Lochan
El verano da paso al otoño. El viento arrecia con fuerza, los días son cada vez más cortos, y las nubes grises y las lloviznas persistentes alternan con fríos cielos azules y fuertes brisas. Willa pierde su tercer diente, Tiffin intenta cortarse el pelo él mismo cuando una profesora sustituta le confunde con una chica y a Kit le expulsan tres días del colegio por fumar hierba. Mamá empieza a pasar sus días libres con Dave e incluso cuando trabaja, para evitar desplazarse diariamente, se suele quedar en el piso que él tiene encima del restaurante. En las raras ocasiones en que está en casa, no suele estar sobria durante mucho tiempo, y Tiffin y Willa han dejado de pedirle que juegue con ellos o que les arrope en la cama. Los viajes que hago al contenedor de vidrio después de que anochezca ya son frecuentes.
El trimestre se está acabando. Hay mucho que hacer y muy poco tiempo para hacerlo: los deberes se acumulan, olvido ir a hacer la compra, Tiffin necesita unos pantalones nuevos, Willa unos zapatos, hay que pagar las facturas, mamá pierde la chequera otra vez. A medida que va desapareciendo de forma gradual de la vida familiar, Maya y yo nos dividimos de forma tácita las tareas: ella limpia, ayuda con los deberes y acuesta a los niños; yo hago la compra, cocino, arreglo las facturas y recojo a Tiffin y Willa de la escuela. Sin embargo, hay algo que ninguno de los dos puede controlar: Kit. Ha empezado a fumar delante de todo el mundo, aunque lo mandemos a la puerta o a la calle. Maya le habla con calma sobre los riesgos que corre su salud y él se ríe en su cara. Yo intento decírselo con mayor firmeza y sólo me gano una retahíla de improperios. Los fines de semana sale con una pandilla de gamberros del colegio. Convencí a mamá de que me diera dinero para comprarle un móvil de segunda mano, pero nunca contesta cuando lo llamo. También le imploro que le imponga un toque de queda, pero casi nunca está en casa para que lo cumpla, y cuando lo está, sale hasta más tarde que él. Intento establecer yo mismo la hora límite, e inmediatamente Kit sale hasta más tarde aún, como si volver a la hora estipulada fuera un signo de debilidad, de rendición. Y entonces sucede lo inevitable: una noche no vuelve a casa.
A las dos de la mañana, tras llamarlo varias veces y que me conteste el buzón de voz, marco el número de mamá con desesperación. Está en un club en alguna parte; el ruido de fondo es ensordecedor: música, gritos, jaleo. Como la noche ya está avanzada, tiene la voz pastosa y no parece captar el hecho de que su hijo ha desaparecido. Ríe y se interrumpe cada poco para hablar con Dave, me dice que tengo que aprender a relajarme, que Kit ya es un hombrecito y que debería divertirme un poco. Estoy a punto de soltarle que Kit bien podría estar tirado en una cuneta cuando me doy cuenta de que estoy malgastando palabras. Con Dave finge que es joven de nuevo, libre de los obstáculos y responsabilidades de la maternidad. Nunca quiso crecer —recuerdo que nuestro padre dijo que una de las razones por las que se marchaba era porque la acusaba de ser una mala madre—, y el único motivo por el que se casaron fue porque se quedó accidentalmente embarazada de mí, un hecho que le gusta recordarme cada vez que tenemos una discusión. Y ahora que sólo me quedan unos meses para ser considerado oficialmente como un adulto, aún se siente más libre de lo que se ha sentido en años. Dave ya tiene familia. Ha dejado muy claro que no quiere responsabilizarse de nadie más. Así que ella lo mantiene alejado a propósito y sólo lo trae a casa cuando ya estamos todos durmiendo o cuando estamos en el colegio. Con Dave se ha reinventado a sí misma: ahora es una mujer joven atrapada en una historia de amor pasional. Se viste como una adolescente, se gasta todo el dinero en ropa y tratamientos de belleza, miente sobre su edad y bebe, bebe y bebe para olvidar que la juventud y la belleza ya están a sus espaldas, para olvidar que Dave no tiene intención de casarse con ella, para olvidar que al final del día no es más que una divorciada de cuarenta y cinco años atrapada en un trabajo que es un callejón sin salida y con cinco hijos no deseados. Sin embargo, el hecho de que comprenda las razones por las que se comporta como lo hace no mitiga mi odio.
Ya son las dos y media y estoy empezando a ponerme histérico. Estoy sentado en el sofá, situado estratégicamente para que la débil luz de la bombilla desnuda caiga directamente sobre mis libros. He estado esforzándome por leer mis apuntes durante al menos tres horas, las palabras garabateadas sangran unas sobre las otras, bailan por la página. Maya ha venido a darme las buenas noches hace más de una hora, con sombras púrpura contorneando sus ojos, sus pecas en fuerte contraste con la palidez de su piel. Yo aún llevo puesto el uniforme; como siempre, tengo las mangas manchadas de tinta, y llevo la camisa a medio abrochar. Desde lo más profundo del cráneo, un dolor punzante me atraviesa la sien derecha. Miro el reloj una vez más y un nudo de rabia y miedo me atenaza por dentro. Me quedo mirando mi reflejo fantasmagórico en el cristal oscurecido de la ventana. Me duelen los ojos, todo mi cuerpo palpita de estrés y cansancio. No tengo la menor idea de qué hacer. Una parte de mí quiere olvidar todo este asunto, irse a la cama y simplemente rezar para que Kit esté aquí para cuando me despierte por la mañana. Pero otra parte me obliga a recordar que es, poco más que un niño. Un niño infeliz y autodestructivo que se ha mezclado con la gente equivocada porque le proporcionan la compañía y la admiración que su familia no puede darle. Quizá se haya metido en una pelea, o podría estar inyectándose heroína, o quebrantando la ley y arruinando su vida antes de empezarla siquiera. O peor aún, podría ser la víctima de algún atracador, o de alguna banda rival, ya que su comportamiento le ha hecho ganar cierta reputación y enemigos en la zona. Podría estar tirado en el suelo por ahí, cubierto de sangre, apuñalado o con un disparo. Puede que me odie, que esté resentido conmigo, puede culparme por todo lo que va mal en su vida, pero si me rindo ya no le quedará nadie más. Su odio hacia mí habrá sido completamente justificado. Pero ¿qué puedo hacer? Se niega a compartir nada de su vida conmigo, así que no conozco a ninguno de los amigos con los que sale. Ni siquiera tengo una bici para ir a buscarlo por la calle.
El reloj ya marca las tres menos cuarto: han pasado casi cinco horas del toque de queda de Kit para el fin de semana. En realidad nunca llega a casa antes de las diez, pero tampoco se queda fuera hasta más tarde de las once. ¿Qué sitios de por aquí pueden estar abiertos a estas horas? Para entrar en las discotecas hace falta el carné de identidad. Él ha falsificado uno, pero hasta un idiota podría darse cuenta de que no tiene dieciocho años. Jamás, ni por asomo, ha llegado tan tarde.
El miedo repta por mi mente. Se enrosca sobre sí mismo, su cuerpo oprime las paredes de mi cráneo. No es un acto de rebeldía, le ha pasado algo. Kit tiene problemas y no hay nadie para ayudarle. Estoy empapado en sudor y tembloroso. No me queda otra opción que salir y caminar por la calle, buscar un bar abierto o una discoteca. Lo que sea. Pero antes tengo que despertar a Maya para que me llame si Kit vuelve. Mi mente retrocede y recuerda lo exhausta que parecía, y la mera idea de sacarla de la cama me pone enfermo, pero tengo que hacerlo.
El primer golpe que doy a la puerta es demasiado suave. No quiero despertar a los pequeños. Pero si Kit está herido o tiene problemas, no debo perder más tiempo. Bajo la manilla y empujo la puerta para abrirla. La luz de las farolas entra a través del hueco de las cortinas, iluminando su cara dormida, su pelo castaño esparcido sobre la almohada. Se ha deshecho de la sábana y duerme boca abajo, con las piernas y los brazos extendidos como una estrella de mar y las braguitas a la vista.
Me agacho y la toco con suavidad.
—¿Maya?
—Mmm… —Rueda hacia el otro lado en señal de protesta.
Lo intento otra vez.
—Maya, despierta, soy yo.
—¿Eh? —Se pone de lado, se apoya en el codo y se incorpora, mirándome aturdida, parpadeando bajo una cortina de pelo.
—Maya, necesito tu ayuda. —Las palabras me salen más alto de lo que pretendía, el creciente pánico se atasca en mi garganta.
—¿Qué? —De repente se ha puesto en alerta, trata de levantarse y se aparta el pelo de la cara. Enciende la luz de la mesita y entrecierra los ojos, mirándome—. ¿Qué ha pasado?
—Es Kit, no ha vuelto a casa y son casi las tres. Creo… creo que debería ir a buscarlo. Me da miedo que le haya ocurrido algo.
Se restriega los ojos y los abre de nuevo, como si intentara ordenar sus pensamientos.
—¿Aún está por ahí?
—¡Sí!
—¿Le has llamado al móvil?
Le cuento mis inútiles intentos para ponerme en contacto con Kit y con mamá. Maya salta de la cama y me sigue por el pasillo mientras busco mis llaves.
—Pero Lochie, ¿tienes alguna idea de dónde puede estar?
—No, pero tengo que buscar… —Hurgo en los bolsillos de mi chaqueta y luego en el montón de propaganda y facturas sin abrir de la mesa del recibidor, tirándolo todo al suelo. Las manos han empezado a temblarme.
—Dios, ¿dónde están las putas llaves?
—Lochie, no vas a encontrarlo pateándote toda la ciudad. ¡Podría estar en la otra punta de Londres!
Me doy la vuelta para mirarla.
—Entonces, ¿qué te parece que debo hacer?
Me sobresalta la fuerza de mi propia voz. Maya da un paso atrás.
Me detengo y exhalo un profundo suspiro, me pongo las manos sobre la boca y luego me las paso por el pelo.
—Lo siento. Es que… es que no sé qué hacer. Mamá decía cosas incoherentes por teléfono. ¡Ni siquiera he podido convencer a esa zorra para que venga a casa! —Me ahogo al pronunciar la palabra «zorra» y apenas encuentro aliento para terminar la frase.
—Vale —dice Maya rápidamente—. De acuerdo, Lochie. Me quedaré aquí y esperaré. Y te llamaré en cuanto llegue. ¿Llevas tu móvil?
Palpo los bolsillos de mis pantalones.
—No, mierda. Y las llaves tampoco.
—Aquí… —Maya alarga el brazo hasta el abrigo que tiene en la percha y saca su móvil y sus llaves. Los cojo y abro la puerta.
—¡Espera! —Me tira la chaqueta.
Me la pongo mientras me adentro en la fría brisa nocturna.
Está oscuro, todas las casas duermen salvo algunas que aún siguen iluminadas por la parpadeante luz azul de las pantallas de los televisores. El silencio es inquietante; escucho cómo los camiones transportan sus mercancías por la autopista a kilómetros de distancia. Camino a toda prisa hasta el final de nuestra calle y me dirijo a la avenida principal. El lugar está desierto, como si estuviera embrujado, y las persianas bajadas de las tiendas protegen sus lóbregos interiores. La basura de los puestos del mercado cubre la calle, un borracho se tambalea en la puerta del supermercado que abre las veinticuatro horas y dos mujeres jóvenes ligeras de ropa siguen su camino por la acera abrazadas, mientras sus voces estridentes resuenan en el aire nocturno. De repente, un coche que vibra al ritmo de una música machacona acelera por la calle, rozando al borracho y haciendo chirriar sus neumáticos al virar en la esquina. Veo a un grupo de chicos esperando en la puerta de un bar cerrado. Todos visten igual: sudaderas grises, vaqueros holgados que se deslizan por sus caderas y deportivas blancas. Pero cuando cruzo la calle y me dirijo hacia ellos, me doy cuenta de que son demasiado mayores para pertenecer a la pandilla de Kit. Rápidamente me doy la vuelta, pero uno de ellos me grita:
—Eh, ¿qué coño estás mirando?
Les ignoro y sigo adelante, con las manos en los bolsillos, luchando contra el instinto que me espolea para que acelere el paso. Como si fuesen lobos, detectan el olor del miedo. Por un momento creo que vienen tras de mí, pero sólo sus risas y palabrotas siguen mi estela.
Mi corazón continúa latiendo hasta que llego al final de la avenida y paso el cruce, con la mente funcionándome a toda velocidad. Ésta es la razón por la que un chaval de trece años no debería ir vagando por las calles a estas horas de la madrugada. Esos chicos estaban aburridos, borrachos, colocados o todo a la vez, y tenían ganas de pelea. No sería raro que alguno de ellos llevara algún tipo de arma encima: una botella rota o puede que un cuchillo. Los días de las simples peleas de puñetazos hace tiempo que quedaron atrás, especialmente en esta zona. ¿Qué posibilidades tendría un chico impulsivo como Kit contra una banda como aquella?
Está empezando a lloviznar y las luces de los taxis quiebran la oscuridad iluminando el asfalto mojado al pasar. Corro a ciegas por el cruce y un taxista gruñón me pita. Me seco el sudor de la cara con la manga de la chaqueta; la adrenalina corre por mi cuerpo. El aullido repentino de un coche de policía me sobresalta; el sonido desaparece en la distancia y vuelvo a saltar cuando una discordancia de ladridos histéricos estalla en mi bolsillo. Cuando saco el móvil de Maya tengo las manos temblorosas.
—¿Qué? —grito.
—Ya ha llegado, Lochie. Está en casa.
—¿Qué?
—Kit ha vuelto. Acaba de entrar por la puerta ahora mismo. Así que ya puedes volver. ¿Dónde estás?
—Estoy en el cruce de Bentham. Llego en un minuto.
Me meto el móvil en el bolsillo y me giro. El pecho se me agita y la respiración se entrecorta, veo pasar como un rayo las luces nocturnas de los coches. «Bueno, cálmate», me digo a mí mismo. Está en casa. Está bien. Pero siento cómo el sudor me recorre la espalda, y la presión que tengo en el pecho parece un globo a punto de explotar.
Estoy caminando demasiado rápido, respirando exageradamente deprisa, pensando a toda velocidad. Ha aparecido un dolor punzante en mi costado y el corazón me late con fuerza contra la caja torácica. Está en casa, me sigo diciendo. Está bien, pero no sé por qué no estoy más aliviado. De hecho, me siento realmente enfermo. Estaba tan seguro de que le había ocurrido algo malo… ¿Por qué evitaría contestar al móvil o llamar si no fuera así?
Mientras me acerco a casa, las farolas se emborronan y bailan, y todo parece extrañamente irreal. Las manos me tiemblan tanto que no puedo abrir la puerta. Las llaves de metal resbalan por los dedos pegajosos. Se me acaban cayendo al suelo, y tengo que apoyar las manos en la puerta para agacharme a por ellas sin perder el equilibrio. La puerta se abre de repente y con un traspié caigo a ciegas dentro del vestíbulo.
—Eh, ten cuidado. —La mano de Maya me sujeta.
—¿Dónde está?
De la sala de estar llega el sonido de risas enlatadas y me levanto para ir hacia allí. Kit está tumbado con un brazo bajo la cabeza, los pies sobre el sofá y se ríe de algo que han dicho en la televisión. Apesta a tabaco, alcohol y marihuana.
De pronto, toda la rabia que he reprimido durante tantos meses estalla como lava.
—¿Dónde coño has estado?
Le da vueltas al mando con la mano y se toma un momento antes de apartar por un segundo los ojos de la pantalla.
—Y a ti qué te importa. —Gira de nuevo la mirada hacia la televisión y comienza a reírse, subiendo el volumen para evitar la conversación.
Aprovecho su distracción para arrebatarle el mando a distancia.
—¡Devuélveme eso, gilipollas! —Se pone de pie al instante, me agarra el brazo y me lo retuerce.
—¡Son las cuatro de la mañana! ¿Qué cojones has estado haciendo?
Forcejeamos, intento empujarle pero es sorprendentemente fuerte. Una punzada de dolor se dispara en el brazo, subiendo de la mano al hombro, y el mando cae al suelo. Kit se agacha a por él y yo lo agarro por los hombros y lo empujo. Se abalanza sobre mí y se oye un chasquido cuando su puño entra en contacto con mi mandíbula, el dolor me ciega. Me tiro contra él agarrándole por el cuello, pierdo el equilibrio y le arrastro al suelo. Me golpeo la cabeza contra la mesita del café y, por un momento, las luces parecen apagarse, pero luego me reanimo y vuelvo a poner las manos alrededor de su garganta. Tiene la cara roja, los ojos abiertos y saltones. Me da patadas en el estómago repetidamente, pero no lo dejo escapar; no puede escabullirse aunque me esté dando rodillazos en la ingle. De pronto me doy cuenta de que alguien me está agarrando las manos, alguien se está metiendo, me grita, chilla en mi oído:
—¡Para, Lochie, para! ¡Vas a matarlo!
Lo dejo ir y él se zafa de mí, poniéndose a cuatro patas, tosiendo y vomitando hilos de saliva que cuelgan de su boca. Alguien me reduce por detrás, me sujeta los brazos a los lados, pero toda fuerza me ha abandonado ya y casi no puedo ni sentarme. Escucho los jadeos de Kit mientras se tambalea y se pone en pie, y, de repente, se abalanza sobre mí.
—¡Si vuelves a tocarme te mato! —Tiene la voz ronca y áspera.
Se marcha y oigo cómo retumban las escaleras de madera cuando sube. Escucho el llanto de un niño. Parece que el suelo vaya a abrirse a mis pies, pero la moqueta es sólida y la pared, dura y fría, sostiene mi espalda. A través de una tenue bruma veo a Willa envolver sus piernas alrededor de la cintura de Maya, mientas ésta la levanta con un abrazo y murmura:
—Vale, vale, mi amor, sólo han tenido una pelea tonta. Ya se ha arreglado. Vamos arriba y te meteré en la cama, ¿de acuerdo?
Salen de la habitación y los gemidos se atenúan, pero siguen martilleando en mi cabeza, una, y otra, y otra vez.
Las piernas me tiemblan mientras me dirijo a mi habitación. Una vez dentro, a salvo, me siento en la cama con los codos sobre las rodillas y pongo las manos sobre la boca y la nariz para dejar de hiperventilar. El dolor que tengo en el estómago envía pequeños calambres a través de mi cuerpo. Noto que el sudor corre por ambos lados de la cara y no puedo dejar de temblar. La aureola de luz de la bombilla que hay sobre mí se expande y se contrae creando puntos luminosos que bailan. El terror por lo que acaba de ocurrir ha empezado a alterarme. Hasta hoy, nunca me había peleado cuerpo a cuerpo con Kit, aunque esta noche la confrontación la he provocado yo, casi como si la deseara. Sinceramente, cuando lo tenía agarrado por la garganta no quería soltarlo. No entiendo lo que me está pasando. Creo que me estoy consumiendo. Kit llegó tarde a casa. ¿Y qué adolescente no lo hace? Los padres se enfadan con sus hijos, seguro. Les gritan, amenazan, tal vez insultan, pero no intentan estrangularlos.
Oigo un golpe en la puerta que sacude mi cuerpo. Es Maya, con un aspecto totalmente derrotado mientras se hunde contra el marco.
—¿Estás bien?
Asiento desesperado para que se marche, con las manos aún cubriéndome la boca, y soy incapaz de articular palabra. Me observa seria desde la penumbra; duda por un instante, luego enciende la luz y entra.
Me aparto las manos de la cara, apretando los puños para que dejen de temblar.
—Estoy bien —le digo con la voz ronca y entrecortada—. Deberíamos irnos a dormir.
—No tienes pinta de estar bien. —Cierra la puerta y se inclina sobre ella, sus ojos parecen enormes, su expresión indescifrable. No sé si está enfadada, horrorizada, asqueada…
—Maya, lo siento, he… he perdido los nervios… —El dolor me corroe.
—Lo sé, Loch, lo sé.
Quiero decirle lo mucho que lo siento. Quiero preguntarle si Willa está bien. Quiero pedirle que vaya a ver cómo está Kit, que se asegure de que no está haciendo las maletas para escaparse, que me tranquilice y me diga que no le he hecho daño, aunque sé que lo he hecho. Pero no puedo articular palabra. Lo único que inunda el aire es el sonido que produce mi respiración trabada. Me tapo otra vez la nariz y la boca con las manos para intentar amortiguar el sonido, aprieto los codos muy fuerte contra las rodillas para dejar de temblar, y de repente estoy meciéndome adelante y atrás sin saber por qué.
Maya se despega de la puerta, viene hacia mí y se sienta a mi lado en la cama.
Instintivamente, elevo el brazo para evitar que se acerque.
—Maya, no… no necesito…
Coge la mano que he extendido y tira suavemente de ella hasta ponerla en su regazo, mientras su pulgar frota mi palma con movimientos circulares.
—Intenta relajarte. —Su voz es suave… demasiado suave—. Está bien. Todos están bien. Willa se ha ido a dormir y Kit ya se ha calmado.
Me aparto de ella, lucho por liberar mi mano de la suya.
—Yo sólo… necesito dormir un poco.
—Lo sé, pero tienes que tranquilizarte primero.
—¡Lo estoy intentando!
Su rostro está contraído por la preocupación y soy consciente de que verme en este estado no va a conseguir sosegarla. Sus cálidos dedos reposan sobre mi muñeca, mueve la mano y me acaricia la parte interior del brazo. De algún modo, su caricia me reconforta.
—Lochie, no ha sido culpa tuya.
Me muerdo el labio con fuerza y me aparto.
—No ha sido culpa tuya —repite—. Lochie, lo sabes. Kit lleva años provocándote para pelearse así contigo. Cualquiera hubiera explotado.
Siento un nudo inamovible en la parte posterior de la garganta, una presión detrás de los ojos que me advierte lo que va a suceder.
—No puedes seguir culpándote por todo sólo porque seas el mayor. Nada de esto es culpa tuya. Ni el alcoholismo de mamá, ni la marcha de papá, ni el hecho de que Kit se haya puesto así. No podrías haber hecho nada.
No sé cómo ha averiguado todo esto. No entiendo cómo es capaz de leerme la mente de la forma en que lo hace. Giro la cara hacia la pared, negando con la cabeza para decirle que está equivocada. Aparto mi mano de la suya y me froto la mejilla, tratando de protegerla de su mirada.
—Lochie…
No. Ya no puedo con esto. No puedo, no puedo. Ni siquiera voy a poder sacarla de la habitación antes de que sea demasiado tarde. Me arden los ojos con un dolor que va en aumento. Si me muevo, si hablo, si parpadeo siquiera, voy a perder esta batalla.
Su mano toca mi hombro, acaricia mi espalda.
—No siempre va a ser así.
Una lágrima resbala por mi mejilla. Me llevo la mano a los ojos para detener la siguiente. De repente mis dedos están húmedos. Inspiro profundamente e intento aguantar la respiración, pero se me escapa un pequeño gemido.
—Oh… Loch, no. No… ¡No llores por esto! —Maya suena desesperada.
Me arrimo a la pared, deseando que todo desaparezca ahí dentro. Presiono el puño con fuerza contra mi boca. Entonces la respiración que he estado conteniendo explota y sale de mis pulmones con un violento sonido de asfixia.
—Eh, eh… —A pesar de su tono tranquilizador, reconozco una pizca de pánico—. Lochie, por favor, escúchame. Sólo escucha. Esta noche ha sido terrible, pero no es el fin del mundo. Sé que las cosas han sido muy, muy duras últimamente, pero no pasa nada, todo va bien. Kit está bien. Eres humano. Estas cosas pasan…
Intento secarme los ojos con la manga, pero las lágrimas siguen cayendo y no puedo entender por qué soy incapaz de detenerlas.
—Shh, ven aquí… —Maya trata de darme la vuelta para mirarme, pero yo la empujo con brusquedad. Lo intenta otra vez. Frenético, me zafo de ella con un brazo.
—¡No! Maya, ya basta, ¡por Dios! ¡Por favor! ¡Por favor! No puedo… ¡No puedo! —estallo en sollozos con cada palabra. No puedo respirar, estoy aterrorizado, me estoy desmoronando.
—Lochie, cálmate. Sólo quiero abrazarte, eso es todo. Deja que te abrace. —Su voz adopta el tono suave que usa cuando Tiffin o Willa están enfadados. No va a rendirse.
Rasco la pared con las uñas, sollozos violentos sacuden mi cuerpo como olas, las lágrimas me empapan la manga.
—Ayúdame. —No tengo aliento—. ¡No sé qué me pasa!
Maya se coloca en el espacio que hay entre la pared y yo y, de repente, ya no tengo ningún lugar en el que esconderme. Pone sus manos alrededor de mi cuello y me estrecha entre sus brazos. Intento resistirme una última vez, pero estoy agotado por el esfuerzo. Siento su cálido cuerpo contra el mío: vivo, familiar, reconfortante. Presiono mi cara contra la curva de su cuello, mis manos se aferran a su espalda, a su camisón, como si pudiera desaparecer en cualquier momento.
—Yo… yo no quería… no era mi intención… Maya, ¡yo no quería!
—Ya sé que no querías, Lochie. Ya lo sé, lo sé…
Me habla en voz baja, casi en susurros; uno de sus brazos me envuelve con fuerza, el otro me acaricia la cabeza. Me está meciendo suavemente, adelante y atrás. Me aferró a ella mientras los sollozos me acongojan, y tengo la sensación de que nunca podré parar.