No lloraba muy a menudo, y detestaba hacerlo. La última vez que lo había hecho en presencia de Dimitri, este me había rodeado inmediatamente con sus brazos. Esta vez, lo único que recibí de él fue una mirada de frialdad e ira.
—¡Es culpa tuya! —gritó, con los puños apretados.
Retrocedí con los ojos como platos.
—Pero él… me ha atacado…
—Sí, e Inna también. ¡Una humana! Has permitido que una humana te atacase —su voz no podía ocultar el desprecio—. Eres débil. Eres incapaz de defenderte sola, ¡y todo porque te niegas a que te despierte!
Su voz era aterradora y la mirada que me lanzó… la verdad, me dio casi más miedo que la que me había lanzado Nathan. Dio un paso al frente y me puso en pie de un tirón.
—Si te hubieran matado, habría sido culpa tuya —dijo. Me zarandeó, clavándome los dedos en la muñeca—. ¡Tienes la oportunidad de alcanzar la inmortalidad y una fuerza increíble, pero estás demasiado ciega para verlo!
Me tragué las lágrimas y me froté los ojos con el dorso de la mano libre. Sin duda, estaba estropeando el maquillaje que tan laboriosamente me había puesto. Tenía tanto miedo que el corazón estaba a punto de salírseme del pecho. Yo esperaba furia y amenazas de Nathan, pero no de Dimitri.
«Has olvidado que es un strigoi», susurró una voz en mi cabeza.
Llevaba bastante tiempo sin un mordisco y tenía suficiente adrenalina para estar espabilada. Tanto era así, que hacía tiempo que la voz de mi conciencia no hablaba tan alto. Dimitri decía que yo era débil porque no era una strigoi, pero no solo se trataba de eso. Yo era débil y Nathan e Inna me habían sometido porque era una adicta, porque vivía feliz en la ignorancia y eso me estaba pasando factura física y mentalmente. Fue un pensamiento inesperado y apenas pude retenerlo. Mi sed de endorfinas vampíricas se disparó y las dos facciones se enfrentaron en mi mente.
Fui lo bastante precavida como para no verbalizar ninguno de esos pensamientos. Procuré decir algo que tranquilizase a Dimitri.
—No creo que pudiera llegar a ser más fuerte que Nathan, ni siquiera aunque despertase.
Me acarició el pelo con la mano. Su voz fría se volvió pensativa. Parecía que se estaba calmando, pero aún había enfado e impaciencia en sus mirada.
—Quizá no al principio, pero tu fuerza física y tu fuerza de voluntad se transmiten con la transformación. Él no es mucho mayor que nosotros. Al menos, no lo suficiente como para que la diferencia se note. Ese es el motivo por el que siempre se echa atrás cuando luchamos.
—¿Y por qué te echas atrás tú?
Noté que se le ponía el cuerpo rígido y me di cuenta de que podía haber interpretado que mi pregunta cuestionaba su valentía. Tragué saliva, asustada de nuevo. Aún no me había soltado la muñeca y ya empezaba a dolerme.
—Porque él tiene razón en una cosa —dijo Dimitri, con voz tensa—. Al matarlo, la ira de Galina caería sobre nosotros, y eso es algo que no puedo permitirme. Todavía.
—Me dijiste que tenías… que teníamos que matarla.
—Sí, y en cuanto lo hayamos hecho, nos resultará fácil tomar el control de sus bienes y de su organización.
—¿Qué hace su organización, exactamente? —si seguía distrayéndolo, quizá mitigase su enfado y ahuyentase al monstruo. Dimitri se encogió de hombros.
—De todo. Una riqueza así no se adquiere sin esfuerzo.
—¿Un esfuerzo ilegal y dañino para los humanos?
—¿Acaso importa?
No me molesté en responder.
—Pero Galina era tu profesora. ¿De verdad eres capaz de matarla? Y no me refiero a si eres capaz físicamente, me refiero a si no te importa.
Se quedó pensativo.
—Ya te lo he dicho. Todo consiste en la fuerza y la debilidad. En la presa y el depredador. Si podemos acabar con ella, y no me cabe ninguna duda de que podemos, ella es la presa. Y se acabó.
Me estremecí. Era una visión del mundo muy dura, cruda y aterradora. Justo entonces, Dimitri me soltó la muñeca y me invadió una sensación de alivio. Con las piernas temblorosas, retrocedí y me senté en el sofá. Por un momento, temí que me volviera a agarrar, pero se sentó a mi lado.
—¿Por qué me ha atacado Inna? ¿Por qué ha defendido a Nathan?
—Porque está enamorada de él —Dimitri no se molestó en esconder su repugnancia.
—Pero, ¿cómo…?
—Quién sabe. En parte, es porque él le prometió que la despertaría cuando ella hubiera dedicado tiempo a esto —recordé las advertencias de Sydney sobre por qué los alquimistas temían que los humanos supieran de la existencia de los vampiros: porque los humanos podrían querer convertirse también—. Es lo que se le cuenta a la mayoría de los criados humanos.
—¿Qué se les cuenta?
—La mayoría no son dignos. O, con bastante frecuencia, a alguien le entra hambre y acaba con el humano.
Me estaban dando náuseas, independientemente de la proximidad de Dimitri.
—Qué desastre.
—No tiene por qué serlo —no creía que fuera a zarandearme de nuevo, pero había un brillo peligroso en su mirada. El monstruo estaba a tan solo un latido de distancia—. Se está acabando el tiempo. He sido permisivo, Roza, mucho más permisivo que con cualquier otra persona.
—¿Por qué? ¿Por qué lo has sido?
Yo quería, necesitaba, oírle decir que era porque me amaba y que, a causa de ese amor, jamás podría obligarme a hacer algo que yo no quisiera. Necesitaba oírlo para poder borrar de mi cabeza a aquella criatura terrorífica y furibunda que acababa de ver.
—Porque sé cómo piensas. Y sé que despertando por voluntad propia serás una aliada más importante. Eres independiente y decidida, y por eso eres valiosa.
—¿Conque una aliada?
No la mujer que amaba.
Se movió y su cara quedó justo sobre la mía.
—¿No te dije una vez que siempre podrías contar conmigo? Estoy aquí. Te protegeré. Vamos a estar juntos. Estamos destinados a estar juntos y lo sabes.
En su voz había más fiereza que afecto.
Me besó en los labios y me atrajo hacia él. Me inundó su calor habitual, mi cuerpo reaccionó instantáneamente al suyo. Pero aunque mi cuerpo hiciera una cosa, por mi cabeza circulaban otros pensamientos. Siempre había pensado que estábamos destinados a estar juntos. Y Dimitri me había dicho una vez que siempre podría contar con él. Yo también había deseado lo mismo, pero también quería que él pudiera contar conmigo. Yo quería que fuéramos iguales, que siempre nos protegiéramos mutuamente. Hoy no había sido así. Yo me había mostrado débil e indefensa. Nunca me había comportado así. Incluso en situaciones horribles donde estaba en clara inferioridad, daba guerra. Como mínimo, tenía voluntad de luchar. Ahora no. Me habían aterrorizado. Había actuado como una inútil. No había podido hacer nada más que quedarme sentada, de forma lamentable, y esperar a que alguien viniera a rescatarme. Había permitido que una humana se aprovechara de mí.
Dimitri había dicho que la solución era que me convirtiera en strigoi. Se había pasado la última semana repitiéndolo una y otra vez y, aunque yo no había aceptado, no me había suscitado el mismo rechazo que antes. Últimamente, me rondaba la idea de que era una posibilidad remota de estar juntos. Y yo deseaba de verdad que estuviéramos juntos, especialmente en momentos así, cuando nos besábamos y el deseo nos envolvía crepitando.
Pero esta vez… el deseo no era tan intenso como de costumbre. Seguía existiendo, pero no lograba borrar la imagen de cómo se había comportado. Fui consciente, con una clarividencia sorprendente, de estar enrollándome con un strigoi, y eso era… raro.
Dimitri respiró hondo, se separó de mis labios un momento y me miró fijamente. A pesar de aquella serena expresión de strigoi, percibí que me deseaba. De muchas maneras. Aquello resultaba confuso. Era Dimitri y no era Dimitri. Se inclinó de nuevo hacia mí, me besó la mejilla, luego la barbilla y, por fin, pasó al cuello. Abrió más la boca y empecé a notar la punta de sus colmillos…
—No —le espeté. Él se detuvo en seco.
—¿Qué has dicho?
Mi corazón volvió a latir con fuerza, mientras yo me preparaba para un nuevo arranque de furia por su parte.
—Que… no. Esta vez, no.
Él se apartó y me miró. Parecía sorprendido y enfadado a la vez. Como no reaccionaba, empecé a divagar.
—Es que no me encuentro bien… Me duele todo. Me da miedo perder toda mi sangre, aunque desee… —Dimitri siempre decía que yo no podía mentirle, pero tenía que intentarlo. Puse mi mejor cara de pasión e inocencia—. Lo deseo… Quiero sentir el mordisco… Pero antes quiero descansar, recuperar fuerzas.
—Déjame despertarte y volverás a ser fuerte.
—Ya lo sé —le dije, manteniendo en la voz un ligero tono de frenesí. Aparté la mirada, con la esperanza de parecer aún más confusa. Vale, de acuerdo, con la vida que llevaba últimamente, no me resultaba tan difícil aparentar confusión—, y estoy empezando a pensar…
Le oí tomar aire bruscamente.
—¿Qué estás empezando a pensar?
Me volví hacia él, con la esperanza de poder convencerlo de que estaba pensando seriamente en convertirme.
—Estoy empezando a pensar que no quiero volver a ser débil.
Pude vérselo en la cara. Me creía. Pero es que la última parte no era mentira. No quería ser débil.
—Por favor… solo quiero descansar. Necesito pensármelo un poco más.
Ese fue el momento en que todo aquello me agobió. La verdad era que no solo le estaba mintiendo a él. Me estaba mintiendo a mí misma. Porque, a decir verdad, deseaba ese mordisco. Con toda mi alma. Llevaba mucho tiempo sin uno y mi cuerpo se moría por recibirlo. Necesitaba las endorfinas tanto como respirar o comer. Y, sin embargo, en un solo día sin ellas, había adquirido un minúsculo fragmento de clarividencia. A la parte de mí que únicamente anhelaba la felicidad del éxtasis ignorante no le importaba esa mayor claridad mental y, aun así, yo sabía, muy en el fondo, que tenía que intentarlo un poco más, aunque eso supusiera privarme de lo que más deseaba.
Tras mucho pensar, Dimitri asintió y se levantó. Por mis palabras, había interpretado que yo había llegado a un punto de inflexión y estaba a punto de aceptar.
—Descansa, pues —dijo—. Luego hablamos. Pero, Rose… solo tenemos dos días.
—¿Dos días?
—Es la fecha límite de Galina. Ese es el plazo que nos ha dado. Entonces, yo decidiré por ti.
—¿Me despertarás?
Ya no estaba del todo segura de que la muerte siguiera siendo una alternativa.
—Sí. Será mejor para todos no llegar a ese punto —salió de la cama y se puso de pie. Se detuvo un momento y se llevó la mano al bolsillo—. Ah, te he traído esto.
Me entregó un brazalete con incrustaciones de ópalos y diamantes diminutos. Era un brazalete deslumbrante y en cada ópalo brillaban mil colores.
—¡Vaya! Es… es precioso.
Me lo puse en la muñeca aunque, en cierto modo, regalos como ese ya no significaban tanto como antes.
Con aire satisfecho, se inclinó y me besó en la frente. Se fue hacia la puerta y me dejó recostada sobre el sofá, intentando desesperadamente pensar en cualquier cosa que no fuera cuánto deseaba que se diera la vuelta y me mordiera.
El resto del día fue un tormento.
Siempre había leído historias de adictos, de cuánto le cuesta a la gente abandonar el alcohol o las drogas ilegales. Incluso había presenciado una vez cómo un proveedor se había vuelto medio loco tras ser apartado del servicio. Se había hecho demasiado mayor y alguien había considerado que seguir dando sangre a los moroi era peligroso para su salud. Había observado, asombrada, cómo rogaba y suplicaba que le dejaran quedarse, cómo había jurado que no le importaba el peligro. Aunque supiera que sufría una adicción, no podía entender por qué le merecía la pena arriesgar su vida de esa manera. Ahora sí lo entendía.
Durante esas horas, habría arriesgado la vida con tal de que volvieran a morderme, lo cual era bastante curioso porque, si permitía otro mordisco, estaría, de hecho, arriesgando la vida. No me cabía duda de que pensamientos tan confusos acabarían llevándome a aceptar la propuesta de Dimitri. Pero, con cada desgraciado minuto de abstinencia que pasaba, mis pensamientos iban ganando en claridad. Aún estaba lejos de estar libre de la bruma ensoñadora de las endorfinas vampíricas. Cuando nos capturaron en Spokane, a Eddie lo utilizaron como fuente de sangre para los strigoi y tardó días en recuperarse. Ahora, cada fragmento de claridad me hacía darme cuenta de lo importante que era que no me mordiesen, aunque tampoco es que saberlo me aliviara físicamente.
Tenía problemas graves. Parecía que, fuera como fuese, estaba destinada a convertirme en strigoi. Dimitri quería convertirme para que pudiéramos reinar juntos como el equivalente vampírico de Bonnie y Clyde. Nathan quería convertirme con la esperanza de dar caza a Lissa y luego matarme. Estaba claro que la opción de Dimitri era más atractiva, pero no tanto. Ya no.
El día anterior hubiese dicho que convertirme en strigoi era algo que no me preocupaba demasiado. Ahora, era consciente de la cruda realidad de lo que significaba, y regresaron mis antiguos sentimientos. El suicidio frente a la existencia como criatura del mal. Por supuesto, ser una criatura del mal significaba que podría estar con Dimitri…
Pero aquel no era Dimitri, ¿o sí? Todo era muy confuso. Intenté de nuevo recordarme lo que él mismo había dicho hacía tiempo: que por mucho que un strigoi se pareciese a la persona que yo conocía, no lo era. Sin embargo, este Dimitri me había dicho que se había equivocado al respecto.
—Son las endorfinas, Rose. Son como drogas —gruñí, y escondí la cara entre las manos, sentada en el sofá, con el televisor emitiendo un zumbido de fondo. Genial, ahora hablaba sola.
Suponiendo que pudiera librarme del control que Dimitri ejercía sobre mí y del estado de confusión que continuaba haciéndome pensar que había malinterpretado a los strigoi, ¿qué podía hacer? Volvía al dilema del principio. No disponía de armas con las que luchar contra los strigoi. No disponía de armas para suicidarme. Volvía a estar a su merced pero, al menos, ahora estaba más cerca de poder luchar debidamente. Claro que me vencerían, pero pensaba que, si seguía alejada de las endorfinas, al menos podría vencer a Inna. Eso tenía que servir para algo.
Y así estaba, alejada de las endorfinas. Cada vez que repasaba mentalmente mis opciones y me atascaba, volvía a caer en picado hacia la realidad física que tenía delante. Quería volver a sentir ese subidón. Quería recuperar esa bruma de felicidad. Necesitaba recuperarla o, seguramente, moriría. Eso es lo que me mataría y me libraría de ser una strigoi…
—¡Maldita sea!
Me levanté y empecé a andar de un lado para otro con la esperanza de distraerme. La televisión no lo estaba consiguiendo, eso seguro. Si pudiera aguantar un poco más, podría expulsar la droga de mi cuerpo. Podría averiguar cómo salvarme y salvar a Lissa y…
¡Lissa!
Sin más dilación, me sumergí en ella. Estando en su cuerpo y en su mente, quizá podría pasar un rato sin tener que soportar los míos. Mi síndrome de abstinencia pasaría antes.
Lissa y su grupo habían vuelto de la Corte Real un poco más serios de lo que llegaron. A la fría luz de la mañana, Lissa se había sentido increíblemente idiota por lo sucedido en la fiesta. Bailar encima de una mesa no era lo peor del mundo pero, al recordar otras fiestas a las que había asistido aquel fin de semana y su vida social con Avery, se preguntó qué le había pasado. A veces, ni siquiera se reconocía. Y lo del beso con Aaron… Aquello, por sí solo, daba para un apartado independiente de sentimientos de culpa.
—No te preocupes por eso —le dijo Avery en el avión—. Todas hacemos tonterías cuando estamos borrachas.
—Yo no —protestó Lissa—. Eso no es propio de mí.
A pesar de aquella afirmación, Lissa había aceptado beber mimosas —champán mezclado con zumo de naranja— en el viaje de vuelta.
Avery sonrió.
—No tengo nada con qué compararlo. A mí me caes bien. Pero claro, no estás intentando fugarte con un humano ni con un tipo que no pertenezca a la realeza.
Lissa le devolvió la sonrisa y su mirada se posó en Jill, que iba sentada unas filas por delante de ellas en el avión. Adrian había estado hablando antes con la chica, pero ahora ella estaba enfrascada en la lectura de un libro y su mayor preocupación parecía mantenerse bien lejos de Reed. Él iba sentado otra vez con Simon y a Lissa le sorprendió un poco ver al guardián observando a Jill con ojos recelosos. Quizá Reed le hubiera dicho a Simon que la joven suponía algún tipo de amenaza.
—¿Ella te preocupa? —preguntó Avery, siguiendo la mirada de Lissa.
—No es eso… Es que no puedo olvidar cómo me miraba anoche.
—Es joven, creo que se asombra fácilmente.
Lissa supuso que sería eso. Aunque, fuese o no fuese joven, los gritos de Jill a Lissa habían tenido algo de refrescante y sincero. A Lissa le había parecido algo propio de mí y no podía estar tranquila sabiendo que alguien así pensaba mal de ella. Lissa se levantó.
—Ahora mismo vuelvo —le dijo a Avery—. Voy a hablar con ella.
A Jill le desconcertó que Lissa se sentara a su lado. La joven marcó la página del libro e, independientemente de cuáles fueran sus sentimientos, la sonrisa que le dedicó a Lissa fue sincera.
—Hola.
—Hola —repitió Lissa. Aún no había tomado mucha mimosa y todavía controlaba el espíritu lo suficiente como para ver el aura de Jill. Era de un intenso color verde azulado intercalado con tonos morados y de un azul más oscuro. Buenos colores, fuertes—. Mira, quería pedirte disculpas por lo que sucedió anoche… lo que dije…
—Oh —repuso Jill, ruborizándose—. No pasa nada, de verdad. Las cosas se nos fueron de las manos y sé que no estabas muy en tus cabales. Bueno, eso creo, la verdad es que no lo sé. Como nunca he bebido, no puedo opinar.
El nerviosismo de Jill siempre la hacía oscilar entre la divagación y el silencio.
—Ya, bueno, debería haber estado en mis cabales antes de llegar a esa situación. Y siento mucho lo que pasó con Reed —Lissa bajó la voz—. No tengo ni idea de lo que pasó… pero lo que hizo y lo que te dijo no estuvo bien.
Las dos chicas se pusieron a mirarlo. Estaba sumergido en la lectura de un libro pero, de repente, como si hubiera notado que lo observaban, su mirada se volvió hacia Jill y Lissa. Les lanzó una mirada de odio y ellas apartaron la vista inmediatamente.
—Eso, desde luego, no fue culpa tuya —dijo Jill—. Además, estaba Adrian y no pasó nada.
Lissa se esforzó por mantener una expresión neutra. Adrian estaba sentado fuera de su campo de visión pero, de no haberlo estado, Lissa pensó que Jill lo habría mirado absorta. Adrian, por su parte, miraba bastante a Avery últimamente, y Lissa tenía claro que nunca vería a Jill como otra cosa que no fuese una hermana pequeña. Sin embargo, parecía evidente que Jill estaba empezando a sentirse atraída por él. Eso era tierno y, aunque Lissa supiera que se trataba de una estupidez por su parte, no podía evitar sentirse un poco aliviada de que fuera Adrian, y no Christian, el objeto del cariño de Jill.
—Bueno, espero que haya alternativas mejores y que nadie piense demasiado mal de mí —añadió Lissa.
—Yo no pienso mal de ti —repuso Jill—. Y estoy segura de que Christian tampoco lo hará.
Lissa funció el ceño, confundida momentáneamente.
—Bueno… no tiene sentido agobiarlo con eso. Hice una tontería y yo lo arreglaré todo.
Ahora fue Jill quien frunció el ceño. Dudó antes de hablar y recuperó su habitual nerviosismo.
—Pero tienes que hacerlo. Tienes que decirle la verdad, ¿no?
—No es para tanto —dijo Lissa, sorprendida por ponerse repentinamente tan a la defensiva. Empezaba a apoderarse de ella aquella ira impredecible.
—Pero… vuestra relación es formal. Tenéis que ser siempre sinceros, ¿no? Quiero decir, que no puedes mentirle.
Lissa puso los ojos en blanco.
—Jill, tú nunca has tenido una relación formal, ¿o sí? ¿Has tenido siquiera una cita? No le estoy mintiendo. Tan solo no le estoy contando cosas que lo van a alarmar sin motivo. No es lo mismo.
—Sí lo es —le rebatió Jill. Noté lo mucho que le disgustaba contestarle a Lissa, pero admiré su arrojo—. Tiene derecho a saberlo.
Lissa resopló, irritada, y se levantó.
—Olvídalo, creía que podríamos hablar como dos adultas, pero, por lo visto, es imposible.
La mirada fulminante que le lanzó a Jill hizo estremecerse a la chica.
Aun así, al volver a la academia, Lissa se sintió culpable. Christian la recibió muy contento y la cubrió de besos y abrazos. Ella estaba firmemente convencida de que Jill había exagerado, pero cada vez que miraba a Christian, no dejaba de pensar en aquel beso con Aaron. ¿Había sido tan grave como le parecía a Jill? Había sido informal y los dos estaban bebidos. Lissa sabía que, si se lo contaba a Christian, este se disgustaría, y eso no lo soportaba. Avery, que escuchó las deliberaciones de Lissa, estuvo de acuerdo en que no había de qué preocuparse. Aun así, al observarla a través de los ojos de Lissa, me dio la impresión de que a Avery le preocupaba más la reacción emocional de Lissa si Christian y ella tuvieran una fuerte discusión. Los aspectos morales no entraban en la discusión. Avery quería proteger a Lissa.
Parecía que todo iba a quedar olvidado… hasta que, más tarde, aquel mismo día, Lissa quedó con Christian para ir a cenar. Este tenía una expresión sombría al acercarse a Lissa en el vestíbulo de su dormitorio. Parecía que fueran a salir rayos de sus ojos azul claro.
—¿Cuándo ibas a contármelo? —preguntó. Habló en un tono muy alto, y varias personas que pasaban por allí se volvieron, sorprendidas.
Lissa se lo llevó apresuradamente a un rincón y bajó el tono de voz.
—¿De qué estás hablando?
—Ya sabes de qué estoy hablando. De cómo utilizas tus escapadas de fin de semana para liarte con otros tíos.
Ella se quedó mirándolo fijamente durante varios segundos que resultaron muy tensos. Entonces supo lo que había pasado.
—¡Te lo ha contado Jill!
—Sí, y tuve que sonsacárselo casi a la fuerza. Se presentó para practicar conmigo y estaba al borde del llanto.
Se apoderó de Lissa un enfado nada propio de ella.
—¡No tenía derecho a hacerlo!
—Tú eres quien no tenía derecho. ¿De verdad creías que podías hacer algo así sin contármelo?
—Christian, fue un estúpido beso de borracha, por el amor de Dios. Se lo di de broma, porque me había salvado de caerme de una mesa. No significó nada.
Christian adoptó una expresión pensativa y Lissa estuvo segura de que iba a darle la razón.
—No habría pasado nada —dijo él por fin— si me lo hubieses contado tú. No debería haberlo oído de boca de otra persona.
—Jill…
—… no es el problema. El problema eres tú.
Lissa se quedó momentáneamente atónita.
—¿Cómo dices?
—Yo… —Christian pareció repentinamente cansado. Se frotó los ojos—. No sé. Es que… las cosas no van bien últimamente. Yo… no sé si puedo soportar todo esto. Antes de irte, me andabas buscando las cosquillas y ahora me haces esto.
—¿Por qué no me escuchas? ¡No fue nada! Si hasta Avery piensa lo mismo.
—Ah —dijo Christian sarcásticamente—. Si Avery piensa lo mismo, entonces no pasa nada.
El mal genio de Lissa asomó a la conversación.
—¿Qué quieres decir con eso? Creía que te caía bien.
—Y me cae bien, pero no me gusta que, últimamente, le hagas más confidencias a ella que a mí.
—Pues no te molestaba que le hiciera confidencias a Rose.
—Avery no es Rose.
—Christian…
Él negó con la cabeza.
—Mira, ya no me apetece ir a cenar. Necesito pensar.
—¿Cuándo volveré a verte? —preguntó ella, nerviosa. El miedo había sustituido al enfado.
—No lo sé. Hasta luego.
Christian se fue sin decir nada más. Lissa se quedó mirando, pasmada, cómo salía del vestíbulo. Quería correr a arrojarse en sus brazos, suplicarle que volviese y la perdonase. Pero había mucha gente alrededor y no quiso montar el número ni invadir su espacio vital. Optó por el único recurso que le quedaba: Avery.
—No te esperaba —dijo Avery, abriendo la puerta de su dormitorio—. ¿Qué te…? ¡Dios! ¿Qué pasa?
Avery hizo entrar a Lissa y le pidió que se lo contase todo. Con muchas lágrimas y divagaciones rayanas en la histeria, Lissa le contó lo que había sucedido con Christian.
—Y no sé qué ha querido decir. ¿Quiere que cortemos? ¿Vendrá luego a hablar conmigo? ¿Voy yo a hablar con él? —Lissa escondió la cara entre las manos—. ¡Ay, Dios! No pensarás que hay algo entre Jill y él, ¿verdad?
—¿Con la niñita? ¡No! —exclamó Avery—. Claro que no. Mira, tienes que tranquilizarte. Me estás poniendo de los nervios. Todo irá bien.
La ansiedad cubrió la cara de Avery y se levantó para llevarle a Lissa un vaso de agua. Luego, lo pensó mejor y le sirvió una copa de vino.
Sentada sola, Lissa sintió que sus sentimientos desbocados la atormentaban. No le gustaba lo que había hecho. Pensaba que algo iba mal. Primero había hecho que yo me alejase de ella y, ahora, le tocaba a Christian. ¿Por qué no le duraban los amigos? ¿Qué podía hacer? ¿De verdad se estaba volviendo loca? Se sintió inerme y desesperada y…
¡Bam!
De pronto y sin previo aviso, algo me expulsó de la cabeza de Lissa.
Sus pensamientos desaparecieron por completo. Ni me había ido por voluntad propia ni nada de mi propio cuerpo me había sacado de su cabeza. Estaba sola, de pie en la habitación, me había quedado parada mientras caminaba pensativa de un lado a otro. Nunca jamás me había sucedido nada parecido. Había sido como… Bueno, como una fuerza física. Como si un muro de cristal o un campo de fuerza hubiera caído de golpe ante mí y me hubiera empujado hacia fuera. Había sido un poder externo.
Pero, ¿de qué se trataba? ¿Había sido Lissa? Que yo supiera, ella nunca fue capaz de notar mi presencia en su cabeza. ¿Eso ya no era así? ¿Me había echado ella? ¿Sus sentimientos se habían vuelto tan fuertes que ya no quedaba espacio para mí?
No lo sabía y no me gustaba. En otra ocasión, aparte de la sensación de que me empujaban, había experimentado otra sensación extraña. Como una agitación, como si alguien hubiese entrado y me hubiese hecho cosquillas mentalmente. Sentí breves ráfagas de calor y frío y todo acabó nada más salir de su cabeza. Me pareció muy invasivo.
Y también… familiar.