DIECISIETE

Convencerlos para dejar libre a un strigoi no fue tarea fácil. Con mi interrogatorio, pese a no parecerles muy razonable, habían transigido, ¿pero dejar escapar a un strigoi? Eso les parecía una auténtica locura, incluso a ellos, que no estaban sujetos a juramento. Intercambiaron algunas miradas inquietas y por un momento dudé de si obedecerían la orden, pero al final mi fuerza y mi autoridad se impusieron. Querían que estuviese al mando del grupo y tenían toda su fe puesta en mi forma de actuar, por desquiciada que esta les pudiese parecer.

Una vez dejamos libre al strigoi nos encontramos con el problema de asegurarnos de que se marchaba de verdad. En un primer momento volvió a atacarnos; después, cuando se dio cuenta de que acabaríamos aplastándolo, terminó por alejarse. Antes de perderse en la oscuridad, nos dedicó una última mirada amenazadora. Que un puñado de adolescentes lo redujesen no había contribuido mucho a mejorar su autoestima. Me fulminó con la vista y me estremecí al pensar que sabía mi nombre. Solo me quedaba confiar en que mi plan tuviese alguna posibilidad de funcionar. Esa misma semana matamos a unos cuantos strigoi más, cosa que hizo que Denis y el resto del grupo me perdonasen por haber dejado escapar a uno con vida. Seguíamos siempre el mismo procedimiento: valiéndonos de mi capacidad para detectar cualquier peligro, nos dedicábamos a investigar los clubes y zonas más peligrosas de la ciudad. Me hacía gracia lo mucho que confiaban en mi liderazgo. Pese a que dijesen que rechazaban las reglas o la autoridad de los guardianes, respondían sorprendentemente bien a las órdenes.

Aunque, bueno, no siempre. De vez en cuando se comportaban de forma temeraria o algo alocada. Siempre había alguno que quería hacerse el héroe, o que subestimaba la fuerza de un strigoi, o que intentaba actuar por su cuenta. Eso casi le cuesta una conmoción cerebral a Artur. Como era el más corpulento del grupo, se lo tenía un poco creído. Un strigoi lo pilló por sorpresa y lo estampó contra un muro. Aquello hizo que se nos bajasen los humos a todos. Por un instante, pensé que Artur había muerto y que toda la responsabilidad, como líder del grupo, era mía. Uno de los alquimistas de Sydney se presentó y trató a Artur; yo me aseguré de alejarme, no fuese a encontrarme Abe. El tipo dijo que con un poco de reposo se recuperaría, y por lo tanto debía dejar de participar en las cacerías durante una temporada. Le costó acatar la indicación, y una de las noches en que pretendía venir con nosotros tuve que recordarle a gritos todos los amigos que habían muerto por cometer una estupidez semejante.

En el mundo de los humanos, los dhampir tendían a imitar sus mismos horarios. Yo elegí el turno de noche, tal y como había hecho en la academia. El resto hizo lo mismo, excepto Tamara, que tenía que trabajar durante el día. Lo último que quería era dormir mientras los strigoi recorrían las calles. Cada vez que acabábamos con alguno, llamaba por teléfono a Sydney. Entre la comunidad strigoi había corrido la voz de que alguien les estaba haciendo mucho daño. Si el strigoi al que habíamos dejado marchar había transmitido el mensaje, era posible que algunos de ellos viniesen a buscarme.

El número de acciones se fue reduciendo a medida que pasaban los días, y eso me hizo pensar que los strigoi estaban volviéndose más cautos. No sabía decir si eso era buena o mala señal, pero les rogué a los demás que extremasen las precauciones. Me veneraban como si fuese una diosa, pero tampoco es que eso me halagara. Lo que había sucedido con Lissa y Dimitri aún me acongojaba. Me concentré tan solo en mi tarea: en conseguir acercarnos a Dimitri. Cuando no estábamos cazando, sin embargo, tenía muchos ratos libres en los que no había nada que hacer.

Así que le hice una visita a Lissa.

Sabía que muchos adolescentes, como Mia, vivían en la Corte porque sus padres trabajaban allí. No tenía muy claro el número exacto. Avery sí que los conocía a todos, y como era de esperar —o por lo menos yo ya me lo imaginaba—, la mayoría eran unos ricos malcriados.

El resto de la visita de Lissa consistió en una serie de recepciones y fiestas de carácter formal. Cuanto más oía a los moroi hablando de negocios, más nerviosa se ponía. Seguía viendo los mismos abusos de poder en los que ya había reparado anteriormente, la misma forma injusta de repartirse a los guardianes como si fuesen de su propiedad. El tema de si los moroi debían aprender a combatir junto a los guardianes suscitaba todavía una gran polémica. La mayoría de la gente con la que Lissa coincidió en la Corte tenía una mentalidad muy anticuada: eran partidarios de que fuesen los guardianes los que combatiesen y de que los moroi no se expusiesen a ningún peligro. Tras haber visto los resultados de esa política, y los éxitos que se habían producido cuando gente como Christian y yo habíamos intentado modificarla, Lissa se enfurecía aún más con el egoísmo que reinaba entre la elite de los moroi.

En cuanto podía, se escapaba de estos actos y se iba por ahí con Avery, que siempre tenía a alguien con quien quedar o sabía de alguna fiesta que no se parecía en nada a las de Tatiana. Allí nunca se hablaba de esos temas políticos tan agobiantes, pero aun así siempre había cosas que podían provocar que Lissa cayese en el desánimo.

Ver cómo yo iba cayendo cada vez más hondo la hacía sentir culpable, la ponía furiosa y la deprimía. Conocía de sobra los efectos del espíritu en su estado de ánimo como para no reconocer las señales de alarma, pese a que en este viaje no había estado usando sus poderes de forma consciente. A pesar de la desgana, seguía intentando distraerse y luchando por ser capaz de apaciguar su depresión.

—Ve con cuidado —le advirtió Avery. Era la noche previa a su vuelta a la academia, y Lissa y ella estaban en una fiesta. Buena parte de los que vivían en la Corte tenían casas allí; la fiesta se celebraba en la casa de un tal Szelsky que estaba de asesor de un comité que Lissa no conocía. Tampoco conocía a su anfitrión, pero eso daba igual, puesto que sus padres se encontraban fuera.

—¿Cuidado con qué? —preguntó Lissa, mirando a su alrededor. La casa contaba con un patio trasero, iluminado con antorchas Tiki y guirnaldas luminiscentes. Había comida y bebida para parar un tren, y un moroi había sacado una guitarra e intentaba impresionar a las chicas con sus dotes musicales casi imperceptibles. De hecho, la música que tocaba era tan horrible que con ella podría haber desarrollado un nuevo método de matar strigoi. Como era bastante guapo, a sus admiradoras no parecía importarles mucho lo mal que tocaba.

—Con ese —dijo Avery, señalando el martini que Lissa llevaba en la mano—, ¿llevas la cuenta de cuántos te has bebido?

—Yo creo que no —dijo Adrian. Estaba tirado en una tumbona que había al lado y tenía también una copa en la mano.

Lissa sintió que, comparada con ellos, era una principiante. Avery mantenía su lado salvaje e insinuante, pero no tenía nunca el aspecto estúpido o alocado de quien va muy pasado. Lissa no sabía cuánto había bebido su amiga, pero debía de ser mucho, puesto que Avery siempre estaba con una copa en la mano. A Adrian, por su parte, era raro verlo sin algo de beber, si bien los efectos del alcohol parecían apaciguarlo. Lissa supuso que tenían más experiencia que ella. Se estaba ablandando con los años.

—Estoy bien —mintió Lissa, mientras todo le daba vueltas y se planteaba muy seriamente salir de allí y unirse a unas chicas que estaban bailando sobre una mesa.

Avery esbozó una sonrisa, pese a que su mirada mostraba un fondo de preocupación.

—Sí, ya. Ten cuidado, no vaya a darte un bajón o algo por el estilo. Esas cosas enseguida se saben y lo último que necesitamos es que todo el mundo sepa que la Dragomir no sabe beber. Tu familia tiene una enorme reputación en ese terreno.

Lissa dejó la copa.

—La verdad es que dudo mucho que el consumo de alcohol forme parte del ilustre linaje de mi familia.

Avery empujó un poco a Adrian y se hizo un hueco a su lado en la tumbona.

—Oye, te costará creerlo, pero es así. Dentro de diez años, todos estos serán tus iguales en el Consejo. Tú intentarás que se apruebe una resolución y ellos dirán: «¿Os acordáis de aquella fiesta en la que se puso ciega y vomitó?».

A Lissa y a Adrian les entró la risa. Lissa no pensaba que le fuera a dar un bajón, pero de eso, como de todo lo demás, no tenía ganas de preocuparse en ese momento. Lo bueno de aquella historia es que la bebida la estaba ayudando a olvidarse de lo que había sucedido aquel día. Tatiana le había presentado a sus futuros guardianes: un tipo bien curtido llamado Grant y la «jovencita», una chica que respondía al nombre de Serena. Le habían resultado agradables, pero las comparaciones con Dimitri y conmigo habían sido inevitables. Tenía la sensación de que aceptándolos nos estaba traicionando a nosotros, pese a que lo único que había hecho había sido asentir con la cabeza y darle las gracias a Tatiana.

Un rato después, Lissa se había enterado de que Serena estaba designada a ser la guardiana de una chica de la que era amiga desde la infancia. La chica no tenía sangre real, pero a veces, en función del número de guardianes, también los que no pertenecían a la realeza tenían derecho a escolta, aunque nunca a más de un individuo. Sin embargo, cuando los puestos asignados a la protección de Lissa se quedaron vacantes, Tatiana apartó a la joven guardiana del lado de su amiga. Serena sonrió en todo momento y le dijo a Lissa que no pasaba nada, que las obligaciones eran lo primero y que estaba encantada de estar a su servicio. Aun así, Lissa se sintió fatal, consciente de lo duro y de lo terriblemente injusto que habría resultado para las dos amigas. Pero otra vez era lo mismo: un equilibrio de poder injusto que nadie acababa de controlar.

Tras el encuentro, Lissa había maldecido su propia docilidad. Ya que no había sido lo suficientemente valiente como para seguirme, pensó que al menos debería haberse plantado y haberle exigido a Tatiana que pusiese a mi madre a su servicio. De esa forma, Serena habría regresado de vuelta con su amiga y al menos habría quedado una amistad intacta en el mundo.

El martini parecía anestesiarla y hacerla sentir peor al mismo tiempo, cosa que a Lissa le costaba entender. «Qué más da», pensó, y cuando vio a un camarero, le hizo un gesto con la mano para que le sirviese otra copa.

—¿Puedo…? ¿Ambrose?

Se quedó sorprendida y con la vista fija en el chico que tenía delante. Si se publicase un calendario con los dhampir más buenorros, aquel debería ocupar la portada —dejando a un lado a Dimitri, pero claro, en eso yo no era imparcial—. El chico se llamaba Ambrose y lo habíamos conocido en un viaje que hicimos juntas. Tenía la piel bronceada y debajo de la camisa gris de cuello abotonado se podía apreciar una buena musculatura. Era un caso extraño en la Corte, un dhampir que había rechazado trabajar como guardián y que hacía todo tipo de tareas, como dar masajes y, en caso de que los rumores fuesen ciertos, mantener «encuentros románticos» con la reina. Imaginármelo me daba apuro y eso que había visto muchas cosas desagradables en mi vida.

—Princesa Dragomir —dijo mostrando su perfecta sonrisa—. Qué sorpresa.

—¿Qué tal te va? —le preguntó ella, mostrando una alegría sincera.

—Bastante bien. Bueno, tengo el mejor trabajo del mundo. ¿Y usted?

—Genial —contestó ella.

Ambrose se quedó parado un momento observándola. Pese a la sonrisa, Lissa se dio cuenta de que su interlocutor no compartía su diagnóstico. En su rostro se reflejaba un gesto de desaprobación. Que Avery la acusase de beber demasiado era una cosa pero, ¿un criado dhampir, por guapo que fuese? Eso era inaceptable. Adoptó un gesto más seco y le tendió el vaso.

—Necesito otro martini —dijo, con el mismo tono altivo que utilizaban los miembros de la realeza.

Él notó el cambio y sustituyó la amplia sonrisa por una de pura cortesía.

—Enseguida —hizo una discreta reverencia y se dirigió hacia la barra.

—Caray —dijo Avery, admirando al camarero mientras se alejaba—. ¿Por qué no nos presentas a tu amigo?

—No es mi amigo —le espetó Lissa—. No es nadie.

—De acuerdo —dijo Adrian mientras le pasaba a Avery el brazo por encima—. ¿Por qué te vas por ahí a buscar si tienes lo mejor delante de los ojos? —si no fuese porque lo conocía bien, habría pensado que debajo del tono jovial había un reproche provocado por los celos—. ¿Acaso no he cambiado mis planes para llevarte a desayunar con mi tía?

Avery lo miró con gesto cansado.

—Sí, en eso tienes toda la razón. Aún eres capaz de impresionarme, Ivashkov —tras decir esto, algo a espaldas de Lissa captó su atención—. Mirad, la niñita está aquí.

Mia, seguida de cerca por Jill, atravesaba con paso decidido el jardín sin hacer caso de las miradas de sorpresa. Era evidente que ninguna de las dos encajaba allí.

—Hola —dijo Mia cuando llegó a donde estaban Lissa y los demás—. Me acaba de llamar mi padre, tengo que ir con él. Os dejo a Jill.

—Sí, tranquila, no pasa nada —dijo Lissa inmediatamente, aunque no le hacía ninguna gracia que Jill estuviese allí. Lissa aún se preguntaba si Christian estaba interesado por ella—. ¿Va todo bien?

—Sí, tenemos que resolver un asunto.

Mia se despidió y se fue de la fiesta tan rápido como había llegado, sin hacer caso de los gestos sorprendidos y desdeñosos de los otros miembros de la realeza.

Lissa fijó su atención en Jill, que se había sentado discretamente en una silla y miraba maravillada todo lo que había a su alrededor.

—¿Qué tal? ¿Te lo has pasado bien con Mia?

Jill se volvió hacia Lissa con el rostro iluminado.

—Sí, mucho. Es genial. Ha hecho unas cosas increíbles con el agua. Es una pasada. Y me ha enseñado algunos movimientos nuevos de lucha. He aprendido a lanzar un gancho de derecha… aunque me falta fuerza.

Ambrose volvió con la bebida de Lissa. Se la dio sin decir nada, luego vio a Jill y relajó un poco el gesto.

—¿Quiere algo?

—No, gracias —contestó ella negando con la cabeza.

Adrian se quedó observando a Jill atentamente.

—¿Estás bien aquí? ¿Quieres que te acompañe a la residencia? —al igual que en la ocasión anterior, no lo decía con segundas intenciones. La miraba como si fuese su hermana pequeña, cosa que me pareció la mar de graciosa. No lo creía capaz de una actitud protectora de esa naturaleza.

Ella volvió a decir que no con la cabeza.

—No, tranquilo. No quiero obligarte a tener que irte… a menos que… —hizo un gesto de preocupación—. ¿Queréis que me vaya?

—No —contestó Adrian—. Está bien tener a alguien responsable en medio de toda esta locura. Si tienes hambre, deberías buscar algo de comer.

—Qué maternal te pones —se burló Avery, diciendo en voz alta lo que yo estaba pensando.

Por la razón que fuese, Lissa se tomó como una afrenta personal el comentario de Adrian acerca de «alguien responsable». A mí no me lo había parecido, pero ella no estaba especialmente lúcida. Tras decidir que también ella tenía hambre, se levantó y se fue hacia la mesa del jardín donde estaban las bandejas con cosas de picar. O más bien, donde habían estado. Ahora las chicas que habían llamado antes su atención estaban utilizando la mesa como pista de baile. Alguien había hecho sitio y había puesto todas las bandejas con comida en el suelo. Lissa se agachó y eligió un sándwich pequeño, mientras observaba a las chicas y se preguntaba cómo eran capaces de seguir el ritmo de esa música tan horrible que el chico de la realeza estaba tocando.

Una de las chicas vio a Lissa y sonrió.

—Ven, sube —dijo extendiendo la mano.

Se la habían presentado en una ocasión, pero no podía recordar su nombre. De pronto, la invitación a bailar le pareció una gran idea. Lissa se terminó el sándwich y con una copa en la otra mano dejó que la auparan, un gesto que provocó algunos vítores entre la gente que tenía alrededor. Lissa descubrió que no importaba que la música fuese espantosa, y enseguida se metió en el rollo. La forma en que bailaban tanto ella como las demás pasaba de lo explícitamente sexual a la burla de los típicos pasos de discoteca. Se lo estaba pasando en grande, y se preguntó si Avery le hablaría de la repercusión que todo eso tendría dentro de diez años.

Al cabo de un rato, ella y las demás intentaron hacer algunos movimientos sincronizados. Primero agitaron los brazos en el aire y luego levantaron las piernas como si fuesen un grupo de coristas. Este último paso fue un desastre. Lissa dio un traspié —llevaba tacones altos— y tropezó hacia el borde de la mesa. La bebida se le escurrió de las manos y a punto estuvo de caerse ella también al suelo de no ser por unos brazos que la sujetaron.

—Mi héroe —dijo en voz baja. A continuación se quedó mirando la cara de su salvador—. ¿Aaron?

El exnovio de Lissa —y el primer chico con el que se había acostado— la miraba sonriendo y no la soltó hasta que estuvo seguro de que podía mantener el equilibrio. Aaron era rubio, tenía los ojos azules y la típica belleza de los chicos que hacen surf. Me quedé pensando qué habría pasado si Mia lo hubiese visto. Aaron, Lissa y ella habían formado un triángulo digno de un culebrón.

—¿Qué haces aquí? Te dábamos por desaparecido —dijo Lissa. Aaron había dejado la academia unos meses atrás.

—Estoy yendo a una escuela en New Hampshire —repuso—. He venido de visita familiar.

—Me alegro de verte —dijo Lissa. Las cosas entre los dos no habían acabado especialmente bien, pero lo que decía era sincero. Había bebido lo suficiente como para alegrarse de ver a cualquiera.

—Yo también —contestó—. Estás increíble.

Sus palabras la impresionaron más de lo que esperaba, seguramente porque el resto de la gente no paraba de decirle que iba muy mal o que era una irresponsable. Aunque hubiesen cortado, no podía evitar recordar la atracción que había sentido por él. Lo cierto es que aún lo encontraba atractivo. Simplemente ya no lo quería.

—A ver si mantenemos el contacto —le dijo—. Cuéntanos cómo te va —por un instante pensó si estaba bien decir eso, teniendo en cuenta que tenía novio, pero luego dejó de preocuparse. No pasaba nada por tontear un poco con otros chicos, sobre todo teniendo en cuenta que Christian había preferido no acompañarla en aquel viaje.

—Eso estaría genial —contestó Aaron. Había algo en su mirada que la desconcertaba, y eso le gustaba—. Me imagino que pese a que te haya rescatado y todo lo demás, no podré darte un beso de despedida, ¿verdad?

La idea era completamente absurda y Lissa se echó a reír. ¿Qué importaba? Estaba enamorada de Christian y un beso entre amigos no significaba nada. Miró hacia arriba y dejó que Aaron se agachase y le tomase la cara entre las manos. Sus labios se juntaron y no había por qué negarlo: el beso duró un poco más de lo que dura un beso entre amigos. Cuando se separaron, Lissa sonreía como una colegiala aturdida, que era más o menos lo que era en ese momento.

—Ya nos veremos —le dijo mientras se daba la vuelta y volvía a donde estaban sus amigos.

Avery la miró con gesto de reprobación, pero no por el beso que le había dado a Aaron.

—¿Te has vuelto loca? Casi te rompes una pierna. No puedes hacer esas cosas.

—Se supone que tú eres la especialista en pasárselo bien —apuntó Lissa—. Tampoco ha sido para tanto.

—Pasárselo bien no es lo mismo que hacer la idiota —replicó Avery con gesto serio—. No puedes ir haciendo la imbécil por ahí. Será mejor que te llevemos a casa.

—Estoy bien —afirmó Lissa. Apartó la mirada de Avery y se puso a observar a unos chicos que estaban tomando chupitos de tequila. Se hallaban inmersos en una especie de competición, y más o menos la mitad tenían pinta de estar a punto de desmayarse.

—¿Qué quieres decir exactamente con «estar bien»? —preguntó Adrian en tono irónico, aunque también parecía algo preocupado.

—Estoy bien —repitió Lissa mientras volvía la vista hacia Avery—. No me he hecho daño —estaba extrañada de que no le reprochasen haber besado a Aaron, pero la sorpresa fue aún mayor cuando el reproche le llegó desde otro lado.

—Te has besado con ese chico —exclamó Jill, incorporándose. Se mostraba horrorizada y parecía haber dejado a un lado sus habituales reservas.

—No ha sido nada —contestó Lissa, irritada porque Jill la reprendiese delante de todo el mundo—. Y desde luego no es asunto tuyo.

—Pero tú estás saliendo con Christian. ¿Cómo puedes hacerle eso?

—Tranquila, niñita —dijo Avery—. Un beso en plena borrachera no es nada comparado con una caída. Yo he perdido la cuenta de los chicos a los que he besado estando bebida.

—Aun así, a mí nadie me ha besado todavía —caviló Adrian en voz alta mientras negaba con la cabeza.

—Eso da igual —Jill estaba como loca. Sentía un gran respeto y admiración por Christian—. Le has engañado.

—Qué va —exclamó Lissa—. Que estés enamorada de él no te da derecho a imaginarte cosas que no son.

—Ese beso no me lo he imaginado —contestó Jill con el rostro encendido.

—Tenemos cosas más importantes de las que preocuparnos que ese beso —suspiró Avery—. Hablo en serio, dejadlo estar, chicos. Ya hablaremos mañana por la mañana.

—Pero… —empezó a decir Jill.

—Ya la has oído. Que lo dejes estar —dijo de malas maneras un recién llegado. Reed Lazar había aparecido de no se sabe dónde y se erguía ante Jill con un gesto tan severo y aterrador como de costumbre.

Jill abrió aún más los ojos.

—Solo digo la verdad… —su valentía era admirable, teniendo en cuenta su timidez.

—Estás cabreando a todo el mundo —dijo Reed, acercándose más aún y apretando los puños—. A mí también —creo que nunca le había oído decir tantas cosas seguidas. Siempre lo había considerado un cavernícola incapaz de juntar más de tres palabras seguidas en una misma frase.

—Vale ya —Adrian se incorporó de un salto y se puso al lado de Jill—. Tú eres el que lo tiene que dejar estar. ¿Qué quieres, pegarte con una chica?

Reed se quedó mirando a Adrian.

—Tú no te metas.

—¿Cómo que no me meta? Estás como una cabra.

Si alguien me hubiese pedido que hiciese una lista con la gente dispuesta a pegarse en defensa del honor de una dama, Adrian Ivashkov habría aparecido en los últimos puestos. Y sin embargo allí estaba, con gesto duro y una mano protectora apoyada en el hombro de Jill. Aquello me sobrecogió. Me dejó impresionada.

—Reed —gritó Avery. Ella también se había puesto de pie y se había colocado al otro lado de Jill—. No ha dicho nada. Venga, vete.

Los dos hermanos se quedaron allí sin moverse, con los ojos fijos en una especie de duelo silencioso. Nunca había visto a Avery con un gesto tan duro. Finalmente, Reed frunció el ceño y dio media vuelta.

—Está bien. Qué más da.

El grupo siguió mirándolo mientras se alejaba a toda prisa. La música estaba tan alta que solo unos pocos de los asistentes a la fiesta habían oído parte de la discusión y habían dejado de bailar para ver qué pasaba. Avery volvió a dejarse caer en la silla, parecía algo avergonzada. Adrian se quedó de pie junto a Jill.

—¿Qué demonios le pasa? —preguntó Adrian.

—No lo sé —reconoció Avery—. A veces se le va la olla y se pone demasiado protector —dijo, luego sonrió a Jill, disculpándose—. Lo siento mucho.

—Creo que es hora de irnos —dijo Adrian mientras negaba con la cabeza en un gesto de incredulidad ante lo que acababa de pasar.

Lissa dio su conformidad, pese a la cantidad de alcohol que llevaba en el cuerpo. El enfrentamiento con Reed había hecho que recuperase la sobriedad, y de pronto se puso a evaluar su comportamiento aquella noche y se sintió inquieta. Las brillantes luces y los apetitosos cócteles habían perdido el encanto. Las payasadas alcohólicas de los otros miembros de la realeza le resultaban torpes y estúpidas. Tenía la impresión de que al día siguiente iba a arrepentirse de haber ido a aquella fiesta.

Cuando regresé a mi mente, sentí que el miedo se apoderaba de mí. Algo pasaba con Lissa y nadie más parecía darse cuenta, o al menos no tanto como deberían. Adrian y Avery se mostraban preocupados, pero me daba la impresión de que achacaban su estado al alcohol. El comportamiento de Lissa me recordaba al que tenía cuando regresamos la primera vez a St. Vladimir y su mente cayó bajo el influjo del espíritu. Solo que ahora… yo me conocía lo suficiente como para darme cuenta de que mi rabia y mi obsesión por dar un castigo a los strigoi también eran resultado de la influencia del lado oscuro del espíritu. Eso significaba que lo estaba absorbiendo de ella. En Lissa debería haber desaparecido, pero había empeorado. ¿Qué le pasaba? ¿De dónde salía toda esa locura, los celos, el mal genio? ¿Acaso el lado oscuro del espíritu estaba ganando fuerza y por eso se contagiaba entre las dos? ¿Nos lo estábamos repartiendo?

—¿Rose?

—¿Sí? —alcé la vista de la televisión, me había quedado absorta. Denis me estaba mirando y llevaba el móvil en la mano.

—Tamara ha tenido que quedarse a trabajar hasta tarde. Ya ha salido, pero…

Hizo un gesto con la cabeza señalando hacia la ventana. El sol casi se había puesto, el cielo tenía un tono purpúreo, con algún toque anaranjado en el horizonte. Tamara trabajaba cerca, el trayecto se podía hacer a pie y lo más seguro es que no hubiese ningún peligro, pero yo no quería que fuese sola por la calle después de ponerse el sol.

—Venga, vamos a recogerla —dije mientras me ponía en pie. Luego, dirigiéndome a Lev y a Artur, añadí—: Vosotros podéis quedaros aquí.

Denis y yo recorrimos los ochocientos metros que había hasta la pequeña oficina donde trabajaba Tamara. Realizaba todo tipo de trabajos administrativos, como archivar y hacer duplicados de documentos, y por lo visto había algún proyecto que la había obligado a quedarse hasta tarde. Nos encontramos con ella en la puerta y volvimos caminando hasta el apartamento sin ningún contratiempo. Íbamos charlando de los planes de caza que teníamos para aquella noche. Cuando llegamos al edificio de Tamara, oímos un gemido procedente de la calle. Nos dimos la vuelta y Denis se rio entre dientes.

—Dios santo, es otra vez esa loca —murmuré.

La zona donde vivía Tamara no era especialmente mala pero, como en cualquier otra ciudad del mundo, también había vagabundos y mendigos. La mujer que teníamos delante era tan vieja como Yeva y se pasaba el día hablando sola por la calle. Hoy estaba tumbada de espaldas en la acera y emitía ruidos extraños mientras agitaba las extremidades como si fuese una tortuga.

—¿Le pasará algo? —pregunté.

—No, simplemente está loca —dijo Denis. Él y Tamara se dieron la vuelta para irse, pero algo dentro de mí me impedía abandonarla. Respiré hondo.

—Enseguida entro —dije.

Aparte de los ruidos que hacía la mujer, la calle estaba en silencio, así que crucé sin miedo a que viniese ningún vehículo. Cuando llegué a donde estaba la vieja, le tendí la mano para ayudarla mientras intentaba no pensar en lo sucia que estaba. Tal como había dicho Denis, daba la impresión de estar más desquiciada de lo habitual. No tenía ninguna herida, simplemente parecía que le habían entrado ganas de tumbarse. Me dio un escalofrío. Muy a menudo utilizaba la palabra «loca» para hablar de Lissa y de mí, pero aquella mujer estaba loca de verdad. Confié con todas mis fuerzas en que el espíritu nunca nos llevase tan lejos. La vagabunda me miró sorprendida por que quisiese ayudarla, pero me asió la mano y empezó a hablar en ruso a toda prisa. Cuando trató de demostrar su agradecimiento dándome un abrazo, me eché para atrás y levanté las manos mostrándole las palmas: el gesto que se hace en todo el mundo cuando no quieres que alguien se te acerque.

Ella no se acercó, pero continúo parloteando animadamente. Sujetó los bajos de su abrigo, los levantó como si fuese la falda de una bailarina y comenzó a dar vueltas sobre sí misma y a cantar. Me reí, sorprendida de que algo así me alegrase la vida tan lúgubre que llevaba últimamente. Hice el ademán de cruzar la calle otra vez, de regreso a casa de Tamara. La vieja dejó de bailar y se puso de nuevo a contarme cosas.

—Lo siento, me tengo que ir —le dije. No parecía entender mis palabras.

Entonces se detuvo a mitad de frase. El gesto de su cara me sirvió de advertencia medio milisegundo antes de que llegasen las náuseas. Con un ágil movimiento me di la vuelta mientras sacaba la estaca para ver qué era lo que tenía a mi espalda. Un strigoi de una estatura imponente había aparecido de la nada mientras yo estaba distraída. Pero qué estúpida era. No había querido que Tamara volviese sola a casa, pero ni se me había ocurrido que el peligro pudiese acechar justo…

—No…

No estaba segura de si había pronunciado la palabra o solo la había pensado. Daba lo mismo. Lo único que importaba era lo que mis ojos estaban viendo. O más bien, lo que mis ojos pensaban que estaban viendo. Porque estaba segura, completamente segura, de que tenía que estar imaginándome aquello. No podía ser real. No después de tanto tiempo.

Dimitri.

Lo reconocí enseguida, pese a que estaba… cambiado. Creo que en medio de una multitud de un millón de personas lo habría reconocido. La conexión que había entre nosotros era demasiado fuerte. Me empapé de cada rasgo, había estado privada de su compañía durante mucho tiempo. El pelo oscuro que le llegaba hasta la barbilla, y que aquella noche llevaba suelto y le enmarcaba la cara. Los labios, que me resultaban tan familiares y que esbozaban una sonrisa amable y terrorífica al mismo tiempo. Incluso llevaba el mismo guardapolvo de siempre: el abrigo largo de cuero que parecía sacado de una película del oeste.

Y luego estaban los rasgos de strigoi. Los ojos oscuros, los mismos que yo había amado, brillaban rojos. La piel, pálida y cadavérica. En vida pasaba mucho tiempo al aire libre y tenía una tez tan morena como la mía. Sabía que, si abría la boca, podría verle los colmillos.

En un abrir y cerrar de ojos, evalué la situación. Reaccioné muy rápido al sentir su presencia, más rápido seguramente de lo que él se esperaba. Aprovechando el factor sorpresa, preparé la estaca. La coloqué a la altura justa del corazón. En ese momento supe con toda certeza que podía asestar el golpe antes de que él tuviese tiempo para defenderse. Pero…

Sus ojos. Dios mío, sus ojos.

A pesar del espantoso círculo rojo que rodeaba sus pupilas, los ojos seguían recordándome al Dimitri que yo había conocido. La mirada maliciosa y desalmada no tenía nada que ver, pero el parecido era suficiente como para hacer que mi corazón se agitase, para embotar mis sentidos y mis sentimientos. Tenía lista la estaca. Solo tenía que dejarme llevar por la inercia del movimiento y acabar con él. Lo tenía todo a mi favor…

Pero no pude. Necesitaba solo unos cuantos segundos más, unos cuantos segundos más para empaparme de él antes de matarlo. Y entonces pronunció unas palabras.

—Roza —su voz tenía el mismo tono grave y maravilloso, el mismo acento… solo que un poco más frío—. Has olvidado mi primera lección: no vaciles.

Apenas alcancé a ver su puño acercándose a mi cabeza… y luego ya no vi nada más.