VEINTIUNO

Dimitri no entró en detalles. Yo estaba demasiado asombrada por sus palabras y por el resto de las cosas que habían pasado esa noche como para saber cómo tomármelo todo. Me llevó dentro de nuevo, pasamos junto al strigoi de guardia y subimos por las escaleras hasta mi suite. Nathan ya no estaba fuera.

Durante unos segundos, esa voz tan fastidiosa de mi cabeza me habló lo bastante alto para abrirse paso entre la confusión de mis pensamientos. Si no había guardia en el pasillo e Inna acudía pronto, tenía una buena oportunidad para amenazarla y utilizarla para salir. Cierto que eso significaría tener que enfrentarme a una casa con Dios sabe cuántos strigoi, pero mis posibilidades de escapar eran mejores en la casa que dentro de la habitación.

Esos pensamientos desaparecieron tan pronto como habían aparecido. Dimitri me rodeó con un brazo y me atrajo hacia él. Había pasado frío fuera y aunque su cuerpo estaba frío, su ropa y su chaqueta me dieron algo de calor. Me acurruqué contra él mientras sus manos recorrían todo mi cuerpo. Pensé que me iba a morder, pero nuestras bocas se encontraron con fuerza. Enredé los dedos en su pelo para intentar acercarlo más a mí. Los suyos recorrieron mi pierna desnuda y me subieron la falda casi hasta la cadera. Los nervios y las ganas encendieron todas las partes de mi cuerpo. Había soñado a menudo con lo que había pasado en la cabaña y lo había echado mucho de menos. No esperaba que volviese a suceder algo así, pero ahora que parecía posible me quedé asombrada al comprobar cuánto lo deseaba.

Mis manos subieron hasta su camisa y desabrocharon todos los botones para poder tocarle el pecho. Su piel estaba fría como el hielo, todo lo contrario del fuego que yo sentía en mi interior. Separó sus labios de los míos y empezó a descender por el cuello y el hombro y me bajó el tirante del vestido mientras cubría mi cuerpo de besos ávidos. Aún tenía la mano sobre mi cadera desnuda y yo intenté desesperadamente quitarle la camisa.

De repente, con una brusquedad sorprendente, se apartó y me empujó. Al principio creía que solo era parte del juego entre nosotros, hasta que me di cuenta de que lo que quería era alejarme.

—No —me dijo con tono duro—. Todavía no. No hasta que te haya transformado.

—¿Por qué? —pregunté, desesperada. No podía pensar en otra cosa que no fuera que me tocase… y, bueno, tal vez otro mordisco—. ¿Por qué importa eso? ¿Es que hay… alguna razón por la que no podemos? —hasta mi llegada allí, nunca se me había pasado por la cabeza tener relaciones sexuales con un strigoi. Tal vez no era posible.

Se inclinó hacia mí y acercó los labios a mi oreja.

—No, pero sería mucho mejor si estuvieras despierta. Déjame hacerlo… Déjame, y así podremos hacer lo que queramos…

Me di cuenta vagamente de que estaba utilizando el sexo como elemento de negociación. Me deseaba, lo veía en todo su cuerpo, pero estaba utilizando la tentación del sexo para que yo cediese. Y le funcionaba, porque estaba a punto de claudicar. Mi cuerpo estaba anulando a mi cerebro… o casi.

—No —gemí—. Yo… tengo miedo…

Su mirada peligrosa se suavizó, y aunque seguía sin ser el Dimitri de antes, ahora lo veía un poco menos strigoi.

—Rose, ¿crees que haría algo que te hiciese daño? —¿no acabábamos de tener una discusión sobre que mis opciones eran transformarme o morir? Y esta última podía ser algo dolorosa, digo yo, pero no volví a tocar el tema.

—El mordisco… La transformación dolerá…

—Ya te lo he dicho: será como lo que ya hemos hecho. Te gustará. No te dolerá, te lo juro.

Aparté la vista. Maldita sea. ¿Por qué no podía seguir siendo siniestro y dar miedo? Era más fácil negarme y resistirme así. Aun en lo más ardiente de la pasión era capaz de resistirme. Pero al verlo así, tranquilo y razonable… se parecía demasiado al Dimitri al que había amado. Y era difícil negarle nada. Por primera vez estaba haciendo que transformarme en strigoi no pareciese… tan malo.

—No sé —dije sin convicción.

Me soltó y se sentó con la cara llena de frustración. Y eso fue casi un alivio.

—A Galina se le está acabando la paciencia. Y a mí también.

—Has dicho que todavía teníamos tiempo… Solo necesito pensarlo un poco más… —¿durante cuánto tiempo iba a poder seguir utilizando esa excusa? La forma de entornar los ojos de Dimitri me avisó de que no mucho más.

—Tengo que irme —me dijo con dureza. Ya no iba a haber más caricias ni besos, estaba claro—. Tengo que ocuparme de unas cosas.

—Lo siento —le dije, confundida y asustada. No sabía qué Dimitri prefería, si el terrorífico, el sensual o el que era casi amable (aunque no del todo).

Él no dijo nada. Sin avisar se inclinó sobre mí y me mordió la suave piel del cuello. Todos los descabellados planes de fuga que tenía se desvanecieron. Cerré los ojos a punto de caer; solo su brazo, que me apretaba con fuerza, me mantuvo en pie. Igual que cuando nos besamos, su boca estaba caliente contra mi piel y la sensación de su lengua y sus dientes enviaban descargas eléctricas por todo mi cuerpo.

Y en un segundo se terminó. Se apartó, lamiéndose los labios, pero siguió sujetándome. Volvió la neblina. El mundo era maravilloso y feliz y yo no tenía ninguna preocupación. Lo que me había estado preocupando sobre Nathan y Galina ya no significaba nada para mí. El miedo que había sentido unos segundos antes, la frustración por el sexo, la confusión… No podía preocuparme por nada de eso, no cuando la vida era tan bella y yo quería tanto a Dimitri. Le sonreí e intenté abrazarle, pero él ya me estaba llevando hacia el sofá.

—Hasta luego —y en un segundo estaba en la puerta, lo que me entristeció. Quería que se quedara. Que se quedara para siempre—. Recuerda que te deseo. Que no dejaría que te ocurriera nada malo. Te protegeré. Pero… no puedo esperar mucho más.

Y con esas palabras se fue. Lo que había dicho me hizo sonreír aún más. Dimitri me deseaba. Recordé vagamente haberle preguntado por qué. ¿Por qué le habría preguntado eso? ¿Qué respuesta quería? ¿Por qué me importaba? Él me deseaba. Eso era lo importante.

Ese pensamiento y el increíble subidón de endorfinas me envolvieron mientras seguía tumbada en el sofá y sentí que el sueño podía conmigo. Ir hasta la cama parecía demasiado esfuerzo, así que me quedé donde estaba y dejé que llegara el sueño.

E, inesperadamente, me encontré en uno de los sueños de Adrian.

Ya casi había renunciado a volver a encontrármelo. Después de mis primeros intentos desesperados de escapar de allí, me había convencido de que Adrian no iba a volver y había dejado las cosas como estaban por el bien de todos. Pero allí estaba —bueno, su versión onírica—, de pie justo delante de mí. A veces los paisajes eran bosques o jardines, pero hoy estábamos donde nos habíamos conocido, en el porche de una estación de esquí en Idaho. Brillaba el sol y nos rodeaban las montañas.

Le miré con una gran sonrisa.

—¡Adrian!

Creo que nunca le había visto tan sorprendido como entonces. Teniendo en cuenta lo mala que era con él, resultaba comprensible.

—Hola, Rose —me dijo. Su voz sonaba insegura, como si le preocupara que lo estuviera engañando.

—Te veo bien —le dije. Era cierto. Llevaba unos vaqueros oscuros y una camisa con diferentes tonos de azul marino y turquesa que iba genial con sus ojos verde oscuro. Pero sus ojos estaban cansados. Agotados. Qué raro. En esos sueños él podía darle la forma que quisiera al mundo y a las apariencias sin ningún esfuerzo. Podría haber aparecido perfecto, pero había preferido reflejar la fatiga del mundo real.

—Tú también estás bien —su tono seguía siendo cauteloso mientras me miraba de arriba abajo. Yo todavía llevaba el vestido de playa ajustado, el pelo suelto y los zafiros alrededor del cuello—. Eso que llevas sería algo que te pondría yo. ¿Te has dormido con esa ropa?

—Sí —me estiré la falda y pensé en lo guapa que estaba. Me pregunté si a Dimitri le había gustado. No me lo había comentado, pero no había parado de decirme que era preciosa.

—Creía que no ibas a volver.

—Yo también.

Lo miré. No parecía él.

—¿Estás intentando descubrir dónde estoy otra vez?

—No, ya no me importa —suspiró—. Lo único que me importa es que no estás aquí. Tienes que volver, Rose.

Crucé los brazos y me senté en la barandilla del porche.

—Adrian, no estoy preparada para nada románti…

—No por mí —me interrumpió—. Por ella. Tienes que volver por Lissa. Por eso estoy aquí.

—Lissa…

Mi ser despierto estaba lleno de endorfinas y parecía que las había traído conmigo al sueño. Intenté recordar por qué debía preocuparme por Lissa.

Adrian se acercó y me observó detenidamente.

—Sí, ya sabes, Lissa. Tu mejor amiga. La chica con la que tienes el vínculo y a la que has jurado proteger.

Balanceé las piernas.

—Nunca hice ningún voto.

—¿Pero qué demonios te pasa?

No me gustaba su tono nervioso. Estaba estropeándome el buen humor.

—¿Qué te pasa a ti?

—No pareces tú. Y tu aura… —frunció el ceño y no pudo continuar.

Reí.

—Oh, claro. La mágica y mística aura. Deja que lo adivine. Es negra, ¿verdad? —pregunté.

—No… es… —siguió observándome durante varios segundos—. Apenas puedo centrarme en ella. Está hecha un caos. ¿Qué está pasando, Rose? ¿Qué ocurre en el mundo cuando estás despierta?

—Nada —le dije—. Nada excepto que soy feliz por primera vez en mi vida. ¿Por qué estás tan raro de repente? Antes eras divertido. La primera vez que me lo estoy pasando bien y apareces tú muy raro y aburrido.

Se arrodilló delante de mí sin un atisbo de humor en su cara.

—Te pasa algo malo. No sé el qué… —comentó.

—Ya te lo he dicho, estoy bien. ¿Por qué tienes que venir siempre a fastidiarme? —era verdad que unos días antes había querido desesperadamente que se me apareciese en sueños, pero ahora… ahora no era tan importante. Tenía algo bueno con Dimitri si conseguía encontrar la forma de solucionar ciertos puntos no tan buenos.

—Ya te lo he dicho. No he venido por mí. Lo he hecho por Lissa —me miró con los ojos muy abiertos y sinceros—. Rose, te estoy suplicando que vuelvas. Lissa te necesita. No sé lo que le pasa y tampoco cómo ayudarla. Nadie lo sabe. Creo… que solo puedes ayudarla tú. Tal vez el hecho de que estéis separadas es lo que le está haciendo tanto daño. Quizá sea por eso por lo que tú estás tan rara también. Vuelve. Por favor. Os curaremos a las dos. Encontraremos la solución. Está muy rara. Es imprudente y no le importa nada.

Negué con la cabeza.

—Lo que a mí me pasa no tiene nada que ver con estar lejos de ella. Y probablemente tampoco sea eso lo que le pasa a Lissa. Si le preocupa tanto el espíritu, debería volver a tomar su medicación.

—A ella no le preocupa, ese es el problema. Maldita sea —se puso de pie y empezó a pasearse—. ¿Qué os pasa a las dos? ¿Por qué ninguna de las dos sois capaces de ver que está pasando algo malo?

—Quizá no somos nosotras —le dije—. A lo mejor eres tú el que se imagina cosas.

Adrian se volvió hacia mí y me miró otra vez.

—No. No soy yo.

No me gustaba aquello: ni su tono, ni su expresión, ni sus palabras. Me había alegrado verlo, pero ahora estaba resentida con él por haberme estropeado el buen humor. No quería pensar en nada de todo aquello. Era demasiado difícil.

—Mira —le dije—, me había alegrado de verte esta noche, pero ya no estoy tan contenta. Sobre todo si te pones a acusarme y a exigirme cosas.

—No lo pretendo —su voz era amable, sin rastro de su enfado—. Lo último que quiero es hacerte infeliz. Me importas mucho. Y Lissa también. Y quiero que las dos seáis felices y viváis vuestras vidas como os dé la gana… pero no si las dos os lanzáis de cabeza a caminos destructivos.

Casi tenía sentido lo que decía. Casi parecía razonable y sincero. Volví a negar con la cabeza.

—No te metas. Yo estoy donde quiero estar y no voy a volver. Lissa se las tiene que arreglar sola —salté de la barandilla al suelo. El mundo giró un poco a mi alrededor y me tambaleé. Adrian me asió la mano pero yo me aparté.

—Estoy bien.

—Qué va. Dios, juraría que estás borracha, pero… tu aura no dice eso. ¿Qué es lo que te pasa? —se pasó las manos por el pelo oscuro. Era su gesto habitual de nerviosismo.

—Ya no tengo nada que hacer aquí —le dije, intentando ser lo más educada posible. ¿Por qué demonios había querido verlo otra vez? Al llegar allí era algo importante, pero…—. Devuélveme a la realidad, por favor.

Abrió la boca para comentar algo, pero se quedó petrificado.

—¿Qué tienes en el cuello?

Se acercó y, a pesar del aturdimiento, conseguí zafarme de él. No tenía ni idea de lo que me había visto en el cuello, pero no tenía interés en descubrirlo.

—No me toques.

—Rose, eso parece…

—¡Devuélveme a la realidad, Adrian! —se acabaron los buenos modales.

—Rose, déjame ayudarte…

—¡Que me devuelvas a la realidad!

Grité aquellas palabras y, por primera vez, conseguí salir sola de uno de los sueños de Adrian. Dejé de estar dormida y me desperté en el sofá. La habitación estaba en silencio y el único sonido era mi respiración acelerada. Me sentí hecha un lío por dentro. Normalmente, tan poco tiempo después de un mordisco estaba feliz y en una nube. Pero el encuentro con Adrian había dejado una parte de mí preocupada y triste.

Me levanté y conseguí llegar al baño. Encendí la luz y tuve que guiñar los ojos; en la otra habitación no había tanta claridad. Cuando mis ojos se adaptaron, me acerqué al espejo y me aparté el pelo. Di un respingo al ver mi reflejo. Tenía cardenales por todo el cuello y marcas de heridas frescas. Alrededor de la zona donde Dimitri acababa de morderme había sangre seca.

Parecía… una prostituta de sangre.

¿Cómo no lo había notado antes? Mojé una toalla y me froté el cuello para intentar quitarme la sangre. No dejé de frotar hasta que la piel se me puso roja. ¿Ya estaba? ¿Tenía más? Parecía que me había quitado lo peor. Me pregunté qué habría visto Adrian. Llevaba el pelo suelto y estaba casi segura de que me tapaba la mayor parte del cuello.

Un pensamiento rebelde apareció en mi mente. ¿Pero qué importaba lo que hubiera visto Adrian? Él no lo entendía. Ni siquiera se podía hacer una idea. Estaba con Dimitri. Sí, me sentía diferente… pero no tan diferente. Y estaba segura de que encontraría una manera de que lo nuestro funcionase sin tener que convertirme en strigoi. Pero aún no sabía cómo.

Intenté convencerme una y otra vez, pero era como si aquellos cardenales me mirasen desde el espejo.

Salí del baño y volví al sofá. Encendí el televisor, aunque no tenía ganas de ver ningún programa, y poco después la bruma volvió. Desconecté de lo que pasaba en la tele y me dormí otra vez. Pero esta vez los sueños eran solo míos.

Dimitri tardó un tiempo en volver. Y con «un tiempo» quiero decir casi un día entero. Ya me estaba poniendo nerviosa, tanto porque le echaba de menos a él como al mordisco. Normalmente venía dos veces al día, así que aquel había sido el período más largo sin endorfinas. Como necesitaba algo que hacer, me había dedicado a ponerme lo más guapa posible.

Busqué entre los vestidos de mi armario y escogí uno largo de seda de color marfil con flores moradas pintadas delicadamente en la tela. Se ajustaba a mi cuerpo como un guante. Quería recogerme el pelo, pero después de ver otra vez los cardenales decidí dejármelo suelto. Hacía poco que me habían dado un rizador de pelo y algo de maquillaje, así que me arreglé la melena con mucha paciencia, convirtiendo las puntas en rizos perfectos. Una vez arreglada me miré en el espejo, feliz, segura de que a Dimitri también le gustaría. Ahora solo me faltaba ponerme alguna de esas joyas exquisitas que me había regalado. Pero cuando me giré para salir, me vi la espalda desde un lado y me di cuenta de que llevaba un cierre abierto. Intenté abrocharlo, pero no llegaba. Estaba justo en el único lugar que no alcanzaba.

—Mierda —murmuré, intentando agarrar el cierre. Algo que estropeaba mi perfección.

Justo en ese momento oí abrir la puerta de la otra habitación y el ruido familiar de colocar una bandeja sobre la mesita. Un golpe de suerte.

—¡Inna! —la llamé saliendo del baño—. Necesito que…

Sentí náuseas cuando entré en el salón. Pero no era Dimitri quien me las provocaba, sino Nathan.

Me quedé con la boca abierta. Inna estaba a su lado, esperando pacientemente junto a la bandeja con la cabeza gacha, como siempre. No le hice caso y miré a Nathan. Seguramente él seguía estando de guardia, pero eso no incluía entrar en la habitación. Por primera vez en mucho tiempo, recuperé parte de mis instintos de batalla y evalué mis posibilidades de huida. El miedo me hizo retroceder, pero eso me habría dejado atrapada en el baño. Mejor quedarme donde estaba. Aunque no pudiera salir de la habitación, allí tenía más espacio para moverme.

—¿Qué haces aquí? —pregunté, sorprendida por lo tranquila que aparentaba estar.

—Ocuparme de un problema.

No necesité más pistas para saber a qué se refería: el problema era yo.

Tuve que esforzarme para no retroceder.

—Yo no te he hecho nada —la lógica no servía de nada con un strigoi. Ninguna de sus víctimas les había hecho nada.

—Existes —me dijo—. Estás ocupando espacio aquí y haciendo perder el tiempo a todo el mundo. Tú sabes cómo encontrar a la chica Dragomir, pero no nos vas a ofrecer nada útil hasta que Belikov haga lo que tiene que hacer y te despierte. Y mientras, Galina me hace perder el tiempo vigilándote y no hace más que ascenderlo a él porque Belikov la ha convencido de que vas a ser valiosa para nosotros.

Interesante lista de motivaciones…

—Y… ¿qué vas a hacer?

Un segundo después, estaba justo delante de mí. Verlo tan cerca desencadenó un recuerdo: el momento en que le había mordido a Dimitri y había empezado todo aquello. Una chispa de furia prendió en mi interior, pero no llegó a convertirse en llama.

—Voy a conseguir esa información de una forma u otra —me dijo entre dientes—. Dime dónde está.

—Ya sabes dónde está. Está en la academia —no había nada útil en aquella información. Él sabía que estaba allí. Sabía dónde estaba la academia.

Por su mirada supe que no le gustaba que le estuviera dando información que ya tenía. Estiró la mano, me agarró del pelo y tiró para echarme la cabeza hacia atrás. Llevar el pelo suelto no había sido una buena idea.

—¿Adónde va a ir? No va a quedarse ahí para siempre. ¿Va a ir a la universidad? ¿A la Corte Real? Seguro que tienen planes para ella.

—No sé qué planes tienen. Llevo lejos un tiempo.

—No te creo —gruñó—. Es demasiado valiosa. Su futuro tiene que estar planeado desde hace mucho.

—Si es así, nadie me lo contó. Me fui demasiado pronto.

Me encogí de hombros. Sus ojos se llenaron de furia y juraría que se le pusieron todavía más rojos.

—¡Tenéis un vínculo! Tú lo sabes. Dímelo y te mataré rápido. Si no, te despertaré para sonsacarte la información y después te mataré. Te prenderé fuego como a una antorcha.

—Tú… ¿me matarías siendo una de los vuestros? —qué pregunta más tonta, los strigoi no tenían lealtad entre ellos.

—Sí. Eso destrozará a Dimitri, y cuando Galina vea que está trastornado, yo ocuparé de nuevo el sitio que me correspondía a su lado… sobre todo después de haber aniquilado a los Dragomir.

—Eso es lo que tú te crees.

Sonrió, me tocó la cara y me recorrió el cuello y los cardenales con los dedos.

—Claro que sí, no lo dudes. Pero si me dices ahora lo que quiero saber, las cosas serán más fáciles. Morirás extasiada y no quemada viva. Y ambos lo podríamos disfrutar —me rodeó delicadamente el cuello con la mano—. Eres un verdadero problema, pero eres preciosa… sobre todo tu cuello. Entiendo por qué te desea…

Sentía emociones encontradas en mi interior. La lógica me decía que era Nathan, el Nathan al que odiaba porque había transformado a Dimitri. Pero la necesidad de mi cuerpo de las endorfinas strigoi se me estaba subiendo a la cabeza y eso hacía que ni siquiera me importase que fuera Nathan. Solo me importaban sus dientes, a un milímetro de mi cuello, una promesa de ese dulce delirio.

Y aunque tenía una mano en mi cuello, la otra bajó por mi cintura hasta la curva de mi cadera. Había un tono sensual en su voz, como si quisiera hacer algo más que solo morderme. Y después de tantos encuentros con Dimitri llenos de una carga sexual que nunca llegaba a nada, a mi cuerpo ya no le importaba quién lo tocase. Podía cerrar los ojos y así no me importaría qué dientes me mordían o qué manos me quitaban la ropa. Solo importaba el siguiente mordisco. Podía cerrar los ojos y fingir que era Dimitri, perdida en la sensación de los labios de Nathan rozándome la piel…

Pero una parte razonable de mi cerebro me recordó que Nathan no solo quería sexo y sangre. Quería matarme después.

Qué ironía. Cuando llegué allí estaba muerta de ganas —curiosa elección de palabras— de suicidarme para no convertirme en strigoi. Nathan me estaba ofreciendo eso ahora. Aunque me transformara primero, quería matarme justo después. De una forma u otra, no tendría que pasarme la eternidad como strigoi. Debería estar contenta con el trato.

Pero justo en ese instante, cuando la adicción de mi cuerpo pedía a gritos que me mordiera y me proporcionara esa felicidad, me di cuenta de algo con una claridad pasmosa: ¡no quería morir! Tal vez era porque llevaba casi un día sin que me mordieran, pero algo pequeño y rebelde se despertó en mi interior. No le iba a dejar hacerme eso. No le permitiría hacerle eso a Dimitri. Y mucho menos le iba a permitir ir tras Lissa.

Dejé a un lado la nube de endorfinas que todavía me envolvía y reuní toda la fuerza de voluntad que pude. Buceé en el fondo de mi mente para recordar mis años de entrenamiento y todas las lecciones que me había enseñado Dimitri. Me costó acceder a esos recuerdos y solo logré encontrar unos pocos, pero fueron suficientes para hacerme actuar. Me abalancé sobre Nathan y le di un puñetazo.

Y no me sirvió de nada.

Ni se inmutó. Creo que ni siquiera lo notó. La sorpresa de su cara pronto se convirtió en sarcasmo y se echó a reír de esa forma horrible que tienen los strigoi: cruelmente y sin verdadera alegría. Después, con una facilidad increíble, me dio una bofetada y me lanzó al otro lado de la habitación. Dimitri había hecho algo parecido al poco de llegar yo, pero no había salido despedida tan lejos ni mi ataque había tenido un efecto tan reducido sobre él.

Me di un golpe contra el respaldo del sofá y eso me dolió. Me mareé y me di cuenta de lo estúpido que era luchar con alguien mucho más fuerte que yo cuando llevaba toda la semana perdiendo sangre. Logré ponerme en pie y empecé a pensar desesperadamente en qué hacer después. Nathan, por su parte, no parecía tener prisa para responder a mi ataque. De hecho, seguía riéndose.

Miré a mi alrededor y se me ocurrió una estrategia bastante patética. Inna estaba cerca de mí. Moviéndome a una velocidad dolorosamente lenta —aunque mejor de lo que me esperaba—, la agarré y le rodeé el cuello con un brazo. Ella gritó por la sorpresa y yo la apreté más fuerte contra mí.

—Sal de aquí —le dije a Nathan—. Sal de aquí o la mato.

Dejó de reírse, me miró un momento y empezó a reírse con más fuerza.

—¿Lo dices en serio? ¿De verdad crees que no podría detenerte si quisiera? ¿Y crees que realmente me importa? Vamos. Mátala. Hay docenas como ella.

Sí, eso no tenía por qué haber sido una sorpresa, pero me dejó desconcertada lo poco que le importaba la vida de una criada fiel. Bien. Hora del plan B. ¿O íbamos ya por el plan J? Ya había perdido la cuenta y, de todas formas, ninguno de ellos servía de nada.

—¡Au!

Inna de repente me dio un codazo en el estómago. La liberé sorprendida. Ella se volvió con un grito estrangulado y me dio un puñetazo en la cara. El golpe no fue tan fuerte como el de Nathan, pero me tumbó. Intenté agarrarme a algo, a cualquier cosa, pero no encontré nada. Caí al suelo y mi espalda se golpeó contra la puerta. Esperaba que se lanzase sobre mí, pero cruzó la habitación e, increíblemente, se colocó en una postura defensiva ante Nathan.

Antes de que pudiera procesar totalmente lo extraño que era que intentara proteger a alguien que un momento antes la habría dejado morir, la puerta se abrió de repente.

—¡Au! —dije otra vez cuando la puerta me golpeó y me empujó.

Dimitri entró en la habitación y nos miró a la cara uno tras otro. La mía sin duda mostraba signos de los ataques de Nathan y de Inna. Dimitri cerró los puños y se volvió hacia Nathan. Me recordó su refriega en el pasillo, todo rabia, maldad y ganas de derramar sangre. Me encogí y me preparé para otra horrible confrontación.

—No lo hagas —advirtió Nathan con cara de suficiencia—. Ya sabes lo que ha dicho Galina. Tócame y te echará de aquí.

Dimitri cruzó la habitación y se colocó delante de Nathan, apartando a Inna como si fuera una muñeca de trapo.

—Merecería la pena enfrentarme a su ira, sobre todo si le digo que tú golpeaste primero. Rose tiene las marcas que demuestran que es verdad.

—No lo harás —señaló a Inna, que estaba sentada en el suelo, aturdida después del golpe de Dimitri. A pesar de mis heridas, empecé a arrastrarme hacia ella. Tenía que comprobar que estaba bien—. Ella dirá la verdad.

Ahora Dimitri era el que mostraba el aire de suficiencia.

—¿Crees que Galina creerá a una humana? No. Cuando le diga que tú nos atacaste a Rose y a mí por celos, me perdonará. Y el hecho de haberte vencido con tanta facilidad será la prueba de tu debilidad. Te cortaré la cabeza e iré a buscar la estaca de Rose de la cámara. Con tu último aliento podrás ver cómo te atraviesa el corazón con ella.

Madre mía. Eso era peor que la amenaza de Nathan de quemarme viva… Un momento.

¿Mi estaca?

La cara de Nathan seguía mostrando una arrogancia altiva —o al menos eso me parecía a mí—, pero creo que Dimitri vio algo que le satisfizo, algo que le hizo pensar que tenía ventaja sobre él. Se relajó visiblemente y sonrió de oreja a oreja.

—Dos veces —dijo Dimitri en voz baja—. Te he dejado ir dos veces. La próxima… la próxima se acabó.

Llegué adonde estaba Inna y le tendí la mano.

—¿Estás bien? —murmuré.

Con una mirada de odio, retrocedió y se escabulló a toda prisa. Nathan me miró y empezó a acercarse a la puerta.

—No —dijo—. Dos veces la he dejado vivir. La próxima vez se acabó para ella. Soy yo el que tiene el control aquí, no tú.

Nathan abrió la puerta e Inna se levantó y salió tambaleándose detrás de él. Me quedé con la boca abierta pensando en todo lo que había pasado allí. No sabía cuál de los dos daba más miedo. Miré a Dimitri e intenté decidir qué le iba a preguntar primero: qué íbamos a hacer, por qué Inna había defendido a Nathan, por qué le había dejado marchar Dimitri… Pero en lugar de hacerle alguna de esas preguntas, me eché a llorar.