Sus labios se abrieron y se separaron. Aunque sabía que no tenía una estaca de plata entre las manos, bien podría haberlo sido. Para atravesarle el corazón con ella tuve que actuar con decisión, como si quisiese acabar con él. Tenía que aceptar al fin la muerte del Dimitri que había conocido. El que se encontraba ante mí era un strigoi. No tenía ningún futuro a su lado. No me uniría a él.
Eso no impidió que una parte de mí quisiese parar y tumbarse a su lado o, por lo menos, esperar a ver qué ocurría a continuación. Después de la reacción de sorpresa, sus rasgos y su respiración se relajaron y me dio la impresión de que había muerto. Pero no era más que una ilusión. Ya lo había visto antes. Disponía de unos cinco minutos como mucho antes de que reviviese. No tenía tiempo para lamentar aquello en lo que se había convertido y lo que podría haber sido de él. Tenía que actuar. Sin vacilar.
Lo palpé de arriba abajo, rebuscando entre sus ropas algo que pudiese serme de utilidad. Encontré un juego de llaves y algo de calderilla. Me guardé las llaves y empecé a devolverle el dinero cuando caí en la cuenta de que podría venirme bien en caso de que consiguiese huir de allí, ya que después de llegar me habían quitado el dinero que llevaba encima. También arramblé con algunas de las joyas de la mesa. Encontrar compradores en las grandes ciudades de Rusia no sería complicado.
Si es que llegaba a una ciudad, claro. Me levanté de la cama y lancé una última y dolorida mirada hacia Dimitri. Las pocas lágrimas que le había ocultado antes se deslizaron ahora por mi rostro. Era el único lujo que podía permitirme. Si había un «después» para mí, sería entonces cuando lloraría por él. Antes de marcharme, mi mirada se posó sobre la estaca. Quería llevarla conmigo; era mi única arma. Si la extraía, despertaría en cosa de un minuto. Necesitaba todo el tiempo posible. Con un suspiro, le di la espalda y crucé los dedos por encontrar otra arma en alguna parte.
Eché a correr hasta la puerta de la habitación e introduje el código de nuevo. La puerta se abrió y me adentré en el pasillo. Antes de dirigirme a la próxima puerta, examiné la que acababa de cruzar. Había otro teclado para acceder a la habitación; también era necesario introducir una combinación para entrar. Retrocedí un poco y le di una patada con todas mis fuerzas. Lo hice en dos ocasiones más, hasta que la pequeña luz roja que brillaba en él se apagó. No sabía si aquello afectaría a la cerradura, pero en las películas siempre funcionaba eso de romper las cerraduras electrónicas.
Me concentré en la siguiente cerradura e intenté recordar los números que Inna me había dicho. No los había memorizado tan bien como creía. Introduje una secuencia de siete dígitos. La luz siguió roja.
—Maldita sea —era posible que hubiese mentido con la segunda combinación, pero sospechaba que la culpable era mi memoria. Lo intenté de nuevo, sabiendo que cada vez me quedaba menos tiempo hasta que Dimitri fuese a por mí. La luz roja brilló de nuevo. ¿Cuál era la combinación? Intenté visualizar los números y finalmente decidí que eran los dos últimos los que me estaban dando problemas. Introduje la serie de nuevo e invertí el orden de ambos. La luz cambió a verde y la puerta se abrió.
Por supuesto, en el exterior había un sistema de seguridad distinto. Un strigoi. Y no cualquier strigoi: era Marlen, al que había torturado en el callejón. El que me odiaba por haberlo humillado delante de Galina. Era evidente que estaba cumpliendo su turno de guardia y parecía resignado a una noche aburrida. Que yo apareciese por la puerta fue toda una sorpresa.
Lo cual me otorgaba, más o menos, un milisegundo de ventaja. Primero pensé en abalanzarme sobre él con todas mis fuerzas. Sabía que él podía hacer lo mismo. De hecho… eso fue exactamente lo que hizo.
Me quedé donde estaba para poder mantener la puerta abierta. Corrió hacia mí para detenerme, pero di un paso a un lado y abrí la puerta todavía más. Pero, claro, ni yo tenía la habilidad necesaria ni él era tan inútil como para morder el anzuelo. Se detuvo en el umbral e intentó aferrarse a mí. Aquello me ponía en la difícil situación de defenderme de él y arrastrarlo al pasillo que se extendía tras la puerta al mismo tiempo. Retrocedí con la esperanza de que me siguiese. Mientras tanto, me esforcé por mantener la puerta abierta. Era muy complicado y, además, no tenía tiempo de volver a introducir el código.
Luchamos en un espacio muy reducido. Mi mayor ventaja era que, por lo que parecía, Marlen era un strigoi joven, lo cual tenía sentido. Galina querría mantener a sus secuaces bajo control. Por otra parte, la fuerza y velocidad de los strigoi compensaba su falta de experiencia. El hecho de que hubiese sido un moroi en el pasado también significaba que había recibido muy poco entrenamiento, lo cual me otorgaba ventaja sobre él. Dimitri era un strigoi de los peligrosos, porque había entrenado como luchador antes de convertirse. Aquel tío, no.
Marlen consiguió acertarme con un par de puñetazos, uno de los cuales me golpeó peligrosamente cerca del ojo. El otro me alcanzó en el estómago y me dejó sin aliento momentáneamente. Pero la mayor parte del tiempo fui capaz de esquivar sus golpes, lo cual parecía hacerle enfadar. Que una adolescente te dé una paliza no debe de sentarle nada bien a un strigoi. Llegué incluso a hacer un amago de lanzarle una patada por sorpresa —algo que me hubiese resultado mucho más fácil sin aquel maldito vestido de lana— que le hizo retroceder unos pasos. Estuvo a punto de hacerme retirar la mano de la puerta, pero era el golpe que necesitaba. Su tropiezo me proporcionó unos pocos segundos para dejar el umbral y adentrarme en el vestíbulo. Por desgracia, cuando intenté cerrar la puerta, él ya estaba intentando cruzarla. Traté de empujar la puerta con las manos mientras lo mantenía a distancia a patadas.
Forcejeamos durante un rato hasta que, gracias a la suerte que aún me quedaba, cerré la puerta lo bastante como para que solo le asomase el brazo. Hice acopio de fuerza y tiré de la puerta hacia mí con un único movimiento. Esta se cerró de golpe sobre la muñeca de Marlen. Imaginaba que se le partiría por el golpe y que su mano caería al pasillo, pero la retiró justo a tiempo. Hasta los strigoi tienen el reflejo de evitar el dolor.
Jadeando —mi fuerza física aún no estaba al cien por cien—, retrocedí. Si Marlen conocía el código, aquel era el momento para introducirlo. Al cabo de un instante, el tirador de la puerta tembló sin que esta llegase a abrirse. Oí un grito de rabia y el ruido de sus puños al aporrear la puerta.
Un punto para mí. No, mejor dicho, un punto para la suerte. Si Marlen hubiese sabido el código, yo estaría…
¡Bam! Marlen seguía golpeando la puerta y en la superficie metálica asomó una grieta.
—Mierda —dije.
No me quedé el tiempo suficiente para comprobar cuántos golpes aguantaría antes de venirse abajo. También caí en la cuenta de que, aunque había roto la primera cerradura, Dimitri también sería capaz de abrir la puerta por la fuerza. Dimitri…
No. No podía pensar en él en aquel momento.
Mientras corría por el recibidor, hacia las escaleras que Dimitri y yo habíamos recorrido, un recuerdo inesperado se abrió camino en mi cabeza. Cuando Dimitri había amenazado por primera vez a Nathan, había dicho que sacaría mi estaca de una cámara. ¿De qué cámara, exactamente? ¿Se encontraría por allí? Aunque fuese el caso, no tenía tiempo para buscar. Cuando tus opciones son registrar un edificio de tres plantas lleno de vampiros o huir al campo antes de que te encuentren… bueno, la elección es obvia.
Mientras lo pensaba, di de bruces con un humano al final de las escaleras. Era mayor que Inna y llevaba consigo una pila de manteles que dejó caer cuando chocamos. Casi sin pausa, lo agarré y lo lancé contra la pared. No tenía arma con la que amenazarlo y me pregunté cómo iba a librarme de él. Sin embargo, en cuanto le sujeté contra la pared, se cubrió con los brazos y empezó a gimotear en ruso. No parecía dispuesto a atacarme.
Pero por otra parte estaba el problema de comunicarle lo que necesitaba. Marlen seguía golpeando la puerta y Dimitri le acompañaría en cuestión de minutos. Miré al humano, intentando parecer aterradora. A juzgar por su expresión, lo conseguí. Intenté chapurrear como lo había hecho con Inna… solo que en aquella ocasión el mensaje fue aún más burdo.
—Palo —dije en ruso. No tenía ni idea de cómo referirme a una estaca. Señalé el anillo de plata que llevaba e hice un gesto de lado a lado—. Palo. ¿Dónde?
Me miró con expresión perpleja para después preguntar, en perfecto inglés:
—¿Por qué hablas así?
—Por el amor de Dios —exclamé—. ¿Dónde está la cámara?
—¿La cámara?
—Donde se guardan las armas —siguió mirándome—. Busco una estaca de plata.
—Ah —dijo él—. Eso —lanzó una mirada preocupada hacia el origen de los golpes.
Le apreté con más fuerza contra la pared. Sentía que se me iba a salir el corazón del pecho, pero intenté ocultárselo. Quería que aquel tipo pensase que yo era invencible.
—Ni caso. Llévame a la cámara. ¡Ahora mismo!
Con un gemido asustado, asintió y me condujo escaleras abajo. Bajamos hasta la primera planta y doblamos una esquina. El camino a través de las habitaciones era tan retorcido como el laberinto que Dimitri me había enseñado, decorado con oro y candelabros, y me pregunté si sería capaz de salir de aquella casa. Desviarme de aquel modo entrañaba un riesgo, pero no estaba segura de poder salir sin que me persiguiesen. Y, si se daba ese caso, habría un enfrentamiento. Y tendría que defenderme.
El humano me dirigió hacia otra habitación, y otra más. Finalmente, llegamos a una puerta parecida a todas las demás. Se detuvo y me miró, a la expectativa.
—Ábrela —le dije.
Negó con la cabeza.
—No tengo la llave.
—Bueno, pues yo tampoco… espera —me llevé la mano al bolsillo y saqué las llaves que le había quitado a Dimitri. En el llavero había cinco. Las probé de una en una y acerté a la tercera. La puerta se abrió.
Mientras, mi guía echaba miraditas furtivas hacia atrás, listo para saltar.
—No hagas ninguna tontería —le advertí. Palideció y se quedó inmóvil. La habitación que se abría ante nosotros no era demasiado grande, y si bien su alfombra blanca y peluda y sus cuadros con marcos de plata le daban un aspecto elegante, por sí misma no parecía más que… bueno, una chatarrería. Estaba llena de cajas y objetos: un montón de cosas personales como relojes y anillos desperdigados sin orden ni concierto—. ¿Qué es todo esto?
—Magia —dijo él, presa aún del pánico—. Objetos mágicos que se guardan aquí para que pierdan su poder o antes de ser destruidos.
Así que magia. Aquellos objetos estaban hechizados por la magia de los moroi. Los amuletos siempre habían tenido cierto efecto sobre los strigoi —generalmente desagradable—, y las estacas eran los más peligrosos, al aglutinar los cuatro elementos físicos. Tenía sentido que un strigoi quisiese aislar aquellos peligros y librarse de…
—¡Mi estaca!
Eché a correr, la recogí y a punto estuvo de caérseme por culpa del sudor que cubría mis manos. La estaca reposaba sobre una caja cubierta por un pedazo de tela y unas extrañas piedras. Después de examinarla, caí en la cuenta de que no era mi estaca… aunque eso no suponía ninguna diferencia de cara a matar strigoi. Aquella estaca era casi idéntica, salvo por un pequeño dibujo geométrico grabado en su base. Era algo que los guardianes hacían de vez en cuando si se sentían especialmente apegados a su estaca: grabarle un dibujo o sus iniciales. Sujeté el arma y sentí algo de pena. Había pertenecido a alguien que la había blandido con orgullo en el pasado, alguien que seguramente ya estaría muerto. Solo Dios sabe cuántas docenas de estacas había en aquel lugar, arrebatadas de otros desafortunados prisioneros, pero no tenía tiempo para registrar la habitación ni para llorar a los muertos.
—Muy bien, ahora quiero que me lleves a… —vacilé. Aun teniendo una estaca, me iría mucho mejor si no me enfrentaba a ningún strigoi más. Tenía que asumir que habría un guardia en la puerta principal—. Alguna habitación de esta planta con una ventana que se pueda abrir. Y que esté lejos de las escaleras.
El hombre pensó durante unos segundos y asintió con rapidez.
—Por aquí.
Lo seguí a través de otro laberinto de retorcidos pasillos.
—¿Cómo te llamas?
—Oleg.
—¿Sabes? —dije—. Si salgo de aquí y tú quieres, podrías venir conmigo —que alguien me acompañase, especialmente si era un humano, me retrasaría. Sin embargo, mi conciencia no me permitía dejar a alguien atrás.
Me miró con incredulidad.
—¿Por qué iba a querer hacer eso? —Sydney tenía razón cuando hablaba de los grandes sacrificios que los humanos llevaban a cabo para obtener la inmortalidad. Oleg e Inna eran la mejor prueba de ello.
Doblamos una esquina hasta dar con un elaborado juego de puertas de estilo francés. A través del cristal grabado pude ver una serie de estanterías que cubrían por completo las dos paredes. Se trataba de una biblioteca enorme que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Pero lo mejor era que contaba con una gran ventana en saliente en la otra punta, cubierta por unas pesadas cortinas del color de la sangre.
—Perfecto —dije mientras abría las puertas.
Entonces fue cuando sentí náuseas. No estábamos solos en aquella habitación.
Galina se incorporó de un salto de una silla cercana a la chimenea, en el otro extremo de la habitación. De su regazo cayó un libro. No acababa de hacerme a la idea de que un strigoi estuviese disfrutando de una lectura al lado de la chimenea cuando se dirigió hacia mí a la carrera. Podría haber pensado que Oleg me había tendido una trampa, pero estaba hecho un ovillo en una esquina y en su rostro se reflejaba mi propia sorpresa. Pese al enorme tamaño de la biblioteca, Galina me alcanzó en cuestión de segundos.
Esquivé su ataque inicial… o lo intenté, al menos. Era muy rápida. Exceptuando a Dimitri, los strigoi de aquella casa eran de segunda categoría y había olvidado lo peligroso que podía ser un strigoi hábil. Me agarró del brazo y tiró de mí hacia ella mientras abría la boca y dirigía sus colmillos a mi cuello. Yo tenía la estaca en la mano e intenté hacerle un corte con ella, pero me sujetaba con mucha fuerza. Por lo menos, conseguí esquivarla de milagro y apartar el cuello, pero lo único que logré fue darle la oportunidad de agarrarme del pelo. Tiró de mí hacia arriba y grité de dolor. Que me levantase por el pelo sin arrancármelo fue toda una proeza, la verdad. Sin soltarlo, me estampó contra una pared.
La primera vez que me había enfrentado a Dimitri tras mi llegada, él se había empleado a fondo, pero no había querido matarme. Galina sí. Dimitri la había convencido de que yo podía serles de utilidad, pero en aquel momento era obvio que me veía como un estorbo. Su amnistía había concluido y estaba intentando acabar conmigo. Por lo menos me quedaba el consuelo de que no me convertiría en una strigoi. Solo sería la comida de uno de ellos.
Un grito hizo que concentrase la atención en la puerta. Allí estaba Dimitri, con el rostro encendido de ira. Cualquier imagen que pudiese conservar de su antigua naturaleza se desvaneció. Irradiaba furia, entornaba los párpados y dejaba entrever sus colmillos. Su piel pálida contrastaba con sus ojos rojos. Era como un demonio salido del infierno para destruirme. Echó a andar hacia nosotras y lo primero que me vino a la cabeza fue: «Bueno, por lo menos así acabaremos antes».
Solo que no fue a mí a quien atacó, sino a Galina.
No sé cuál de las dos quedó más sorprendida, pero en aquel momento, ninguno de los dos strigoi reparó en mí. Cargaron el uno contra el otro y yo quedé cautivada por la belleza del combate. Había una cierta gracia en cómo se movían y se golpeaban, y en la habilidad con la que esquivaban los ataques del adversario. Observé la pelea un rato más hasta que, finalmente, espabilé. Aquella era mi oportunidad para largarme de allí. No podía distraerme.
Me volví hacia la ventana y busqué precipitadamente un modo de abrirla. Nada.
—¡Hijo de puta! —quizá Oleg me la había jugado, después de todo. O quizá hubiese un mecanismo que no estaba a la vista. En cualquier caso, me hallaba convencida de que solo había un modo de abrirla.
Eché a correr hacia la pared de la habitación donde estaba sentada Galina y agarré la ornamentada silla de madera. Era obvio que aquella ventana no estaba hecha del durísimo cristal de la de mi cuarto, sino del que lucían las puertas francesas de la biblioteca, delicado y decorado con hermosos dibujos, cubierto de un tinte oscuro. No me haría falta mucha fuerza para romperlo. Después de todos mis infructuosos esfuerzos en la habitación, sonreí con satisfacción al blandir la silla con todas mis fuerzas. El impacto hizo un enorme agujero en uno de los lados de la ventana y lo llenó todo de cristales. Unos pocos fragmentos me alcanzaron en la cara, pero no era nada de lo que preocuparse.
El combate continuaba a mis espaldas. Oí gruñidos y gritos ahogados mientras peleaban, así como el crujido ocasional de muebles rotos. Me sentí tentada a dar la vuelta y comprobar cómo se estaba desarrollando la lucha, pero no pude. Agarré la silla, la utilicé para golpear la ventana una vez más y rompí la otra mitad. Podía pasar por aquel enorme agujero.
—¡Rose!
La voz de Dimitri activó una respuesta instintiva en mí. Eché la vista atrás y lo vi forcejeando con Galina. Ambos estaban exhaustos, pero era evidente que él se estaba llevando la peor parte. Sin embargo, seguía intentando contenerla de modo que el pecho de Galina quedase expuesto hacia mí. Sus ojos se encontraron con los míos. Cuando era un dhampir, apenas necesitábamos palabras para comunicarnos. Aquella fue una de esas ocasiones. Comprendí lo que pretendía. Quería que le clavase la estaca.
Sabía que no debía. Tenía que saltar por la ventana en aquel preciso instante. Tenía que dejarles pelear, aunque parecía obvio que Galina estaba a punto de ganar. Y, sin embargo… pese a mis dudas, un impulso me llevó al otro lado de la habitación, con la estaca lista. Quizá lo hice porque no podía abandonar del todo a Dimitri, aunque se hubiese convertido en un monstruo. Quizá era mi sentido inconsciente del deber, por haberme salvado la vida. O quizá porque sabía que un strigoi iba a morir aquella noche y ella era la más peligrosa.
Pero no era fácil sujetarla. Era rápida y fuerte, y se notaba que a Dimitri le costaba retenerla. Ella no dejaba de forcejear, intentando avanzar en su ataque. Solo necesitaba incapacitarlo como yo había hecho; después sería cuestión de decapitarlo o incinerarlo para acabar con él de una vez por todas. No me cabía duda de que ella era bien capaz de cualquiera de las dos cosas.
Él se las apañó para orientarla hacia mí y ofrecerme la mejor perspectiva posible de su pecho. Avancé… y entonces Dimitri chocó contra mí. Por un momento me sentí confundida, preguntándome por qué me atacaba después de salvarme, hasta que caí en la cuenta de que alguien le había empujado… Nathan. Acababa de entrar en la biblioteca, acompañado por Marlen. Distrajo a Dimitri, pero no a mí. Yo aún tenía a Galina a mi alcance y hundí mi estaca en su pecho. No se hundió todo lo que yo quería y ella aún fue capaz de contraatacar y reaccionar con fuerza. Apreté los dientes y empujé el arma más, sabiendo que la plata tenía que estar afectándole. Ella flaqueó y yo aproveché la oportunidad y hundí la estaca en toda su extensión. Tardé varios segundos, pero finalmente dejó de moverse y su cuerpo se desplomó sobre el suelo.
Si los otros strigoi repararon en su muerte, no le prestaron atención. Nathan y Marlen estaban centrados en Dimitri. Otro strigoi —una mujer a la que no reconocí— no tardó en unirse a la pelea. Extraje la estaca del cuerpo de Galina y retrocedí lentamente hacia la ventana, intentando no llamar mucho la atención. Mi corazón me apremiaba a auxiliar a Dimitri. Lo superaban en número. Podía echarle una mano y ayudarle a luchar…
Pero, claro, mi fuerza se estaba desvaneciendo. Los mordiscos y la pérdida de sangre me estaban pasando factura. Aquella noche había combatido a dos strigoi y acabado con uno de ellos, alguien poderoso. Esa había sido mi buena acción del día: hacerla desaparecer. Lo mejor que podía hacer era marcharme y dejar que aquellos strigoi acabasen con Dimitri. Los supervivientes quedarían sin líder y ya no supondrían una amenaza tan grande. Dimitri se vería libre de su estado y su alma al fin podría ir a un lugar mejor. Y yo viviría —con suerte— en un mundo mejor con un strigoi menos.
Choqué contra el alféizar y eché un vistazo afuera. Era de noche… malas noticias. Y la pared de la mansión tampoco era la superficie ideal para escalar. Podría intentarlo, pero estaría perdiendo el tiempo. Y se me estaba acabando. Debajo de la ventana había una densa línea de arbustos. No podía ver con claridad y solo esperé que no se tratase de un rosal lleno de espinas o algo parecido. De todos modos, una caída desde un primer piso no me mataría. Solo dolería. Y mucho.
Subí al alféizar y mi mirada se cruzó brevemente con la de Dimitri mientras uno de los strigoi se abalanzaba sobre él. Volví a oír las mismas palabras: «No vaciles». La importante lección de Dimitri. Pero no había sido la primera. La primera había sido que si te superan en número y no tienes alternativa, debes huir.
Y eso fue lo que hice: saltar por la ventana.