Creo que las blasfemias que solté al aterrizar se hubiesen entendido en cualquier idioma. Me dolía todo.
El arbusto no tenía muchas puntas ni espinas, pero tampoco era nada blando. Amortiguó la caída hasta cierto punto, aunque no impidió que se me torciese el tobillo.
—¡Mierda! —grité entre dientes mientras me incorporaba a duras penas. Rusia me hacía hablar peor, desde luego. Apoyé mi peso sobre el talón y sentí un poco de dolor, pero nada que no pudiese soportar. No era más que una torcedura, gracias a Dios. No lo tenía roto, así que podría haber sido peor. Sin embargo, iba a retrasar mi huida.
Me alejé del arbusto cojeando y me esforcé por mantener el ritmo sin prestar atención al dolor. Ante mí se extendía aquel estúpido laberinto que me había parecido tan chulo paseando con Dimitri. El cielo estaba cubierto de nubes, aunque ver la luna tampoco me hubiese sido de mucha ayuda para orientarme. Me negué en redondo a entrar en aquel laberinto de hojas, así que opté por buscar dónde acababa para seguir por ahí.
Por desgracia, después de dar una vuelta completa a la casa, descubrí la amarga verdad: el laberinto estaba por todas partes. Rodeaba la propiedad como una especie de foso medieval. Y lo que más me molestaba era sospechar que Galina no lo había dispuesto así para que sirviese de defensa. Lo más seguro es que lo hubiese hecho por el mismo motivo por el que tenía candelabros de cristal y cuadros antiguos en los pasillos: porque molaba.
Bueno, pues no me quedaba otra alternativa. Escogí una entrada al azar y avancé a tientas. No tenía ni idea de hacia dónde ir ni una estrategia para salir de allí. Estaba rodeada de sombras y en muchas ocasiones no veía venir los callejones sin salida hasta que los tenía delante. La vegetación era tan alta que en cuanto me adentré un poco en el laberinto, perdí de vista el tejado de la casa; de haberme servido como punto de referencia, hubiese sido capaz de moverme en línea recta (más o menos).
Pero como no era así, no sabía si estaba retrocediendo, moviéndome en círculos o qué, hasta el punto de cruzarme con los mismos jazmines en tres ocasiones. Intenté recordar cualquier historia que tuviese en mente sobre personas atravesando laberintos. ¿Qué medios utilizaban? ¿Migas de pan? ¿Hilo? No lo sabía y, lo que era aún peor, el tobillo me dolía cada vez más. Había sido capaz de matar a una strigoi aun estando debilitada pero no podía escapar de unos arbustos. Qué vergüenza.
—¡Roza!
El viento trajo consigo una voz y quedé petrificada. No. No era posible.
Dimitri. Había sobrevivido.
—Roza, sé que estás por aquí —dijo él—. Puedo olerte.
Pensé que iba de farol. No estaba lo bastante cerca como para provocarme náuseas y el perfume de las flores enmascararía mi olor… aunque estuviese sudando a mares. Intentaba que mordiese el anzuelo y le revelase dónde estaba.
Con renovados ánimos, me dirigí hacia la siguiente curva, rezando para encontrar la salida. «Muy bien, Dios», pensé. «Sácame de aquí y dejaré de remolonear cuando tenga que ir a la iglesia. Hoy me has salvado de unos cuantos strigoi. Quiero decir, eso de encerrar a uno de ellos entre dos puertas era difícil que funcionase, así que está claro que me estás echando una mano. Ahora sácame de aquí y yo… yo qué sé. Donaré el dinero de Adrian a los pobres. Me bautizaré. Viviré en un convento. Bueno, no, eso último no».
Dimitri seguía provocándome.
—Si te entregas, no te mataré. Te lo debo. Me has librado de Galina y ahora yo estoy al mando. La he reemplazado un poco antes de lo previsto, aunque eso no supone un problema. Por otra parte, no hay muchos a los que controlar ahora que Nathan y los demás han muerto. Pero eso puede arreglarse.
Increíble. Había sobrevivido pese a tenerlo todo en contra. Cada vez estaba más convencida de que, vivo o no muerto, el amor de mi vida era un tipo duro. Se me hacía imposible concebir que hubiese derrotado a esos tres… pero bueno, ya lo había visto salir de situaciones imposibles antes. Y que estuviese allí era toda una prueba de sus habilidades.
El camino se bifurcaba ante mí, así que escogí al azar y fui por la derecha. Cuando comprobé que se extendía hacia la oscuridad, suspiré aliviada. Bingo. Pese a sus comentarios cargados de buen humor, sabía que Dimitri estaba atravesando el laberinto, acercándose cada vez más. Y al contrario que yo, él conocía el camino y sabía cómo salir.
—Tampoco estoy enfadado porque me hayas atacado. Yo hubiese hecho lo mismo en tu lugar. Otro motivo más por el que deberíamos estar juntos.
La siguiente curva me llevó a una vía sin salida cubierta de flores blancas. Me guardé los insultos para mí y retrocedí.
—Pero todavía eres peligrosa. Si te encuentro, puede que tenga que matarte. No quiero tener que hacerlo, pero empiezo a pensar que es el único modo de que ambos podamos vivir en este mundo. Ven conmigo por tu propia voluntad y haré que despiertes. Controlaremos el imperio de Galina juntos.
Estuve a punto de echarme a reír. No lo habría encontrado ni queriendo en aquel laberinto. Y aunque hubiese podido…
Sentí que se me encogía el estómago. Oh, no. Se estaba acercando. ¿Sabía dónde estaba? No comprendía del todo en qué medida aumentaban las náuseas en función de la distancia, pero no importaba. Estaba demasiado cerca y punto. ¿Cuándo se encontraría a una distancia desde la que poder olerme, u oírme andar sobre la hierba? Sus posibilidades de dar conmigo aumentaban a cada instante. En cuanto pudiese seguir mi rastro, sería mi fin. Mi corazón se puso a palpitar todavía más deprisa —si es que aquello era posible— y la adrenalina que corría por mis venas atenuó el dolor que sentía en el tobillo, aunque este seguía retrasándome.
Otro camino sin salida me hizo dar la vuelta e intenté mantener la calma, pues sabía que el pánico solo me volvería más torpe. Mientras tanto, las náuseas eran cada vez peores.
—Aunque logres salir, ¿adónde irás? —dijo—. Estamos en mitad de ninguna parte —sus palabras eran veneno que se filtraba a través de mi piel. Si me concentraba en ellas, mi miedo se impondría y me rendiría. Me haría un ovillo y dejaría que fuese a por mí, y no tendría ningún motivo para pensar que me dejaría vivir. Mi vida terminaría en cuestión de minutos.
Un giro a la izquierda me llevó a otra pared de frondosas hojas verdes. Giré rápidamente, me encaminé hacia la dirección opuesta y vi… el campo.
Una vasta extensión de hierba se extendía ante mí hasta un horizonte salpicado de árboles dispersos. Contra todo pronóstico, lo había conseguido. Por desgracia, las náuseas cada vez eran más intensas. A aquella distancia tenía que saber dónde estaba. Eché un vistazo a mi alrededor y caí en la cuenta de lo ciertas que eran sus palabras. Estábamos en mitad de ninguna parte. ¿Adónde podía ir? No tenía ni idea de dónde me encontraba.
Allí. A mi izquierda, en el horizonte, vi el tenue brillo morado en el que me había fijado la otra noche. Entonces no había sabido qué era, pero por fin caí en la cuenta. Eran las luces de la ciudad, seguramente de Novosibirsk, si es que era allí donde la banda de Galina tenía sus negocios. Y aunque no fuese Novosibirsk, era la civilización. Allí habría gente. Seguridad. Podría buscar ayuda.
Eché a correr todo lo rápido que pude. Aunque la adrenalina podía amortiguar hasta cierto punto el impacto de mis pies contra el terreno, sentía un dolor intenso por toda la pierna a cada paso. Aun así, mi tobillo aguantó. Ni me caí al suelo ni cojeé. Respiraba con dificultad y apenas me quedaban fuerzas después de todo por lo que había pasado. Incluso teniendo al fin una meta, sabía que la ciudad estaba a varios kilómetros de distancia.
Además, las náuseas eran cada vez más fuertes. Dimitri se estaba acercando. Tenía que haber salido del laberinto, pero no podía arriesgarme a mirar atrás. Seguí corriendo hacia aquel brillo morado en el horizonte, aunque eso significase entrar en un bosque. Quizá los árboles me proporcionasen algo de cobertura. «Eres idiota», susurró una parte de mí. «No puedes esconderte de él».
Alcancé la linde del bosque y frené un poco; respiraba a bocanadas y tuve que apoyarme contra un tronco resistente. Finalmente me atreví a echar la vista atrás, pero no vi nada. La casa brillaba en la lejanía, rodeada por la oscuridad del laberinto. La sensación en el estómago no había empeorado, así que quizá hubiese conseguido sacarle ventaja. El laberinto contaba con varias salidas; no tenía por qué saber cuál de ellas había tomado.
Una vez concluido mi momento de descanso, me puse en marcha de nuevo, sin perder de vista el débil brillo de las luces de la ciudad a través de la vegetación. Era cuestión de tiempo que Dimitri me encontrase. El tobillo no iba a permitirme seguir mucho más. La idea de correr más que él se estaba convirtiendo en pura fantasía. Las hojas secas del otoño crujían a cada paso, pero no podía demorarme en esquivarlas. Concluí que ya no tendría que preocuparme porque Dimitri me siguiese a partir de mi olor: con seguir el ruido sería más que suficiente.
—¡Rose! Te juro que no es demasiado tarde.
«Maldita sea». Su voz estaba muy cerca. Miré a mi alrededor aterrada. No podía verlo, pero si aún me estaba llamando, lo más seguro era que él tampoco pudiese verme a mí. El brillo de la ciudad era el norte para mí, pero de ella me separaban árboles y oscuridad. De pronto, me vino a la cabeza alguien inesperado: Tasha Ozzera. Era la tía de Christian, una mujer formidable y una de las pioneras en formar a los moroi para combatir a los strigoi.
«Podemos retirarnos una y otra vez hasta dejar que nos arrinconen para siempre», había dicho en una ocasión. «O podemos plantar cara al enemigo en el momento y lugar que nosotros elijamos». Nosotros, no ellos.
«Vale, Tasha», pensé. «A ver si tu consejo va a acabar conmigo».
Miré alrededor y di con un árbol cuyas ramas quedaban a mi alcance. Guardé la estaca en el bolsillo, agarré una de las ramas más bajas y me puse a trepar. Mi tobillo se quejó durante toda la subida pero, aparte de eso, había suficientes ramas como para tener buenos asideros y puntos de apoyo. Subí hasta dar con una rama que parecía lo bastante gruesa y resistente para soportar mi peso. Me desplacé hacia ella sin alejarme mucho del tronco y comprobé su firmeza con cuidado. Aguantaba. Saqué la estaca del bolsillo y esperé.
Al cabo de un minuto, oí el tenue susurro de las hojas mientras Dimitri se aproximaba. Era mucho más sigiloso que yo. Su silueta esbelta y oscura asomó como una sombra siniestra en la noche. Se movía con lentitud y precaución mientras escudriñaba en todas direcciones con los sentidos alerta.
—Roza… —dijo en voz baja—. Sé dónde estás. No tienes ninguna posibilidad de huir. No puedes esconderte.
Miraba hacia abajo. Pensaba que estaba escondida detrás del árbol o agazapada. Unos pasos más. Eso era todo cuanto necesitaba. La mano en la que llevaba la estaca empezó a sudar, pero no podía secármela. Estaba petrificada, tan inmóvil que ni siquiera me atrevía a respirar.
—Roza…
Su voz, fría y letal, me acarició la piel. Dimitri dio un paso al frente sin dejar de observar los alrededores. Y otro. Y otro más.
Creo que decidió mirar hacia arriba en el preciso instante en el que salté. Mi cuerpo se precipitó sobre el suyo y le hizo caer de espaldas. Intentó zafarse de mí inmediatamente, al mismo tiempo que yo intentaba atravesarle el corazón con la estaca. Se le notaban el cansancio y las consecuencias del combate. Derrotar a los otros strigoi le había pasado factura, aunque yo no me encontraba mucho mejor. Forcejeamos hasta que conseguí cortarle la mejilla con la estaca. Gritó de dolor, pero mantuvo su pecho bien protegido. Pude ver dónde le había rasgado la camisa la primera vez que lo había atravesado. La herida ya había cicatrizado.
—Eres increíble —dijo lleno de orgullo y de rabia.
No tenía fuerzas para responder. Mi única meta era su corazón. Intenté mantenerme sobre él y, finalmente, le clavé la estaca en el pecho… pero él fue demasiado rápido. Apartó mi mano antes de que pudiese hundir el arma en su cuerpo. Y, al mismo tiempo, me quitó de encima. Salí volando varios metros, aunque por suerte no choqué contra ningún árbol. Me puse en pie como buenamente pude, confundida, y lo vi avanzar hacia mí. Era rápido… pero no tanto como en otros combates. Íbamos a morir de agotamiento en nuestro intento por matarnos el uno al otro.
Había perdido mi ventaja, así que eché a correr hacia los árboles con la certeza de que me estaba pisando los talones. Estaba segura de que podía correr más que yo, pero si conseguía sacarle una mínima ventaja, quizá podría dar con otro lugar desde el que atacar y…
—¡Ahhh!
Mi grito resonó en la noche y quebró la tranquila oscuridad. Había perdido pie y me encontré cayendo a gran velocidad por una pendiente empinada, incapaz de parar. Había pocos árboles, pero las rocas y la posición en la que me encontraba hicieron que la caída fuese dolorosa, sobre todo porque tenía la sudadera como única protección. No tengo ni idea de cómo me las arreglé para no perder la estaca. Llegué hasta el final de la pendiente con un golpe, y apenas había conseguido ponerme en pie cuando tropecé y caí… al agua.
Miré a mi alrededor. La luna asomaba entre las nubes y proyectaba suficiente luz como para revelar la enorme cantidad de agua, agitada y oscura, que se extendía ante mí. La observé, confundida, antes de volver mi atención hacia la ciudad. Me encontraba en el Ob, el río que atravesaba Novosibirsk. El río que iba a llevarme hasta la ciudad. Eché la vista atrás y vi a Dimitri en la cima de la colina. Al contrario que una que yo me sé, él se había andado con cuidado. O eso, o mi grito le había indicado dónde encontrarme.
En cualquier caso, si echaba a correr tardaría menos de un minuto en alcanzarme. Miré a ambos lados y después al frente. Vale. Un río revuelto. Profundo, probablemente. Muy ancho. Nadar aliviaría la presión sobre mi tobillo, pero me asustaba la posibilidad de ahogarme. En las leyendas, los vampiros no podían nadar en aguas revueltas. Ojalá. Aquello no era más que una leyenda.
Di dos pasos a mi izquierda y vi por el rabillo del ojo una silueta oscura sobre las aguas. ¿Un puente? Era mi única oportunidad. Dudé antes de decidirme a ir hacia él; necesitaba que Dimitri me persiguiese: de lo contrario, me seguiría desde la orilla y me capturaría en el puente. Necesitaba que se tomase su tiempo en bajar de la colina. Y así fue. En cuanto dio un paso en dirección al agua, me alejé de la orilla sin mirar atrás. El puente cada vez quedaba más cerca y, a medida que me aproximaba, caí en la cuenta de lo alto que era. Había calculado mal la primera vez que lo había visto. A medida que nadaba corriente abajo, las colinas que rodeaban el río eran cada vez más altas. Iba a ser una subida de las buenas.
Pero eso no podía suponerme un problema. Ya me preocuparía más tarde… es decir unos treinta segundos después, que era el tiempo que tardaría Dimitri en alcanzarme. Oí sus pies chapoteando en el agua poco profunda de la orilla, un sonido que cada vez sentía más cerca. Si pudiese alcanzar el puente, si pudiese llegar a tierra y cruzar al otro lado…
Me invadieron las náuseas. Una mano se cerró en torno al cuello de mi sudadera y tiró de mí hacia atrás. Caí sobre Dimitri y empecé a resistirme inmediatamente para intentar zafarme de él. Pero estaba agotada. Me dolía todo el cuerpo y, por muy cansado que estuviese él, yo lo estaba aún más.
—¡Para de una vez! —gritó mientras me sujetaba los brazos—. ¿Es que no lo entiendes? ¡No puedes ganar!
—¡Entonces, mátame! —me revolví, pero me tenía agarrados los antebrazos con mucha fuerza y, aunque estaba armada con la estaca, no podía utilizarla—. Dijiste que lo harías si no me rendía, ¿pues sabes una cosa? No me voy a rendir. Me niego. Así que acéptalo de una vez.
La fantasmagórica luz de la luna iluminó su rostro, erradicó las sombras que lo cubrían e hizo que su piel brillase con un tono blanquecino en contraste con la oscuridad nocturna. Era como si todos los colores del mundo hubiesen desaparecido. Aunque sus ojos fuesen negros, en ellos veía un resplandor como el del fuego. Su expresión era fría y calculadora.
«No es el Dimitri que yo conozco».
—Tendrías que hacer algo terrible para que te matase, Rose —dijo él—. Y esto no es suficiente.
No estaba convencida. Sin soltarme los brazos, se inclinó sobre mí. Iba a morderme. Aquellos dientes me atravesarían la piel y Dimitri me convertiría en un monstruo o bebería mi sangre hasta dejarme seca. En cualquier caso, estaría demasiado drogada o demasiado grogui como para enterarme. Rose Hathaway abandonaría este mundo sin darse cuenta.
Una descarga de pánico en estado puro me recorrió todo el cuerpo, que suplicaba al mismo tiempo otra dosis de fantásticas endorfinas. No, no. No podía permitirlo. Cada nervio de mi cuerpo ardía, me empujaba a defenderme, a atacar, cualquier cosa… lo que hiciese falta para poner fin a aquello. No me transformaría en una strigoi. No podía transformarme. Quería hacer lo que fuese para salvarme. Todo mi ser se consumía en aquella necesidad. Estaba a punto de explotar, a punto de…
Aunque no pudiese alcanzar a Dimitri, podía juntar las manos. Maniobré un poco y, con los dedos de la mano derecha, me quité el anillo de Oksana y lo dejé caer al barro mientras los dientes de Dimitri me rozaban la piel.
Fue como una explosión nuclear. Los fantasmas y espíritus que había invocado de camino a Baia brotaron entre nosotros. Estaban por todas partes: seres translúcidos y luminiscentes cubiertos de sombras con tonos verdes, azules, amarillos y plateados. Había liberado todas mis defensas, había sucumbido a mis sentimientos de un modo que se me antojaba imposible la primera vez que Dimitri me había capturado. Hasta entonces, el poder curativo del anillo me había mantenido a duras penas bajo control, pero todo había terminado. Mi poder ya no tenía límites.
Dimitri retrocedió de un salto con los ojos abiertos como platos. Como el otro strigoi, agitó los brazos para quitarse los espíritus de encima como si fuesen mosquitos. Sus manos los atravesaban, incapaces de alcanzarlos. Los ataques de aquellas criaturas eran más o menos igual de ineficaces: no podían causarle daño físico, pero podían afectarlo mentalmente, y eran una buena maniobra de distracción. ¿Qué había dicho Mark? Los muertos odian a los no muertos. Y a juzgar por cómo acechaban los fantasmas a Dimitri, aquellas palabras eran muy ciertas.
Di un paso atrás y eché un vistazo al terreno que se extendía bajo mis pies. Ahí. El anillo de plata brillaba entre el barro. Me agaché, lo recogí, salí corriendo, y dejé a Dimitri a su suerte. No estaba gritando, pero hacía unos ruidos espantosos. Oír aquello me desolaba, pero no paré de correr hacia el puente. Lo alcancé al cabo de un minuto, más o menos. Era tan alto como me temía, pero también resistente y bien construido, aunque estrecho. Era la clase de puente rural con espacio para un solo coche.
—Ya he llegado —murmuré mientras observaba la colina. No solo era un poco más alta que aquella por la que me había caído, sino también más empinada. Guardé el anillo y la estaca, y extendí el brazo hasta hundir los dedos en la tierra. Iba a tener que subir trepando. Le concedí una breve tregua a mi tobillo; dependía por completo de la fuerza de la parte superior de mi cuerpo. Sin embargo, a medida que escalaba, empecé a notar algo. Vi unos tenues brillos por el rabillo del ojo. Imágenes de rostros y calaveras. Y sentí un dolor palpitante en la parte posterior de la cabeza.
Ay, no. Aquello ya me había ocurrido antes. Presa del pánico, no podía mantener las defensas necesarias para alejar a los muertos. Se estaban aproximando, más curiosos que beligerantes. Pero a medida que su número aumentaba, su presencia se tornaba tan desorientadora para mí como lo había sido para Dimitri.
No podían hacerme daño, pero me estaban sacando de quicio, y el dolor de cabeza que acompañaba su presencia estaba empezando a marearme. Miré hacia atrás y vi algo increíble. Dimitri seguía avanzando. Era un dios, un dios que traía la muerte consigo. Los fantasmas aún le rondaban como una nube, pero él conseguía caminar, dando un agónico paso tras otro. Seguí escalando, haciendo el menor caso que podía a mis espectrales compañeros.
Al fin, conseguí llegar a la cima de la colina y al puente. Apenas podía mantenerme en pie y casi no me quedaban fuerzas. Di unos pasos más y me derrumbé sobre mis manos y rodillas. Cada vez me rondaban más espíritus y la cabeza estaba a punto de explotarme. Dimitri seguía avanzando lentamente, pero aún se encontraba muy lejos de la colina. Intenté ponerme en pie de nuevo con la barandilla del puente como punto de apoyo, pero no lo conseguí. La superficie pedregosa del puente me rasguñó las piernas.
—Mierda.
Sabía lo que tenía que hacer para salvarme, aunque ello implicase arriesgarme a morir. Con las manos temblorosas, busqué en mi bolsillo y extraje el anillo. Temblaba tanto que estaba segura de que se me caería, pero no sé cómo logré sujetarlo y ponérmelo en el dedo. Una tenue calidez fluyó por todo mi cuerpo y sentí que volvía a tener el control de la situación. Por desgracia, los fantasmas seguían allí.
Aún tenía miedo a morir o a convertirme en strigoi, pero estaba más tranquila al encontrarme relativamente fuera de peligro. Me sentí algo más estable y busqué las barreras y controles que mantenía normalmente, desesperada por volver a levantarlos para alejar a mis visitantes.
—Marchaos, marchaos, marchaos —musité mientras apretaba los párpados con fuerza. Aquel esfuerzo era como empujar una montaña, un obstáculo insalvable para el que nadie podía tener la fuerza suficiente. Mark me lo había advertido al explicarme por qué no debía intentarlo nunca. Los muertos eran una baza poderosa pero, una vez jugada, era difícil librarse de ellos. ¿Cómo era aquello que me había dicho? Las personas que caminan al filo de la oscuridad y la locura no deberían intentarlo.
—¡Marchaos! —grité, poniendo en ello mis últimas fuerzas.
Uno a uno, los fantasmas que me rodeaban se desvanecieron. Sentí que el mundo volvía a recuperar su orden natural. Solo que, cuando miré hacia abajo, vi que los fantasmas también habían abandonado a Dimitri… tal como sospechaba. En cuanto se vio libre de ellos, retomó la marcha.
—Mierda —aquella noche no paraba de repetirlo.
Logré ponerme en pie mientras él subía por la colina a la carrera. Avanzaba más lentamente que de costumbre, pero seguía siendo lo bastante rápido. Empecé a retroceder sin quitarle los ojos de encima. Librarme de los fantasmas me había dado más fuerza, pero no tanta como para huir. Dimitri había ganado.
—¿Otro efecto de estar bendecida por la sombra? —preguntó mientras accedía al puente.
—Sí —tragué saliva—. Parece que a los fantasmas no les gustan mucho los strigoi.
—Parece que a ti tampoco.
Di otro paso hacia atrás. ¿Adónde podía ir? En cuanto me diese la vuelta, lo tendría encima.
—Entonces, ¿he huido lo bastante lejos como para que se te pasen las ganas de convertirme en una strigoi? —pregunté con todo el ánimo que pude reunir.
Me lanzó una sonrisa amarga y retorcida.
—No. Tus habilidades al estar bendecida por la sombra tienen su punto. Es una pena que vayan a desaparecer en cuanto despiertes —vaya. Así que ese seguía siendo el plan. Por mucho que le hubiese hecho enfadar, seguía queriendo estar a mi lado por toda la eternidad.
—No vas a convertirme —dije yo.
—Rose, no tienes alternativa…
—No.
Me encaramé al pretil del puente y pasé una pierna por encima. Sabía lo que ocurriría a continuación. Se paró en seco.
—¿Qué estás haciendo?
—Te lo dije. Prefiero morir a convertirme en strigoi. No seré como tú y los demás. No quiero. Tú tampoco querías, hace tiempo —la brisa nocturna acarició las lágrimas que me caían por las mejillas y sentí frío.
Pasé la otra pierna sobre el pretil y miré las aguas. Nos encontrábamos a más altura que si hubiésemos estado en la segunda planta de un edificio. La caída sería durísima y, aunque sobreviviese, no tendría fuerzas para nadar la contracorriente hasta llegar a la orilla. Mientras miraba hacia abajo y me imaginaba muerta, pensé en aquella ocasión en la que Dimitri y yo estábamos en el asiento trasero de un todoterreno, discutiendo sobre aquella misma cuestión.
Era la primera vez que nos sentábamos uno al lado del otro y, allí donde nuestros cuerpos se tocaban, la sensación era cálida y maravillosa. Olía bien —caí en la cuenta de que aquel olor maravilloso de los vivos había desaparecido— y estaba más relajado de lo habitual, dispuesto a sonreír. Hablamos sobre lo que significaba estar vivo y con tu alma bajo control… y lo que significaba formar parte de los no muertos, de perder todo lo hermoso de la vida y a aquellos a los que habías conocido. Nos miramos a los ojos y acordamos que la muerte era un destino mejor.
Miré a Dimitri y concluí que estábamos en lo cierto.
—Rose, no lo hagas —en su voz había un miedo sincero. Si caía, me habría perdido para siempre. No sería una strigoi. No me convertiría. Para convertirme, tenía que matarme bebiéndose mi sangre y que yo bebiese de su sangre. Si saltaba, sería el agua lo que me mataría, no la pérdida de sangre. Estaría muerta mucho antes de que pudiese encontrar mi cuerpo en el río.
—Por favor, no lo hagas —rogó con un tono lastimero que hizo que me estremeciera. Me recordó demasiado al Dimitri vivo, el que no era un monstruo. El que se preocupaba por mí, el que me amaba, el que había creído en mí y con el que había hecho el amor. Aquel nuevo Dimitri, en el que ya no quedaba nada de aquello, dio dos precavidos pasos al frente y se detuvo de nuevo—. Tenemos que estar juntos.
—¿Por qué? —pregunté en voz baja. El viento amortiguó el sonido de las palabras pero, aun así, él las oyó.
—Porque te deseo.
Esbocé una triste sonrisa y me pregunté si volveríamos a vernos en la tierra de los muertos.
—Respuesta equivocada —contesté.
Y salté.
Y él reaccionó corriendo hacia mí con esa velocidad endiablada de los strigoi mientras yo empezaba a caer. Extendió la mano y me agarró de uno de los brazos, del que tiró hasta arrastrarme sobre el pretil. Bueno, más o menos. Solo consiguió subir una parte de mi cuerpo; el resto seguía colgando sobre el río.
—¡Deja de resistirte! —dijo él, intentando tirar del brazo que tenía asido.
Él también se encontraba en una posición precaria, subido al pretil mientras intentaba estirarse todo lo posible para sujetarme del todo.
—¡Suéltame! —grité.
Pero era demasiado fuerte y consiguió incorporarme sobre el pretil, lo bastante como para no correr el riesgo de volver a caer.
La cuestión era que, antes de dejarme caer, había contemplado en serio mi muerte. La había asumido y aceptado. Sin embargo, también contemplaba la posibilidad de que Dimitri hiciese exactamente lo que había hecho. Era así de rápido y de eficiente. Por eso yo estaba sujetando la estaca con la mano que tenía libre.
Le miré a los ojos.
—Siempre te querré.
Y le hundí la estaca en el pecho.
No fue un golpe tan preciso como me hubiese gustado, por culpa de la habilidad con que lo esquivó. Intenté hundir la estaca hasta alcanzarle el corazón, sin saber muy bien si podía hacerlo desde aquel ángulo. Y, entonces, sus esfuerzos cesaron. Sus ojos se clavaron en los míos, sorprendidos, y sus labios se separaron hasta formar algo parecido a una sonrisa macabra y dolida.
—Eso es lo que debería haber dicho… —dijo.
Aquellas fueron sus últimas palabras.
Su fallido intento por eludir la estaca le había hecho perder el equilibrio sobre el pretil. La magia de la estaca hizo el resto, ya que lo aturdió y le embotó los reflejos.
Dimitri cayó.
Estuvo a punto de llevarme consigo y apenas conseguí librarme de él y aferrarme al pretil. Se precipitó hacia la oscuridad y cayó a la negrura del Ob. Al cabo de un instante, desapareció de mi vista.
Lo busqué con la mirada y me pregunté si llegaría a verlo en el agua si me fijaba con atención. Pero no hubo suerte. El río estaba demasiado oscuro y quedaba demasiado lejos. Las nubes ocultaron la luna y la oscuridad lo engulló todo una vez más. Por un momento, mientras miraba hacia abajo y caía en la cuenta de lo que acababa de hacer, quise arrojarme tras él, porque de ningún modo iba a poder seguir viviendo.
«Tienes que hacerlo». Mi voz interior sonaba mucho más calmada y confiada de lo habitual. «El Dimitri de antes hubiera querido que vivieses. Si de verdad lo amabas, tienes que seguir adelante».
Dejé escapar un suspiro tembloroso, me encaramé al pretil y me puse en pie sobre el puente, que me proporcionó una grata sensación de seguridad. No sabía cómo iba a ser mi vida a partir de aquel instante, pero sabía lo que quería. No iba a sentirme segura del todo hasta estar con los pies en la tierra. Estaba a punto de derrumbarme de un momento a otro, así que me puse a cruzar el puente muy despacio. Cuando estuve al otro lado, me encontré con dos opciones: seguir el curso del río o la carretera. Se desviaban un poco el uno del otro, pero ambos conducían hacia las luces de la ciudad. Opté por la carretera. No quería estar cerca del río. Así no pensaría en lo que había sucedido. No podía pensar en eso. Mi cerebro se negaba. «Primero preocúpate por seguir viva. Luego ya pensarás en cómo vivir a partir de ahora».
La carretera, pese a ser rural, era llana y estaba bien asfaltada, por lo que caminar sobre ella podía resultar agradable… pero no para mí. Comenzó a caer una fina llovizna, justo lo que me faltaba. Quería sentarme y descansar, hacerme un ovillo y no pensar en nada más. «No, no, no». La luz. Debía ir hacia la luz. Casi me eché a reír a carcajadas. La verdad es que tenía su gracia. Era como si estuviese a punto de morir o algo así. Entonces sí que me reí. Aquella noche había estado a punto de morir muchísimas veces. La más reciente, hacía no mucho.
Por suerte, también había sido la última y, por mucho que quisiese llegar a la ciudad, esta quedaba demasiado lejos. No estoy segura de cuánto tiempo caminé antes de parar y sentarme. «Solo un minuto», decidí. Descansaría un minuto y continuaría después. Tenía que continuar. Si por algún motivo no le había alcanzado en el corazón, Dimitri podría salir del río de un momento a otro. O cualquiera de los strigoi supervivientes podría venir a por mí desde la mansión.
Pero no me levanté pasado un minuto. Creo que me quedé dormida y la verdad es que no sé por cuánto tiempo, hasta que unas luces me despertaron súbitamente. Un coche frenó hasta detenerse. Conseguí ponerme en pie con mucho esfuerzo.
No fue un strigoi el que bajó del vehículo, sino un anciano. Me miró y dijo algo en ruso. Negué con la cabeza y di un paso atrás. Se dirigió al coche y dijo algo, un instante después se le unió una anciana. Me miró con los ojos como platos y una expresión compasiva en su rostro. Dijo algo que sonaba amable y me extendió la mano, con la precaución con la que se dirigiría a un animal salvaje. Lo miré durante unos segundos que se me hicieron eternos y señalé al horizonte morado.
—Novosibirsk —dije.
Ella acompañó mi gesto y asintió.
—Novosibirsk —me señaló a mí y después al coche—. Novosibirsk.
Dudé un poco más antes de dejar que me guiase hasta el asiento trasero del coche. Se quitó el abrigo y me lo puso por encima; fue entonces cuando caí en la cuenta de que estaba empapada por la lluvia. Debía de tener una pinta atroz, después de todo lo que me había pasado aquella noche. Era un milagro que se hubiesen detenido a recogerme. El anciano arrancó el motor del coche y pensé en la posibilidad de estar en compañía de unos asesinos en serie. Pero bueno, aquella situación no era muy distinta a las que había vivido hasta entonces.
El cansancio físico y mental empezó a adormilarme y, con un último esfuerzo, me pasé la lengua por los labios y pronuncié otra de mis perlas en ruso.
—¿Pazvaneet?
La mujer se volvió para mirarme, sorprendida. No estaba segura de haber dado con la palabra adecuada. Quizá le había pedido un teléfono fijo en vez de un móvil, o puede que incluso le hubiese pedido una jirafa, pero creo que me hice entender. Unos segundos después, la mujer metió la mano en el bolso y me extendió un teléfono móvil. Hasta los siberianos estaban conectados. Con las manos temblorosas, marqué el número que había memorizado. Me contestó una voz femenina.
—Allô.
—¿Sydney? Soy Rose…