Atacarla a ella antes que a mí fue un error por parte del strigoi. Yo era la verdadera amenaza. Debería haberme neutralizado a mí primero. Sin embargo, era Sydney la que estaba en su camino, así que no le quedó más remedio que ocuparse de ella para llegar hasta mí. La agarró por el hombro y la atrajo hacia él. Era rápido, como todos, pero esa noche estaba preparada.
Una rápida patada lo lanzó contra la pared de un edificio cercano y Sydney pudo liberarse. Soltó un gruñido al chocar contra el hormigón y se desplomó entre aturdido y sorprendido. No era fácil sorprender a los strigoi, famosos por sus reflejos rapidísimos. Dejó de lado a Sydney y se concentró en mí, con los ojos enrojecidos por la rabia y los labios abiertos en una mueca que dejaba a la vista los colmillos. Se separó de la pared de un salto a una velocidad sobrenatural y se abalanzó sobre mí. Lo esquivé e intenté darle un puñetazo, pero él también me esquivó a mí. Su siguiente golpe me alcanzó en el brazo. Me tambaleé y apenas fui capaz de mantener el equilibrio. Seguía empuñando la estaca en la mano derecha, pero necesitaba un hueco para acertarle en el pecho. Un strigoi listo hubiera mantenido girado el cuerpo para que yo no pudiese verle directamente el corazón. Aquel tipo estaba luchando de un modo mediocre y, si lograba sobrevivir el tiempo suficiente, lo más probable sería que yo encontrara ese hueco.
En ese momento, Sydney apareció y le golpeó en la espalda. No fue un golpe muy fuerte, pero le sobresaltó. Aproveché la ocasión. Me lancé con toda la rapidez que pude y descargué todo mi peso en el golpe. Chocamos contra la pared y la estaca le atravesó el pecho. Fue tan sencillo como eso. Se le apagó la llama de la vida —o de la vida no muerta, o lo que fuese aquello—. Dejó de moverse. Saqué la estaca de un tirón cuando tuve la certeza de que estaba muerto y vi cómo su cadáver bajaba deslizándose hasta el suelo.
Al igual que me había ocurrido con todos los strigoi que había matado últimamente, tuve una sensación de irrealidad momentánea. «¿Y si hubiera sido Dimitri?», pensé. Intenté imaginarme el rostro de Dimitri en aquel strigoi, tirado en el suelo delante de mí. El corazón se me retorció en el pecho. La imagen duró una fracción de segundo y luego se desvaneció. Aquel no era más que un strigoi cualquiera.
Sacudí la cabeza para librarme de la desorientación y me recordé que tenía cosas más importantes de las que preocuparme. Tenía que comprobar cómo estaba Sydney. Aunque fuera una humana, mi carácter protector hizo acto de presencia inmediatamente.
—¿Estás bien?
Sydney asintió con la cabeza, conmocionada. Por lo demás, estaba ilesa.
—Buen trabajo —comentó. Cualquiera diría que se estaba esforzando en parecer segura de sí misma—. Nunca… Nunca había visto matar a uno…
No se me ocurrió cómo podría haber presenciado algo así, pero lo cierto era que tampoco sabía cómo tenía conocimiento de todo lo demás. Parecía sumida en un estado de conmoción, así que la agarré del brazo y comencé a tirar de ella para alejarnos de allí.
—Vamos, tenemos que ir a algún lugar donde haya más gente.
Cuanto más lo pensaba, menos descabellada me parecía la idea de que hubiera strigoi acechando cerca del Ruiseñor. ¿Qué mejor sitio para acechar a los moroi que uno de los lugares que frecuentaban? Sin embargo, la mayoría de los guardianes tendría el suficiente sentido común para no llevar a sus protegidos por un callejón como aquel.
Al decirle que teníamos que marcharnos, Sydney salió de su aturdimiento.
—¿Cómo? —exclamó—. ¿Es que a este también lo vas a dejar aquí?
Levanté las manos en un gesto de desesperación.
—¿Y qué quieres que haga? Supongo que puedo arrastrarlo hasta soltarlo detrás de esos cubos de basura y luego dejar que el sol lo incinere. Eso es lo que suelo hacer.
—Vale. ¿Y si viene alguien a tirar la basura o sale por una de esas puertas traseras?
—Bueno, pues resulta que apenas puedo arrastrarlo. Y tampoco puedo quemarlo. Una barbacoa vampírica llamaría mucho la atención, ¿no crees?
Sydney negó con la cabeza, exasperada, y se acercó al cadáver. Torció la boca al ver de cerca al strigoi y luego metió una mano en su enorme bolso de cuero. Sacó un frasquito y, con una serie de movimientos hábiles, esparció el contenido sobre el cadáver para luego retroceder con rapidez. De pronto, comenzó a salir un humo de color amarillento de los puntos donde habían caído gotas del líquido. El humo se extendió poco a poco, pero lo hizo horizontalmente, no verticalmente, hasta envolver por completo al strigoi. Luego el cuerpo se contrajo cada vez más hasta que tan solo quedó una bola del tamaño de un puño. Unos segundos después, el humo se disipó por completo y solo quedó un montón de cenizas.
—De nada —dijo Sydney con sequedad, sin dejar de mirarme con desaprobación.
—¿Qué coño ha sido eso? —exclamé.
—Mi trabajo. Por favor, ¿me puedes llamar la próxima vez que pase esto?
Se dio media vuelta y comenzó a alejarse.
—¡Espera! No puedo llamarte… No tengo ni idea de quién eres.
Se volvió para mirarme y se apartó un mechón rubio de la cara.
—¿De verdad? ¿Lo dices en serio? Pensaba que a todos os hablaban de nosotros cuando os graduabais.
—Ah, vaya. Bueno, verás… Resulta que yo no… Bueno, que no llegué a graduarme.
Sydney abrió los ojos como platos.
—¿Has acabado con una de esas… cosas… sin llegar a graduarte?
Me encogí de hombros y ella se quedó callada durante unos segundos.
Por fin, suspiró de nuevo antes de volver a abrir la boca.
—Supongo que sí que tenemos que hablar.
¡Vaya si teníamos que hablar! Toparme con ella había sido lo más extraño que me había pasado desde mi llegada a Rusia. Quería saber por qué creía que debía haberme puesto en contacto con ella y cómo había conseguido disolver el cadáver del strigoi. Mientras volvíamos a las calles concurridas y nos dirigíamos a un restaurante que a ella le gustaba, se me ocurrió que si conocía el mundo de los moroi, quizá también sabría dónde estaba el pueblo de Dimitri.
Dimitri. Allí estaba de nuevo, presente en mis pensamientos, apareciéndoseme de repente. No tenía ni idea de si realmente estaba escondido en los alrededores de su pueblo, pero no disponía de ninguna otra pista. Aquella extraña sensación se apoderó de nuevo de mí. En la cabeza se mezclaron la cara de Dimitri y la del strigoi al que acababa de matar: la piel pálida, los ojos enrojecidos…
«No», me dije con dureza. «No te centres en eso todavía. No te dejes llevar por el pánico». Hasta que no estuviera delante de Dimitri el strigoi, me haría más fuerte recordando al Dimitri del que había estado enamorada, con sus intensos ojos de color marrón, sus manos cálidas, su fuerte abrazo…
—¿Estás bien… eh… como te llames?
Sydney me estaba mirando fijamente con expresión de extrañeza. Me di cuenta de que nos habíamos parado delante de un restaurante. No sabía qué expresión tenía yo en la cara, pero debía de ser lo bastante extraña como para que le llamase la atención incluso a ella. Hasta ese momento, había tenido la impresión mientras caminábamos de que Sydney quería hablarme lo menos posible.
—Sí, sí, estoy bien —le respondí con brusquedad, y adopté la expresión de guardiana—. Y me llamo Rose. ¿Es aquí?
Era allí. El restaurante tenía un aspecto brillante y alegre, aunque no poseía ni de lejos la opulencia del Ruiseñor. Nos metimos en un reservado tapizado de cuero negro —cuero falso, quiero decir— y me encantó comprobar que en el menú había comida no solo rusa, sino también americana. La lista de platos estaba traducida y casi me puse a babear al ver que tenían pollo frito. Estaba famélica después de no haber tomado nada en el club y me sedujo la idea de comer carne bien frita tras varias semanas comiendo platos con repollo y frecuentando el McDonald’s.
Se acercó una camarera y Sydney pidió en un ruso fluido mientras yo me limitaba a señalar con el dedo en el menú. Vaya, Sydney era una caja de sorpresas. Tras la actitud dura que había demostrado, esperaba que comenzase el interrogatorio de inmediato. Sin embargo, cuando la camarera se marchó, se quedó callada, jugueteando con la servilleta para no mirarme a los ojos. Fue muy extraño. Era evidente que se sentía intranquila con mi presencia. Daba la sensación de que, incluso con la mesa de por medio, para ella estábamos demasiado cerca la una de la otra. Aun así, su enfado de antes no había sido fingido, y se había mostrado inflexible sobre mi obligación a la hora de seguir las normas de las que me hablaba.
Quizá prefería hacerse la tímida, pero a mí no me costaba nada abordar temas incómodos. De hecho, era algo típico en mí.
—Bueno, ¿ya estás lista para decirme quién eres y qué es lo que está pasando?
Sydney levantó la vista. Al estar en un sitio con más luz, vi que tenía los ojos marrones. También me fijé en el curioso tatuaje que se veía en la parte inferior de su mejilla izquierda. La tinta parecía dorada, algo que no había visto jamás. Era un dibujo muy minucioso de flores y hojas, y solo era visible cuando inclinaba la cabeza en un determinado ángulo y la luz se reflejaba en la superficie dorada.
—Ya te lo he dicho. Soy una alquimista.
—Y yo ya te he dicho que no sé lo que es eso. ¿Es una palabra rusa? —repliqué, aunque a mí no me sonaba a ruso.
Sonrió levemente.
—No. Deduzco que tampoco has oído hablar de la alquimia.
Negué con la cabeza. Sydney apoyó la barbilla en una mano y se quedó mirando de nuevo la mesa. Tragó saliva, como si se estuviese preparando, y luego me lo contó con un torrente de palabras.
—En la Edad Media había gente que estaba convencida de que si encontraban la fórmula adecuada o la magia necesaria, podrían convertir el plomo en oro. Por supuesto, no lo lograron. Eso no les impidió investigar toda clase de asuntos místicos y sobrenaturales, y al final encontraron algo relacionado con la magia —frunció el ceño—. Encontraron a los vampiros.
Recordé las clases de Historia Moroi. La Edad Media fue el período en el que nuestra especie empezó de verdad a distanciarse de los humanos para esconderse y mantenerse apartada. Fue la época en la que los vampiros se convirtieron en una leyenda para el resto del mundo. Incluso a los moroi se les consideró unos monstruos a los que había que perseguir y destruir.
Sydney confirmó lo que pensaba.
—Y fue entonces cuando los moroi comenzaron a mantenerse apartados. Poseían la magia, pero los humanos comenzaban a superarlos en número. Seguimos siendo superiores en número —eso casi la hizo sonreír. Los moroi a veces tenían problemas para concebir, mientras que a los humanos les resultaba casi demasiado fácil—. Así que los moroi hicieron un trato con los alquimistas. Si los alquimistas ayudaban a los moroi, a los dhampir y a sus respectivas sociedades a vivir en secreto de cara a los humanos, los moroi nos concederían esto —remató Sydney al mismo tiempo que se tocaba el tatuaje dorado.
—¿Y qué es eso? —pregunté—. Aparte de lo obvio, claro.
Se acarició el tatuaje suavemente con la punta de los dedos y no se esforzó en ocultar el sarcasmo en su voz.
—Mi ángel guardián. Es oro de verdad y… —torció el gesto en una mueca de desagrado y bajó la mano— sangre moroi, encantada mediante agua y tierra.
—¿Cómo?
La exclamación sonó demasiado alta, y algunos de los clientes se volvieron para mirarme. Sydney siguió hablando, pero en voz más baja… y con un tono de amargura.
—No es que me apasione, pero es nuestro «premio» por ayudaros. El agua y la tierra lo unen a nuestra piel y nos proporcionan los mismos rasgos que tienen los moroi. Bueno, un par de ellos. Casi nunca me pongo enferma y viviré durante muchos años.
—Supongo que eso es bueno —le contesté dubitativa.
—Quizá para algunos. Nosotros no tenemos elección. Este «trabajo» es una tarea familiar. Se pasa de padres a hijos. Tenemos que aprenderlo todo sobre los moroi y los dhampir. Forjamos relaciones entre humanos que nos permiten cubriros para que os podáis mover de aquí para allá con total libertad. Tenemos trucos y técnicas para librarnos de los cadáveres de los strigoi, como la poción que has visto antes. A cambio, queremos mantenernos apartados de vosotros todo lo posible, y por eso la mayoría de los dhampir no saben de nuestra existencia hasta que se gradúan. Los moroi casi nunca llegan a saberlo.
Se calló de repente. Supuse que se había acabado la lección.
La cabeza me daba vueltas. Jamás se me hubiese ocurrido pensar que existía algo así. Un momento… ¿Seguro que no? Casi toda mi formación se había centrado en los aspectos físicos de mi cometido de guardiana: vigilancia, combate, etcétera. Sin embargo, de vez en cuando, había oído vagas referencias a alguien en el mundo humano que podía ayudar a los moroi a esconderse o a sacarlos de situaciones extrañas y peligrosas. Nunca le di demasiadas vueltas, ni oí mencionar a los alquimistas. Si me hubiese quedado en la escuela, quizá me sonarían.
Seguramente no era buena idea proponerlo, pero no pude contenerme.
—¿Por qué os reserváis ese hechizo? ¿Por qué no lo compartís con el resto de los humanos?
—Porque hay un elemento añadido a ese poder. Nos impide hablar de los de vuestra especie para no poneros en peligro ni revelar vuestra existencia.
Un hechizo que les impedía hablar… Eso se parecía sospechosamente a la coerción. Todos los moroi eran capaces de utilizar la coerción un poco, y la mayoría podía trasladar parte de su magia a los objetos para otorgarles ciertas características. La magia de los moroi había cambiado con el paso de los años y, ahora, la coerción se consideraba algo inmoral. Supuse que aquel tatuaje era un hechizo antiguo que se había transmitido a lo largo de los siglos.
Repasé mentalmente todo lo que me había contado Sydney y se me ocurrieron más preguntas.
—¿Por qué… por qué queréis manteneros apartados de nosotros? A ver, no es que ande buscando hacer nuevos amigos maravillosos para toda la vida, pero…
—Porque nuestro deber para con Dios es proteger al resto de la humanidad de las malvadas criaturas de la noche.
Distraídamente, se llevó una mano a algo que llevaba al cuello. Estaba casi cubierta por la chaqueta, pero un hueco entre la ropa y la mano dejó a la vista durante un momento una cruz dorada.
Mi reacción inicial fue la de sentirme incómoda, ya que no soy muy religiosa. De hecho, nunca me he sentido tranquila cerca de aquellos que son creyentes fanáticos. Medio minuto después, de repente me causó un tremendo impacto el significado de sus últimas palabras.
—¡Un momento! —exclamé indignada—. ¿Nos estás metiendo en el mismo saco a todos, a los dhampir y a los moroi? ¿Todos somos malvadas criaturas de la noche?
Apartó las manos de la cruz y no respondió.
—¡No somos como los strigoi! —le bufé.
Su rostro se mantuvo inexpresivo.
—Los moroi beben sangre. Los dhampir son los descendientes antinaturales de los moroi y de los humanos.
Nadie me había llamado antes «antinatural». Bueno, sí, una vez que le puse ketchup a un taco mexicano. Lo cierto era que nos habíamos quedado sin salsa, ¿qué podía hacer si no?
—Los moroi y los dhampir no somos malvados —le insistí—. Los strigoi, sí.
—Eso es cierto —admitió Sydney—. Los strigoi son más malvados.
—Eh, no me refería a eso cuando…
La comida llegó en ese momento, y el pollo frito casi fue capaz de distraerme de la rabia que me había invadido al ser comparada con los strigoi. Lo que sí consiguió fue que no le respondiera de inmediato. Mordí la corteza dorada y casi me derretí en ese preciso momento. Sydney había pedido una hamburguesa con queso y patatas fritas y se dedicó a mordisquear su comida con delicadeza.
Por fin, después de devorar todo un muslo de pollo, fui capaz de retomar la discusión.
—No nos parecemos en absoluto a los strigoi. Los moroi no matan. No hay razón alguna para tenernos miedo.
Tampoco es que tuviese deseos de intimar con los humanos. Ninguno de los míos lo deseaba, básicamente por cómo los humanos tendían a utilizar despreocupadamente sus armas y por su predisposición a experimentar con cualquier cosa que no entendían.
—Cualquier humano que sepa de vuestra existencia se enterará de forma inevitable de la existencia de los strigoi —me contestó.
No dejaba de juguetear con las patatas fritas, pero sin comérselas.
—Conocer la existencia de los strigoi podría permitir que los humanos se protegieran mejor.
¿Por qué demonios estaba haciendo de abogada del diablo?
Sydney paró de jugar con la patata y la dejó caer en el plato.
—Quizá. Pero a mucha gente le tentaría la idea de la inmortalidad… aun a costa de servir a un strigoi a cambio de convertirse en una criatura del infierno. Te sorprendería saber cómo responden muchos humanos cuando se enteran de la existencia de los vampiros. La inmortalidad atrae mucho… a pesar de la maldad que conlleva. Muchos de los humanos que acaban sabiendo de la existencia de los strigoi se esfuerzan por servirles con la esperanza de que los conviertan en vampiros.
—Eso es una locura… —empecé a decir, pero me callé en seco.
El año anterior habíamos descubierto pruebas de que había humanos que ayudaban a los strigoi. Estos no podían tocar las estacas de plata, pero los humanos sí, y algunos las habían utilizado para destruir las defensas de los moroi. ¿Acaso a esos humanos les habían prometido la inmortalidad?
—Y por eso es mejor que nos aseguremos de que nadie sepa nada de vosotros —añadió Sydney—. Existís, y no se puede hacer nada al respecto. Vosotros os encargáis de acabar con los strigoi y nosotros de salvar al resto de los de mi especie.
Seguí masticando un ala de pollo y me contuve para no contestar a lo que implicaba su respuesta: que también estaba salvando a su especie de gente como yo. En cierto modo, lo que me había contado tenía sentido: era imposible que nos moviésemos por el mundo sin que nos detectasen. Sí, lo reconocía, era necesario que alguien se encargase de eliminar los cadáveres de los strigoi. Los humanos que trabajaban con los moroi eran la elección idónea. Esos humanos eran capaces de moverse con total libertad por el mundo, sobre todo si poseían los contactos y las relaciones que Sydney sugería.
Me detuve en mitad de un bocado al recordar lo primero que me había venido a la cabeza nada más conocerla. Me obligué a tragar el bocado y bebí un buen sorbo de agua.
—Tengo que hacerte una pregunta. ¿Tienes contactos por toda Rusia?
—Sí, por desgracia. Cuando un alquimista cumple dieciocho años, le envían de prácticas para que adquiera experiencia de primera mano y consiga todo tipo de contactos. Yo hubiera preferido quedarme en Utah.
Aquello parecía una locura aún mayor que todo lo que me había contado antes, pero no quise insistir.
—¿Y de qué tipo de contactos estamos hablando exactamente?
Se encogió de hombros.
—Seguimos los movimientos de muchos moroi y dhampir. También conocemos a muchos funcionarios de alto nivel del gobierno, desde humanos a moroi. Si se produce el avistamiento de un vampiro por parte de un humano, solemos encontrar a alguien importante que soborna a quien haga falta para correr un velo sobre el asunto.
«Seguimos los movimientos de muchos moroi y dhampir». Premio. Me acerqué a ella y bajé la voz. Todo parecía depender de aquel momento.
—Estoy buscando un pueblo… Un pueblo de dhampir en Siberia. No sé cómo se llama —Dimitri solo había mencionado una vez el nombre y se me había olvidado—. Por lo visto, está cerca de… ¿Om?
—Omsk —me corrigió.
Me incorporé en la silla.
—¿Lo conoces?
No me respondió de inmediato, pero su mirada la delató.
—Quizá.
—¡Lo conoces! —exclamé—. Tienes que decirme dónde está. Tengo que ir hasta allí.
Sydney torció el gesto.
—¿Vas a ser… una de esas?
Vaya, los alquimistas conocían la existencia de las prostitutas de sangre. No era de extrañar. Si Sydney y los suyos lo sabían todo del mundo vampírico, también sabrían eso.
—No —le aclaré con altanería—. Es que tengo que encontrar a alguien.
—¿A quién?
—A alguien.
Eso casi la hizo sonreír. La mirada de sus ojos marrones se volvió pensativa mientras masticaba una patata frita. Solo había tomado un par de bocados de su hamburguesa con queso, y la comida se le estaba enfriando rápidamente. Me dieron ganas de comérmela yo por una cuestión de principios.
—Vuelvo enseguida —me dijo de repente.
Se puso en pie y se dirigió a un rincón tranquilo del restaurante. Sacó un móvil de ese bolso mágico que tenía, me dio la espalda y llamó por teléfono.
Para entonces ya me había acabado todo el pollo y le robé unas cuantas patatas fritas, porque cada vez parecía menos probable que se las fuera a comer. Mientras las masticaba pensé en todas las posibilidades que se abrían ante mí, y me pregunté si de verdad iba a resultarme tan fácil encontrar el pueblo de Dimitri. Y, una vez allí… ¿todo lo demás sería igual de sencillo? ¿Dimitri estaría allí, viviendo entre las sombras y acechando a sus presas? Y cuando me enfrentase a él, ¿de verdad sería capaz de clavarle la estaca en el corazón? Esa imagen que no quería ver me asaltó de nuevo: Dimitri con los ojos rojos…
—¿Rose?
Parpadeé. Me había abstraído por completo, y Sydney ya había vuelto. Se sentó de nuevo frente a mí.
—Mira, por lo que parece… —se calló y bajó la mirada—. ¿Has comido de mis patatas?
¿Cómo se había dado cuenta? ¡Pero si había un montón! Apenas había tomado unas cuantas. Supuse que robar patatas fritas lo consideraría otra prueba de que era una criatura malvada de la noche, así que respondí con una absoluta falta de sinceridad.
—No.
Frunció el ceño, pensativa, y siguió hablando.
—Sé dónde está ese pueblo. Ya he estado allí.
Me incorporé de nuevo. ¡Joder! Por fin, después de todas aquellas semanas buscándolo. Sydney me diría dónde estaba y podría ir para cerrar aquel horrible capítulo de mi vida.
—Gracias, gracias, muchísimas…
Sydney levantó una mano para hacerme callar. Entonces reparé en que parecía totalmente amargada.
—Pero no voy a decirte dónde está.
Me quedé con la boca abierta.
—¿Cómo?
—Voy a llevarte en persona.