CAPÍTULO OCHO

Maya

Abro los ojos y me encuentro mirando un techo desconocido. Mi mente está desorientada por la somnolencia, y hasta que veo entre parpadeos una mesa llena de libros de bachillerato y una silla cubierta de camisas y pantalones usados, no recuerdo dónde estoy. También hay un olor característico, que no es desagradable, y que sin lugar a dudas remite a Lochan. Siento un ligero peso sobre el pecho que me impulsa a inclinar la cabeza, y me llevo un susto cuando veo un brazo reposando sobre mis costillas, unas uñas mordidas y un enorme reloj digital de color negro alrededor de una muñeca. Lochan duerme profundamente a mi lado, boca abajo, pegado a la pared y con un brazo tendido sobre mí.

Mi mente retrocede a ayer por la noche y recuerdo la pelea, recuerdo venir y encontrarlo muy mal, la impresión de verle al borde de las lágrimas, la sensación de terror y soledad cuando rompió a llorar… La primera vez desde que papá se fue. Verle así me trasladó al pasado, al día en que papá vino a casa para darnos el «adiós especial» antes de coger el vuelo que lo llevaría a él y a su nueva esposa al otro lado del mundo. Nos hizo regalos, nos dio fotos de la nueva casa con piscina, nos prometió que pasaríamos las vacaciones allí con él y nos aseguró que vendría a menudo. Los demás se creyeron toda la farsa, eran tan pequeños todavía… Pero de algún modo, Lochan y yo sabíamos lo que estaba pasando y éramos conscientes de que no volveríamos a ver a nuestro padre nunca más. Y no pasó mucho tiempo antes de que supiéramos que teníamos razón.

Las llamadas de teléfono semanales se convirtieron en mensuales, luego sólo telefoneaba en ocasiones especiales y, al final, dejó de hacerlo. Cuando mamá nos contó que su nueva mujer acababa de dar a luz, supimos que sólo era cuestión de tiempo que incluso dejara de enviar regalos de cumpleaños. Y eso fue lo que ocurrió. Todo dejó de llegar. Incluso la pensión que le daba a mamá para los niños. Nosotros, al ser los mayores, lo veíamos venir, pero nunca imaginé que nos borraría de su vida con tanta celeridad. Recuerdo claramente el momento posterior al último adiós, una vez se hubo cerrado la puerta de la entrada y el sonido de su coche hubo desaparecido calle abajo. Me acurruqué sobre unas almohadas con mi nuevo perrito de peluche y la foto de la casa que sabía que nunca visitaría, y de pronto me vi abrumada por una tremenda oleada de rabia y por el odio hacia un padre que en otro tiempo solía decir que me quería mucho. Pero para mi desconcierto y disgusto, Lochan parecía estar de acuerdo con todo, regocijándose con los demás ante la idea de que pronto iríamos todos a Australia. En realidad, pensé que era un estúpido. Le puse una cara larga y le ignoré durante todo el día mientras él se esforzaba por mantener el engaño. Tan sólo más tarde, aquella misma noche, cuando creyó que estaba dormida, se vino abajo. Lloró silenciosamente sobre su almohada en la litera que había sobre mi cama. Ese día también fue difícil consolarle, y me apartaba cada vez que intentaba darle un abrazo, hasta que, por fin, cedió y dejó que me acurrucara bajo su edredón y llorara con él. Nos prometimos que cuando creciéramos siempre estaríamos juntos. Al final, exhaustos por haber llorado todo lo que pudimos, nos quedamos dormidos. Y ahora, cinco años después, aquí estamos. Parece que las cosas han cambiado mucho, pero en realidad todo sigue casi igual.

Me siento tan rara, aquí tumbada en la cama de Lochan con él durmiendo a mi lado. Willa solía trepar a mi cama cuando tenía pesadillas. Por las mañanas me despertaba y me encontraba su cuerpecito apretado contra el mío. Sin embargo éste es Lochan: mi hermano, mi protector. Ver su brazo colgando tan fortuitamente sobre mí me hace sonreír; si se despertara lo retiraría inmediatamente. Pero no quiero que se despierte todavía. Su pierna presiona la mía, me la aplasta un poco, y su hombro reposa pesadamente sobre mi brazo, hundiéndolo en la cama. Aún lleva puesto el uniforme. Estoy totalmente embutida; de hecho los dos lo estamos: su otro brazo ha desaparecido bajo el estrecho hueco que hay entre el colchón y la pared. Giro mi cabeza con cautela para ver si tiene pinta de que vaya a despertarse de un momento a otro. Pero no la tiene. Está profundamente dormido, respirando con intensidad, prolongada y rítmicamente. Su rostro está vuelto hacia mí. No suelo tenerle tan cerca, no desde que dejamos de ser unos críos. Es muy extraño observarle de esta forma. Veo cosas de las que apenas me había dado cuenta antes. Su pelo, iluminado por los oblicuos rayos de sol que entran a través de las cortinas, no es tan negro como el azabache, sino que contiene reflejos de un color dorado oscuro. Podría dibujar un patrón con los trazos finos de sus venas bajo la piel de sus sienes, e incluso puedo llegar a distinguir cada uno de los pelos de sus cejas. Tiene una cicatriz blanca que casi no se ve sobre el ojo izquierdo, vestigio de una infancia que aún no se ha evaporado del todo. Sus párpados están rodeados por unas pestañas oscuras sorprendentemente largas. Mis ojos siguen la suave curva de su nariz hasta el arco de su labio superior, tan claramente definido ahora que su boca está relajada. Su piel es suave, casi traslúcida; la única mancha que tiene es la de una llaga que él mismo se inflige bajo la boca, donde sus dientes muerden repetidamente, irritando, rasgando la piel para dejar una pequeña herida carmesí: es el recuerdo de su constante batalla con el mundo que lo rodea. Quiero hacerla desaparecer, borrar el dolor, la angustia, la soledad.

Me doy cuenta de que me estoy acordando del comentario de Francie. Besuquearle la boca… ¿Qué significa eso exacta mente? En su momento pensé que era divertido pero ya no. No querría que Francie besara a Lochan en la boca. No quiero que lo haga nadie. Es mi hermano, mi mejor amigo. De pronto, la idea de que alguien lo vea como yo lo estoy viendo ahora, tan cercano, tan vulnerable, me parece insoportable. ¿Y si le hacen daño? ¿Y si le rompen el corazón? No quiero que se enamore de una chica. Quiero que se quede aquí y nos quiera a nosotros. Que me quiera a mí.

Se mueve un poco y su brazo se desliza hasta mis costillas. Siento su cálido sudor contra mi costado. La forma en que los agujeros de su nariz se contraen ligeramente cada vez que inhala me recuerda lo frágil y fino que es el hilo que nos une a la vida. Dormido parece tan vulnerable que me asusta.

Escucho gritos y aullidos en el piso de abajo. Pies que resuenan por la escalera. Un fuerte golpe contra la puerta. La voz inconfundible de Tiffin que grita con gran excitación:

—¡Hogar, dulce hogar!

Lochan dobla el brazo y abre los ojos alarmado. Durante un largo instante sólo me mira con sus iris esmeralda salpicados de azul y la cara muy quieta. Luego su expresión cambia.

—¿Qué… qué está pasando?

Habla tan amodorrado que me hace sonreír.

—Nada. Estoy atascada.

Baja la vista hasta el brazo que aún tiene sobre mi pecho, lo aparta rápidamente e intenta incorporarse.

—¿Por qué estás…? ¿Qué diablos haces aquí? —Durante un segundo parece desorientado y un tanto asustado. El pelo alborotado le cae sobre sus ojos y tiene el semblante confuso por el sueño. La almohada ha dejado unas hendiduras rojas en su mejilla.

—Ayer por la noche estuvimos hablando, ¿te acuerdas? —No quiero mencionar la pelea o sus consecuencias—. Creo que nos quedamos fritos. —Me impulso hacia el cabecero, hundo las piernas y me estiro—. Llevo quince minutos sin poder moverme, me estabas aplastando.

Se aparta hacia el otro lado de la cama, se apoya en la pared y deja caer hacia atrás la cabeza con un golpe seco. Cierra los ojos un momento.

—Estoy hecho polvo —murmura para sí mismo, abrazándose las piernas. Su cuerpo parece endeble, extenuado.

Estoy preocupada. Lochan no suele quejarse.

—¿Te duele algo?

Deja escapar un suspiro y esboza la sombra de una sonrisa.

—Todo.

Su sonrisa se desvanece cuando no se la devuelvo y me sostiene la mirada: sus ojos están cargados de tristeza.

—Hoy es sábado, ¿verdad?

—Sí, pero no pasa nada. Mamá se ha levantado, la he oído hablar hace un rato. Y Kit también está despierto. Parece que están todos abajo desayunando, o almorzando, o algo por el estilo.

—Vale, vale. Bien.

Lochan suspira aliviado y cierra los ojos otra vez. No me gusta el modo en que está hablando, ni cómo está sentado, ni cómo se comporta. Parece como si estuviera indefenso, sufriendo y totalmente derrotado. Se instala un largo silencio. No abre los ojos.

—¿Lochie? —me atrevo a preguntar en voz baja.

—Sí. —Me mira turbado y parpadea con rapidez, como si intentara poner en marcha su cerebro.

—Quédate aquí mientras yo voy a por café y analgésicos, ¿vale?

—No, no… —Me agarra por la muñeca y me detiene—. Estoy bien. Me despertaré del todo en cuanto me dé una ducha.

—Vale. Hay paracetamol en el armario del baño.

Me mira fijamente.

—De acuerdo —responde débilmente.

No ocurre nada. No se mueve. Empiezo a preocuparme.

—¿Sabes qué? No parece que estés muy bien —le digo con amabilidad—. ¿Qué tal si te quedas en la cama un rato más y te traigo el desayuno?

Vuelve la cabeza para mirarme de nuevo.

—No, Maya, en serio. Estoy bien. Dame sólo un minuto, ¿vale?

Hay una regla implícita en nuestra familia, y es que Lochan nunca se pone enfermo. Incluso el invierno pasado cuando tuvo la gripe y mucha fiebre, insistió en que estaba lo suficientemente bien como para llevar a los niños a la escuela.

—Entonces voy a traerte un café —declaro bruscamente, dando un salto fuera de la cama—. Ve y date una ducha caliente y…

Me detiene y me agarra la mano antes de que llegue a la puerta.

—Maya…

Me vuelvo, apretando mis dedos en torno a los suyos.

—¿Qué?

Su mandíbula se tensa y traga saliva. Parece que sus ojos buscan los míos, a la espera de algo, una señal de comprensión, quizás.

—No puedo. De veras, no creo que pueda. —Se detiene, respira profundamente—. Hoy no tengo la energía suficiente para desayunar con los demás. —Su cara destila una disculpa.

—Hoy me encargo yo, ¡tonto! —Pienso un segundo y me río—. Y tengo una idea mejor.

—¿Cuál?

Sonrío.

—Voy a deshacerme de todos ellos. Ahora verás.

Me detengo en la puerta durante un instante, absorbiendo el caos. Están sentados alrededor de la mesa de la cocina, en torno a un revoltijo de Choco Krispies, latas de Coca-Cola, galletas cubiertas de chocolate y patatas fritas, todo esparcido ante ellos. Mamá debe haber enviado a Tiffin a la tienda de la esquina al darse cuenta de que sólo teníamos muesli y pan de centeno para desayunar. Pero al menos se ha levantado antes del mediodía, aunque aún lleve esa bata rosa tan sórdida, el pelo rubio despeinado y tenga esas enormes ojeras bajo sus ojos inyectados en sangre. A juzgar por el cenicero ya se ha fumado medio paquete de cigarrillos, aunque me sorprende que, a pesar de su apariencia, se la vea tan ágil y alegre; sin duda el whisky que huelo en su café tiene mucho que ver en eso.

—¡Princesa! —Me tiende los brazos—. Pareces un ángel con ese vestido.

—Mamá, llevo cuatro años poniéndome este camisón —le informo con un suspiro.

Mamá sonríe complacida, aunque apenas habrá entendido lo que le acabo de decir, y Kit se ríe por lo bajo con la boca llena de cereales, que salen disparados en todas direcciones por encima de la mesa. Me alivia ver que la pelea de ayer con Lochan no parece haberle afectado demasiado. A su lado, Tiffin intenta hacer malabares con tres naranjas que ha cogido del frutero; tiene los niveles de azúcar por las nubes. Willa habla muy rápido y de un modo confuso. Tiene la boca llena hasta los topes y la barbilla sucia de chocolate. Hago un poco de café, cojo el muesli de la despensa y empiezo a cortar pan en la encimera.

—¿Quieres una barrita de chocolate? —me ofrece Tiffin generosamente.

—No, gracias, Tiff. Creo que ya has comido suficiente chocolate por hoy. ¿Recuerdas lo que pasa cuando tomas demasiado azúcar?

—Que me mandan al despacho del director —responde Tiffin de forma automática—. Pero ahora no soy en la escuela.

—Ahora no estoy en la escuela —le corrijo—. Eh, ¿sabes qué? ¡He tenido una idea genial para que pasemos el día fuera en familia!

—Ay, ¡qué bonito! —exclama mamá—. ¿Dónde te los llevas?

—En realidad estaba pensando en que saliéramos todos —continúo, manteniendo un tono alegre e intentando evitar que los nervios se cuelen en mi voz—. ¡Y queremos que vengas, mamá!

Kit me mira inseguro, suspicaz y resoplando con burla espeta:

—Sí, vamos a la playa o algo así, y hagamos un puto picnic y finjamos que somos una gran familia feliz.

—¿Dónde? ¿Dónde? —exclama Tiffin.

—Bueno, estaba pensando que podríamos ir a…

—¡Al zoo! ¡Al zoo! —grita Willa, a punto de caerse de la silla por la emoción.

—No, ¡al parque! —replica Tiffin—. ¡Podemos jugar al fútbol con tres jugadores!

—¿Qué tal la bolera? —sugiere Kit inesperadamente—. Tiene unos recreativos.

Sonrío con indulgencia.

—Podríamos hacerlo todo. Acaban de abrir la feria del parque de Battersea. Hay un zoo al otro lado del parque, y creo que incluso hay unos recreativos, Kit.

Un destello de interés aparece en sus ojos.

—Mamá, ¿me comprarás algodón de azúcar? —grita Tiffin.

—¡Y a mí! ¡Y a mí! —chilla Willa.

Mamá sonríe débilmente.

—Un día con todos mis bichitos. Qué encantador.

—Pero tenéis que estar listos enseguida —les advierto—. Ya es casi mediodía.

—Mamá, ¡vamos! —le grita Tiffin—. ¡Tienes que ponerte todo el maquillaje y vestirte ahora mismo!

—Sólo un pitillo más…

Pero Tiffin y Willa ya han salido volando de la habitación y se están poniendo los abrigos y los zapatos. Hasta Kit ha bajado los pies de la mesa.

—¿Va a venir Lochan a esta pequeña excursión? —me pregunta mamá dando caladas de su cigarrillo. Me doy cuenta de que la mirada de Kit se ha vuelto más inquisitiva de repente.

—No, tiene montones de deberes con los que ponerse al día. —Dejo de limpiar la mesa y me doy una palmada en la frente—. Oh, no. ¡Maldita sea!

—¿Qué pasa, cariño?

—Me había olvidado por completo. Hoy no puedo ir. Les prometí a los Davidson que esta tarde les cuidaría al bebé.

Mamá parece alarmada.

—Bueno, ¿y no puedes cancelarlo o decir que estás enferma o algo así?

—No, tienen que ir a una boda y me comprometí con ellos hace mucho tiempo. —No me puedo creer lo bien que miento—. Además —añado con énfasis—, nos vendrá bien el dinero.

Tiffin y Willa vuelven a la cocina con los abrigos puestos, y se quedan quietos al darse cuenta de que algo ha cambiado en la atmósfera de la habitación.

—La lumbreras de Maya acaba de darse cuenta de que al final no podemos ir —les dice Kit.

—¡Pues iremos mañana! —exclama mamá alegremente.

—¡No! —Tiffin aúlla desesperado. Willa me mira acusándome con sus tristes ojos azules.

—Pero tú sí que puedes ir mamá —digo de un modo casual, evitando cuidadosamente su mirada.

Tiffin y Willa vuelven los ojos hacia ella, suplicando.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Por favor!

—Oh, está bien, está bien —suspira, lanzándome una mirada compungida, casi enfadada—. Lo que sea por mis niños.

Mamá sube a vestirse y Tiffin y Willa corretean por la casa en un frenesí causado por el azúcar. Kit vuelve a poner los pies en la mesa y empieza a ojear distraídamente un cómic.

—Bueno, mira cómo han cambiado los planes —murmura sin mirarme.

Me pongo en tensión, pero sigo limpiando la mesa.

—¿Y qué diferencia hay? —replico tranquilamente—. Tiffin y Willa van a salir a divertirse y a ti te van a dar cinco veces más de lo normal para que te lo gastes en los recreativos.

—No me estoy quejando —dice—. Pero creo que es muy conmovedor que nos hayas contado toda esta trola tan complicada sólo porque Lochan está demasiado avergonzado como para afrontar el hecho de que es un hijo de puta violento.

Dejo de limpiar la mesa, aprieto la esponja tan fuerte que el agua caliente y el jabón chorrean entre mis dedos.

—Lochan no sabe nada de esto, ¿vale? —replico. Mi voz contiene una ira reprimida—. Esto ha sido idea mía. Porque, sinceramente, Kit, es sábado, Tiffin y Willa se merecen un poco de diversión y Lochan y yo estamos reventados de llevar la casa durante toda la semana.

—Imagino que lo está después de intentar matarme anoche. —Ahora me mira directamente, sus ojos oscuros son como guijarros.

Me doy cuenta de que estoy agarrando el borde de la mesa.

—Por lo que yo recuerdo, en la pelea había dos personas. Y Lochan apenas puede moverse después de los golpes que le diste.

Una sonrisa de triunfo se extiende lentamente por la cara de Kit.

—Sí, bueno, no puedo decir que me sorprenda. Si no se pasara todo el día escondiéndose en las escaleras y aprendiera a pelear como un verdadero…

Golpeo la mesa con el puño.

—No me cuentes esa mierda de machito pandillero —siseo con un susurro furioso—. ¡Lo de anoche no fue una competición! Lochan está muy disgustado por lo que ocurrió. No quería hacerte daño.

—Qué considerado —responde Kit, con la voz llena de sarcasmo, aún agitando de manera irritante su revista—. Pero me cuesta creerlo cuando hace sólo unas horas tenía las manos alrededor de mi cuello.

—Tú también tuviste tu parte de culpa, ¿lo sabes? ¡Le golpeaste primero! —Miro con nerviosismo la puerta cerrada de la cocina—. Mira, no voy a discutir contigo sobre quién empezó qué. En lo que a la pelea se refiere, los dos sois igual de culpables. Pero pregúntales esto: ¿por qué diablos crees que Lochan estaba tan enfadado al principio? ¿Cuántos de tus amigos tienen un hermano que se va a buscarlos por la calle a las tres de la mañana porque tiene miedo de que le haya ocurrido algo horrible? ¿Cuántos tienen hermanos que les compren la comida, que cocinen para ellos, que asistan a as reuniones de padres y den la cara por ellos cuando les expulsan del colegio? ¿Es que no te enteras, Kit? Lochan perdió los estribos anoche porque se preocupa por ti, ¡porque te quiere!

Kit lanza la revista sobre la mesa haciéndome dar un respingo, sus ojos están encendidos por la ira.

—¿Le he pedido yo que haga alguna de esas cosas? ¿Tú crees que me gusta depender de mi puto hermano para todo? No, tienes razón, mis amigos no tienen hermanos mayores que sean así. Tienen hermanos mayores que salen con ellos, que se emborrachan con ellos, que les consiguen los carnés de identidad falsos y los ayudan a colarse en las discotecas y todo el rollo. ¡Mientras que yo tengo un hermano que me dice a qué hora tengo que llegar a casa y me pega si llego tarde! ¡No es mi padre! Puede que haga como si le importara, ¡pero en realidad sólo se le han subido demasiado los humos a la cabeza! No me quiere como me quería papá, ¡pero seguro que piensa que puede estar todo el santo día diciéndome lo que tengo que hacer!

—Tienes razón —digo en voz baja—. No nos quiere como nos quería papá. Papá se largó al otro lado del mundo con su nueva familia en cuanto las cosas se pusieron difíciles. Lochan podría haber dejado el colegio el año pasado, podría haber encontrado un trabajo y se podría haber marchado. Podría haber elegido estudiar el año que viene en una universidad en la otra punta del país. Pero no, sólo ha pedido plaza en las de Londres, aunque sus profesores estaban desesperados por que intentara ir a Oxford o Cambridge. Se quedará en Londres para poder vivir aquí, cuidar de nosotros y asegurarse de que todo vaya bien.

Kit se ríe con sarcasmo.

—Que ingenua eres, Maya. ¿Sabes por qué no irá ninguna parte? Porque está demasiado acojonado, por eso. Ya le has visto, ni siquiera puede hablar con sus compañeros de clase sin tartamudear como un retrasado. Y desde luego no se queda por mí. Se queda porque está borracho de poder, porque se siente de puta madre mangoneando a Tiff y a Willa, porque eso le hace sentir mejor ya que en el colegio no puede pronunciar una sola palabra. Y se queda aquí porque te adora, porque tú siempre le has apoyado en todo, porque crees que es como un Dios. Su hermana es la única amiga que tiene en el mundo —sacude la cabeza—. Es patético.

Miro a Kit, me fijo en la rabia que hay en su rostro, el color de sus mejillas. Pero por encima de todo eso, veo la tristeza de sus ojos. Me duele comprobar que aún sufre tanto por lo de papá e intento seguir recordando que sólo tiene trece años. Pero no se me ocurre el modo de sacarle de este círculo vicioso, aunque sea por un segundo, y de hacerle ver la situación desde otra perspectiva que no sea la suya.

Al fin, desesperada, le digo:

—Kit, entiendo por qué te molesta la posición y la autoridad de Lochan, de veras. Pero él no tiene la culpa de que papá se marchara y tampoco de que mamá sea como es. Sólo está intentando cuidar de nosotros porque no hay nadie más. Te lo prometo, Kit, Lochan preferiría haber seguido siendo tu hermano y tu amigo. Pero piénsalo, dadas las circunstancias, ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Qué opción tenía?

Cuando por fin se cierra la puerta y las voces excitadas se desvanecen por la calle, dejo escapar un suspiro de alivio y miro el reloj de la cocina. ¿Cuántas horas tenemos hasta que Tiffin y Willa empiecen a pelearse? ¿Cuántas antes de que Kit comience a discutir con mamá sobre el dinero y ésta decida que ya ha hecho más que suficiente para compensar su ausencia de esta semana?

Teniendo en cuenta la ida y la vuelta, contamos con unas tres horas, cuatro si tenemos suerte. Me siento como si debiera empezar inmediatamente a hacerlo todo, todas las cosas que siempre planeo hacer pero que pospongo porque siempre hay algo más urgente… Pero de repente me parece un lujo absurdo estar aquí sentada en esta silenciosa cocina, con la jaspeada luz del sol entrando por la ventana y calentándome la cara, sin pensar, sin moverme ni preocuparme por los deberes, por discutir con Kit, por intentar controlar a Tiffin o por entretener a Willa. Simplemente siendo yo misma. Creo que podría quedarme aquí para siempre, con este mediodía soleado y vacío, sentada de lado en una silla de madera, con los brazos cruzados sobre la suave curva del respaldo, viendo los rayos de sol bailar entre las hojas, mientras las ramas me escudriñan a través de las ventanas y crean sombras que se mecen en el suelo de baldosas. El sonido del silencio inunda el ambiente como un hermoso perfume: no hay voces escandalosas, no hay portazos, no hay pies aporreando el suelo, ni música ensordecedora ni dibujos animados para bebés. Cierro los ojos y reposo la cabeza sobre mis brazos cruzados. El calor del sol templa mi rostro y mi cuello y llena mis párpados de una neblina rosada y brillante.

Debo haberme quedado dormida, porque el tiempo parece haber saltado hacia delante de improviso. Estoy sentada bajo un rayo de luz blanca y brillante. Hago una mueca de dolor porque tengo un calambre en el cuello y los brazos entumecidos. Me estiro y me levanto agarrotada, me acerco a la cafetera y la lleno de agua. Camino en silencio por el pasillo con dos tazas humeantes y me dirijo escaleras arriba cuando oigo el crujido de un papel a mis espaldas y me doy la vuelta. Lochan se ha instalado en la sala de estar y por la mesita de café y la moqueta hay repartidas carpetas de anillas, libros de texto y numerosos apuntes. Está sentado en el suelo, apoyado contra el borde del sofá, con una pierna bajo la mesita y la otra doblada y sosteniendo un libro abierto muy grande. Parece estar mucho mejor, se le ve más relajado con su camiseta verde favorita y unos vaqueros desteñidos, descalzo y con el pelo aún mojado tras la ducha.

—¡Gracias! —Aparta el libro de texto y toma la taza que le ofrezco. Se recuesta contra el sofá, soplando el café mientras que yo me siento en la moqueta con la espalda apoyada en la pared opuesta, bostezando y frotándome los ojos.

—Nunca había visto a nadie dormir con la cabeza colgando hacia atrás del respaldo de una silla de madera. ¿Es que el sofá no es lo suficientemente cómodo para ti? —Su cara se ilumina con una sonrisa—. Dime, ¿cómo diablos te has deshecho de todos ellos?

Le cuento mi sugerencia de ir a la feria y la mentira que he dicho sobre hacer de niñera.

—¿Y has conseguido convencer a Kit de que les acompañe a esa pequeña excursión familiar?

—Le he dicho que había recreativos en la feria.

—¿Los hay?

—Ni idea.

Nos echamos a reír. Pero el gesto divertido de Lochan pronto desaparece.

—¿Te ha parecido que Kit…? ¿Estaba…?

—Perfectamente bien, con su mala leche habitual.

Lochan asiente, pero sus ojos aún parecen preocupados.

—En serio, Lochan. Kit está bien. ¿Cómo va el repaso? —pregunto enseguida.

Empuja el enorme libro con disgusto y emite un suspiro entrecortado.

—No entiendo estas cosas. Y si el señor Parris las entendiera y nos las supiera explicar, al menos no tendría que aprenderlas yo solo con cualquier libro de la biblioteca.

Yo también me quejo interiormente. Tenía la esperanza de que esta tarde nos fuéramos por ahí a hacer algo —a dar un largo paseo por el parque o a tomar un chocolate caliente en el bar de Joe, o incluso darnos el capricho de ir al cine—, pero sólo quedan tres meses para los exámenes de Lochan e intentar estudiar durante las vacaciones de Navidad con los niños en casa todo el día va a ser una pesadilla. No puedo decir que yo esté preocupada por los míos. A diferencia de Lochan, sólo me matriculo de las asignaturas que me parecen más fáciles. Por su parte, mi extraño hermano ha decidido, por razones que solamente él entiende, apuntarse a las asignaturas más complicadas, como matemáticas y física, y también inglés e historia, en las que hay que escribir redacciones larguísimas. Me cuesta comprenderlo. Al igual que nuestro padre, Lochan es estudioso por naturaleza.

Sorbe su café distraídamente, coge el bolígrafo de nuevo, comienza a dibujar un complejo diagrama en un trozo de papel que tiene al lado y marca las distintas formas y símbolos en un código ilegible. Cierra los ojos un instante y procede a comparar el diagrama del papel con el del libro. Arruga la hoja, la tira al suelo disgustado y comienza a morderse el labio.

—Puede que necesites un descanso —sugiero levantando la vista del periódico que hay abierto a mi lado.

—¿Por qué diablos no me entra? —Me mira suplicante, como si yo pudiera ayudarlo por arte de magia. Contemplo su pálido rostro y sus ojeras, y pienso: «Porque estás agotado».

—¿Quieres que te pregunte la lección?

—Sí, por favor. Dame sólo un minuto.

Regresa a su libro de texto, con sus diagramas y sus garabatos, con los ojos entrecerrados por la concentración, y continúa mordiéndose el labio. Aburrida, echo un vistazo al periódico mientras mi mente piensa vagamente en los deberes de francés que tengo pendientes; decido que pueden esperar un poco más. Busco la sección de deportes pero no encuentro un solo artículo interesante y, hastiada, me tumbo boca abajo y cojo una de las carpetas de Lochan de la mesita. La hojeo, miro con envidia los folios llenos de redacciones, que siempre van acompañadas de símbolos y exclamaciones de alabanza. Solamente hay sobresalientes y matrículas. Me pregunto si el año que viene podría hacer pasar algunos de los trabajos de Lochan por míos.

Pensarían que me habría transformado en un genio de la noche a la mañana. Me fijo en uno de los ejercicios mas recientes, la redacción tiene menos de una semana y en los márgenes aparece la lista habitual de alabanzas. Pero lo que capta mi atención es el comentario de la profesora al final:

Tremendamente sugerente y una poderosa descripción de las vicisitudes internas de un hombre joven, Lochan. Ésta es una historia sobre el sufrimiento y la psique humana maravillosamente narrada.

Bajo este panegírico, en letras grandes, la profesora ha añadido: Por favor, considera al menos la posibilidad de leer esto en clase. Sería muy inspirador para los demás y podrías practicar antes de tu próxima exposición.

Me ha despertado la curiosidad, paso las páginas y comienzo a leer la redacción de Lochan. Trata de un hombre joven, un estudiante que vuelve a la universidad después de las vacaciones de verano para saber si ha obtenido ya el título. Se acerca al tumulto de alumnos que se agolpa junto a los tablones de notas y descubre, asombrado, que tiene un sobresaliente, el único en su clase. Pero en lugar de sentir euforia, siente un vacío, y al marcharse y separarse de la multitud de estudiantes que abrazan a sus angustiados amigos o celebran sus notas con los demás, nadie parece darse cuenta de su existencia, ni siquiera miran en su dirección. No recibe ni una sola felicitación. Lo primero que pienso es que se trata de alguna historia de fantasmas —que ese chico ha muerto en un accidente o algo por el estilo después de los exámenes finales—, pero compruebo que me he equivocado cuando uno de sus profesores lo saluda pronunciando mal su nombre. Se aleja de la facultad y atraviesa el patio mirando hacia arriba, a los edificios altos que lo rodean, evaluando cuál de ellos le garantizará una caída mortal.

Termino de leer la historia, levanto la cabeza de la página, aturdida y conmovida, impelida por la fuerza de la prosa, y me doy cuenta de que estoy al borde de las lágrimas. Echo un vistazo a Lochan, que está tamborileando los dedos en la moqueta, con los ojos cerrados canturreando una fórmula de física en voz baja. Intento imaginarlo escribiendo esta pieza trágica y conmovedora. Fracaso. ¿Quién podría concebir tal historia? ¿Quién podría ser capaz de escribir de forma tan vivida sobre algo a menos que hubiera experimentado semejante dolor, semejante desesperación, semejante aislamiento en sus propias carnes?

Lochan abre los ojos y me mira directamente.

—La circulación de un campo magnético a lo largo de una línea cerrada es igual al producto de µ por la intensidad neta que atraviesa el área limitada por la trayectoria. Oh, por Dios, ¡que esté bien!

—Tu historia es increíble.

Parpadea en mi dirección.

—¿Qué?

—La redacción de inglés que escribiste la semana pasada. —Miro las páginas que tengo en mi mano—. Grandes edificios.

La mirada de Lochan se agudiza de repente y veo que se pone tenso.

—¿Qué estás haciendo?

—Estaba hojeando tu carpeta de inglés y me he encontrado esto. —Lo sostengo en alto.

—¿Lo has leído?

—Sí. Es increíblemente bueno.

Mira hacia otro lado, parece sumamente incómodo.

—Se me ocurrió a partir de una historia que oí en la tele. ¿Me puedes preguntar la lección ahora?

—Espera… —Me niego a dejar que cambie de tema tan rápido—. ¿Por qué has escrito esto? ¿Sobre quién trata la historia?

—Sobre nadie. Sólo es una historia, ¿vale? —De pronto suena enfadado, sus ojos rehúyen los míos.

Aún tengo la redacción en la mano; no me muevo, lo miro fijamente, con dureza.

—¿Crees que trata sobre mí? No soy yo. —El tono de su voz se eleva, está a la defensiva.

—Vale, Lochan. De acuerdo. —Me doy cuenta de que no tengo más remedio que ceder.

Se está mordiendo el labio con fuerza, es consciente de que no me ha convencido.

—Bueno, ya sabes lo que pasa, a veces adaptas un par de cosas de tu propia vida, las cambias y exageras algunas partes —concede, dándome la espalda.

Inspiro profundamente.

—¿Alguna vez…? ¿Alguna vez te sientes así?

Me preparo para que me conteste airado. Pero en vez de eso se queda mirando con detenimiento la pared de enfrente.

—Creo… creo que todos nos sentimos así… de vez en cuando.

Me doy cuenta de que esto es lo más parecido a una confesión que voy a recibir y sus palabras me afligen.

—Pero sabes… ¿Eres consciente de que nunca estarás solo como el chico de la historia, no? —digo a trompicones.

—Sí, sí, por supuesto. —Se encoge de hombros.

—Porque Lochan, siempre tendrás a alguien que te quiere, que te quiere a ti y sólo a ti y más que a nadie en este mundo.

Nos quedamos callados un momento y Lochan vuelve a sus fórmulas, pero aún tiene las mejillas sonrojadas y estoy convencida de que no está estudiando. Miro de nuevo lo que garabateó la profesora al final de la hoja.

—Entonces, eh… ¿Has leído esto en voz alta en clase? —le pregunto animada.

Me mira y lanza un suspiro entrecortado.

—Maya, sabes que no valgo una mierda para ese tipo de cosas.

—¡Pero es muy bueno!

Me hace una mueca.

—Gracias, pero incluso aunque eso fuera cierto, no cambiaría nada.

—Oh, Lochie…

Dobla las rodillas y se recuesta en el sofá, volviendo la cabeza para mirar por la ventana.

—No sé… no sé qué diablos voy a hacer. —Parece estar pidiéndome ayuda.

—¿Has preguntado si puedes entregarlo como un trabajo escrito?

—Sí, pero todo es por culpa de esa loca de Australia. Te lo digo yo, lo ha hecho a propósito para hacerme hablar.

—Por los comentarios y las notas que te ha puesto, está claro que tiene muy buen concepto de ti… —señalo suavemente.

—No se trata de eso. Lo que quiere… Quiere que me convierta en una especie de orador —profiere una risa forzada.

—Igual ha llegado el momento de que te conviertas en uno —intento sugerir—. Sólo un poquito. Lo suficiente como para probar qué tal es.

Silencio prolongado.

—Maya, sabes que no puedo. —Se vuelve de improviso, mira por la ventana a dos chicos que hacen piruetas con bicis en medio de la calle—. Es… es como si las personas me abrasaran con sus miradas. Como si no quedara aire en mi cuerpo. Me entran esos estúpidos temblores, el corazón me late muy rápido, y las palabras… las palabras desaparecen. Mi mente se queda en blanco y ni siquiera puedo descifrar lo que he escrito en la hoja. No puedo hablar lo suficientemente alto como para que la gente me escuche, y sé que todo el mundo está esperando. Esperan a que me derrumbe para reírse de mí. Todos lo saben, saben que soy incapaz de hacerlo… —Se detiene, la sonrisa ha desaparecido de su cara, su respiración es rápida e irregular, da la impresión de creer que ha dicho demasiado. Se está frotando la llaga con el pulgar—. Dios, sé que esto no es normal. Sé que hay algo en mí que tengo que cambiar. Y… y lo haré, estoy seguro. Tengo que hacerlo. ¿Cómo voy a conseguir un trabajo si no? Encontraré la manera. No voy a ser así siempre… —Inspira profundamente y tira de su cabello.

—Pues claro que no —lo calmo de inmediato—. Una vez que hayas salido de Belmont, de todo ese estúpido sistema educativo…

—Pero aún tengo que encontrar la manera de superar la universidad… y después el trabajo… —Empieza a temblarle la voz y veo la desesperación en sus ojos.

—¿Has hablado de esto con la profesora de inglés? —pregunto—. Quizá podría ayudarte, ¿no crees? Darte algunos consejos. Seguro que es mejor que ese psicólogo inútil al que tuviste que ir. ¡Ese que te obligó a hacer ejercicios de respiración y te preguntó sí te amamantaron cuando eras un bebé!

Se echa a reír antes que yo.

—Ay, Dios, casi lo había olvidado. ¡Estaba como una cabra! —Se pone serio de repente—. Pero la cuestión es… la cuestión es que yo no… no puedo.

—Sigues repitiendo lo mismo —señalo sosegadamente—. Pero te subestimas demasiado, Lochie. Sé que podrías leer algo en voz alta en clase. Quizá no seas capaz de hacer una exposición entera, pero podrías acceder a leer alguna de tus redacciones. Algo corto, un poco menos personal. Mira, es como todo lo demás: una vez que das el primer paso, el segundo es muchísimo más fácil de dar —paro y sonrío—. ¿Sabes quién me dijo eso por primera vez?

Sacude la cabeza y pone los ojos en blanco.

—Ni idea. ¿Martin Luther King?

—Tú, Lochie. Cuando me enseñaste a nadar.

Sonríe brevemente al recordarlo, luego suspira despacio.

—Vale. Quizá podría intentarlo… —Me lanza una sonrisa burlona—. Maya la sabia ha hablado.

—¡Por supuesto! —Me pongo en pie de un salto y decido que en nuestro extraño día libre necesitamos un poco de diversión—. Y a cambio de toda esa sabiduría, ¡quiero que hagas algo por mí!

—Ay, ay, ay…

Enciendo la radio y sintonizo la primera cadena pop que encuentro. Me vuelvo hacia Lochan con los brazos extendidos. Él se queja echando hacia atrás la cabeza, sobre los cojines.

—Oh, Maya, ¡estás de broma!

—¿Cómo voy a practicar sin una pareja? —protesto.

—¡Pensaba que ya no querías bailar salsa!

—Eso es porque cambiaron las clases de la hora del almuerzo a después del colegio. En cualquier caso, he aprendido montones de movimientos nuevos con Francie. —Quito la mesita de delante, apilo los folios y los libros y le cojo de la mano—. ¡Ponte en pie, colega!

Hace una espectacular demostración de resistencia, pero obedece, murmurando disgustado algo sobre que no ha terminado los deberes.

—Voy a devolver un poco de flujo sanguíneo a tu cerebro —le digo.

Lochan intenta ocultar la vergüenza pero no lo consigue, está de pie en medio de la habitación con las manos en los bolsillos. Subo el volumen un par de decibelios, pongo una mano en la suya y la otra sobre su hombro. Empezamos con unos pasos sencillos. A pesar de que no deja de mirarse los pies, no es mal bailarín. Tiene ritmo y aprende pasos nuevos más rápido que yo. Le muestro los pasos que me ha enseñado Francie. En cuanto los aprende, todo marcha sobre ruedas. Me pisa los pies de vez en cuando, pero como vamos descalzos sólo consigue hacerme reír. Después de un rato empiezo a improvisar. Lochan me hace dar una vuelta y casi me estampa contra la pared. Lo encuentra realmente divertido e intenta repetirlo una y otra vez. El sol baña su rostro, las partículas de polvo crean remolinos en torno a su cuerpo que se reflejan en la luz dorada del atardecer. Está relajado y feliz y, de repente, por un breve instante, parece sentirse en paz con el mundo.

No pasa mucho tiempo hasta que nos quedamos sin aliento, sudando y desternillándonos. Después de un rato, el estilo de la música cambia. Ahora suena una melodía lenta, pero no importa, porque estoy demasiado mareada de dar vueltas y de reír como para continuar. Pongo los brazos alrededor de su cuello y me desmorono contra él. Noto que tiene el pelo húmedo pegado al cuello e inhalo su aroma a sudor fresco. Ahora que el rato de hacer tonterías se ha terminado, pienso que va a apartarse y a ponerse de nuevo con tos deberes de física, pero me sorprende ver que me rodea con los brazos y se balancea de un lado a otro. Estoy pegada a él; siento el latido de su corazón contra el mío, sus costillas que se expanden y se contraen rápidamente contra mi pecho, su aliento cálido haciéndome cosquillas a un lado del cuello y su pierna rozando mi muslo. Mis brazos descansan en sus hombros. Echo la cabeza hacia atrás para verle mejor la cara. Pero ya no sonríe.