una broma para distraerlo y ocultar mis sentimientos. Eso le hizo volver a concentrarse en la situación de combate, y nos pusimos a entrenar.

Mientras caminaba con Sydney por las calles de la ciudad, deseé haberme callado esa broma para escuchar a Dimitri hablar más sobre su tierra natal. Habría dado cualquier cosa por tenerlo a mi lado, como antes. Tenía razón sobre los edificios. Por supuesto, la mayoría eran copias toscas de cualquier edificio que pudieras encontrar en Estados Unidos o en cualquier otra parte del mundo, pero otros eran maravillosos, estaban pintados con colores brillantes y rematados por unas cúpulas raras, pero preciosas, con forma de cebolla. Hubo momentos en los que realmente parecía que me encontraba en otro mundo. Y durante todo ese tiempo, no dejé de pensar en que debería haber sido Dimitri quien estuviera a mi lado para señalarme los edificios y hablarme de ellos. Tendría que haber sido una escapada romántica para los dos. Dimitri y yo habríamos comido en restaurantes exóticos y habríamos salido a bailar por la noche. Podría haberme puesto uno de esos vestidos de diseño que tuve que dejar en el hotel de San Petersburgo. Debería haber sido así, y no acompañada por una humana que paseaba con el ceño fruncido.

—Qué irreal, ¿eh? Parece sacado de un cuento.

La voz de Sydney me sobresaltó, y me di cuenta de que nos habíamos parado delante de nuestra estación de tren. En Moscú había unas cuantas. Lo familiar que resultaba su comentario con respecto a mi conversación con Dimitri me provocó un escalofrío que me recorrió la espalda de arriba abajo, sobre todo porque tenía razón. La estación no tenía las cúpulas en forma de cebolla, pero aun así también parecía sacada de las páginas de un libro de cuentos, algo similar al cruce del castillo de la Cenicienta y una casita de galleta. El techo era alto y abovedado, con una torre en cada extremo. En las paredes blancas se intercalaban franjas de ladrillo marrón y mosaicos verdes, lo que le daba un aspecto casi rayado. En Estados Unidos algunos lo hubieran considerado chillón. A mí me parecía bonito.

Los ojos empezaron a llenárseme de lágrimas, y me pregunté qué me habría dicho Dimitri de aquel edificio. Probablemente le habría encantado, igual que le encantaba todo lo demás de allí. Me di cuenta de que Sydney esperaba una respuesta, así que me tragué la tristeza y contesté como una adolescente frívola:

—Sí, de algo sacado de un cuento de estaciones de trenes.

Sydney levantó una ceja, sorprendida por mi indiferencia, pero no dijo nada. Quién sabía… Quizá si le contestaba siempre con el mismo sarcasmo, acabaría enfadándose y me dejaría tirada. Pero dudaba mucho de que fuese a tener tanta suerte. Estaba bastante segura de que el miedo que Sydney sentía hacia sus superiores podría más que cualquier otra cosa que sintiese por mí.

Teníamos billetes de primera clase, pero el compartimento resultó ser mucho más pequeño de lo que me esperaba. A cada lado había una combinación de asiento y cama, una ventana, y una televisión colocada en la pared. Supuse que eso me ayudaría a pasar el tiempo, pero no me resultaba fácil ver la televisión rusa: no solo por el idioma, sino también porque algunos de los programas eran absolutamente estrambóticos. Aun así, Sydney y yo dispondríamos de nuestro propio espacio, aunque el compartimento fuera más íntimo de lo que nos hubiera gustado.

Los colores me recordaron mucho a los mismos diseños alegres que había visto en las distintas ciudades. Incluso el pasillo del compartimento tenía unos colores luminosos, y en el suelo había una moqueta esponjosa con dibujos rojos y amarillos, con una guía de color verde azulado y amarilla en el centro. Los asientos del compartimento estaban cubiertos por cojines de terciopelo naranja intenso y las cortinas eran de un tejido grueso con dibujos bordados en seda y colores a juego con tonos dorados y melocotón. Entre aquello y la mesa recargada que se encontraba en mitad del compartimento, uno tenía la sensación de viajar en un palacio en miniatura.

Ya era de noche cuando el tren salió de la estación. No sé por qué, el Transiberiano siempre salía de noche de Moscú. No era muy tarde, pero Sydney quería dormirse ya, y yo no quería que se enfadase aún más, así que apagamos todas las luces, a excepción de una pequeña lamparita junto a mi cama. Había comprado una revista en la estación y, aunque no entendía el idioma, las fotografías de maquillaje y de ropa trascendían todas las barreras culturales. Hojeé las páginas todo lo silenciosamente que pude y admiré las blusas y los vestidos veraniegos mientras me preguntaba cuándo podría volver a interesarme aquello, si es que alguna vez volvía a interesarme.

No estaba cansada cuando me acosté, pero me dormí de todos modos. Estaba soñando que me encontraba practicando esquí acuático cuando, de repente, las olas y el sol que me rodeaban se desvanecieron para convertirse en una sala con las paredes cubiertas de estanterías llenas de libros. En la sala se alineaban mesas con ordenadores de última generación y en el ambiente había una calma que lo impregnaba todo. Me encontraba en la biblioteca de la Academia St. Vladimir.

—Anda ya. Hoy no —gruñí.

—¿Por qué hoy no? ¿Por qué no todos los días?

Me giré y vi el atractivo rostro de Adrian Ivashkov. Era un moroi, el sobrino nieto de la reina, y alguien a quien había dejado atrás en mi vida anterior. Tenía unos preciosos ojos color esmeralda que hacían que la mayoría de las chicas cayesen rendidas a sus pies, sobre todo porque iban acompañados de un pelo castaño alborotado pero con estilo. También estaba un poco enamorado de mí y era la razón por la que disponía de tanto dinero para aquel viaje. Me lo había camelado para que me lo diese.

—Es verdad —reconocí—. Supongo que debería sentirme agradecida de que solo aparezcas una vez por semana.

Me sonrió y se reclinó contra el respaldo de una de las sillas de madera. Era alto, como la mayoría de los moroi, con un cuerpo esbelto pero musculoso. Los moroi eran demasiado corpulentos.

—Rose, la ausencia hace que el corazón ansíe más lo que echa en falta. No quiero que pienses que siempre voy a ser tuyo.

—No te preocupes, no hay peligro.

—Supongo que no me vas a decir dónde estás.

—No.

Aparte de Lissa, Adrian era el único usuario del espíritu vivo, y una de sus habilidades era la capacidad de aparecérseme en sueños —a menudo sin invitación— y hablarme. Yo consideraba una suerte que su poder no le permitiera saber dónde estaba yo en cada momento.

—Me matas, Rose —respondió con voz melodramática—. Cada día que paso sin ti es un tormento. Vacío. Solo. Penando por ti y preguntándome si seguirás viva.

Hablaba en un tono exagerado y ridículo muy típico de él. Adrian pocas veces se tomaba las cosas en serio y siempre mostraba una actitud algo frívola. El espíritu también tenía cierta tendencia a hacer que la gente fuera inestable y, aunque intentaba resistirse, Adrian no se libraba de ese efecto. Sin embargo, bajo toda esa afectación, capté que había algo de verdad. No importaba lo frívolo que pudiera parecer su comportamiento: estaba preocupado de verdad por mí. Me crucé de brazos.

—Bueno, está claro que sigo viva, así que puedes dejarme que vuelva a dormir.

—¿Cuántas veces voy a tener que explicártelo? ¡Estás dormida!

—Y sin embargo, inexplicablemente, me siento agotada de hablar contigo.

Eso hizo que se echase a reír.

—Ay, te echo mucho de menos —la sonrisa desapareció—. Ella también te echa de menos.

Me puse tensa. Ella. Ni siquiera tenía que decir su nombre. No cabía duda alguna de a quién se refería.

«Lissa».

El simple hecho de pensar en su nombre me dolió, sobre todo después de lo que había visto la noche anterior. Elegir entre Lissa y Dimitri había sido la decisión más difícil que había tomado en la vida, y el tiempo transcurrido no había hecho que fuera más fácil. Aunque había elegido seguir a Dimitri, alejarme de ella era tan doloroso como si me hubiera cortado un brazo, sobre todo porque el vínculo impedía que estuviésemos separadas de verdad.

Adrian me miró con expresión astuta, como si fuese capaz de leerme el pensamiento.

—¿La observas?

—No —contesté. Me negaba a reconocer que la había visto la noche anterior. Prefería que pensase que ya había dejado atrás todo aquello—. Esa ya no es mi vida.

—Claro, ahora tu vida gira alrededor de esas peligrosas misiones de justiciera.

—No entenderías nada que no fuese beber, fumar o ligar.

Adrian negó con la cabeza.

—Tú eres la única a la que quiero, Rose.

Por desgracia, le creía. Hubiera sido más fácil para los dos que Adrian fuese capaz de encontrar a otra.

—Puedes sentirte así todo el tiempo que quieras, pero vas a tener que seguir esperando.

—¿Mucho más?

Me hacía esa misma pregunta siempre, y cada vez yo insistía en lo larga que sería la espera y en cómo estaba desperdiciando el tiempo. Al pensar en la posible pista de Sydney, esa noche dudé.

—No lo sé.

En la cara de Adrian apareció una expresión esperanzada.

—Es el cálculo más optimista que has hecho hasta ahora.

—No te hagas muchas ilusiones. «No lo sé» puede ser un día o un año. O nunca.

Volvió a esbozar una sonrisa traviesa y no me quedó más remedio que reconocer que era atractivo.

—Voy a albergar la esperanza de que se trata de un día.

Al pensar en Sydney se me ocurrió una pregunta.

—Oye, ¿alguna vez has oído hablar de los alquimistas?

—Claro.

—Claro, por supuesto que sí —repetí sin sorprenderme. Era típico de él.

—¿Por qué? ¿Te has topado con ellos?

—Algo así.

—¿Qué has hecho? —preguntó interesado.

—¿Por qué crees que he hecho algo?

Adrian se echó a reír.

—Los alquimistas solo aparecen cuando hay problemas, y tú arrastras los problemas allí adonde vas. Pero ten cuidado. Son unos pirados religiosos.

—¿No estás exagerando? —repuse. No me parecía que la fe de Sydney fuera tan extrema.

—Tú procura no dejar que te conviertan —me guiñó un ojo—. Me gustas así de pecadora.

Empecé a decirle que Sydney probablemente pensaba que yo estaba más allá de toda salvación, pero él puso fin al sueño y me envió de vuelta al mío.

Sin embargo, en lugar de seguir soñando, me desperté. El tren ronroneaba de forma agradable mientras recorríamos a gran velocidad la campiña rusa. La lamparita seguía encendida y su luz era demasiado intensa para mi vista somnolienta. Alargué una mano para apagarla y, al hacerlo, me fijé en que la cama de Sydney estaba vacía. Pensé que seguramente estaría en el cuarto de baño. Aun así, me sentí incómoda. Ella y su grupo de alquimistas eran un misterio, y de repente me sentí preocupada por la posibilidad de que estuviera planeando algo malo. ¿Habría salido para reunirse con un agente encubierto? Decidí encontrarla.

No tenía ni idea de dónde podía estar, en un tren de aquel tamaño, pero la lógica nunca había conseguido disuadirme. No había motivo para empezar a estas alturas. Por suerte, después de ponerme las zapatillas y salir al pasillo, descubrí que no tendría que buscar mucho.

Una de las paredes del pasillo estaba cubierta por una hilera de ventanas, todas con las mismas cortinas lujosas. Sydney estaba de espaldas a mí, contemplando el exterior, cubierta desde los hombros por una manta. Tenía el pelo enmarañado y parecía menos dorado con la escasa luz.

—Oye… —murmuré—. ¿Estás bien?

Se volvió un poco hacia mí. Sostenía la manta con una mano. La otra jugueteaba con la cruz que llevaba colgada al cuello. Recordé lo que Adrian me había comentado sobre su religiosidad.

—No puedo dormir —respondió con sequedad.

—¿Es por… es por mí?

Su única respuesta fue volverse de nuevo hacia la ventana.

—Mira, si puedo hacer algo… —le dije, aunque me sentía impotente—. Aparte de dar media vuelta y cancelar este viaje, quiero decir.

—Lo superaré —respondió—. Lo que pasa es que… Bueno, que todo esto es muy extraño para mí. Debo dedicarme a resolver asuntos con vosotros constantemente… pero, en realidad, no los resuelvo con vosotros, ¿lo entiendes?

—Probablemente podamos conseguir un compartimento para ti sola, si eso te ayuda a dormir. Podemos buscar al encargado, y tengo dinero para pagarlo.

Sydney negó con la cabeza.

—Solo son un par de días, si llega.

No supe qué más decir. La compañía de Sydney era un inconveniente en el esquema general de mis planes, pero no quería verla sufrir. Al ver que seguía jugueteando con la cruz, intenté pensar en algo reconfortante que decirle. Charlar sobre nuestras ideas sobre Dios hubiera sido un modo de acercarnos la una a la otra, pero pensé que contarle cómo me enfrentaba diariamente a Dios y cómo últimamente dudaba de su existencia no iba a ayudarle mucho a mi reputación de malvada criatura de la noche.

—Vale —dije por fin—. Si cambias de idea, dímelo.

Me volví a la cama y me quedé dormida con una rapidez sorprendente, a pesar de la preocupación de que Sydney se quedase de pie toda la noche en el pasillo. Sin embargo, cuando me desperté a la mañana siguiente, estaba acurrucada en su cama, completamente dormida. Al parecer, estaba tan agotada que, pese a tenerme miedo, se había visto obligada a descansar. Me levanté en silencio y me cambié la camiseta y los pantalones de chándal que me había puesto para dormir. Estaba muerta de hambre, y supuse que Sydney dormiría un poco más si yo salía del compartimento.

El restaurante estaba en el siguiente vagón y parecía sacado de una película antigua. Las mesas se hallaban cubiertas por unos manteles elegantes de color burdeos, y el bronce y la madera oscura, junto a los ornamentos realizados con brillantes cristales de colores, le daban un aspecto antiguo al conjunto. Se parecía más a un restaurante que uno pudiese encontrar en una de las esquinas de San Petersburgo que al vagón restaurante de un tren. Pedí algo que me recordó vagamente a una tostada, pero que venía con queso por encima. Me la pusieron con una salchicha, que parecía igual a las de todos los sitios a los que iba.

Estaba a punto de terminar cuando entró Sydney. Cuando la conocí, supuse que se había puesto los pantalones de vestir y la blusa para ir al Ruiseñor. Sin embargo, esa mañana descubrí que era su forma habitual de vestir. Me pareció que era una de esas personas que no tenían pantalones vaqueros ni camisetas en su armario. La noche anterior la había visto despeinada, pero ahora llevaba puestos unos pantalones negros ceñidos y un jersey de color verde oscuro. Yo iba vestida con unos vaqueros y una camisa térmica gris de manga larga, y me sentí un poco desaliñada comparada con ella. Llevaba el pelo cepillado y peinado con estilo, aunque mostraba un aspecto un tanto descuidado que sospeché que siempre la acompañaba, por mucho que se esforzase en disimularlo. Al menos, tenía a mi favor el pelo recogido en una pulcra cola de caballo.

Se sentó a mi lado y pidió una tortilla cuando el camarero se le acercó. Habló de nuevo en ruso.

—¿Cómo lo haces? —le pregunté.

—¿El qué, hablar en ruso? —se encogió de hombros—. Tuve que aprenderlo desde pequeña. Además de otros cuantos idiomas.

—Vaya.

Yo también había empezado a estudiar un par de idiomas y había fracasado de un modo penoso. No le había dado mucha importancia hasta entonces, pero en ese momento, debido al viaje y a Dimitri, deseé profundamente haber aprendido ruso. Supuse que todavía no era demasiado tarde, y ya me había aprendido unas cuantas frases durante el tiempo que llevaba allí, pero a pesar de todo… era una tarea de proporciones hercúleas.

—Habrás tenido que aprender un montón de cosas para tu trabajo —comenté mientras pensaba en lo que debía suponer formar parte de una organización secreta internacional que tenía relaciones con toda clase de gobiernos. Se me ocurrió algo más—. ¿Qué hay de eso que utilizaste con el strigoi? Lo que desintegró el cadáver.

Sonrió. Bueno, casi.

—Ya te dije que los alquimistas comenzaron siendo un grupo de gente que se dedicaba a hacer pociones, ¿verdad? Eso es un producto químico que inventamos para librarnos con rapidez de los cadáveres de los strigoi.

—¿Se puede utilizar para matarlos? —quise saber.

Matar a un strigoi cubriéndolo con un líquido disolvente sería mucho más fácil que con los métodos habituales: por decapitación, con una estaca clavada o quemado.

—Me temo que no. Solo sirve con los cadáveres.

—Qué rollo —solté. Me pregunté si tendría otras pociones escondidas en la manga, pero supuse que tendría que racionar las preguntas que podía hacerle en un solo día—. ¿Qué vamos a hacer cuando lleguemos a Omsh?

—Omsk —me corrigió—. Alquilaremos un coche y haremos el resto del camino sobre cuatro ruedas.

—¿Ya has estado allí? ¿En el pueblo?

Hizo un gesto de asentimiento.

—Una vez.

—¿Cómo es? —pregunté, y me sorprendió el tono melancólico de mi voz.

Aparte de mi búsqueda de Dimitri, una parte de mí quería aferrarse a todo lo que pudiera de él. Quería saberlo todo sobre su persona, todo lo que aún no sabía. Si en la academia me hubiesen entregado sus objetos personales, habría dormido con ellos cada noche. Sin embargo, no habían tardado en limpiar y despejar su habitación. Ahora solo podía reunir los pocos retazos de información que conseguía sobre él, como si conservar esos datos lo mantuviese a mi lado.

—Supongo que es como cualquier otro pueblo dhampir.

—Nunca he estado en ninguno.

El camarero puso la tortilla delante de Sydney, y esta se quedó quieta con el tenedor en el aire.

—¿De verdad? Pensaba que todos vosotros… Bueno, no sé.

Negué con la cabeza.

—Llevo toda mi vida en la academia. Más o menos.

El período de dos años que había pasado entre los humanos no era relevante.

Sydney empezó a comer, pensativa. Estaba casi segura de que no se terminaría la tortilla. Por lo que había visto la primera noche y el día anterior, mientras esperábamos a que saliera el tren, apenas comía nada. Daba la impresión de que subsistía simplemente con el aire. Quizá era otra característica de los alquimistas, aunque lo más probable era que solo fuera cosa de Sydney.

—La gente del pueblo es medio humana y medio dhampir, pero los dhampir están integrados. Tienen toda una sociedad clandestina que los humanos desconocen por completo.

Siempre supuse que habría una subcultura en un lugar así, pero no tenía ni idea de cómo encajaría con el resto del pueblo.

—¿Y? ¿Cómo es esa subcultura? —quise saber.

Sydney dejó el tenedor en el plato.

—Digamos que será mejor que te prepares.