VEINTE

Los días siguientes fueron como un sueño. La verdad es que ni siquiera puedo decir cuántos días pasaron. Podría haber sido solo uno o cien.

También perdí la noción de cuándo era de día o de noche. Mi tiempo se dividía entre el que compartía con Dimitri y el que no. Cuando él no estaba conmigo, todo era una agonía. Pasaba el tiempo como podía, pero me parecía una eternidad. La televisión era mi mejor amiga. Me tumbaba en el sofá durante horas, sin prestarle mucha atención a lo que sucedía en la pantalla. Como la suite era de verdadero lujo, tenía televisión por satélite, así que podía ver algunos programas americanos. Pero la mayor parte del tiempo me daba igual si la lengua de lo que emitían era ruso o inglés.

Inna seguía viniendo periódicamente a comprobar que todo estaba bien. Me traía comida, me lavaba la ropa —ya me había puesto los vestidos— y se quedaba esperando en silencio por si quería algo más. No necesitaba nada… al menos nada que ella pudiera proporcionarme. Solo necesitaba a Dimitri. Cuando ella se iba, una parte remota de mi cerebro me recordaba que se suponía que debía hacer algo… seguirla, eso era. Tenía un plan para encontrar la forma de salir y utilizarla para escapar, ¿no? Pero ese plan ya no me interesaba. Parecía demasiado difícil.

Cuando por fin venía Dimitri a visitarme, se rompía la monotonía. Nos tumbábamos juntos en la cama, abrazándonos. Nunca llegábamos al sexo, pero nos besábamos, nos tocábamos y nos perdíamos en el descubrimiento del cuerpo del otro (a veces con muy poca ropa). Después de un tiempo así empezó a costarme creer que en algún momento me había dado miedo su nuevo aspecto. Sus ojos daban un poco de impresión, pero seguía siendo guapísimo… e increíblemente sexy. Y después de hablar y enrollarnos varias veces —durante horas incluso—, al final le dejaba morderme. Entonces sentía ese subidón… esa oleada maravillosa y exquisita de sustancias químicas que me hacían olvidarme de todos mis problemas. Las dudas que tenía sobre la existencia de Dios desaparecían en esos momentos; llegaba a tocar el cielo cuando me dejaba perder en ese mordisco. Eso era el paraíso.

—Enséñame el cuello —me dijo un día.

Estábamos tumbados juntos como era habitual. Yo de lado y él acurrucado contra mi espalda con un brazo rodeándome la cintura. Me giré y me aparté el pelo, que me había caído sobre el cuello y el escote. Ese día llevaba un vestido playero azul marino atado al cuello, hecho de un material ligero que se pegaba al cuerpo.

—¿Ya? —le pregunté. No solía morderme hasta el final de sus visitas. Aunque parte de mí lo deseaba y quería sentir esa sensación de nuevo, también disfrutaba de los momentos previos. Era cuando mis endorfinas estaban en su nivel más bajo, así que podía mantener algún tipo de conversación. Hablábamos de peleas en las que habíamos participado y de la vida que él había imaginado para nosotros cuando yo fuera strigoi. Nada demasiado sentimental, pero agradable de todos modos.

Me preparé para el mordisco, arqueándome nerviosa. Pero, para mi sorpresa, él no se inclinó para clavarme los dientes en el cuello. Metió la mano en el bolsillo y sacó un collar. Era de oro blanco o platino, no sabría decir qué exactamente, y tenía tres zafiros azul oscuro del tamaño de monedas de veinticinco centavos. Esa semana me había llevado muchas joyas y cada una era más bonita que la anterior.

Me quedé mirándolo, asombrada por su belleza y por la forma en que las piedras brillaban con la luz. Me puso el collar sobre la piel y me lo abrochó en la nuca. Acarició los bordes del collar con los dedos y asintió con aprobación.

—Precioso —sus dedos pasaron a uno de los tirantes del vestido. Deslizó el dedo por debajo y me provocó un escalofrío—. Y además hace juego con esto.

Le sonreí. En los viejos tiempos, Dimitri casi nunca me hacía regalos. No tenía dinero para comprarlos y yo tampoco los quería. Pero ahora estaba alucinando con los regalos que me traía prácticamente en todas las visitas.

—¿De dónde lo has sacado? —le pregunté. Sentía el metal frío, aunque no tan frío como sus dedos, contra mi piel caliente.

Él sonrió maliciosamente.

—Tengo mis recursos.

Esa voz reprobatoria que había en mi cabeza, que a veces conseguía penetrar entre la bruma en que vivía, me insinuó que Dimitri debía de ser algún tipo de gánster vampiro. Esas advertencias quedaron ahogadas inmediatamente y hundidas en la nube que era mi existencia. ¿Cómo podía molestarme si el collar era tan bonito? De repente, algo me resultó gracioso.

—Eres igual que Abe.

—¿Que quién?

—Un tío que he conocido. Abe Mazur. Es algo así como un jefe de la mafia… Y no dejaba de seguirme.

Dimitri se puso tenso.

—¿Abe Mazur te estaba siguiendo?

No me gustó la expresión sombría que acababa de aparecer en su cara.

—Sí, ¿qué pasa?

—¿Por qué? ¿Qué quería de ti?

—No lo sé. Quería saber por qué estaba en Rusia, pero al final se rindió y solo quería que me fuera. Creo que alguien de casa le contrató para encontrarme.

—No quiero que te acerques a Abe Mazur. Es peligroso.

Dimitri estaba enfadado y a mí no me gustaba eso. Un momento después, su furia desapareció y volvió a acariciarme el brazo y me bajó un poco el tirante del vestido.

—Pero, bueno, la gente como esa ya no volverá a ser un problema cuando te despierte.

En algún lugar del fondo de mi mente me pregunté si Dimitri tendría las respuestas que yo necesitaba sobre Abe, sobre lo que él hacía. Pero hablar de Abe había alterado a Dimitri y eso me quitó las ganas de preguntar. Preferí cambiar de tema.

—¿Qué has hecho hoy? —le pregunté, impresionada por mi capacidad para hablar de nada en particular. Entre las endorfinas y su contacto, me resultaba difícil mantener la coherencia.

—Recados para Galina. Cenar.

Cenar. Una víctima. Fruncí el ceño. Eso no me inspiraba repulsión sino más bien… celos.

—¿Bebes de ellos… por diversión?

Me rozó el cuello con los labios y sus dientes me pincharon un poco la piel, pero no me mordió. Di un respingo y me apreté más contra él.

—No, Roza. Son comida; eso es todo. Todo acaba muy rápido. Tú eres la única con la que disfruto.

Sentí una especie de orgullosa satisfacción al oírle y esa irritante voz de mi cabeza me dijo que era algo increíblemente enfermizo y retorcido por mi parte. A veces deseaba que me despertara ya de un mordisco. Eso acallaría esa voz racional de una vez por todas.

Levanté la mano y le toqué la cara. Después, deslicé la mano por ese pelo sedoso tan increíble que siempre me ha encantado.

—Sigues queriendo despertarme… pero entonces ya no podremos seguir haciendo esto. Los strigoi no beben los unos de los otros, ¿verdad?

—No —corroboró—. Pero merece la pena. Podríamos hacer tantas otras cosas…

Dejó ese «tantas otras cosas» a mi imaginación y un agradable estremecimiento me recorrió el cuerpo. Los besos y la succión de la sangre eran fascinantes, pero había días que quería, bueno… algo más. Los recuerdos de esa única vez que hicimos el amor me obsesionaban cuando estábamos tan juntos y a menudo deseaba hacerlo de nuevo. Por alguna razón él nunca me presionaba para tener relaciones sexuales, por muy apasionadas que se pusieran las cosas. No estaba segura de si estaba utilizando todo eso como tentación para que yo quisiera convertirme o si habría alguna incompatibilidad entre un strigoi y una dhampir. ¿Podrían hacerlo una viva y un muerto? Antes, la idea de practicar sexo con él me había parecido absolutamente repulsiva. Pero ahora… no me paraba a pensar demasiado en las complicaciones.

Aunque no intentara llegar al sexo, sí me excitaba con sus caricias, tocándome los muslos, el esternón y otros lugares peligrosos. Y me recordaba cómo había sido aquella vez, lo alucinante que había sido, cómo se habían sentido nuestros cuerpos… Pero hablaba de esas cosas con un tono más tentador que cariñoso.

En los momentos de semiclaridad pensaba que era raro que todavía no le hubiera dejado convertirme en una strigoi. La niebla de endorfinas me hacía que le consintiese casi todo lo que me pedía. Había aceptado cómodamente vestirme para él, quedarme en mi jaula de oro y que fuera en busca de una víctima cada dos o tres días. Pero incluso en mis momentos de mayor incoherencia, incluso cuando lo deseaba desesperadamente, no aceptaba que me transformase. Había una parte intrínseca en mí que se negaba a claudicar. Las más de las veces él no le prestaba mucha atención a mi negativa, se la tomaba a broma. Pero de vez en cuando, cuando me negaba, veía una chispa de furia en sus ojos. En esos momentos, me daba miedo.

—Ya estamos —bromeé—. El discurso para convencerme: la vida eterna, la invencibilidad, el hecho de que nada será un obstáculo en nuestro camino…

—No es ninguna broma —dijo. Huy. Mi poca seriedad había vuelto a despertar esa dureza en él. El deseo y el cariño que acababa de ver se habían roto en un millón de trocitos para luego desvanecerse. Las manos que me habían acariciado un momento antes, de repente me agarraron las muñecas y me mantuvieron quieta mientras él se inclinaba sobre mí—. No podemos seguir así para siempre. No puedes quedarte aquí para siempre.

«Oye, ten cuidado. Eso no suena bien», me dijo esa voz. Me estaba haciendo daño. Muchas veces me preguntaba si quería hacerme daño o solo es que no podía evitar esa violencia.

Cuando por fin me liberó, le rodeé el cuello con el brazo e intenté besarlo.

—¿No podemos hablar de eso más tarde?

Nuestros labios se encontraron, el fuego se encendió entre nosotros y la necesidad llenó mi cuerpo. Noté que su deseo era igual que el mío, pero unos segundos después se separó de mí. Esa irritación fría seguía presente en su cara.

—Vamos —dijo apartándose—. Salgamos de aquí.

Se puso de pie y yo le miré estúpidamente.

—¿Adónde vamos?

—Afuera.

Me senté en la cama, sin habla.

—¿Afuera? Pero… eso no está permitido. No podemos.

—Podemos hacer lo que queramos —respondió.

Me tendió la mano y me ayudó a levantarme. Le seguí hasta la puerta. Me bloqueó la visión del teclado con tanta eficacia como Inna, aunque ahora no importase. Ya no había manera de que pudiera recordar una secuencia tan larga.

La puerta se abrió y él me sacó afuera. Me quedé mirando sorprendida; mi cerebro aturdido seguía intentando procesar esa repentina libertad. Tal como había visto aquel día, la puerta llevaba a un pasillo corto que estaba bloqueado por otra puerta. También era gruesa y tenía otra cerradura con un teclado. Dimitri la abrió; pensé que seguramente las dos puertas tendrían códigos diferentes.

Me tomó del brazo y me llevó a través de esa puerta hasta otro pasillo. A pesar de que me agarraba con fuerza, no pude evitar quedarme clavada en el sitio. Aunque no debería haberme sorprendido la opulencia que me encontré; después de todo, había estado un tiempo viviendo en la mejor suite de aquel lugar. Pero el pasillo que llevaba a mi habitación era austero y de apariencia industrial y yo me había imaginado que el resto de la casa tendría también pinta de institución o de prisión.

Pero no. En vez de eso me sentí como si estuviera en una película antigua, de esas en las que la gente toma té en el salón. La gruesa moqueta estaba cubierta con una alfombra con dibujos dorados que iba de un extremo a otro del pasillo. Unos cuadros que parecían antiguos adornaban las paredes con imágenes de gente de hace siglos con ropa tan ostentosa que convertía a mis vestidos en baratos y ordinarios. Todo el lugar estaba iluminado por pequeñas lámparas de araña que colgaban del techo cada dos metros aproximadamente. Los cristales con forma de lágrima reflejaban la luz, provocando pequeñas motitas de todos los colores del arco iris en las paredes. Me las quedé mirando, encandilada por el brillo y el color; por eso probablemente no me fijé en lo que había en el pasillo.

—¿Qué hacéis?

El sonido áspero de la voz de Nathan me sobresaltó y me distrajo de la contemplación de los cristales. Estaba apoyado contra la pared que había frente a la puerta y se irguió al vernos. Tenía esa expresión cruel en la cara tan característica de los strigoi, la misma que a veces veía en Dimitri, por muy encantador o amable que pareciese en otras ocasiones.

La postura de Dimitri se volvió rígida y defensiva.

—Me la llevo a dar un paseo —daba la impresión de que estuviera hablando de un perro, pero el miedo que le tenía a Nathan no me permitió sentirme ofendida.

—Eso va contra las reglas —dijo este—. Bastante malo es ya que aún la tengas aquí. Galina te ha dado órdenes de que la mantengas encerrada. No necesitamos a una dhampir andando por ahí.

Dimitri me señaló con la cabeza.

—¿Te parece una amenaza?

La mirada de Nathan se dirigió a mí. No sé muy bien lo que vio —no creía que estuviera muy cambiada—, pero una sonrisilla apareció en sus labios, aunque desapareció inmediatamente cuando volvió a mirar a Dimitri.

—No, pero me han ordenado que vigile esta puerta y no voy a buscarme problemas porque a ti te apetezca irte de paseo.

—Yo me ocupo de Galina. Le diré que lo hice por la fuerza y te vencí —Dimitri le sonrió enseñando los colmillos—. No creo que le cueste creerlo.

La mirada que Nathan le lanzó a Dimitri me hizo retroceder inconscientemente hasta que choqué con la pared.

—Te lo tienes muy creído. Yo no te desperté para que actuaras como si fueras el que manda aquí. Lo hice para que pudiéramos utilizar tu fuerza y tu conocimiento. Deberías responder ante mí.

Dimitri se encogió de hombros. Me asió la mano y empezó a darse la vuelta.

—No es culpa mía que no tengas la fuerza suficiente para obligarme a hacerlo.

Entonces Nathan se lanzó contra Dimitri. Dimitri respondió tan rápido al ataque que me di cuenta de que él sabía qué iba a suceder. Me soltó la mano al instante y se giró para agarrar a Nathan y tirarlo contra la pared. Nathan se levantó inmediatamente —hacía falta algo más que ese golpe para hacer mella en alguien como él—, pero Dimitri estaba preparado. Le dio varios puñetazos en la nariz; uno, dos y un tercero en una rápida sucesión. Nathan cayó con la cara cubierta de sangre. Dimitri le dio una fuerte patada y se irguió por encima de él.

—Ni lo intentes —dijo—. Perderás —se limpió la sangre de Nathan de la mano y entrelazó los dedos con los míos—. Ya te lo he dicho, yo me ocuparé de Galina. Pero gracias por preocuparte.

Dimitri volvió a girarse porque creía que no iba a haber más ataques. Y no los hubo. Pero mientras lo seguía miré por encima del hombro adonde Nathan estaba sentado en el suelo. Le lanzaba a Dimitri una mirada asesina; nunca había visto una mirada de puro odio como aquella… al menos hasta que me miró a mí. Sentí frío en todo el cuerpo y me apresuré a seguir al lado de Dimitri.

La voz de Nathan sonó detrás de nosotros.

—¡No estáis seguros! Ninguno de los dos. Es comida, Belikov. Comida.

La mano de Dimitri apretó la mía y aceleró el paso. Podía sentir la furia que irradiaba y, de repente, no sabía muy bien si debía temer más a Nathan o a Dimitri. Dimitri era un tipo duro, ya estuviese vivo o no muerto. En el pasado le había visto atacar a enemigos sin miedo y sin vacilación. Siempre había sido magnífico y se había comportado tan valientemente como yo le había explicado a su familia. En momentos así siempre había tenido una razón legítima para pelear, normalmente la defensa propia. Pero su confrontación con Nathan en aquel instante había sido por otra razón. Era una afirmación de su dominio y una oportunidad para hacer correr la sangre. Dimitri parecía haber disfrutado. ¿Y si decidía volverse así contra mí? ¿Y si mi negativa constante le empujaba a torturarme y decidía hacerme daño hasta que accediera?

—Nathan me da miedo —le dije. No quería que Dimitri supiera que también él me daba miedo. Me sentía débil y totalmente indefensa, algo que no me ocurría muy a menudo. Por lo común estaba lista para asumir cualquier desafío, por desesperado que fuera.

—No te tocará —me dijo con voz dura—. No tienes que preocuparte por nada.

Llegamos a las escaleras. Después de bajar unos pocos escalones, quedó claro que no iba a poder bajar cuatro tramos más. Aparte del aletargamiento que me provocaban sus mordiscos, que me hacían parecer drogada, la pérdida frecuente de sangre me estaba debilitando y cobrándose su precio. Sin decir nada, Dimitri me levantó en sus brazos y me bajó por las escaleras sin aparente esfuerzo hasta que llegamos al final. Allí me bajó al suelo con cuidado.

La planta baja de la mansión era tan espléndida como el piso de arriba. La entrada tenía un enorme techo abovedado con una lámpara de araña tan sofisticada que eclipsaba a las que había visto arriba. Delante teníamos unas puertas dobles ornamentadas con vidrieras. Nos encontramos a otro strigoi, un hombre sentado en una silla que debía de estar de guardia. A su lado había un panel en la pared con botones y luces parpadeantes. Un moderno sistema de seguridad en medio de todo aquel encanto antiguo. Se puso tenso cuando nos acercamos y al principio pensé que era el instinto natural del guardaespaldas, hasta que vi su cara. Era el strigoi que había torturado aquella primera noche en Novosibirsk, el que envié a darle a Dimitri el mensaje de que lo estaba buscando. Sus labios se curvaron al cruzarse nuestras miradas.

—Rose Hathaway —dijo el strigoi—. Recuerdo tu nombre, tal como me dijiste que hiciera.

No añadió nada más, pero yo apreté la mano de Dimitri cuando pasamos a su lado. Los ojos del strigoi no dejaron de seguirme hasta que salimos y la puerta se cerró detrás de nosotros.

—Quiere matarme —le dije a Dimitri.

—Todos los strigoi quieren matarte —me respondió él.

—Él especialmente. Lo torturé.

—Lo sé. Ha caído en desgracia desde entonces y ha perdido parte de su estatus aquí.

—Eso no me tranquiliza.

A Dimitri parecía no preocuparle.

—No necesitas preocuparte por Marlen. Que lucharas con él solo fue una prueba para Galina de que serías una buena adquisición para este grupo. No es digno de ti.

Eso tampoco me pareció muy alentador. Me estaba granjeando demasiados enemigos entre los strigoi. Aunque lo cierto es que no podía esperar hacer amigos allí.

Era de noche, por supuesto. Si no, Dimitri no me habría sacado. El vestíbulo me había hecho pensar que estábamos en la parte delantera de la casa, pero los enormes jardines que nos rodeaban ahora me hicieron preguntarme si estaríamos en la parte de atrás. O tal vez toda la casa estaba rodeada de tanta vegetación. Dentro del laberinto vegetal había patios decorados con fuentes y estatuas. Y flores por todas partes. Sus aromas llenaban el aire y me di cuenta de que alguien se había molestado mucho en encontrar plantas que florecieran de noche. Las únicas que reconocí inmediatamente fueron los jazmines; sus ramitas largas y llenas de flores blancas trepaban por los enrejados y las estatuas del laberinto.

Caminamos en silencio un rato y me dejé llevar por el romanticismo de todo aquello. Durante todo el tiempo que Dimitri y yo habíamos pasado juntos en la academia, a mí me consumían los miedos sobre cómo íbamos a poder compaginar nuestra relación con nuestro deber. Un momento como aquel, paseando por el jardín una noche de primavera iluminada por las estrellas, me habría parecido entonces una fantasía demasiado descabellada para llegar siquiera a planteármela.

Aunque me había librado de las escaleras, caminar demasiado me resultaba agotador en mi estado. Me detuve y suspiré.

—Estoy cansada.

Dimitri también se paró y me ayudó a sentarme. La hierba estaba seca y me hacía cosquillas. Me tumbé y un momento después él me imitó. Tuve una extraña sensación momentánea de déjà vu al recordar la tarde que habíamos hecho angelitos en la nieve.

—Es impresionante —dije mirando al cielo. Estaba despejado y no se veía ni una nube—. ¿Cómo lo ves tú?

—¿Eh?

—Hay luz suficiente para que pueda ver con cierta claridad, pero está bastante oscuro en comparación con el día. Tus ojos son mejores que los míos. ¿Qué ves?

—Para mí está tan claro como si fuera de día —como no respondí, añadió—: Podría ser así para ti también.

Intenté imaginármelo. ¿Me parecerían tan misteriosas las sombras? ¿La luna y las estrellas brillarían tanto?

—No lo sé. Creo que me gusta la oscuridad.

—Solo porque no conoces nada mejor.

Suspiré.

—No haces más que decírmelo.

Se volvió hacia mí y me apartó el pelo de la cara.

—Rose, esto me está volviendo loco. Estoy cansado de esperar. Quiero que estemos juntos. ¿No te gusta lo que tenemos? Podría ser mejor incluso —sus palabras sonaban románticas, pero su tono de voz, no.

Me gustaba. Me encantaba la neblina en la que vivía, una bruma en la que desaparecían todas las preocupaciones. También me gustaba estar tan cerca de él, la forma en que me besaba y me decía que me deseaba…

—¿Por qué? —le pregunté.

—¿Por qué qué? —parecía desconcertado, algo que aún no había visto en un strigoi.

—¿Por qué me deseas? —no tenía ni idea de por qué le preguntaba eso. Él tampoco, por lo que parecía.

—¿Y por qué no iba a desearte?

Lo dijo de una forma muy obvia, como si fuera la pregunta más tonta del mundo. Y probablemente lo era, pensé, pero de todas formas… esperaba otra respuesta.

Justo en ese momento se me revolvió el estómago. A pesar de todo el tiempo que había pasado con Dimitri, no había conseguido eliminar las náuseas que me provocaban los strigoi. La presencia de otros strigoi las empeoraban. Las había sentido al estar cerca de Nathan y las sentía ahora. Me senté bruscamente y Dimitri también, casi al mismo tiempo. Probablemente le había alertado su oído superdesarrollado.

Había una sombra oscura sobre nosotros que nos tapaba las estrellas. Era una mujer y Dimitri se levantó de un salto. Yo me quedé en el suelo, donde estaba.

Era increíblemente guapa, de una forma dura y terrible. Su constitución era similar a la mía, lo que indicaba que no había sido una moroi antes de transformarse. Isaiah, el strigoi que me había capturado, era muy viejo e irradiaba poder. Aquella mujer no llegaba a tanto, pero pude sentir que era mayor que Dimitri y más fuerte.

Le dijo algo en ruso con una voz tan fría como su belleza. Dimitri le contestó con tono confiado pero educado. Oí el nombre de Nathan un par de veces mientras hablaban. Dimitri me tendió la mano y me ayudó a levantarme. Me dio vergüenza ver que necesitaba su ayuda tan a menudo cuando antes estábamos casi a la par.

—Rose —me dijo—, esta es Galina. Es quien ha sido tan amable de permitirte estar aquí.

La cara de Galina no parecía nada amable. No mostraba ninguna emoción y sentí como si toda mi alma estuviera expuesta ante ella. Aunque no estaba segura de muchas cosas de las que sucedían allí, entendía lo suficiente para darme cuenta de que mi residencia permanente en esa casa era algo frágil y poco habitual. Tragué saliva.

Spasibo —dije. No sabía decirle que estaba encantada de conocerla, aunque realmente no sabía si lo estaba, pero supuse que un simple «gracias» sería suficiente. Si ella había recibido entrenamiento e instrucción en una academia normal, seguramente sabría inglés y estaría fingiendo que no conocía el idioma, como Yeva. No tenía ni idea de por qué lo hacía, pero si puedes romper un cuello de dhampir adolescente tienes derecho a hacer lo que quieras.

La expresión de Galina —o más bien su falta de expresión— no cambió al oír mi agradecimiento y volvió a centrar su atención en Dimitri. Hablaron sobre mí y Dimitri me señaló un par de veces. Reconocí la palabra «fuerte» en ruso.

Por fin Galina dijo algo que sonó definitivo y se fue sin despedirse. Ni Dimitri ni yo nos movimos hasta que sentí que las náuseas desaparecían.

—Vamos —me dijo—. Tenemos que volver.

Salimos del laberinto, aunque yo no tenía ni idea de cómo sabía Dimitri por dónde ir. Qué curioso. Al llegar allí, mi sueño era salir y escapar. Ahora que llevaba un tiempo… bueno, ya no me parecía tan importante. Pero sí me lo parecía el enfado de Galina.

—¿Qué te ha dicho? —le pregunté a Dimitri.

—No le gusta que sigas aquí. Quiere que te transforme o que te mate.

—Ah. ¿Y qué vas a hacer?

Se quedó callado unos segundos.

—Esperaré un poco más y entonces… tomaré la decisión por ti.

No dijo cuál iba a ser la decisión y yo estuve a punto de suplicarle, como antes, que prefería morir a convertirme en una strigoi.

—¿Cuánto esperarás? —pregunté.

—No mucho, Roza. Tienes que elegir. Y elegir bien.

—¿Qué es elegir bien?

Levantó las manos.

—Todo esto. Una vida juntos.

Salimos del laberinto. Me quedé mirando la casa, que era increíblemente enorme vista desde fuera, y los hermosos jardines que nos rodeaban. Parecía algo salido de un sueño. Más allá, una campiña infinita que se perdía en la oscuridad hasta fundirse con un cielo también negro, salvo la estrecha franja de suave brillo púrpura del horizonte. Fruncí el ceño, observándolo, y después volví mi atención a Dimitri.

—Y entonces, ¿qué? ¿Trabajaré también para Galina?

—Durante un tiempo.

—¿Cuánto es un tiempo?

Nos detuvimos fuera de la casa. Dimitri me miró a los ojos con una mirada en la cara que me hizo retroceder.

—Hasta que la matemos, Rose. Hasta que la matemos y nos quedemos con todo esto.