Maya
Me observo en el espejo que hay en la pared de mi habitación. Veo mi reflejo con claridad, pero en realidad es como si no estuviera ahí, es el de otra persona, el de una impostora, el de una extraña. Es alguien que se parece a mí, aunque se ve muy normal, fuerte y llena de vida. Vuelvo a llevar el cabello cuidadosamente recogido, pero me alarma lo familiar que me resulta mi rostro, mis ojos son los mismos, grandes y azules. Mi expresión permanece impasible: calmada, tranquila, casi serena. Parezco sorprendentemente común, desoladoramente ordinaria. Tan sólo mi pálida piel y las profundas sombras que hay bajo mis ojos me traicionan, revelando las noches sin dormir, las horas y más horas de oscuridad que he pasado mirando al conocido techo en mi cama, una fría tumba en la que ahora yazco sola. Hace mucho que tiré los tranquilizantes y la amenaza de una hospitalización se ha visto disminuida ahora que vuelvo a comer y beber, ahora que he recuperado la voz y que he encontrado un modo de hacer que mis músculos se contraigan y se relajen para moverme, permanecer de pie y funcionar. Las cosas casi han vuelto a la normalidad: mamá ha dejado de intentar obligarme a comer, Dave ya no la encubre ante las autoridades y, poco a poco, han vuelto a marcharse juntos al otro extremo de la ciudad, tras restaurar un poco el orden en la casa y hacer una convincente representación para los servicios sociales. Yo he vuelto a mi acostumbrado rol de cabeza de familia, exceptuando el hecho de que ya nada me resulta conocido, y a quien menos conozco es a mí misma.
La rutina habitual se ha reanudado: levantarse, ducharse, vestirse, comprar, cocinar, limpiar la casa e intentar mantener a Tiffin y Willa, incluso a Kit, tan ocupados como me sea posible. Se me pegan como lapas, muchas noches los cuatro acabamos juntos en la que solía ser la cama de nuestra madre. Hasta Kit ha vuelto a ser un niño asustado, aunque sus valientes esfuerzos por ayudarme y apoyarme me rompen el corazón. Cuando nos amontonamos bajo el edredón en la gran cama de matrimonio, les suelen entrar ganas de hablar, pero principalmente quieren llorar y yo los consuelo lo mejor que puedo, aunque sé que ya nada es suficiente, no hay palabras que puedan arreglar lo que ocurrió, lo que les hice vivir.
Durante el día hay mucho que hacer: hablar con sus profesores de la vuelta a la escuela, ir a nuestras sesiones con el psicólogo, acudir a los controles del trabajador social, asegurarme de que están limpios, alimentados y sanos… Me veo obligada a mantener una lista de tareas para recordarme lo que se supone que debo hacer en cada momento del día: cuando nos levantamos, cuando comemos, cuando nos acostamos… Tengo que descomponer cada tarea en pequeños pasos, de otro modo me encontraría de pie en medio de la cocina con una cacerola en la mano, completamente abrumada, perdida, sin ninguna idea de por qué estoy ahí o qué se supone que debo hacer a continuación. Comienzo frases que no atino a terminar, le pido a Kit que me haga un favor y luego olvido lo que era. Él intenta ayudarme, tomar el relevo y hacerlo todo, pero luego me preocupa que esté haciendo demasiado, que él también sufra algún tipo de crisis nerviosa, por lo que le ruego que deje de hacerlo. Pero al mismo tiempo me doy cuenta de que necesita mantenerse ocupado, sentirse útil y pensar que lo necesito a él.
Desde el día en que ocurrió, el día en que llegaron las noticias, cada minuto ha sido una agonía en su forma más desgarradora, como si metiera la mano en un horno y contara los segundos a sabiendas de que nunca acabarán, preguntándome cómo podré resistir otro más, y luego otro; asombrada de que a pesar de la tortura sigo respirando, me sigo moviendo, aunque sé que al hacerlo el dolor nunca desaparecerá. Pero mantengo mi mano en el horno que es la vida por una sola razón: los niños. Encubrí a nuestra madre, mentí por ella, incluso les dije a los niños exactamente lo que debían contar antes de que los servicios sociales llegaran. Pero eso fue cuando todavía tenía la arrogancia, la ridícula y vergonzosa arrogancia de creer que estarían mejor conmigo que en una casa de acogida.
Ahora pienso de otro modo. Aunque poco a poco he restablecido una especie de rutina, algo parecido a la calma, me he convertido en un robot y apenas puedo cuidar de mí misma, por lo que mucho menos puedo cuidar de tres niños. Se merecen un hogar en condiciones con una familia adecuada que les mantenga unidos y sea capaz de aconsejarlos y apoyarlos. Se merecen empezar de nuevo, embarcarse en una nueva vida en la que las personas que cuiden de ellos sigan las normas de la sociedad, una vida en la que la gente amada no se vaya, no se derrumbe o muera. Se merecen mucho más. No hay duda de que siempre lo han merecido.
Sinceramente, ahora creo en todo esto. Me llevó unos cuantos días convencerme plenamente, pero al fin comprendí que no tenía otra alternativa. En realidad no había decisión que tomar, no había más opción que aceptar los hechos. No me quedan fuerzas para seguir así, no puedo ni un solo día más, la única forma de hacer frente a semejante culpa devastadora es convencerme de que, por su propio bien, los niños estarán mejor en cualquier otro lugar. No voy a permitirme pensar que yo también los abandonaré.
Mi reflejo no ha cambiado. No estoy muy segura de cuánto tiempo he pasado aquí de pie, pero ha debido ser un buen rato porque empiezo a sentir mucho frío otra vez. Es señal de que me he quedado paralizada, de que he llegado al final de la etapa actual y que he olvidado hacer la transición a la siguiente. Pero quizá esta vez mi retraso sea deliberado. El siguiente paso será el más duro de todos.
El vestido que compré para la ocasión es bastante bonito sin llegar a ser muy formal. La chaqueta azul marino lo hace parecer adecuado y elegante. Es azul porque es el color favorito de Lochan. «Era» el color favorito de Lochan. Me inundo el labio y la sangre brota hacia la superficie. Supuestamente, llorar les sienta bien a los niños —alguien me lo dijo, no recuerdo quién— pero he aprendido que a mí, como con todo lo que hago ahora, ya no me sirve de nada. Nada puede aliviar el dolor. Ni llorar, ni reír, ni gritar, ni suplicar. Nada puede cambiar el pasado o traerlo de vuelta. Los muertos permanecen muertos.
Lochan se hubiera reído de mi ropa. Nunca me vio vestida de un modo tan pijo. Hubiera bromeado y dicho que parecía una banquera de la ciudad. Pero luego hubiera dejado de reírse y me hubiera dicho que, en realidad, estaba muy guapa. Se hubiera reído al ver a Kit con un traje tan elegante, con aspecto de tener más de trece años. Nos hubiera tomado el pelo por comprarle uno a Tiffin también, pero le hubiera gustado la brillante y colorida corbata con motivos futbolísticos, el toque personal de Tiffin. No obstante, hubiera tenido problemas para reírse de la elección de vestuario de Willa. Creo que verla con su preciado «vestido de princesa» de color violeta que le compramos por Navidad le hubiera hecho saltar las lágrimas.
Ha tardado mucho —casi un mes a causa de la autopsia, de la investigación y todo lo demás—, pero al final ha llegado el momento. Nuestra madre ha decidido no venir, así que sólo iremos nosotros a la bonita iglesia que hay sobre Milwood Hill. Su interior, fresco y lóbrego, estará vacío, resonará el eco, habrá tranquilidad. Sólo estaremos nosotros cuatro y el ataúd. El reverendo Dawes pensará que Lochan Whitely no tenía amigos, pero estará equivocado: me tenía a mí, nos tenía a todos nosotros… Pensará que nadie le quiso, pero sí que le amaron, más profundamente que a la mayoría de gente en toda su vida…
Tras la breve ceremonia volveremos a casa y nos consolaremos los unos a los otros. Y al cabo de un rato iré arriba y escribiré las cartas, una para cada uno, explicándoles el porqué de mi decisión, recordándoles lo mucho que los quiero, y que lo siento mucho, muchísimo. Los tranquilizaré diciéndoles que estarán muy bien atendidos por otra familia, intentaré convencerles, igual que hice conmigo misma, de que estarán mucho mejor sin mí, de que estarán mucho mejor si empiezan de nuevo. El resto será fácil, egoísta, pero fácil. Lo he estado planeando cuidadosamente durante una semana más o menos. Obviamente no puedo quedarme en casa si no quiero que me encuentren los niños, así que me iré a mi refugio en el parque Ashmoore. Al lugar que llamaba el paraíso y que una vez compartí con Lochan. Salvo que esta vez no voy a volver de allí.
Esconderé bajo mi abrigo el cuchillo de cocina que he estado guardando bajo una pila de papeles en el cajón de mi escritorio. Me acostaré en la hierba húmeda, miraré al cielo salpicado de estrellas y entonces levantaré el cuchillo. Sé exactamente lo que debo hacer para que acabe enseguida, muy rápidamente, de la misma forma que espero que fuera para Lochan. Lochie. El chico al que amé una vez. El chico al que aún amo. El chico al que seguiré amando, aun cuando mi papel en este mundo también haya llegado a su fin. Sacrificó su vida para librarme de una condena en prisión. Pensó que podría cuidar de los niños. Pensó que yo era la fuerte, que era lo suficientemente valiente como para vivir sin él. Creyó conocerme. Pero estaba equivocado.
Willa irrumpe en la habitación sobresaltándome. Kit le ha cepillado su larga y dorada melena, le ha limpiado la cara y las manos tras el desayuno. Su carita de bebé es aún tan dulce y confiada que me duele mirarla. Me pregunto si, cuando tenga mi edad, seguirá pareciéndose a mí. Espero que alguien le muestre una fotografía. Espero que alguien le diga lo mucho que la quisieron —lo mucho que la quiso Lochan, lo mucho que la quise yo—, aunque ella no lo recuerde. De los tres, ella es la única que podría superarlo del todo, la única que quizá lo olvide, y espeto que así sea. Tal vez, si le dejan quedarse una fotografía, algo desempolve sus recuerdos. Tal vez podrá acordarse de algún juego al que soliéramos jugar, o de las voces divertidas que ponía a cada uno de los personajes de sus cuentos a la hora de dormir.
Se queda en la puerta, dudando, sin saber si avanzar o retroceder, evidentemente desesperada por decirme algo pero asustada de hacerlo.
—¿Qué pasa, cariño? Qué guapa estás con ese vestido. ¿Ya estás lista para que nos vayamos?
Me mira fijamente, sin parpadear, como si intentara averiguar cómo reaccionaré, entonces niega con la cabeza y sus grandes ojos azules se inundan de lágrimas.
Me arrodillo, extiendo los brazos para abrazarla y ella se lanza sobre mí frotándose los ojos con sus manitas.
—No… no… no quiero… ¡No quiero ir! ¡No quiero! ¡No quiero decirle adiós a Lochie!
La estrecho un poco más fuerte, su cuerpecito solloza suavemente contra el mío y la beso en la mejilla húmeda, le acaricio el pelo, la balanceo adelante y atrás pegada a mí.
—Sé que no quieres, Willa. Yo tampoco quiero. Ninguno de nosotros. Pero tenemos que hacerlo, necesitamos decir adiós. Eso no quiere decir que no podamos visitar su tumba en el cementerio de la iglesia, o pensar en él ni hablar sobre él siempre que queramos.
—¡Pero yo no quiero ir, Maya! —brama Willa, su voz llorosa es casi una súplica—. ¡No voy a ir a decir adiós, no quiero que se vaya! ¡No quiero, no quiero, no quiero! —Se pone a forcejear, intentando zafarse, desesperada por escapar de la dura experiencia, de lo irreversible de la situación.
La estrecho entre mis brazos fuertemente para mantenerla quieta:
—Willa, escúchame, escúchame. Lochie quiere que vengas y que le digas adiós. Lo quiere en serio. Te quiere muchísimo, ya lo sabes. Eres su chica favorita en el mundo entero. Sabe que estás muy triste y enfadada ahora mismo, pero de verdad espera que un día ya no te sientas tan mal.
Sus forcejeos disminuyen, su cuerpo se debilita al brotar las lágrimas.
—¿Qué… qué más quiere?
Intento encontrar algo que decirle. «Que algún día encuentres la manera de perdonarlo. Que olvides el dolor que te ha causado, aunque eso implique que tengas que olvidarlo a él. Que sigas adelante y vivas una vida de inmensa alegría…»
—Bueno, a él siempre le gustaron tus dibujos, ¿te acuerdas? Estoy segura de que le gustaría mucho que le hicieras alguno. Puede que una tarjeta con un dibujo especial. Podrías escribir un mensaje dentro si quieres, o sólo tu nombre. La cubriremos con un plástico transparente especial, de modo que si llueve, no se moje. Y también puedes llevársela cuando vayas a visitar su tumba.
—Pero si se queda dormido para siempre, ¿cómo sabrá que está ahí? ¿Cómo podrá verla?
Inspiro profundamente y cierro los ojos.
—No lo sé, Willa. Sinceramente, no lo sé. Pero podría… podría verla, podría saberlo. Así que, en caso de que lo haga…
—Va… Vale. —Retrocede poco a poco, con su cara aún rosa y bañada en lágrimas, pero con un pequeño rayo de esperanza en los ojos—. Creo que la verá, Maya —me dice, como si me rogara que estuviera de acuerdo—. Creo que sí, ¿no?
Asiento lentamente, mordiéndome el labio con fuerza.
—Yo también lo creo.
Willa traga y se sorbe los mocos, su mente ya está puesta en la obra de arte que va a crear. Abandona mis brazos y se mueve hacia la puerta, pero entonces se vuelve como si recordara algo.
—¿Y qué hay de ti?
Me pongo en tensión.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué hay de ti? —repite—. ¿Qué le vas a llevar tú?
—Oh… Puede que unas flores o algo así. No tengo tanto talento como tú. No creo que le gustara un dibujo mío.
Willa me mira fijamente.
—No creo que Lochie quisiera que le llevaras flores. Creo que le gustaría que hicieras algo más especial.
Me aparto de ella bruscamente, camino hasta la ventana y miro el cielo sin nubes, fingiendo comprobar si va a llover.
—Escucha. ¿Por qué no bajas y empiezas a hacer la tarjeta? Yo iré en un minuto y luego saldremos todos juntos. Y recuerda que cuando volvamos a casa vamos a tener pasteles en…
—¡Eso no es justo! —grita Willa repentinamente—. ¡Lochie te quiere! ¡También quiere que hagas algo para él!
Sale corriendo de la habitación y escucho el sonido familiar de sus pies bajando por la escalera. La sigo ansiosa hasta el final del pasillo, pero entonces oigo que le pide a Kit que la ayude a encontrar sus rotuladores y me tranquilizo.
Vuelvo a mi habitación. De nuevo frente al espejo y siento que no me puedo marchar, que si continúo mirándome, seré capaz de convencerme de que aún estoy aquí, al menos por hoy. Tengo que estar aquí hoy, por los niños, por Lochie. Sólo tengo que apagar el interruptor durante las próximas horas. Debo permitirme sentir, sólo un rato, sólo para el funeral. Pero ahora que mi mente se está descongelando, volviendo a la vida, el dolor vuelve a crecer y las palabras de Willa no me dejan en paz. ¿Por qué se ha enfadado tanto? ¿Se habrá dado cuenta de que me he rendido? ¿Pensará que como Lochie se ha ido ya no me importa lo que él hubiera querido de nosotros, para nosotros?
De repente necesito apoyarme a los lados del espejo para no caerme. Estoy pisando terreno peligroso, sigo una línea de pensamientos que no puedo permitirme seguir. Willa quería a Lochan tanto como yo, sin embargo no se esconde tras un sedante; a ella le duele más que a mí, no obstante no deja de buscar formas de afrontarlo, aunque sólo tenga cinco anos. Ahora mismo no está pensando en sí misma y en su propia tristeza, piensa en Lochie, en lo que puede hacer por él. Lo menos que puedo hacer yo es plantearme la misma pregunta: si Lochie pudiera verme ahora, ¿qué me pediría?
Pero obviamente ya conozco la respuesta. La he sabido todo el tiempo. Razón por la cual he evitado pensar en ello ha si a ahora… Veo los ojos de la chica del espejo llenarse de lágrimas. «No, Lochie, —le digo desesperadamente—. ¡No! Por favor, por favor. No puedes pedirme eso, no puedes. No puedo seguir, no sin ti. Es demasiado duro. Es demasiado duro. ¡Duele demasiado! ¡Te amaba tanto!».
¿Es posible querer excesivamente a una persona tan buena como Lochie? ¿Realmente nuestro amor estaba destinado a causar tanta infelicidad, tanta destrucción y desesperanza? ¿Resulta que estaba mal después de todo? El hecho de que yo siga aquí, ¿quiere decir que tengo la oportunidad de mantener vivo nuestro amor? ¿No significa que aún tengo la oportunidad de sacar algo bueno de todo esto, algo que no sea la infinita tragedia?
Él entregó su vida para salvar la mía, para salvar a los niños. Eso era lo que él quería, fue su elección, el precio que estaba dispuesto a pagar para que yo siguiera viviendo, para que tuviera una vida que mereciera la pena vivir. Si muero también, su último sacrificio habrá sido en vano.
Me balanceo hacia delante de modo que mi frente queda apoyada en el frío cristal. Cierro los ojos y comienzo a llorar lágrimas silenciosas que ruedan por mis mejillas. «Lochie, puedo ir a la cárcel por ti, puedo morir por ti. Pero la única cosa que sé que deseas, esa no puedo hacerla. No puedo seguir viviendo por ti».
—Maya, tenemos que irnos. ¡Vamos a llegar tarde! —La voz de Kit me llama desde el vestíbulo. Todos están esperando, esperando a decir adiós, a dar el primer paso para dejarle marchar. Si voy a vivir, tendré que empezar a dejarle marchar también. Dejar marchar a Lochie. ¿Cómo voy a hacer eso?
Observo mi rostro una vez más. Contemplo los ojos que Lochie solía ver tan azules como el océano. Hace sólo un rato me he dicho que él nunca me conoció si pensaba, solo por un segundo, que podría sobrevivir sin él. Pero ¿y si soy yo la que está equivocada? Lochie murió para salvarnos, para salvar a la familia, para salvarme a mí. El no habría hecho aquello si hubiera pensado, aunque fuera por un instante, que no era lo suficientemente fuerte como para seguir adelante sin él. Tal vez, sólo tal vez, resulte que él estaba en lo cierto y yo equivocada. Es posible que yo no me conozca tan bien como él me conocía a mí.
Camino lentamente hacia mi escritorio y abro el cajón. Deslizo la mano bajo el montón de papeles y cierro mis dedos alrededor del mango del cuchillo. Lo saco, su filo brilla bajo el sol. Los sujeto bajo mi chaqueta y me voy abajo. En la cocina, abro el cajón de la cubertería y lo pongo justo en la parte de atrás, fuera de la vista. Entonces empujo el cajón y lo cierro del todo.
Se me escapa un fuerte sollozo. Aprieto el interior de la muñeca contra mi boca y mis labios se encuentran con la fría plata. El regalo que me hizo Lochan. Ahora es mi turno. Cierro los ojos para contener las lágrimas, inspiro larga y profundamente y susurro:
—Está bien, lo intentaré. Eso es todo lo que puedo prometerte por ahora, Lochie, pero lo intentaré.
Al salir de casa, todos se quejan y discuten. Willa ha perdido su horquilla de la mariposa, Tiffin dice que su corbata le está asfixiando, Kit se queja de que los lamentos de Willa nos harán llegar tarde… Salimos en fila por la verja rota hacia la calle, todos vestidos con las ropas más elegantes que jamás hemos tenido. Willa y Tiffin quieren cogerme la mano. Kit se queda atrás. Le sugiero que tome la mano de Willa para que así pueda balancearse entre nosotros. Lo hace y, mientras la lanzamos por el aire, el viento azota su largo vestido hacia atrás, revelando unas braguitas de color rosa brillante. Mientras ella nos pide que lo hagamos de nuevo, los ojos de Kit se encuentran con los míos y sonríe con diversión.
Caminamos por el centro de la calle dándonos las manos, la acera es demasiado estrecha para que quepamos los cuatro a la vez. Una cálida brisa nos acaricia la cara, trae el aroma de la madreselva de un jardín cercano. El sol del mediodía lanza sus rayos desde un reluciente cielo azul, la luz titila entre las hojas bañándonos con un confeti dorado.
—¡Eh! —exclama Tiffin estrepitosamente por la sorpresa—. ¡Ya casi es verano!