DIECIOCHO

Como era de esperar, a la mañana siguiente me desperté con dolor de cabeza.

Durante unos segundos, no tuve la menor idea de lo que había pasado ni de dónde me encontraba. En cuanto me despejé un poco, recordé de golpe todo lo que había sucedido en la calle. Me incorporé ligeramente y, pese a lo atontada que estaba, todos mis sistemas de defensa se pusieron en marcha. Tenía que descubrir rápidamente dónde me encontraba.

Estaba sentada en una cama enorme, en una habitación oscura. No era una simple habitación. Parecía más una suite o un estudio. El hotel de San Petersburgo me había parecido bastante opulento, pero esto lo superaba con creces. En la parte del estudio en la que estaba había una cama y los accesorios típicos de un dormitorio: un tocador y una mesita de noche. La otra mitad parecía la zona del salón, con un sofá y un televisor. Los estantes eran de obra y estaban llenos de libros. A mi derecha había un pequeño pasillo que conducía hasta una puerta. Seguramente, la del baño. A mi izquierda había un ventanal bastante grande, con el cristal tintado, tal y como era costumbre en las casas de los moroi. Nunca había visto ninguno tan tintado como aquel. Era prácticamente negro y resultaba casi imposible ver nada. Tras forzar la vista durante un buen rato, logre distinguir el cielo de la línea del horizonte y deduje que en el exterior era de día.

Salí de la cama, aguzando al máximo todos los sentidos mientras intentaba evaluar los posibles peligros. Mi estómago estaba tranquilo, así que no había ningún strigoi en la zona. Aunque eso no excluía que pudiese haber alguna otra persona. No podía dar nada por sentado, eso era justamente lo que me había pasado en la calle. Tampoco era momento para darle más vueltas. Por lo menos por ahora. Necesitaba concentrarme al máximo.

Mientras me incorporaba, eché la mano al bolsillo del abrigo en busca de la estaca. Por supuesto, ya no estaba. No encontré nada que pudiese servirme de arma, así que debía servirme de mi propio cuerpo para luchar. Por el rabillo del ojo vi que en la pared había un interruptor. Lo pulsé y me quedé inmóvil a la espera de ver qué o a quién dejarían a la vista las luces del techo.

No pasó nada extraño. No había nadie más. Primero probé lo más evidente: ver si podía abrir la puerta. Estaba cerrada, tal como imaginaba; la única forma de abrirla era accionando un teclado numérico. Era muy gruesa, parecía hecha de acero. Me recordó las puertas contra incendios. No había forma de franquearla, así que me di media vuelta para seguir explorando. En realidad, todo aquello tenía su lado irónico. En muchas de mis clases me habían explicado cómo inspeccionar bien un lugar. Siempre había odiado esas normas, prefería aprender a pelear. Ahora resultaba que esas clases que me habían parecido inútiles tenían su razón de ser.

Con la luz, se distinguían mejor los objetos que había en la habitación. La cama estaba cubierta por un edredón satinado de color marfil relleno de plumas para que estuviese lo más mullida posible. Me acerqué sin hacer ruido y vi que el televisor era muy bueno, de los buenos de verdad. Una pantalla de plasma de grandes dimensiones. Parecía muy nueva. Los sofás, tapizados con piel de color verde mate, también estaban muy bien. No era un color muy habitual para la piel, pero el resultado quedaba bonito. Todos los muebles de la habitación —las mesas, el escritorio, el tocador— estaban hechos de madera de color negro y acabados muy suaves. En una de las esquinas del salón vi una pequeña nevera. Me arrodillé y la abrí: dentro había una botella de agua y una de zumo, varias frutas y unos envases con quesos perfectamente cortados en lonchas. Encima de la nevera había cosas para picar: frutos secos, galletas saladas y unos pastelitos glaseados. Al ver aquello, el estómago me dio un vuelco, pero ni loca iba a comer nada de lo que había allí.

El cuarto de baño tenía el mismo estilo que el resto del estudio. La enorme bañera donde estaba instalada la ducha y el jacuzzi eran de mármol negro, y en la encimera había varios jabones y champús. Encima del lavabo había colgado un espejo aún más grande, solo que… en realidad no estaba colgado. Estaba incrustado dentro de la pared de tal forma que era imposible sacarlo. El material del que estaba hecho también era extraño. Más que cristal, parecía un metal reflectante.

Aquello me pareció muy raro, hasta que volví a la habitación principal y miré a mi alrededor. Ninguna de las cosas que había allí podía utilizarse como arma. La tele era demasiado grande para moverla o intentar romperla, y la pantalla tampoco se podía partir, ya que estaba hecha de algún plástico de última tecnología. En ninguna de las mesas había nada de cristal. Los estantes eran de obra. Las botellas de la nevera eran de plástico. Y la ventana…

Corrí hacia ella y fui palpando los bordes. Al igual que el espejo, estaba perfectamente incrustada en la pared. No había ninguna hoja de vidrio, era todo una sola pieza. Volví a entrecerrar los ojos hasta que conseguí ver con claridad los alrededores, pero no había nada. Onduladas llanuras con algunos árboles desperdigados. Me recordó al páramo que había recorrido de camino a Baia. Por lo visto, ya no estaba en Novosibirsk. Eché un vistazo hacia abajo y vi que había bastante altura. Debía de ser un tercer piso. Fuese lo que fuese, estaba demasiado alto como para saltar sin romperme una pierna. De todos modos, tenía que tomar alguna determinación. No podía quedarme allí sentada sin hacer nada.

Agarré la silla que había junto al escritorio y la estampé contra la ventana, pero ni el cristal ni la silla sufrieron ningún desperfecto.

—Dios santo —dije en voz baja. Lo intenté tres veces más, sin resultado. Parecía que tanto una cosa como la otra fuesen de acero. Tal vez el cristal estuviese hecho con algún tipo de material industrial reforzado a prueba de balas. Y la silla… a saber. Estaba hecha de madera, pero no daba la menor muestra de astillarse, ni siquiera después de lo que acababa de hacer. Sin embargo, acostumbrada como estaba a hacer cosas que no tenían demasiado sentido, seguí tratando de romper el cristal.

A mitad del quinto intento, el estómago me advirtió que un strigoi se acercaba. Me di la vuelta, agarré con fuerza la silla y eché a correr hacia la puerta. Cuando esta se abrió, me estampé contra el intruso con las patas de la silla por delante.

Era Dimitri.

Los mismos sentimientos enfrentados que había tenido en la calle me volvieron a asaltar, una mezcla de amor y de miedo. Esta vez, eché a un lado al amor para que no se interpusiese en mi ataque. Pero tampoco sirvió de mucho. Golpearle era igual que golpear la pared. Me dio un empujón que me dejó tambaleándome, aunque no llegué a soltar la silla. Conseguí recuperar el equilibrio y volví otra vez a la carga. Esta vez, al enfrentarnos, él me arrancó la silla de las manos y la lanzó contra la pared como si no pesase nada.

Ahora tenía que volver a confiar en la fuerza de mi cuerpo, desprovista como estaba de mi precaria arma. Es lo que llevaba haciendo las dos últimas semanas durante los interrogatorios a los strigoi, así que tampoco tendría por qué haber mucha diferencia. Claro que entonces tenía a cuatro personas más de apoyo. Y ninguno de esos strigoi era Dimitri. Incluso cuando era dhampir ya resultaba difícil vencerlo. Ahora poseía la misma habilidad, solo que era más rápido y más fuerte. Además, conocía todos mis movimientos; era él quien me los había enseñado. Sorprenderle era prácticamente imposible.

Pero me pasaba lo mismo que con la ventana: no podía quedarme quieta. Estaba atrapada en una habitación —por muy grande y lujosa que fuese— con un strigoi. Con un strigoi. Tenía que repetírmelo una y otra vez. Lo que tenía delante era un strigoi, no Dimitri. Tenía que poner en práctica todo lo que le había dicho a Denis y a los demás. «Usad la inteligencia. Mantened la guardia. Defendeos».

—Rose —me dijo, mientras desviaba sin apenas esfuerzo una de mis patadas—. Estás perdiendo el tiempo. Para ya.

Ay, esa voz. La voz de Dimitri. La voz que oía por las noches antes de dormir, la voz que me dijo una vez que me amaba…

«No, no es él. Dimitri está muerto. Es un monstruo».

Intenté pensar a la desesperada en la manera de derrotarlo. Pensé incluso en los fantasmas a los que había invocado durante el viaje. Mark había dicho que podía hacer eso en momentos de emoción extrema y que lucharían a mi lado. La situación era extrema, pero aun así no parecía que pudiese llamarlos. La verdad es que no tenía la menor idea de cómo lo había hecho la otra vez, y, por mucho que lo desease, no conseguía que pasara nada. Maldita sea. ¿De qué me servían todos esos poderes tan terroríficos si no podía usarlos en mi propio beneficio?

Arranqué el reproductor de DVD del estante con cables y todo. No era un arma propiamente dicha, pero estaba desesperada. Oí un extraño alarido primario de combate y me di cuenta de que era yo quien lo había proferido. Volví a echar a correr en dirección a Dimitri y le golpeé con el DVD con todas mis fuerzas. Seguramente le habría hecho daño en caso de haberle acertado, cosa que no sucedió. De nuevo, volvió a interceptar el golpe, me quitó el DVD y lo hizo pedazos contra el suelo. Al mismo tiempo, me agarró de los brazos para evitar que le golpease o intentase pertrecharme con alguna otra cosa. Me asía con mucha fuerza, parecía capaz de poder romperme los huesos, pero yo seguía resistiéndome.

Volvió a intentar hacerme entrar en razón.

—No voy a hacerte daño. Roza, para, por favor.

Roza. El viejo apodo. El nombre con el que me había llamado cuando los dos habíamos caído presa del hechizo de lujuria de Victor, los dos desnudos y abrazados el uno al otro…

«No es el Dimitri que conocías».

Como no podía utilizar las manos, golpeé con los pies y las piernas todo lo que pude. No sirvió de mucho. Sin poder emplear el resto del cuerpo, era imposible dar patadas con fuerza. Él, por su parte, más que enfadado o preocupado, tan solo parecía un poco molesto. Tras un fuerte suspiro, me tomó por los hombros, me dio la vuelta, me empujó contra la pared y me inmovilizó utilizando toda la fuerza de su cuerpo. Intenté resistirme, pero acabé tan atrapada como los strigoi a los que habíamos dado caza los otros y yo. El universo tenía un sentido del humor de lo más perverso.

—Deja de intentar resistirte —sentía en el cuello su cálido aliento y su cuerpo estaba pegado al mío. Sabía que su boca se encontraba a tan solo unos centímetros—. No voy a hacerte daño.

Traté otra vez sin éxito de darle un empujón. No podía parar de jadear, noté un dolor punzante en la herida que tenía en la cabeza.

—Tendrás que entender que me cueste un poco creerme eso.

—Si te quisiese muerta, ya lo estarías. Si vas a seguir resistiéndote, tendré que atarte. Si paras, te dejaré suelta.

—¿No tienes miedo de que me escape?

—No —su voz sonaba perfectamente calmada, un escalofrío me recorrió la espalda—. No tengo miedo.

Permanecimos así, parados, durante cerca de un minuto. La cabeza me iba a mil por hora. Tenía razón al decir que si hubiese querido, ya me habría matado, pero eso tampoco significaba que yo estuviese a salvo. No obstante, estábamos empatados en esa lucha. Bueno, sí, a lo mejor «empate» no era el término más correcto. Más bien parecía que me estaba sorteando. Estaba jugando conmigo. El lugar donde me había golpeado en la cabeza me dolía mucho, y aquella pelea sin sentido solo podía ocasionarme aún más daño. Tenía que recuperar fuerzas para poder encontrar el modo de escapar, si es que conseguía vivir el tiempo suficiente. También necesitaba dejar de pensar en lo cerca que estaba mi cuerpo del suyo. Tras los meses que habíamos pasado sin poder tocarnos, aquel contacto tan intenso resultaba embriagador.

—Está bien —dije, al tiempo que dejaba de resistirme.

Dudó un momento antes de soltarme, seguramente se preguntó si podría confiar en mí. Todo aquello me recordaba a cuando habíamos estado juntos en la pequeña cabaña en las afueras de los terrenos de la academia. Yo estaba molesta y llena de rabia, la oscuridad del espíritu se había apoderado de mí. Dimitri me había sujetado también en aquella ocasión y me había hablado hasta sacarme de aquel terrible estado. Nos habíamos besado y sus manos me habían subido la camisa y… no, no, ahora no. No podía pensar en todo eso ahora.

Dimitri dejó de aprisionarme contra el muro y se apartó un poco. Me di la vuelta. Mi reacción instintiva habría sido volver a arremeter contra él. Sin embargo, mantuve la cabeza fría y me hice el firme propósito de esperar a recuperar las fuerzas y a tener más información. Me había soltado, pero no se había movido del sitio. Estábamos a menos de medio metro de distancia. Haciendo caso omiso de todo lo que había pensado, volví a fijarme en él, igual que había hecho en la calle. ¿Cómo podía ser el mismo y haber cambiado tanto al mismo tiempo? Intenté con todas mis fuerzas no fijarme en el parecido: el pelo, nuestra diferencia de altura, la forma de la cara. Por el contrario, me concentré en los rasgos propios de los strigoi: el color rojo de los ojos y la palidez de la piel.

Estaba tan concentrada en mi tarea que tardé un momento en darme cuenta de que él tampoco decía nada. Me estudiaba en profundidad, parecía que sus ojos pudiesen ver en mi interior. Un temblor me recorrió el cuerpo. Por un momento, me dio la impresión de que se sentía tan cautivado mirándome como yo lo estaba mirándolo a él. Sin embargo, eso era imposible. Los strigoi no tenían ese tipo de emociones y, además, que él conservase algún sentimiento hacia mí no era más que una ilusión. Nunca había sido fácil saber en qué estaba pensando, y ahora, siempre había un gesto de frialdad y de astucia que cubría su rostro como si fuese una máscara y que impedía adivinar qué era lo que le rondaba por la cabeza.

—¿Por qué has venido? —preguntó finalmente.

—Porque me golpeaste en la cabeza y me trajiste hasta aquí —si iba a morir, iba a mantenerme fiel a mí misma hasta el final.

El Dimitri de siempre habría esbozado una sonrisa o soltado un suspiro de cansancio, pero él se mantuvo impasible.

—Ya sabes que no me refiero a eso. ¿Por qué has venido hasta aquí? —su voz sonaba con un tono grave y peligroso. El de Abe me daba algo de miedo, pero comparado con aquel, no había color. Hasta Zmey se habría achantado.

—¿A Siberia? Vine para encontrarte.

—Yo vine huyendo de ti.

Me quedé tan sorprendida que mi respuesta fue completamente ridícula.

—¿Por qué? ¿Porque podría matarte?

Me miró dejándome claro que lo que acababa de decir era una estupidez.

—No. Para no encontrarnos en esta situación. Ahora estamos así, y hay que elegir.

Yo no tenía muy claro en qué situación nos encontrábamos.

—Bueno, si quieres evitar todo esto, puedes dejarme marchar —dije.

Se apartó y echó a andar por la habitación sin mirarme. Tuve la tentación de intentar atacarle por sorpresa, pero algo me dijo que no llegaría a avanzar más de dos pasos antes de recibir un revés. Dimitri se sentó en uno de los lujosos sillones de piel y acomodó su metro noventa de estatura con la elegancia habitual. Dios, ¿por qué me resultaba tan contradictorio? Conservaba las costumbres del viejo Dimitri, pero mezcladas con las de un monstruo. Me quedé donde estaba, acurrucada contra la pared.

—Ahora ya no es posible. No después de haberte visto…

Volvió a escrutarme con la mirada. Se me hacía muy raro. Por una parte me excitaba la intensidad con la que me miraba, me encantaba la forma en que revisaba mi cuerpo de pies a cabeza. Por otra, me sentía sucia, como si un manto de babas y de mugre me cubriese la piel.

—Sigues tan hermosa como te recordaba, Roza. Tal como imaginaba.

No supe qué contestar a eso. Aparte de intercambiar algunos insultos y amenazas en medio de una pelea, nunca había mantenido una conversación con un strigoi. Lo más cerca que había estado fue cuando Isaiah me hizo prisionera. Yo estaba atada, y la mayor parte de la conversación había versado acerca de cómo me iba a matar. Lo de ahora… bueno, era distinto, pero seguía dando bastante mal rollo. Me crucé de brazos y apoyé la espalda en la pared. En esas circunstancias, era lo más parecido a una postura defensiva que era capaz de adoptar.

Ladeó la cabeza y me observó atentamente. Su rostro quedó ensombrecido y resultaba difícil ver el color rojo de sus ojos. Parecían más bien oscuros. Tal como eran antes, infinitos, maravillosos, rebosantes de amor y de valentía…

—Puedes sentarte —dijo.

—Estoy bien aquí.

—¿Quieres alguna cosa más?

—¿Que dejes que me vaya?

Por un instante, me pareció percibir un resquicio de su antigua ironía, la misma que gastaba cuando yo le hacía alguna broma. Tras observarlo mejor, llegué a la conclusión de que eran imaginaciones mías.

—No, Roza. Me refería a si necesitas alguna cosa. ¿Otro tipo de comida? ¿Libros? ¿Algo para pasar el rato?

Me quedé mirándolo con gesto incrédulo.

—Tal como lo dices parece que esto sea un hotel de lujo.

—Hasta cierto punto lo es. Puedo hablar con Galina y te conseguirá cualquier cosa que desees.

—¿Galina?

Los labios de Dimitri esbozaron una sonrisa. O algo parecido. Sus pensamientos debían de ser amables, pero la sonrisa no transmitía nada de eso. Era fría, oscura y repleta de secretos. Estaba decidida a no mostrar ni el más mínimo gesto de debilidad, así que conseguí no inmutarme.

—Galina es mi antigua instructora, de cuando estaba en la escuela.

—¿Es una strigoi?

—Sí, despertó hace varios años, en un enfrentamiento en Praga. Es relativamente joven para ser una strigoi, pero su fuerza ha aumentado. Todo esto es suyo —dijo Dimitri señalando a nuestro alrededor.

—¿Y tú vives con ella? —pregunté, sin poder reprimir la curiosidad. Me preguntaba qué tipo de relación mantenían exactamente y, para mi sorpresa, pude sentir cómo dentro de mí afloraban… los celos. No tenía ninguna razón para sentirlos. Él era un strigoi, ya no tenía nada que ver conmigo. Y tampoco sería la primera vez que una profesora tenía un lío con un alumno…

—Trabajo para ella. Cuando desperté, ella fue otra de las razones para volver. Sabía que era una strigoi y quería que me guiase.

—Y también querías alejarte de mí. Esa fue la otra razón, ¿verdad?

Asintió con la cabeza sin decir nada. Sin entrar en más detalles.

—¿Dónde estamos? Estamos lejos de Novosibirsk, ¿verdad?

—Sí. La finca de Galina está fuera de la ciudad.

—¿A cuánta distancia?

Su sonrisa se torció un poco.

—Sé por dónde vas, y no voy a darte esa clase de información.

—¿Y qué estás haciendo entonces? —le pregunté mientras todo el miedo contenido explotaba en una demostración de rabia—. ¿Por qué me retienes aquí? Mátame o déjame que me vaya. Y si lo que quieres es tenerme aquí encerrada y torturarme con esos juegos mentales o lo que sea, de verdad que prefiero que me mates.

—Valientes palabras —se puso de pie y comenzó otra vez a caminar de un lado a otro de la habitación—. Casi me las creo.

—Son verdad —contesté desafiante—. He venido a matarte. Y si no consigo hacerlo, prefiero estar muerta.

—Pero fallaste, ¿sabes? En la calle.

—Sí. Ya lo he supuesto al despertarme aquí.

Dimitri se dio la vuelta de repente y se plantó delante de mí, con esa velocidad fulminante con la que se movían los strigoi. En ningún momento había dejado de sentir la náusea que me provocaban los de su raza, pero cuanto más tiempo pasaba con él, más se diluía, hasta convertirse en un ruido de fondo que se podía pasar más o menos por alto.

—Me has defraudado un poco. Eres muy buena, Rose. Muy, muy buena. Tus amigos y tú habéis causado un buen revuelo. Algunos strigoi hasta tenían miedo.

—Pero tú no.

—Cuando me dijeron que eras tú… hum —entornó los ojos, con gesto pensativo—. No, sentí curiosidad. Y cierto recelo. Si alguna persona podría haberme matado, esa habrías sido tú. Pero como ya te he dicho antes, te dejaste vencer por las dudas. Era el último examen que tenías que pasar y suspendiste.

Traté de no mostrar ninguna emoción. Por dentro, seguía lamentándome por ese momento de debilidad que había tenido en la calle.

—La próxima vez no dudaré.

—No habrá una próxima vez. Y de todas maneras, pese a que me hayas defraudado, naturalmente estoy contento de seguir con vida.

—No estás vivo —dije apretando los dientes. Dios mío, volvía a encontrarse otra vez demasiado cerca. Pese a los cambios en el rostro, el cuerpo delgado y musculoso era el mismo de antes—. Estás muerto. Contra natura. Hace mucho me dijiste que preferirías estar muerto a vivir así. Y esa es la razón por la que te voy a matar.

—Tu ignorancia es la que te hace hablar así. Antes yo tampoco sabía nada.

—Lo que he dicho lo he dicho en serio. No te estoy siguiendo el juego. Si no puedo salir de aquí, será mejor que me mates, ¿está claro?

Se acercó y sin previo aviso me pasó los dedos por un lado de la cara. Di un grito ahogado. Su mano estaba fría, pero la forma en que me tocaba… otra vez, volvía a ser igual. Exactamente tal como lo recordaba. ¿Cómo podía ser? Tan parecido… y al mismo tiempo tan diferente. De pronto me acordé de una lección en la que me había explicado cómo los strigoi podían a veces parecerse muchísimo a aquellos que una vez habían sido. Por eso resultaba tan fácil dudar.

—Matarte… no es tan sencillo —dijo. El tono de su voz volvió a convertirse en un susurro, como una serpiente que se deslizase por mi piel—. Hay una tercera opción: podría despertarte.

Me quedé inmóvil, sin respiración.

—No —era lo único que podía decir. Mi cerebro no era capaz de producir una respuesta más compleja, ni más inteligente u ocurrente. Sus palabras eran demasiado terroríficas como para planteármelas siquiera—. No.

—No sabes cómo es. Es… increíble. Trascendente. Todos tus sentidos están vivos, el mundo entero está más vivo…

—Sí, pero tú estás muerto.

—¿Ah, sí?

Me agarró la mano y se la llevó al pecho. Podía notar cómo le latía el corazón. Abrí los ojos de par en par.

—Me late el corazón. Estoy respirando.

—Sí, pero… —desesperada, intenté recordar todo lo que me habían enseñado acerca de los strigoi—. No es como estar vivo. Es cosa… es cosa de una magia negra que te reanima. Es una vida ilusoria.

—Es mejor que la vida —me tomó la cara entre las manos. El latido de su corazón era firme pero el mío se estaba acelerando por momentos—. Es como ser un dios, Rose. La fuerza. La velocidad. La capacidad de percibir el mundo de una manera que no podrías ni imaginar. Y… la inmortalidad. Podríamos estar juntos para siempre.

Eso era lo que había deseado tiempo atrás. Y en lo más profundo de mi ser, una parte de mí aún lo deseaba, deseaba desesperadamente estar con él para siempre. Pero incluso así… no sería como yo quería. No sería como era antes. Sería algo distinto. Algo erróneo. Tragué saliva.

—No… —apenas era capaz de oír mi propia voz, la forma en que me tocaba me impedía articular palabra. Las yemas de sus dedos eran tan suaves, tan ligeras—. No podemos.

—Podríamos —uno de los dedos descendió por mi barbilla y se posó sobre la arteria que atravesaba mi cuello—. Lo haría muy deprisa. No sentirías ningún dolor. Estaría hecho antes de que te dieses cuenta —seguramente estaba en lo cierto. Cuando te convertían en strigoi, te sacaban la sangre. A continuación, el strigoi se hacía un corte y te daba a beber. No sé por qué, pero siempre me imaginaba que me desmayaría mucho antes de que hubiesen llegado a sacarme la mitad.

Juntos para siempre.

Todo a mi alrededor se nubló durante un instante. No sé si fue a causa de la herida en la cabeza o del miedo que me recorría todo el cuerpo. Había previsto un centenar de situaciones al salir en busca de Dimitri, pero nunca había imaginado que acabaría convertida en un strigoi. La muerte —ya fuese la suya o la mía— era el único pensamiento que no había dejado de atosigarme; había sido una estúpida.

La puerta se abrió de repente, y tuve que dejar a un lado mis torpes pensamientos. Dimitri se dio la vuelta y me empujó con fuerza detrás de él en actitud protectora. Dos personas entraron y cerraron la puerta a toda prisa, sin dejarme tiempo siquiera a plantearme la posibilidad de escapar. Uno de los recién llegados era un chico, un strigoi. La otra era una mujer que portaba una bandeja y que iba con la cabeza gacha.

Reconocí enseguida al strigoi. Era difícil no hacerlo, su rostro me perseguía en sueños. El pelo rubio le caía sobre la cara, lo llevaba más o menos igual de largo que Dimitri, debía de tener veintipocos cuando lo transformaron. Por lo visto, él nos había visto a Lissa y a mí cuando éramos más jóvenes, pero yo solo recordaba haberlo visto dos veces. Una cuando luché contra él en los terrenos alrededor de la academia y la otra cuando me lo encontré en la cueva que otros strigoi utilizaban como escondite.

Él era quien le había mordido a Dimitri y lo había transformado.

Apenas me miró y volcó toda su rabia sobre Dimitri.

—¿Qué demonios es esto? —era estadounidense, así que no tenía ningún problema para entenderlo—. ¿Tienes aquí escondida a tu mascota?

—No es asunto tuyo, Nathan —la voz de Dimitri sonaba fría como el hielo. Antes me había parecido que no transmitía ninguna emoción al hablar, pero lo que pasaba es que no era fácilmente detectable. Ahora sí se percibían con claridad el desafío y la advertencia que le hacía a su interlocutor—. Galina me ha dado permiso.

Nathan dejó de mirar a Dimitri y pasó a mirarme a mí. La furia se convirtió en sorpresa.

—¿Ella?

Dimitri se movió rápidamente y se puso delante de mí. Sentí el impulso de gritar que no necesitaba que ningún strigoi me defendiese, solo que… en realidad sí que lo necesitaba.

—Estaba en la escuela, en Montana… Nos enfrentamos allí… —Nathan replegó los labios y dejó ver los colmillos—. De no ser por ese mocoso moroi del fuego, habría saboreado su sangre.

—Esto no tiene nada que ver contigo —contestó Dimitri.

Nathan abrió con gesto ansioso sus ojos de color rojo.

—¿Estás de broma? Puede conducirnos hasta la chica Dragomir. Si acabamos con su linaje, nuestros nombres pasarán a formar parte de la leyenda. ¿Cuánto tiempo vas a tenerla aquí?

—Vete —gruñó Dimitri—. Y no te lo estoy pidiendo por favor.

—Es muy valiosa —dijo señalándome—. Si vas a tenerla aquí para jugar con ella como si fuese una prostituta de sangre, al menos haz el favor de compartirla. Luego, ya le sonsacaremos la información y la despacharemos.

Dimitri dio un paso al frente.

—Fuera de aquí. Si le pones una mano encima, te haré picadillo. Te arrancaré la cabeza con mis propias manos y la veré arder al sol.

Nathan se puso aún más furioso.

—Galina no va a permitir que la tengas aquí como si fuese tu mujercita. Nadie puede hacer eso, ni siquiera tú.

—Que no te tenga que volver a decir que te vayas. No tengo todo el día para aguantar más historias.

Nathan no dijo nada más, y los dos strigoi se quedaron mirándose fijamente. Sabía que la fuerza de los strigoi estaba en parte relacionada con la edad. Evidentemente, Nathan había sido convertido antes. No sabía cuánto, pero viéndolos me dio la impresión de que Dimitri sería más fuerte o que al menos la cosa estaría muy, muy igualada. Juraría haber visto un atisbo de miedo en los ojos rojos de Nathan, pero antes de que pudiese verlo mejor, se dio la vuelta.

—Esto no acaba aquí —dijo bruscamente mientras se iba hacia la puerta—. Voy a hablar con Galina.

Salió del cuarto y todos nos quedamos quietos y en silencio. A continuación, Dimitri se quedó mirando a la mujer y le dijo algo en ruso. Ella estaba allí de pie, paralizada.

Se inclinó un poco y dejó con cuidado la bandeja sobre la mesita que había junto al sofá. Retiró una tapa plateada y dejó a la vista un plato con una pizza de pepperoni cubierta de queso. En otras circunstancias, el hecho de estar en una casa strigoi y que me trajesen una pizza habría sido algo entre divertido y absurdo. Ahora, después de que Dimitri me amenazase con convertirme en strigoi y Nathan quisiese utilizarme para poder llegar hasta Lissa, ya no me hacía ninguna gracia. Hasta Rose Hathaway tenía sus límites a la hora de hacer bromas. Junto a la pizza había un brownie enorme con una gruesa capa de azúcar glas. Era uno de mis platos preferidos, como bien sabía Dimitri.

—Es la comida —dijo él—. No está envenenada.

Todo tenía una pinta estupenda, pero dije que no con la cabeza.

—No voy a comer.

—¿Prefieres alguna otra cosa? —dijo tras arquear una ceja.

—No quiero nada porque no voy a comer nada. Si no vas a matarme tú, entonces lo haré yo misma —me di cuenta de que la falta de posibles armas en la habitación se debía tanto a su protección como a la mía propia.

—¿Por inanición? —me pareció percibir un brillo de oscura diversión en su mirada—. Te despertaré mucho antes de eso.

—¿Por qué no lo haces ahora?

—Porque prefiero esperar a que seas tú la que lo desee —caray, la verdad es que sonaba igual que Abe, excepto que, comparado con esto, que me partiesen las piernas tampoco era para tanto.

—Pues vas a tener que esperar sentado —le dije.

Dimitri se echó a reír de forma estentórea. Cuando aún era dhampir, era muy raro que se riese, y todas las veces me había emocionado profundamente ver cómo lo hacía. Ahora ya no tenía esa calidez que era capaz de envolverme. Ahora era una risa fría y amenazadora.

—Eso ya lo veremos.

Antes de que pudiese contestar nada, volvió a colocarse delante de mí. Su mano se coló por detrás de mi cuello y me atrajo hacia él, me echó la cabeza hacia atrás y apretó sus labios contra los míos. Estaban tan fríos como el resto de su piel… pero aun así también había algo de calidez en ellos. Una voz dentro de mí gritaba que todo aquello era espantoso y perverso… pero, al mismo tiempo, mientras nos besábamos perdí la noción del tiempo y del espacio, y casi llegué a pensar que estábamos de nuevo en la cabaña.

Se alejó tan deprisa como se había acercado y me quedé conmocionada, casi sin aliento. Con toda tranquilidad, como si nada hubiese pasado, señaló a la mujer.

—Esta es Inna —al oír su nombre, ella levantó la vista y pude ver que, como mucho, tendría la misma edad que yo—. También trabaja para Galina y pasará por aquí para comprobar que estás bien. Si necesitas alguna cosa, díselo. No habla muy bien inglés, pero te podrá entender —luego le dijo algo y ella lo acompañó dócilmente hasta la puerta.

—¿Adónde vas? —le pregunté.

—Tengo cosas que hacer. Además, tú necesitas tiempo para pensar.

—No hay nada que pensar —intenté que mis palabras sonasen lo más desafiantes posibles.

Pese a todo, mi respuesta no debió de sonar muy agresiva, ya que el único resultado fue que Dimitri me sonrió burlonamente antes de marcharse con Inna y dejarme a solas en mi lujosa prisión.