Avery era capaz de utilizar el espíritu.
—Mierda.
Me senté en la cama con la cabeza dándome vueltas. No había sido capaz de verlo venir. Caray, ni yo ni nadie. Avery se había hecho pasar por alguien con el don de practicar magia aérea. Cada moroi tenía un control muy escaso de cada elemento y ella había hecho lo justo con el aire para que pareciese que esa era su especialización. Nadie le había preguntado nada porque, francamente, ¿quién iba a esperar que hubiera otra persona con el poder de utilizar el espíritu? Y, dado que ya no estaba en la escuela, no había motivos para someterla a pruebas u obligarla a demostrar sus habilidades. Nadie se había dado cuenta.
Cuanto más pensaba en ello, más evidentes me parecían las pequeñas pistas. Su personalidad encantadora, la facilidad con la que convencía a la gente. ¿Cuántas de sus interacciones estaban controladas por el espíritu? ¿Y sería posible… sería posible que hubiese coaccionado a Adrian para que se sintiese atraído por ella? No tenía ningún motivo para alegrarme, pero… bueno, me alegré.
En cualquier caso, ¿qué quería Avery de Lissa? No era descabellado pensar que hubiese manipulado a Adrian para que se encaprichase de ella. Era un joven atractivo y venía de una familia importante. Era el sobrino nieto de la reina y, aunque los familiares de la actual monarca no iban a heredar el trono inmediatamente después de su muerte bajo ningún concepto, tenía un futuro brillante y siempre se codearía con la flor y nata de la sociedad.
Pero, ¿Lissa? ¿Qué quería Avery de ella? ¿Qué podía proporcionarle? A la luz de aquella revelación, el comportamiento de Lissa pasó a tener sentido: esas ganas de fiesta tan poco propias de ella, los cambios de humor, los celos, las peleas con Christian… Avery estaba llevando a Lissa al límite, obligándola a tomar decisiones terribles. Estaba utilizando alguna especie de coerción para volver loca a Lissa, para manipularla y poner su vida en peligro. ¿Por qué? ¿Qué quería Avery?
No importaba. El porqué no era importante, sino el cómo: cómo iba a salir de allí y regresar con mi mejor amiga.
Miré hacia abajo. Reparé en el delicado vestido de seda que llevaba. De pronto, no lo soporté. Era un símbolo de todo lo que había sido: débil e inútil. Me lo quité rápidamente y me puse a rebuscar en el armario. Se habían llevado mis vaqueros y mi camiseta, pero al menos me habían permitido quedarme con mi sudadera. Primero me vestí con el suéter verde, en vista de que era la prenda más resistente que tenía, y me sentí un poco más segura. Después me puse la sudadera por encima. No es que me hiciese sentir como una guerrera cañera, pero al menos me dio algo de confianza. Una vez vestida para la acción, regresé al salón y me puse a caminar a ese ritmo que tanto me ayudaba a pensar… aunque no tuviese motivos para creer que se me fuesen a ocurrir nuevas ideas. Llevaba días y días intentándolo sin éxito. Nada iba a cambiar.
—¡Maldita sea! —grité, y eso me hizo sentir mejor. Me senté en la silla, hecha una furia y sorprendida por no haberla estrellado contra la pared en un arrebato.
La silla tembló de un modo apenas perceptible.
Me puse en pie de mala gana y la miré. Todo en aquel lugar era nuevo y moderno. Era raro que hubiese una silla defectuosa. Me arrodillé y la examiné de cerca. Se había roto justo donde la pata se une al asiento. Seguí observándola. Todos los muebles de la habitación eran industriales, resistentes, sin junturas. Debería haberlo sabido, teniendo en cuenta la de veces que había golpeado la pared con la silla nada más llegar. Ni siquiera le habían quedado marcas. Entonces, ¿qué había provocado que se rompiese, cuando atizarla una y otra vez no le había hecho ningún efecto?
Pero yo no había sido la única persona que la había estrellado.
El primer día me había peleado con Dimitri y había ido a por él con la silla. Él me la había quitado de las manos y la había lanzado contra la pared. No había vuelto a prestarle atención, pues daba por hecho que no conseguiría romper nada con ella. Cuando más adelante había intentado hacer pedazos la ventana, había usado una mesa porque era más pesada. Mi fuerza no había sido capaz de romper la silla… pero la de Dimitri, sí.
Agarré la silla y la estampé contra una ventana dura como el diamante, con la esperanza de matar dos pájaros de un tiro. Nada. Ambas permanecieron intactas, de modo que volví a hacerlo. Otra vez. Perdí la cuenta de cuántas veces golpeé el cristal con la silla. Me dolían las manos y sabía que, pese a estar recuperada, aún no había recobrado todas mis fuerzas. Aquello me sacaba de quicio.
Finalmente, después de intentarlo durante una eternidad, eché un vistazo a la silla y vi que la fisura había aumentado de tamaño. Saber que estaba progresando renovó mis ánimos y mi fuerza. Golpeé una y otra vez sin hacer caso del daño que la madera me hacía en las manos. Por fin oí un crujido y la pata se separó de la silla. La tomé y la observé, asombrada. No se había roto limpiamente. El extremo estaba astillado y afilado. ¿Tan afilado como una estaca? No estaba segura. Pero lo que sí sabía era que la madera era dura y que si empujaba con suficiente fuerza, podría alcanzar el corazón de un strigoi. No parecía letal como arma, pero con ella podía atontar a aquel a quien golpease. No sabía si bastaría para sacarme de allí, pero era todo cuanto tenía. Y era muchísimo más de lo que tenía una hora antes.
Me senté de nuevo en la cama para recuperarme de mi batalla contra la silla mientras daba golpes al aire con mi estaca improvisada. Vale, tenía un arma. Pero, ¿qué podía hacer con ella? Me vino a la cabeza la cara de Dimitri. Maldita sea. No había duda. Él era el objetivo principal, aquel del que tendría que ocuparme primero.
De pronto la puerta se abrió y miré hacia allí, alarmada. Empujé rápidamente la silla a un rincón oscuro mientras me invadía el pánico. No, no. No estaba lista. Aún no me había hecho a la idea de clavarle una estaca…
Era Inna. Llevaba una bandeja, pero su rostro no mostraba su típica expresión servil. La rápida mirada que me lanzó estaba cargada de odio. No sabía por qué se hallaba tan enfadada. No le había hecho ningún daño.
Todavía.
Me aproximé a la bandeja como si quisiese echarle un vistazo. Levanté la tapa y vi un sándwich de jamón con patatas fritas. Tenía buena pinta —llevaba tiempo sin comer—, pero la adrenalina que me corría por las venas hizo que me olvidase de cualquier apetito que pudiese tener. La miré con una sonrisa angelical. Ella me fulminó con la mirada.
«No vaciles», decía siempre Dimitri.
No lo hice.
Me abalancé sobre Inna y la tiré al suelo con tanta fuerza que se golpeó la cabeza. Parecía atontada, pero se recuperó rápidamente y se defendió. En aquella ocasión, yo no estaba drogada —bueno, no mucho— y por fin se notaron tanto mi fuerza como mis años de entrenamiento. Oprimí mi cuerpo contra el suyo para inmovilizarla en el suelo. Después saqué la estaca que había ocultado hasta entonces y puse el extremo afilado sobre su cuello.
Era como volver al pasado, cuando cazaba strigoi en los callejones. Ella no podía ver que mi arma era la pata de una silla, pero las puntas afiladas consiguieron llamar su atención mientras yo se las apoyaba en el cuello.
—El código —dije—. ¿Cuál es el código?
Su única respuesta fue una sarta de palabrotas en ruso. Vale, no me sorprendió, teniendo en cuenta que posiblemente no me entendiese. Repasé mentalmente las palabras que conocía en ruso. Había pasado el tiempo suficiente en el país como para aprender algunas palabras: mi nivel era el equivalente al de un niño de dos años, pero hasta ellos son capaces de comunicarse.
—Números —dije en ruso—. Puerta —al menos, eso fue lo que quise decir.
Ella siguió soltando sapos y culebras con expresión desafiante. Sí, era como interrogar a un strigoi. Mi estaca se hundió un poco más hasta hacerla sangrar, pero me contuve. Podía resultarme difícil atravesar el corazón de un strigoi con aquella arma pero, ¿seccionar una vena humana? Estaba chupado. Se tranquilizó un poco, puede que después de llegar a la misma conclusión que yo.
Intenté comunicarme una vez más con mi ruso chapucero.
—Te mataré. Nathan, no. Nunca… —¿cómo era aquella palabra? Me vino a la cabeza el servicio religioso y me la jugué—. Nunca vida eterna.
Aquello le llamó la atención. Nathan y la vida eterna. Las cosas que más le importaban. Se mordió el labio, rabiosa, pero dejó de insultarme.
—Números. Puerta —repetí. Le clavé la estaca un poco más y ella gritó de dolor.
Habló por fin y escupió una serie de dígitos. Por lo menos había memorizado los números en ruso bastante bien para manejarme con las direcciones y los teléfonos. Ella pronunció siete números.
—Otra vez —le dije. La obligué a repetir la combinación tres veces, confiando en que con eso bastaría para recordarla. Pero había algo más. Estaba bastante segura de que la puerta exterior tenía un código distinto—. Números. Puerta. Segunda —me sentía como una cavernícola. Inna se me quedó mirando, sin comprender lo que le decía—. Puerta. Segunda —repetí.
Supe por su mirada que en aquella ocasión me había entendido y reaccionó con ira. No contaba con que se me ocurriese que la segunda puerta tenía su propio código. Un nuevo corte con la estaca le hizo gritar otros siete números. Le hice repetirlos una vez más, mientras caía en la cuenta de que no tenía forma de saber si me estaba diciendo la verdad… hasta que probase la combinación. Por ese motivo decidí llevármela conmigo.
Me sentí culpable por lo que hice a continuación, pero los momentos desesperados exigen medidas desesperadas. Durante mi entrenamiento como guardiana había aprendido a matar y a incapacitar. Hice esto último. Le golpeé la cabeza contra el suelo hasta dejarla inconsciente. Su expresión se relajó y sus párpados cayeron. Maldita sea. Me había visto reducida a herir a adolescentes humanos.
Después de incorporarme, me dirigí hacia la puerta e introduje la combinación, rezando para que fuese la correcta. Para mi sorpresa, lo era. El cierre electrónico se desactivó, pero antes de que pudiese abrir la puerta, oí otro ruido. Alguien había abierto la puerta exterior.
—Mierda —murmuré.
Me alejé de la puerta inmediatamente, abracé el cuerpo inconsciente de Inna y fui corriendo al cuarto de baño. La tumbé en la bañera con toda la delicadeza que pude y acababa de cerrar la puerta del lavabo cuando oí cómo se abría la puerta principal. Sentí las características náuseas que acompañan a la presencia de un strigoi. Sabía que estos podían llegar a oler a un ser humano, así que recé para que una puerta cerrada bastase para aislar el olor de Inna. Crucé el recibidor y encontré a Dimitri en el salón. Le sonreí y corrí hasta caer en sus brazos.
—Has vuelto —dije con alegría.
Él me abrazó durante un rato y luego dio un paso atrás.
—Sí —parecía agradecido por el recibimiento, pero su rostro en seguida adoptó una expresión más seria—. ¿Has tomado una decisión?
Ni siquiera me saludó. Tampoco me preguntó cómo me encontraba. Se me encogió el corazón. Aquel no era Dimitri.
—Todavía tengo preguntas.
Fui a la cama y me tumbé como siempre hacíamos. Él me siguió poco después y se sentó en el borde, observándome.
—¿Cuánto tardará? —pregunté—. Cuando me conviertas, quiero decir. ¿Es instantáneo?
Una vez más, empecé a interrogarlo. La verdad es que estaba quedándome sin preguntas y, llegados a este punto, no quería conocer los detalles de mi transformación en strigoi. Cada vez estaba más nerviosa. Tuve que actuar. Tuve que aprovechar la oportunidad que se me presentaba.
Y sin embargo… antes de poder actuar, tuve que asegurarme de que quien tenía delante no era realmente Dimitri. Qué tontería. Debería haberlo sabido ya de sobra. Podía ver los cambios físicos. Había visto su frialdad, su brutalidad. Le había visto matar como si nada. Aquel no era el hombre que había amado. Y, pese a todo, por un instante…
Dimitri se tumbó a mi lado mientras suspiraba.
—Rose —me interrumpió—, si no te conociese, diría que estás intentando ganar tiempo —sí, incluso como strigoi, Dimitri conocía mi forma de pensar. Caí en la cuenta de que si quería parecer convincente, tendría que dejar de hacerme la tonta y comportarme como la misma Rose Hathaway de siempre.
Así que me hice la indignada.
—¡Pues claro que sí! Es un asunto muy delicado. Vine aquí a matarte y ahora me pides que me una a ti. ¿Crees que me resulta fácil?
—¿Y tú crees que me ha resultado fácil esperar todo este tiempo? —preguntó—. Los únicos que tienen derecho a elegir son los moroi, que matan voluntariamente, como los Ozzera. Nadie más tiene derecho a elegir. Yo no tuve elección.
—¿Y no te arrepientes?
—No, ahora no. Ahora soy aquello para lo que nací —frunció el ceño—. Pero aún me duele… el hecho de que Nathan me obligase y ahora actúe como si yo estuviese en deuda con él. Por eso tengo el detalle de dejarte elegir, para que conserves intacto tu orgullo.
Qué amable, ¿eh? Lo miré y sentí que mi corazón volvía a hacerse añicos. Era como oír que había muerto una vez más. De pronto, temí echarme a llorar. No. Nada de lágrimas. Dimitri siempre hablaba de presas y depredadores. Yo tenía que ser un depredador.
—Estás sudando —dijo de pronto—. ¿Por qué?
«Mierda, mierda, mierda». Pues claro que estaba sudando. Estaba contemplando la posibilidad de clavarle una estaca al hombre que amaba… o al que había amado. Y, además del sudor, las feromonas se ocupaban de expresar mi nerviosismo. Los strigoi también podían olerlas.
—Porque estoy asustada —susurré. Alcé la mirada y le acaricié la cara, intentando memorizar todos sus rasgos. Los ojos. El pelo. La forma de sus mejillas. En mi imaginación, le superpuse los rasgos que recordaba. Los ojos oscuros. La piel bronceada. La dulce sonrisa—. Creo… creo que estoy lista, pero es… no lo sé. Es una decisión muy importante…
—Será la mejor decisión de tu vida, Roza.
Mi respiración se aceleraba y recé para que pensase que se debía a mi miedo a la transformación.
—Dímelo de nuevo. Otra vez. ¿Por qué quieres hacerme despertar con tantas ganas?
En su rostro se dibujó una expresión un poco cansada.
—Porque te deseo. Porque siempre te he deseado.
Y entonces lo supe. Por fin caí en la cuenta del problema. Me había dado la misma respuesta una y otra vez, y siempre que decía aquellas palabras, había algo que me escamaba. Sin embargo, aún no había sido capaz de describir exactamente qué. Hasta ese momento. Me quería. Me quería como las personas quieren a sus posesiones o sus objetos de coleccionista. El Dimitri que había conocido, aquel de quien me había enamorado y con el que me había acostado… ese Dimitri hubiese dicho que quería que estuviésemos juntos porque me amaba. Y en sus palabras no había el menor rastro de amor.
Le sonreí. Me incliné sobre él y le besé con dulzura. Seguramente pensaría que lo estaba haciendo por el mismo motivo de siempre, por atracción y deseo. En realidad, era un beso de despedida. Su boca respondió a la mía y sus labios se tornaron tibios e impacientes. Le besé durante un rato más, para contener las lágrimas que empezaban a escapárseme de los ojos y para que no sospechase nada. Mi mano se cerró en torno a la pata de la silla, que había ocultado en el bolsillo de la sudadera.
Nunca olvidaría a Dimitri. Y, en aquella ocasión, no olvidaría sus enseñanzas.
Con una velocidad para la que no estaba preparado, le atravesé el pecho con la estaca. Mi fuerza hizo que le atravesase las costillas y se la clavase en el corazón.
Mientras lo hacía, sentí que también estaba atravesando mi propio corazón.