CAPÍTULO NUEVE

Lochan

La luz dorada inunda la habitación. Maya sigue sonriéndome y su rostro, cubierto por algunos mechones desordenados de cabello rojizo, resplandece de felicidad. Tengo las manos en su cintura, y el pelo largo que desciende por su espalda me hace cosquillas. Su cara está iluminada como si fuera una farola antigua, emanando luz de su interior. Todo lo que hay en esta habitación desaparece como si lo absorbiera una niebla oscura. Aún estamos bailando, nos balanceamos lentamente al ritmo de la voz melódica que sale de la radio, y Maya es un ser cálido y vivo entre mis brazos. Aquí, de pie, moviéndonos suavemente de lado a lado, me doy cuenta de que no quiero que este momento termine.

Me maravillo de lo guapa que está, aquí, apoyada contra mí, vestida con su camisa azul de manga corta, con los brazos desnudos que envuelven y me acarician el cuello. Lleva los primeros botones desabrochados, y veo la curva de su clavícula y la piel blanca y suave que se expande más abajo. La falda blanca de algodón le llega hasta las rodillas, dejando al descubierto sus piernas, que rozan la fina y desgastada tela de mis vaqueros. La luz del sol hace resplandecer su cabello caoba y queda atrapada en sus ojos azules. Me empapo de cada pequeño detalle, desde su respiración sosegada hasta el tacto de cada uno de sus dedos en mi nuca. Y de nuevo me descubro a mí mismo sintiendo una mezcla de entusiasmo y euforia y deseando que este momento no acabe jamás… Pero entonces, no sé cómo, percibo otra sensación: una tensión que hormiguea por todo mi cuerpo, una presión familiar en mi ingle. Me aparto de ella inmediatamente, la empujo para alejarla de mí y me acerco a grandes zancadas hasta la radio para apagar la música.

Mi corazón late con fuerza contra mis costillas, me retiro hacia el sofá, me hago un ovillo y agarro el libro de texto que tengo más cerca y lo coloco sobre mi regazo. Maya sigue de pie en el mismo sitio y me mira con perplejidad.

—Volverán en cualquier momento —le digo a modo de explicación. Mi voz suena angustiada y se me quiebra—. Tengo… tengo que terminar esto.

Parece imperturbable, suspira aún sonriendo y se deja caer en el sofá a mi lado. Su pierna acaricia mi muslo y me aparto violentamente. Necesito una excusa para abandonar la habitación, pero no puedo pensar con claridad, mi cabeza es una maraña de emociones e ideas caóticas. Siento cómo me ruborizo y me quedo sin aliento; mi corazón palpita con tanta fuerza que tengo miedo de que lo oiga. Necesito alejarme de ella todo lo que pueda. Presiono el libro contra mis muslos y le pregunto si podría hacerme un poco de café. Ella accede, recoge las dos tazas que hemos usado antes y se va a la cocina.

Justo cuando escucho el sonido de la vajilla en el fregadero, me lanzo escaleras arriba intentando hacer el menor ruido posible. Me encierro en el baño y me apoyo contra la puerta para asegurarme de que permanece cerrada. Me quito toda la ropa, casi desgarrándola por la prisa, y, con cuidado de no mirar la parte inferior de mi cuerpo, me doy una ducha helada, jadeando por la conmoción. El agua está tan fría que incluso me duele, pero no me importa: esto es un alivio. Tengo que detener esta… esta… esta pesadilla. Permanezco así un buen rato, con los ojos cerrados; comienzo a entumecerme y todas mis terminaciones nerviosas se relajan, eliminando cualquier resquicio de mi excitación anterior. Mis pensamientos acelerados se apaciguan y siento que se alivia la presión que ha empezado a nublar mi mente. Me apoyo en la pared de la ducha y dejo que el agua helada azote mi cuerpo hasta que comienzo a tiritar de frío.

No quiero pensar; mientras no piense ni sienta nada, estaré bien y todo volverá a la normalidad. Me siento en el escritorio de mi habitación con una camiseta limpia y unos pantalones de deporte. Del pelo mojado nacen fríos riachuelos que descienden por la nuca. Me esfuerzo por memorizar las cifras, me afano en dar sentido a los números y los símbolos. Repito las fórmulas en voz baja, cubro página tras página con cálculos, y cada vez que noto que se resquebraja mi armadura autoimpuesta, cada vez que un resquicio de luz se abre camino en mi cerebro, me obligo a trabajar más duro, más rápido, borrando el resto de pensamientos. Apenas me doy cuenta de que los demás han vuelto, aunque sus voces altisonantes llenan el vestíbulo, ni oigo el ruido de los platos en la cocina que está debajo de mí. Me concentro en desconectar de todo. Cuando Willa sube a decirme que han pedido pizza, le respondo que no tengo hambre: debo terminar hoy el tema, debo hacer cada ejercicio con la mayor rapidez posible, no tengo tiempo para comer o beber. Lo único que puedo hacer si no quiero volverme loco es trabajar.

Los sonidos de la casa fluyen a mi alrededor de un modo aleatorio; la rutina nocturna se desarrolla sin mí por una vez. Una discusión, un portazo, un grito de mamá. Nada me importa. Pueden arreglárselas solos, tienen que arreglárselas solos, y yo tengo que concentrarme en mis deberes hasta que sea tardísimo y esté muerto de cansancio y lo único que pueda hacer sea caer rendido en la cama, esperando que llegue la mañana siguiente y todo esto quede atrás, olvidado. Todo volverá a la normalidad… Pero ¿de qué estoy hablando? ¡Todo es normal! Lo que pasa es que, en un instante de locura, olvidé que Maya era mi hermana.

Paso el resto del fin de semana encerrado en mi habitación, sepultado entre mis deberes, y dejo que Maya se encargue de todo. El lunes en clase me esfuerzo por mantenerme sentado e inmóvil, pero estoy nervioso e inquieto. Mi mente está extrañamente confusa, poseída por miles de sensaciones simultáneas. Ha aparecido una luz resplandeciente en mi cerebro, como las luces de un tren en la oscuridad. Una fuerza me constriñe la cabeza y presiona contra mis sienes.

Ayer, cuando Maya entró en mi habitación para darme las buenas noches, me dijo que me había dejado la cena en la nevera, y no pude ni siquiera darme la vuelta y mirarla. Esta mañana le he gritado a Willa durante el desayuno y la he hecho llorar, he arrastrado a Tiffin fuera de casa causándole supuestamente graves lesiones corporales, he ignorado a Kit por completo y he contestado con brusquedad a Maya cuando me ha preguntado por tercera vez si me pasaba algo… Estoy perdiendo el control. Estoy tan disgustado conmigo mismo que ojalá pudiera abandonar este cuerpo. Mi mente me sigue arrastrando a aquel baile: Maya, su rostro, su tacto, aquella sensación. Me repito a mí mismo que esas cosas pasan; estoy seguro de que es más frecuente de lo que parece. Después de todo tengo diecisiete años, y a los chicos de mi edad cualquier cosa puede excitarnos. Que ocurriera precisamente mientras bailaba con Maya no significa nada. Pero estas palabras me tranquilizan muy poco. Estoy desesperado por escapar de mí mismo, porque la verdad es que la sensación sigue ahí —puede que siempre lo haya estado— y ahora que la he reconocido, me aterra que, por mucho que quiera, las cosas ya no vuelvan a ser como antes.

No, eso es ridículo. El problema es que necesito centrar mi atención en alguien, un objeto de deseo, alguna chica con la que fantasear. Echo un vistazo a mi clase, pero no hay ninguna. Chicas atractivas, sí, pero una que me importe, no. No quiero una cara bonita, un cuerpazo; tiene que ser algo más que eso, debe haber algún tipo de conexión entre nosotros. Pero en realidad no puedo ni quiero conectar con nadie.

Le mando un mensaje de texto a Maya para pedirle que recoja a Tiffin y a Willa, luego me salto la clase siguiente, me voy a casa a cambiarme el uniforme por ropa de deporte y salgo a correr por los anegados alrededores del parque local. Tras un fin de semana memorable, el día se ha levantado gris, lluvioso y miserable: árboles desnudos, hojas muertas y barro resbaladizo en mis zapatillas. El aire está tibio y húmedo y un fino manto de llovizna me salpica la cara. Corro tan rápido como puedo, hasta que el suelo parece centellear bajo mis pies y el mundo que hay a mi alrededor se expande y se contrae, hasta que unas manchas rojas como la sangre perforan el aire que tengo ante mí. Al final el dolor recorre mi cuerpo y me obliga a parar. Vuelvo a casa para darme otra ducha fría y me pongo a trabajar hasta que lleguen los demás y comiencen los quehaceres vespertinos.

Durante las vacaciones juego partidos de fútbol en la calle con Tiffin, al escondite o al Quién es quién con Willa e intento entablar alguna conversación con Kit. Por la noche, una vez que mi mente se apaga por la sobrecarga de información, reorganizo los cajones de la cocina y la despensa. Paso por la habitación de Tiffin y Willa, recogiendo ropa que ya se ha quedado pequeña y juguetes viejos, y los llevo a la tienda de segunda mano. O bien me entretengo o limpio, cocino o estudio. Por la noche leo los apuntes que debo repasar, consulto mis libros hasta que llega la madrugada, y ya no hay nada más que hacer que caer rendido sobre la cama y dormir un poco, profundamente y sin sueños. Maya comenta que mi energía no tiene límites, pero yo me siento paralizado, completamente consumido por intentar mantenerme ocupado todo el tiempo. A partir de ahora, actuaré y no pensaré.

Cuando se reanudan las clases, Maya está muy ocupada con sus estudios. Si ha notado algún cambio en mi comportamiento hacia ella, no lo menciona. Quizás ella también se siente incómoda desde aquella tarde. Puede que se haya dado cuenta de que debe haber mayor distancia entre nosotros. Nos tratamos mutuamente con la cautela de quien va descalzo y evita trozos de cristal, reduciendo nuestras breves conversaciones a lo práctico: llevar a los niños al colegio, la compra semanal, maneras de convencer a Kit para que haga la colada, la posibilidad de que mamá venga sobria a la reunión de padres, las actividades del fin de semana para Tiffin y Willa, las citas con el dentista o descubrir cómo hacer que la nevera deje de gotear. No hemos vuelto a estar los dos solos.

Mamá se ausenta cada vez más de la vida familiar, así que la presión entre los estudios y las labores domésticas aumenta, pero yo agradezco las tareas interminables; me dejan literalmente sin tiempo para pensar. Las cosas empiezan a mejorar —estoy volviendo poco a poco a un estado de normalidad— cuando una noche a altas horas oigo que llaman a la puerta de mi habitación.

El sonido retumba como si una bomba explotase en campo abierto.

—¿Qué? —Estoy tremendamente nervioso por la gran dosis de cafeína que llevo en el cuerpo. El consumo diario de café ha alcanzado nuevas cotas, ya que es el único modo de mantener mis niveles de energía día y noche.

Nadie dice nada, pero oigo cómo se abre la puerta a mis espaldas y vuelve a cerrarse. Estoy sentado en el escritorio, con el bolígrafo aún apretado entre los dedos, y con el portátil que me han prestado en el colegio delante, anclado en un mar de notas garabateadas. Lleva otra vez el camisón, ese blanco que ya le queda pequeño y que apenas cubre sus muslos. Ojalá no se paseara por casa con esa cosa puesta; desearía que su pelo cobrizo no fuera tan largo y brillante; que no tuviera esos ojos, que no entrara sin que la hubiera invitado. Desearía que verla no me causara tal inquietud, que no retorciera mis entrañas, que no tensara cada músculo de mi cuerpo, que no me acelerara el pulso.

—Hola —me dice. El sonido de su voz me atormenta. Con una sola palabra consigue destilar cariño y preocupación. Con una sola palabra transmite demasiado, su voz me llama desde el exterior de una pesadilla. Intento tragar, pero tengo la garganta seca y un regusto amargo en la boca.

—Hola.

—¿Te estoy molestando?

Me gustaría poder decirle que sí. Pedirle que se vaya. Quiero que su presencia y su delicado olor a jabón se evaporen de esta estancia. Pero no me da tiempo a contestar: se sienta en el borde de la cama, a pocos centímetros de mí, con los pies descalzos metidos bajo sus piernas e inclinada hacia delante.

—¿Matemáticas? —pregunta, mirando el manojo de folios.

—Sí. —Vuelvo la mirada hacia el libro de texto con el bolígrafo preparado.

—Eh… —Estira el brazo para tocarme, y yo me estremezco y detengo su mano antes de que llegue a la mía. La retira y la posa, débilmente, en la superficie del escritorio. Vuelvo mis ojos a la pantalla del ordenador; la sangre me arde en las mejillas y el corazón me palpita dolorosamente contra el pecho. Aún soy consciente de la presencia de su pelo, que cae como una cortina alrededor de su rostro. No hay nada entre nosotros salvo un silencio lacerante.

—Dime. —Sólo dice eso, sus palabras atraviesan la frágil membrana que me rodea.

Siento que mi respiración se acelera. No puede hacerme esto. Alzo los ojos y miro por la ventana, pero todo lo que veo es mi propio reflejo, esta pequeña habitación y la dulce inocencia de Maya a mi lado.

—Ha pasado algo, ¿verdad? —Su voz sigue perforando el silencio como un sueño no deseado.

Aparto la silla lejos de ella y me froto la cabeza.

—Estoy cansado, nada más. —Se me crispa la voz. Hasta a mí me suena extraña.

—Me he dado cuenta —continúa Maya—. Y por eso me pregunto por qué sigues matándote a estudiar.

—Porque tengo mucho trabajo.

El silencio tensa el ambiente. Tengo la sensación de que no voy a quitármela de encima con tanta facilidad.

—¿Qué ha pasado, Lochie? ¿Ha sido en el colegio? ¿Es por la exposición?

«No puedo decírtelo. De entre todas las personas del mundo, a ti precisamente no puedo decírtelo. Durante toda mi vida has sido la única persona a la que he podido recurrir. La única con la que siempre he podido contar para que me entendieras. Y ahora que te he perdido, lo he perdido todo».

—¿Estás triste por algo?

Me muerdo el labio hasta que reconozco el sabor de la sangre. Maya se da cuenta y deja de preguntarme cosas, y lo que queda en su lugar es un turbio silencio.

—Lochie, di algo. Me estás asustando. No puedo soportar más verte así. —Vuelve a buscar mi mano y esta vez la alcanza.

—¡Para! ¡Vete a la cama y déjame en paz de una puta vez!

Las palabras salen disparadas de mi boca como balas, rebotan en las paredes antes de que pueda ser consciente de lo que acabo de decir. La expresión de Maya cambia, su cara se ha quedado congelada en un gesto de consternación e incredulidad, sus ojos están llenos de incomprensión. En cuanto mis palabras impactan en ella, gira la cabeza para esconder las lágrimas que inundan sus ojos y se marcha, cerrando la puerta tras de sí con un crujido.