DIEZ

Todo el mundo congenió tan bien con Avery en la comida que el grupo se volvió a juntar esa noche y lo pasaron en grande. A la mañana siguiente, Lissa estaba pensando en eso cuando se sentó en clase de Inglés a primera hora. La noche anterior se habían quedado levantados y se habían escabullido después del toque de queda. Los recuerdos provocaron una sonrisa en la cara de Lissa al mismo tiempo que ocultaba un bostezo. No pude evitar sentirme un poco celosa. Sabía que Avery era la causa de la felicidad de Lissa y eso me molestaba un poco. Aun así… La nueva amistad que Lissa había hecho con Avery también me hacía sentir menos culpable por haberla dejado.

Lissa volvió a bostezar. Era difícil concentrarse en La letra escarlata mientras se luchaba contra una leve resaca. Avery parecía tener un suministro infinito de alcohol. Adrian se acostumbró instantáneamente, pero Lissa dudó un poco. Había dejado atrás sus días de fiestera hacía mucho tiempo, pero la noche anterior sucumbió al fin y bebió más vino de la cuenta. No era muy diferente a lo que me pasó a mí con el vodka. Qué ironía. Las dos nos pasamos un poco a pesar de estar a miles de kilómetros de distancia.

De repente, un sonido agudo lo invadió todo. Lissa levantó la cabeza bruscamente, como todos los presentes en la clase. En un rincón del aula parpadeaba y aullaba una pequeña alarma de incendios en señal de advertencia. Naturalmente, algunos alumnos empezaron a dar vítores mientras que otros fingían estar asustados. Los demás solo se mostraban sorprendidos y estaban a la espera.

A la profesora de Lissa también le había pillado con la guardia baja y, tras una rápida evaluación, Lissa decidió que no se trataba de algo planeado de antemano. A los profesores normalmente les avisaban con antelación cuando iba a haber simulacros y la señora Malloy no tenía la expresión de hastío que se les pone a los profesores mientras se preguntan cuánto tiempo les va a quitar el simulacro a sus clases.

—Manos a la obra —dijo la señora Malloy asqueada, tomando su carpeta—. Ya sabéis adónde tenéis que ir —el procedimiento para los simulacros de incendio era algo bastante estandarizado.

Lissa siguió a los demás y se puso a la altura de Christian.

—¿Has planeado tú esto? —bromeó.

—No, pero me encantaría haberlo hecho. Esta clase me estaba matando.

—¿A ti? Yo tengo el peor dolor de cabeza de mi vida.

Él sonrió con complicidad.

—Que te sirva de lección, borracha.

Ella hizo una mueca por respuesta y le dio un puñetazo suave. Llegaron al punto de reunión de su clase, en las pistas de deportes, y se unieron a la fila que estaban intentando formar los demás. Llegó la señora Malloy y fue marcando las casillas de todo el mundo en los papeles que llevaba en la carpeta, satisfecha de que nadie se hubiera quedado atrás.

—No creo que esto estuviera planificado —dijo Lissa.

—Yo tampoco —respondió Christian—. Eso significa que, aunque no haya ningún incendio, vamos a tardar un rato en volver.

—Entonces, no tiene sentido quedarse aquí esperando, ¿no?

Christian y Lissa se giraron sorprendidos al oír la voz que había surgido detrás de ellos y vieron a Avery. Llevaba un vestido de punto morado y unos zapatos de tacón negros que parecían totalmente fuera de lugar sobre la hierba mojada.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Lissa—. Suponía que estarías en tu habitación.

—Estaba. Pero allí me aburro mucho… He venido para liberaros, chicos.

—¿Esto ha sido cosa tuya? —le preguntó Christian, un poco impresionado.

Avery se encogió de hombros.

—Ya te lo he dicho, me aburría. Vámonos mientras todo sigue así de caótico.

Christian y Lissa intercambiaron miradas.

—Bueno… —empezó a decir Lissa lentamente—. Ya han hecho el registro de asistencia, así que…

—¡Daos prisa! —exclamó Avery. Su entusiasmo era contagioso y Lissa, en un arrebato de temeridad, salió corriendo detrás de ella, con Christian pisándole los talones. Con todos los alumnos pululando por allí, nadie se dio cuenta de que estaban cruzando el campus hasta que llegaron a las habitaciones de los invitados. Simon estaba allí, apoyado contra la puerta. Lissa se puso tensa. Los habían pillado.

—¿Todo listo? —le preguntó Avery.

Simon, sin duda uno de esos tíos fuertes y silenciosos, asintió brevemente como única respuesta antes de separarse de la puerta. Se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y se alejó caminando. Lissa se quedó mirando asombrada.

—¿Nos va a dejar irnos sin más? ¿Está metido en el ajo? —Simon no estaba en el campus como profesor, pero… eso no significaba necesariamente que fuera a dejar que los alumnos se escapasen de clase aprovechando un falso simulacro de incendio.

Avery sonrió con malicia mientras lo miraba alejarse.

—Llevamos juntos un tiempo —dijo—. Él tiene cosas mejores que hacer que ser nuestro canguro.

Ella los guio hacia el interior, pero en lugar de ir a su habitación, atajaron por una sección diferente del edificio y fueron a un lugar que yo conocía bien: la habitación de Adrian.

Avery llamó a la puerta.

—¡Oye, Ivashkov! Abre.

Lissa se tapó la boca con la mano para ahogar la risa.

—Se acabó el sigilo. Te va a oír todo el mundo.

—Necesito que me oiga él —respondió Avery.

Siguió aporreando la puerta y gritando hasta que finalmente Adrian respondió. Tenía el pelo de punta y ojeras. Había bebido el doble que Lissa la noche anterior.

—¿Qué…? —parpadeó—. ¿Vosotros no deberíais estar en clase? Ay, Dios. No he dormido tanto, ¿verdad?

—Déjanos entrar —dijo Avery abriéndose camino con un empujón—. Tienes aquí a unos refugiados que huyen de un incendio.

Se tiró en el sofá y se puso cómoda mientras él seguía mirándolos. Lissa y Christian se unieron a ella.

—Avery ha hecho saltar la alarma de incendios —explicó Lissa.

—Buen trabajo —dijo Adrian, dejándose caer en una silla blanda—. Pero, ¿por qué habéis venido aquí? ¿Es este el único lugar que no se está quemando?

Avery lo miró pestañeando con picardía.

—¿Es que no te alegras de vernos?

Él la miró especulativamente durante un momento.

—Siempre me alegro de veros.

Lissa siempre había sido muy reacia a hacer ese tipo de cosas, pero había algo en esta ocasión que la divertía. Era algo tan descabellado, tan tonto… Un respiro de las preocupaciones que la agobiaban últimamente.

—No tardarán mucho en descubrir lo que hemos hecho. Puede que ahora mismo ya estén haciendo entrar a todo el mundo.

—Puede —dijo Avery poniendo los pies en la mesa baja—. Pero sé de buena tinta que otra alarma va a saltar en la academia en cuanto abran las puertas.

—¿Y cómo vas a conseguir eso? —le preguntó Christian.

—Eso es alto secreto.

Adrian se frotó los ojos, claramente divertido por todo aquello, a pesar del brusco despertar que había tenido.

—No puedes estar activando alarmas de incendios todo el día, Lazar.

—También sé de buena tinta que cuando den el visto bueno a todo el mundo después de la segunda alarma, va a saltar una tercera.

Lissa soltó una carcajada provocada más por las reacciones de los chicos que por el anuncio de Avery. Christian, en algún arrebato de rebelión antisocial, había prendido fuego a gente. Y Adrian se pasaba la mayoría de los días borracho fumando un cigarro detrás de otro. Para que una niña de la alta sociedad como Avery consiguiera dejarlos atónitos, tenía que hacer algo bastante llamativo. Avery parecía encantada de haber superado sus expectativas.

—Si ya has acabado con el interrogatorio —dijo—, ¿es que no vas a ofrecerles a tus huéspedes algo de beber?

Adrian se levantó y bostezó.

—Vale, vale, chica insolente. Voy a hacer café.

—¿Con un toquecito? —preguntó ella, señalando con la cabeza el armario de las bebidas de Adrian.

—Tienes que estar de broma —dijo Christian—. Pero, ¿aún te queda hígado?

Avery se acercó al armario y asió una botella de algo. Se la tendió a Lissa.

—¿Te apuntas?

Hasta la rebeldía matinal de Lissa tenía sus límites. El dolor de cabeza provocado por el vino aún hacía que le retumbase la cabeza.

—Uf, no.

—Cobardes —repuso Avery, y se volvió otra vez hacia Adrian—. Bueno, señor Ivashkov, será mejor que ponga la cafetera. Me gusta tomarme un poco de café con el coñac.

No tardé en salir de la mente de Lissa y volví a la mía. Recuperé la oscuridad y los sueños ordinarios, pero duró poco, porque pronto unos golpes fuertes me hicieron recobrar bruscamente el conocimiento.

Abrí los ojos y un dolor profundo y desgarrador me llegó desde la parte de atrás de la cabeza; los efectos secundarios de ese vodka tóxico, sin duda. La resaca de Lissa no era nada comparada con la mía. Empecé a cerrar otra vez los ojos, deseando hundirme en el sueño para que curase lo peor del dolor. Pero volví a oír los golpes otra vez; esta vez eran más fuertes y mi cama temblaba violentamente. Alguien le estaba dando patadas.

Levanté los párpados, me volví y me encontré mirando los penetrantes ojos oscuros de Yeva. Si Sydney había conocido muchos dhampir como Yeva, era comprensible que creyese que los de nuestra raza éramos habitantes del infierno. Frunciendo los labios, Yeva le dio otra patada a la cama.

—¡Oye —grité—, que ya estoy despierta!

Yeva murmuró algo en ruso y Paul apareció detrás de ella y tradujo:

—Dice que no estarás despierta hasta que no salgas de la cama y te pongas de pie.

Y sin más aviso que ese, la vieja sádica volvió a darle patadas a la cama. Me erguí de un salto y el mundo empezó a girar a mi alrededor. Había dicho eso otras veces, pero esta vez giraba de verdad: no iba a volver a beber en mi vida. Nada bueno puede salir nunca de eso. Las mantas le resultaban terriblemente tentadoras a mi cuerpo agonizante, pero unas cuantas patadas más de las botas puntiagudas de Yeva hicieron que me levantara con rapidez.

—Vale, vale. ¿Ya estás contenta? Ya estoy en pie —la expresión de Yeva no cambió, pero al menos dejó de dar patadas. Me volví hacia Paul—. ¿Qué ocurre?

—La abuela dice que tienes que ir con ella.

—¿Adónde?

—Dice que no necesitas saberlo.

Empecé a decir que no tenía intención de seguir a esa vieja loca a ninguna parte, pero después de una mirada a su cara aterradora me lo pensé mejor. Con esa cara no me habría extrañado que fuese capaz de convertir a las personas en sapos.

—Bien —claudiqué al fin—. Estaré lista para salir en cuanto me duche y me cambie.

Paul le tradujo mis palabras, pero Yeva negó con la cabeza y habló otra vez.

—Dice que no hay tiempo —explicó Paul—. Tenemos que irnos ya.

—¿Puedo al menos lavarme los dientes?

La vieja hizo esa pequeña concesión, pero no hubo forma de que me permitiese cambiarme de ropa. Tampoco pasaba nada. Cada paso que daba me hacía sentir más grogui y probablemente me habría caído redonda si hubiera tenido que hacer algo tan complicado como desvestirme para volver a vestirme. Además, mi ropa no olía mal; solo estaba arrugada porque había dormido con ella puesta.

Cuando bajé las escaleras vi que nadie más estaba levantado excepto Olena. Estaba fregando los platos que habían quedado de la noche anterior y pareció sorprendida al verme levantada. Ya éramos dos las sorprendidas.

—Es temprano para ti, ¿no? —preguntó.

Me volví y miré el reloj de la cocina. Di un respingo. Solo habían pasado cuatro horas desde que me había acostado.

—¡Dios mío! ¿Pero ha salido ya el sol?

Sorprendentemente, sí. Olena se ofreció a hacerme el desayuno, pero Yeva reiteró que el tiempo apremiaba. Mi estómago parecía que deseaba comer y al mismo tiempo no soportaba la comida, así que no podía decidir si en ese momento el ayuno era algo bueno o malo.

—No pasa nada —dije—. Vámonos ya y acabemos con esto cuanto antes.

Yeva fue al salón y volvió enseguida con una bolsa grande. Me la tendió, expectante. Me encogí de hombros y la agarré para colgármela del hombro. Tenía algo dentro, pero no pesaba mucho. La anciana salió de nuevo para ir a otra habitación y regresó con otro bolso grande. Me lo colgué del mismo hombro para equilibrar ambos bultos. Este último pesaba más, pero mi espalda no se quejó demasiado.

Cuando salió por tercera vez y volvió con una caja gigante, empecé a enfadarme.

—¿Pero esto qué es? —pregunté agarrando la caja. Parecía que estuviera llena de ladrillos.

—La abuela necesita que lleves esas cosas —me dijo Paul.

—Sí —respondí con los dientes apretados—. Eso lo he adivinado hace unos veinte kilos.

Yeva me dio otra caja más, que colocó encima de la anterior. No pesaba tanto como la primera, pero para entonces me daba bastante igual. Olena me dirigió una mirada de compasión, negó con la cabeza y volvió en silencio a sus platos, sin ganas de discutir con Yeva.

Luego, Yeva salió al exterior y yo la seguí obedientemente, tratando de sujetar bien las cajas mientras intentaba que las bolsas no se me cayesen del hombro. Era una carga muy pesada y mi cuerpo resacoso no quería llevarla, pero tenía bastante fuerza y pensé que no sería problema llegar al pueblo o a dondequiera que me estuviera llevando. Paul iba corriendo a mi lado, tal vez para hacerme saber si Yeva se encontraba algo por el camino con lo que también quería que cargase.

Parecía que la primavera estaba entrando a marchas forzadas en Siberia, mucho antes que en Montana. El cielo estaba despejado y el sol de la mañana calentaba las cosas sorprendentemente rápido. No era un tiempo veraniego, pero sí hacía suficiente calor para notarlo. Un moroi habría encontrado ese tiempo muy incómodo para pasear.

—¿Sabes tú adónde vamos? —le pregunté a Paul.

—No —respondió alegremente.

Para ser una persona tan vieja, Yeva era capaz de andar a buen paso, así que tuve que apresurarme para seguir su ritmo con mi carga. En algún momento miró hacia atrás y dijo algo que Paul tradujo como:

—Está un poco sorprendida de que no seas capaz de ir más rápido.

—Vaya, bueno, pues a mí me sorprende que nadie pueda ayudarme a llevar esto.

Él volvió a traducir.

—Dice que si eres una asesina de strigoi tan famosa, esto no debería ser un problema para ti.

Me sentí muy aliviada cuando vimos aparecer ante nuestros ojos el pueblo… pero pasamos de largo.

—Venga ya… —me quejé—. ¿Adónde demonios vamos?

Sin molestarse en mirar hacia atrás, donde yo estaba, Yeva volvió a hablar.

—La abuela dice que el tío Dimka no se quejaría tanto —tradujo Paul.

Nada de todo aquello era culpa de Paul; él solo era el mensajero. Pero cada vez que hablaba me daban ganas de darle una patada. Aun así seguí llevando mi carga y no volví a decir nada durante el resto de la caminata. Yeva tenía razón hasta cierto punto. Era verdad que yo era una cazadora de strigoi y que Dimitri nunca se habría quejado por los caprichos de esa anciana loca. Habría cumplido con su obligación pacientemente.

Intenté evocarlo mentalmente y sacar fuerzas de él. Pensé otra vez en aquel tiempo que habíamos pasado en la cabaña, en la sensación de sus labios sobre los míos y en el increíble olor de su piel al apretarme contra él. Podía oír su voz una vez más, murmurándome al oído que me quería, que era preciosa, que yo era la única… Pensar en él no me libró de la incomodidad de la caminata con Yeva, pero la hizo un poco más soportable.

Caminamos durante casi una hora más antes de llegar a una casita. En aquel momento estuve a punto de caerme redonda de puro alivio, empapada en sudor como estaba. La casa tenía una sola planta y estaba construida con simples tablas marrones gastadas. Pero las ventanas se hallaban rodeadas por tres de sus lados por unos postigos azules exquisitos y muy estilizados cubiertos por un diseño en blanco. Era el mismo uso del color para llamar la atención que había visto en los edificios de Moscú y San Petersburgo. Yeva llamó a la puerta. Al principio solo hubo silencio y yo sentí pánico al pensar que tendríamos que dar media vuelta y volver por donde habíamos venido.

Finalmente, una mujer abrió la puerta; era una mujer moroi. Tendría unos treinta años, era muy guapa, con los pómulos marcados y el pelo rubio rojizo. Soltó una exclamación de sorpresa al ver a Yeva, sonrió y la saludó en ruso. Nos miró a Paul y a mí, se apartó a un lado rápidamente y nos hizo un gesto para que entrásemos.

Empezó a hablar en inglés en cuanto se dio cuenta de que yo era estadounidense. Toda aquella gente bilingüe era asombrosa; no es algo que se vea muy a menudo en Estados Unidos. Señaló una mesa y me dijo que dejara todo lo que llevaba allí, y yo lo solté aliviada.

—Me llamo Oksana —me dijo estrechándome la mano—. Mi marido, Mark, está en el jardín y vendrá pronto.

—Yo soy Rose —respondí.

Oksana nos invitó a sentarnos en unas sillas. La mía era de madera y de respaldo recto, pero en ese momento a mí me pareció tan buena como una cama bien mullida. Suspiré de felicidad y me enjugué el sudor de la frente. Mientras, Oksana empezó a desembalar las cosas que yo había llevado.

Las bolsas estaban llenas de sobras del funeral. La caja de arriba contenía unos cuantos platos y ollas que, según Paul, Oksana les había prestado hacía tiempo. Oksana llegó por fin a la caja de abajo e, increíblemente, esa caja estaba llena de ladrillos para el jardín.

—Esto tiene que ser una broma —exclamé. Desde el otro lado del salón Yeva me miró con aire de suficiencia.

Oksana estaba encantada con los regalos.

—Mark se alegrará mucho de que hayáis traído estas cosas —me sonrió—. Ha sido muy amable por tu parte cargar con todo esto hasta aquí.

—Encantada de ser de ayuda —respondí formalmente.

Se abrió la puerta de atrás y entró un hombre; Mark, lo más seguro. Era alto y de complexión robusta, y el pelo que empezaba a encanecerle indicaba que era mayor que Oksana. Se lavó las manos en el fregadero de la cocina y después volvió para hacernos compañía. Estuve a punto de soltar una exclamación cuando vi su cara y descubrí algo más extraño que la diferencia de edad. Era un dhampir. Durante un momento me pregunté si sería alguna otra persona y no su marido, Mark. Pero ese era el nombre que había utilizado Oksana para presentarle y entonces comprendí la verdad: una pareja de una moroi y un dhampir, casados. Seguro que surgían muchos romances entre nuestras dos razas pero, ¿casados? Eso era un gran escándalo en el mundo de los moroi.

Intenté no aparentar sorpresa y me comporté tan educadamente como pude. Oksana y Mark parecían muy interesados en mí, aunque ella fue la que habló más. Mark solamente me miraba con curiosidad. Yo llevaba el pelo suelto, así que mis tatuajes no podían revelar mi estado de no sometida a juramento. Tal vez solo se estaba preguntando cómo una chica americana había encontrado la forma de llegar hasta allí, en mitad de la nada. O quizá pensase que era una nueva incorporación al grupo de prostitutas de sangre.

Después de tomarme mi tercer vaso de agua, empecé a sentirme mejor. Era casi la hora a la que Oksana había dicho que comeríamos y mi estómago ya estaba preparado. Oksana y Mark se pusieron a preparar la comida juntos y rechazaron todos los ofrecimientos de ayuda.

Ver trabajar a la pareja era fascinante. Nunca había visto un equipo tan eficiente. Ninguno estorbaba al otro y no necesitaban hablar de lo que tenían que hacer a continuación; simplemente lo sabían. A pesar del lugar tan remoto donde estábamos, el equipamiento de la cocina era moderno y Oksana metió un plato de guiso de patatas en el microondas. Mark le estaba dando la espalda mientras buscaba en la nevera, pero en cuanto ella le dio al botón de encendido, él dijo:

—No, no hace falta que lo pongas tanto tiempo.

Parpadeé por la sorpresa y miré alternativamente a uno y a otro. Él ni siquiera había visto el tiempo que ella había seleccionado. Entonces lo entendí.

—Tenéis un vínculo —exclamé.

Ambos me miraron con idéntica sorpresa.

—Sí. ¿No te lo ha dicho Yeva? —preguntó Oksana.

Le lancé una breve mirada a Yeva, que otra vez tenía esa expresión de autosuficiencia en la cara.

—No. Yeva no ha estado muy comunicativa esta mañana.

—Casi toda la gente de por aquí lo sabe —dijo Oksana volviendo a su trabajo.

—Entonces… tú utilizas el espíritu.

Eso hizo que Oksana se detuviera de nuevo. Ella y Mark intercambiaron miradas asombradas.

—Eso no es algo que sepa todo el mundo —dijo por fin.

—La mayoría de la gente piensa que tú no te has especializado, ¿verdad?

—¿Cómo lo has sabido?

Porque así exactamente había sido con Lissa y conmigo. Las historias sobre los vínculos siempre habían existido en el folclore moroi, pero cómo se formaban los vínculos era un misterio. Siempre se había creído que era algo que «simplemente ocurría». Como Oksana, a Lissa siempre la habían considerado una moroi no especializada, es decir, sin ninguna habilidad especial con un elemento. Pero, por supuesto, nosotras sabíamos ahora que el vínculo solo se produce con personas que utilizan el espíritu cuando salvan la vida de otros.

Algo en la voz de Oksana me desveló que no le sorprendía del todo que yo lo supiera. No tenía ni idea de cómo podía haberse dado cuenta, pero estaba demasiado sorprendida por lo que acababa de descubrir para poder decir nada más. Lissa y yo nunca, jamás, habíamos conocido a otra pareja con un vínculo. Los únicos de los que sabíamos algo eran los legendarios Vladimir y Anna. Pero esas leyendas estaban sepultadas bajo siglos de historia incompleta, y eso hacía distinguir la verdad de lo que no era más que ficción. Aparte de ellos, los únicos que conocíamos que tenían relación con el mundo del espíritu eran la señora Karp, una antigua profesora que se había vuelto loca, y Adrian. Hasta ahora él había sido nuestro mayor descubrimiento, alguien que utilizaba el espíritu y que estaba más o menos estable (dependiendo de cómo se mirase).

Cuando la comida estuvo lista, no volvimos a hablar del espíritu. Oksana llevó las riendas de la conversación, hablando de temas ligeros y pasando de un idioma a otro. La estudié mientras comía, y también a Mark, buscando algún signo de inestabilidad. No vi ninguno. Parecían personas perfectamente agradables, perfectamente normales. De no haber sabido lo que sabía, no habría tenido ninguna razón para sospechar nada. Oksana no parecía deprimida ni trastornada. Mark no había heredado esa terrible oscuridad que a veces hacía mella en mí.

Mi estómago agradeció la comida y lo que quedaba de mi dolor de cabeza desapareció. Pero en un cierto momento noté una sensación extraña. Era algo que desorientaba, una especie de cosquilleo en la cabeza y una ola de calor y después de frío helado que me atravesaba. La sensación desapareció tan rápido como había venido y yo quise creer que se trataba del último de los desgraciados efectos de aquel endemoniado vodka.

Terminamos de comer y me levanté de un salto para ayudar. Oksana negó con la cabeza.

—No, no hace falta. Deberías ir con Mark.

—¿Cómo? —pregunté.

Él se limpió la cara con una servilleta y se levantó.

—Sí. Vamos al jardín.

Le seguí unos pasos y entonces me detuve para mirar a Yeva, esperando que me reprendiera por no ocuparme de los platos. Pero no encontré ni una mala cara, ni una mirada de desaprobación. Tenía una expresión… como si ya lo supiera. Casi expectante. Algo en ella hizo que un escalofrío me recorriese la espalda y recordé las palabras de Viktoria: Yeva había soñado con mi llegada.

El jardín al que me llevó Mark era mucho más grande de lo que me esperaba y estaba rodeado de una gruesa valla y bordeado de árboles. Estos estaban cubiertos de hojas nuevas que matizaban lo peor del calor. Muchos arbustos y flores ya habían florecido y por todas partes había brotes que iban camino de la madurez. Era precioso y me pregunté si Oksana habría tenido algo que ver. Lissa era capaz de hacer crecer las plantas con el espíritu. Mark me señaló un banco de piedra. Nos sentamos el uno al lado del otro y se hizo el silencio.

—Bien —dijo él—. ¿Qué quieres saber?

—Vaya. No pierdes el tiempo.

—No tiene sentido. Seguro que tienes muchas preguntas. Haré todo lo que pueda para responderlas.

—¿Cómo lo has sabido? —pregunté—. Que también estoy bendecida por la sombra. Porque lo sabías, ¿verdad?

Él asintió.

—Yeva nos lo dijo.

Vale, eso era una sorpresa.

—¿Yeva?

—Ella puede percibir cosas… Cosas que el resto de nosotros no podemos percibir. Pero no siempre entiende lo que intuye. Solo sabía que percibía algo raro en ti y que solo lo había sentido con otra persona. Y por eso te trajo hasta mí.

—Podría haberme traído sin hacerme cargar con todas esas cosas para la casa.

Eso le hizo reír.

—No te lo tomes como algo personal. Te estaba poniendo a prueba. Quería saber si estabas a la altura de su nieto.

—¿Y qué importa? Está muerto —casi se me atragantaron las palabras.

—Cierto, pero para ella sigue siendo importante. Y, por cierto, cree que estás a la altura.

—Pues tiene una forma muy extraña de demostrarlo. Aparte de traerme a conoceros, supongo.

Volvió a reír.

—Aunque no nos lo hubiera dicho ella, Oksana lo habría sabido nada más conocerte. Estar bendecida por la sombra tiene cierto efecto sobre el aura.

—Así que también puede ver las auras —murmuré—. ¿Qué más puede hacer? Debe de ser capaz de curar o tú no estarías bendecido por la sombra. ¿Tiene el don de la coerción? ¿Puede caminar por los sueños?

Esto le pilló por sorpresa.

—Su poder de coerción es fuerte, sí… pero, ¿a qué te refieres con caminar por los sueños?

—A… si es capaz de entrar en la mente de otra persona cuando está dormida. La mente de cualquiera, no solo la tuya. En esos momentos pueden tener conversaciones, como si estuvieran juntos. Tengo un amigo que puede hacerlo.

La expresión de Mark me dejó claro que todo aquello le resultaba nuevo.

—¿Tu amiga? ¿Tu vinculada?

¿Vinculada? Nunca había oído ese término. Sonaba algo raro, pero tenía sentido.

—No… Otro que utiliza el espíritu.

—¿Otro? ¿Cuántos conoces?

—Tres, técnicamente. Bueno… con Oksana, cuatro.

Mark se giró hacia otro lado para mirar distraídamente un macizo de flores rosas.

—¡Cuántos! Es increíble. Yo solo he conocido a otra persona que utiliza el espíritu y eso fue hace años. Él también tenía un vínculo con su guardián. El guardián murió y eso lo dejó hecho polvo. Pero nos ayudó cuando Oksana y yo estábamos intentando averiguar cómo funcionaba todo esto.

Yo estaba siempre preparándome para mi propia muerte y temía la de Lissa, pero nunca se me había pasado por la cabeza cómo sería teniendo un vínculo. ¿Cómo afectaría eso a la otra persona? ¿Sería como tener un agujero en el sitio donde antes habías estado íntimamente vinculado con alguien?

—Él tampoco mencionó nunca eso de caminar por los sueños —prosiguió Mark. Volvió a reírse y le aparecieron unas simpáticas patas de gallo junto a sus ojos azules—. Creía que yo te iba a ayudar a ti, pero tal vez tú estés aquí para ayudarme a mí.

—No sé —respondí dubitativa—. Creo que vosotros tenéis más experiencia en esto que nosotras.

—¿Dónde está tu vinculada?

—En Estados Unidos —no tenía que dar explicaciones, pero no sé por qué sentía la necesidad de decirle toda la verdad—. Yo… la dejé.

Él frunció el ceño.

—La dejaste, ¿en qué sentido? ¿Te has ido lejos, o quieres decir que la has abandonado?

Abandonado. La palabra fue como un bofetón en la cara y, de pronto, la imagen del último día que la había visto, cuando la dejé llorando, lo llenó todo.

—Tenía cosas de las que ocuparme —le contesté evasiva.

—Sí, lo sé. Oksana me lo ha contado.

—¿Qué te ha contado?

Dudó un momento.

—No debería haberlo hecho… Está intentando dejarlo.

—¿El qué? —pregunté, incómoda por razones que no podía explicar.

—Ella… bueno… Ha explorado tu mente. En la comida.

Volví a ese momento y recordé el cosquilleo en la cabeza y el calor que me llenaba el cuerpo.

—¿Y qué significa eso exactamente?

—A alguien que utiliza el espíritu, el aura puede decirle cosas sobre la forma de ser de una determinada persona. Pero Oksana puede ir más allá, entrando y leyendo cierta información específica sobre la persona. A veces puede unir esa capacidad a la coerción… pero los resultados son muy, muy fuertes. Y malos. No está bien hacerle eso a alguien que no tiene un vínculo contigo.

Necesité un momento para procesar toda la información. Ni Lissa ni Adrian eran capaces de leer los pensamientos de los demás. Lo más cerca que Adrian podía estar de la mente de alguien era caminando por sus sueños. Lissa tampoco podía hacerlo, ni siquiera conmigo. Yo percibía lo que le pasaba a ella, pero eso no funcionaba en la otra dirección.

—Oksana ha percibido… no sé cómo explicarlo. Hay una cierta inquietud en ti. Estás inmersa en algún tipo de búsqueda. Tienes la palabra «venganza» escrita en toda tu alma —de repente acercó la mano y me levantó el pelo para mirarme el cuello—. Lo suponía. No estás sometida a juramento.

Aparté la cabeza bruscamente.

—¿Y por qué es tan importante eso? Ese pueblo de aquí al lado está lleno de dhampir que no son guardianes —seguía cayéndome bien Mark, pero que me dieran sermones siempre me ponía de los nervios.

—Sí, pero ellos han elegido formar una familia. Tú… y los demás como tú… os convertiréis en una especie de justicieros. Estás obsesionada con cazar strigoi tú sola, con arreglar personalmente todo lo malo que esa raza ha hecho caer sobre nosotros. Eso solo puede traerte problemas. Lo veo muy a menudo.

—¿A menudo? —le pregunté sorprendida.

—¿Por qué crees que el número de guardianes está disminuyendo? Lo dejan para dedicarse a sus familias. O se van, como tú, para seguir luchando pero sin responder ante nadie… a menos que los contraten como guardaespaldas o cazadores de strigoi.

—Dhampir contratados… —de repente empecé a comprender cómo alguien que no pertenecía a la realeza como Abe había conseguido tener guardaespaldas. El dinero lo puede todo, supuse—. Nunca había oído hablar de nada de eso.

—Claro que no. ¿Crees que los moroi y los otros guardianes quieren que lo sepa todo el mundo? ¿Quieres que te lo muestren abiertamente y te lo presenten como una opción de futuro?

—No veo dónde está el problema con cazar strigoi. En lo que respecta a los strigoi, siempre estamos a la defensiva, nunca a la ofensiva. Tal vez si hubiese más dhampir siguiéndoles la pista, no supondrían un problema tan grande.

—Tal vez, pero hay diferentes formas de abordar eso, unas mejores que otras. Ir por ahí como tú, con un corazón lleno de dolor y venganza, no es una de las mejores. Eso te hace ser descuidada. Y la oscuridad de los bendecidos por la sombra no hará más que complicar las cosas.

Me crucé de brazos y me quedé mirando hacia delante, impávida.

—Sí, bueno, pero no puedo hacer gran cosa.

Se volvió hacia mí una vez más con una expresión de sorpresa.

—¿Por qué no le pides a tu vinculada que cure la oscuridad que hay en ti?