Maya
Caminamos por el embarcadero de Chelsea. Me guardo la chaqueta y la corbata en la mochila; la brisa cálida del atardecer hace que mi falda me roce los muslos desnudos. El sol, que acaba de empezar a teñirse de naranja, salpica de gotas doradas la superficie escamosa del agua, musculada como el cuerpo de una serpiente. Este es mi momento favorito del día: la tarde casi extinguida, la noche aún por empezar, las horas que languidecen ante nosotros para difuminarse después en un oscuro crepúsculo. Muy por encima nuestro, los puentes están congestionados por el tráfico: autobuses sobrecargados, coches impacientes, ciclistas temerarios, hombres y mujeres que sudan dentro de sus trajes, desesperados por llegar a casa. Por debajo, los transbordadores y remolcadores cruzan las aguas. La grava cruje bajo nuestros pies mientras caminamos por la vasta y vacía extensión que hay entre los edificios de oficinas acristalados, más allá de los apartamentos de lujo que se apilan alzándose hacia el cielo. Hace tanto sol que el mundo parece un hueco de luz de un blanco apacible. Lanzo mi mochila a Lochan y comienzo a correr, a saltar y a brincar, y hago una voltereta con las manos apoyadas en el áspero camino granulado. El sol desaparece momentáneamente y nos sumergimos en una sombra azul al pasar bajo el puente. Nuestros pasos se magnifican de repente, su sonido rebota en el suave arco y sus cimientos, sorprendiendo a una paloma que vuela por el cielo. A poca distancia, a mi izquierda, y manteniendo un perímetro de seguridad con mis acrobacias, Lochan da grandes zancadas con las manos en los bolsillos y las mangas enrolladas hasta los codos. En sus sienes se aprecian los finos hilos que son sus venas, y las sombras bajo los ojos le confieren un semblante misterioso. Me observa con su mirada verde y brillante y me dirige una de esas medias sonrisas tan suyas. Sonrío y hago otra voltereta, y Lochan aprieta el paso para que coincida con el mío; parece ligeramente divertido. Pero cuando sus ojos se alejan, su sonrisa se desvanece y comienza a morderse los labios de nuevo. A pesar de que camina a mi lado, lo siento distante, una distancia indefinible. Incluso cuando su mirada se posa en mí, siento que no llega a verme del todo. Sus pensamientos están en otra parte, fuera de mi alcance. Pierdo el equilibrio al hacer una voltereta hacia atrás y tropiezo con él, prácticamente aliviada al sentir su solidez, su vigor. Se ríe brevemente y me endereza, pero enseguida vuelve a morderse el labio con los dientes rozándole la llaga. Cuando éramos pequeños hacía tonterías que lograban romper el hechizo, que lo sacaban de este estado, pero ahora es más difícil. Sé que hay cosas que no me cuenta. Algo le ronda por la cabeza.
Cuando llegamos a la zona de tiendas, compramos pizza y Coca-Cola para llevar y nos encaminamos hacia el parque de Battersea. En cuanto cruzamos sus puertas, nos dirigimos hacia el centro de la vasta extensión de hierba, lejos de la sombra de los árboles, y nos tendemos bajo el sol, que ya cae por el oeste y va perdiendo poco a poco su brillo. Con las piernas cruzadas, me examino una herida que tengo en la espinilla mientras Lochan se agacha, abre la caja de pizza y me da una porción. La cojo, extiendo las piernas y reclino la cabeza hacia atrás para que el sol me dé en la cara.
—Esto es mil veces mejor que salir con esos idiotas del colegio —le digo—. Ha sido una buena decisión marcharme cuando lo has hecho tú.
Mastica con firmeza, me lanza una mirada penetrante y sé que intenta leerme la mente, buscando un doble sentido a mis palabras. Me encuentro de lleno con su mirada, y la esquina de su boca se curva hacia arriba cuando se da cuenta de que estoy siendo realmente sincera.
Acabo de comer antes que él y me recuesto sobre los codos, observándole masticar. Es obvio que está muerto de hambre. Abro la boca para decirle que tiene salsa de tomate en la barbilla, pero cambio de opinión. Sin embargo mi sonrisa no pasa desapercibida.
—¿Qué? —me pregunta con una risa breve; traga el último bocado y se limpia las manos en la hierba.
—Nada. —Trato de contener la sonrisa, pero con el mentón manchado de rojo, el pelo alborotado, la camisa por fuera de los pantalones y los puños mugrientos de la camisa colgando libremente alrededor de sus manos, parece una versión más alta y morena de Tiffin al final de un agitado día escolar.
—¿Por qué me miras así? —insiste él, observándome con curiosidad, un tanto avergonzado ahora.
—Por nada. Sólo estaba pensando en lo que dice Francie de ti.
Un atisbo de recelo aparece en sus ojos. «Oh, no, otra vez no…».
—Al parecer tus hoyuelos son muy monos —reprimo una sonrisa.
—Ja, ja —sonríe, baja la mirada y arranca un poco de hierba mientras el rubor asciende por su cuello.
—Y tienes unos ojos cautivadores, o lo que sea que signifique eso.
Una mueca de vergüenza aparece en su rostro.
—Vete a la mierda, Maya. Te lo acabas de inventar.
—No me lo invento. Te lo juro, ella dice cosas así. ¿Qué más? Ah, sí: dan ganas de besuquearte la boca.
Se atraganta y me baña en Coca-Cola.
—¡Maya!
—¡No es broma! ¡Esas fueron sus palabras!
Ahora se ha sonrojado y mira fijamente la lata de refresco.
—¿Puedo acabármelo o todavía tienes sed?
—No cambies de tema —respondo riendo.
Me mira travieso y sorbe lo que queda en la lata.
—Incluso dijo que te vio a través de la puerta abierta del vestuario de chicos y que parecías muy…
Me da una patada de modo cariñoso, pero me ha hecho daño.
Estoy confundida. Parece que está bromeando, pero en el fondo da la sensación de estar molesto. Creo que, sin darme cuenta, he cruzado una línea invisible.
—De acuerdo. —Levanto las manos en señal de rendición—. Pero captas la idea, ¿no?
—Sí, muchas gracias. —Sonríe irónicamente otra vez para demostrar que no está enfadado y luego vuelve la cara en dirección al viento.
Se hace un largo silencio y cierro los ojos, notando el último rayo de sol veraniego en el rostro. La tranquilidad es desconcertante. Los gritos sordos de la gente que juega nos llegan desde lo que parecen miles de kilómetros de distancia. En algún lugar entre los árboles, un perro profiere un par de ladridos cortos y agudos. Me tumbo boca abajo y apoyo la barbilla en las manos. Lochan no se ha dado cuenta de que le estoy observando; todos los signos de diversión se han borrado de su cara. Tiene los codos sobre las rodillas dobladas y mira el parque. Sé que está meditando. Le escudriño el rostro en busca de algún signo de enfado, pero no encuentro ninguno. Sólo tristeza.
—¿Estás bien?
—Sí. —No se vuelve a mirarme.
—¿En serio?
Está a punto de decir algo pero se queda en silencio. En su lugar, empieza a frotarse la llaga del labio con el lateral del pulgar.
Me incorporo, extiendo el brazo y tiro suavemente de su mano para apartársela de la cara. Sus ojos se vuelven hacia los míos.
—Maya, no voy a salir con Francie.
—Lo sé. Está bien. No importa —digo rápidamente—. Lo superará.
—¿Por qué estás tan interesada en que salgamos?
De repente me siento muy incómoda.
—No lo sé. Supongo… Supongo que pensé que si salías con una amiga mía al menos podría seguir viéndote. No te… Sería menos probable que te fueras.
Frunce el ceño sin comprender.
—Es que pienso que si conoces a alguien el año que viene en la universidad… —Siento una pequeña aflicción que aflora de la parte posterior de mi garganta. No puedo terminar la frase—. A ver, me encantaría, pero no… Estoy asustada.
Me mira serio durante un rato.
—Maya, sabes de sobra que no voy a dejarte, ni a ti ni a los demás.
Fuerzo una sonrisa y bajo la mirada, tirando de las briznas de hierba. «Pero un día lo harás —no puedo evitar pensar—. Un día todos vamos a abandonar al resto para formar nuestras familias. Porque así funciona el mundo».
—Para ser sincero, dudo que alguna vez salga con alguien —dice Lochan en voz baja.
Alzo los ojos sorprendida. Me mira a mí y luego hacia otro lado, y un silencio incómodo se instala entre nosotros.
No puedo evitar sonreír.
—Eso es una tontería, Loch. Eres el chico más guapo de Belmont. Todas las chicas de mi clase están locas por ti.
Silencio.
—¿Me estás diciendo que eres gay?
Las comisuras de su boca se contraen en un gesto divertido.
—¡Si hay una cosa que sé es que no soy gay!
Suspiro.
—Es una lástima. Siempre pensé que sería genial tener un hermano gay.
Lochan se ríe.
—No pierdas la esperanza. Aún te quedan Kit y Tiffin.
—¿Kit? Ya, ¡claro! Corre el rumor de que ya tiene novia. Francie jura que le vio besando a una chica de un curso superior en una clase vacía.
—Esperemos que no la deje embarazada —dice Lochan con sarcasmo.
Me estremezco e intento desterrar ese pensamiento de mi cabeza. Ni siquiera me apetece pensar en Kit con una chica. Sólo tiene trece años, por Dios.
Suspiro.
—Nunca he besado a nadie, a diferencia de la mayoría de chicas de mi clase —confieso en voz baja, pasando los dedos por la hierba alta.
Se vuelve hacia mí.
—¿Y? —dice suavemente—. Sólo tienes dieciséis años.
Arranco unos tallos y hago un puchero.
—Dieciséis años y nunca me han besado… ¿Y tú? ¿Alguna vez…? —Me interrumpo con brusquedad, pues me doy cuenta de lo absurdo de mi pregunta. Trato de pensar en un modo de darle la vuelta, pero es demasiado tarde: Lochan ya está rascando la tierra con las uñas, el rubor asciende por sus mejillas.
—Sí, ¡claro! —resopla con sorna evitando mi mirada, con toda su determinación puesta en el pequeño hoyo que está cavando en la tierra—. Como si… ¡Como si eso fuera a ocurrir! —Suelta una breve carcajada y me mira como si implorase que me uniera a él, y bajo la vergüenza veo el dolor en sus ojos.
Instintivamente, me acerco más, pero me detengo antes de aproximarme del todo y me limito a apretarle la mano. Me odio por mi falta de consideración.
—Loch, no siempre va a ser así —le digo con delicadeza—. Un día…
—Sí, algún día —sonríe con forzada despreocupación y se encoge de hombros, en un gesto breve y despectivo.
De nuevo, nos invade el silencio. Le miro a través de la difusa luz de la tarde que ya toca a su fin.
—¿Lo piensas alguna vez?
El duda, las mejillas aún sonrojadas, y por un momento creo que no va a responder. Continúa arañando la tierra, evitando deliberadamente mi mirada.
—Por supuesto —lo dice tan bajo que durante un instante creo que me lo he imaginado.
Le miro fijamente.
—¿Con quién?
—En realidad con nadie en concreto… —Aún se niega a alzar los ojos, pero, aunque cada vez está más incómodo, no está tratando de evitar la conversación—. Simplemente creo que en algún lugar debe haber… —Sacude la cabeza como si se diera cuenta repentinamente de que ha dicho demasiado.
—¡Eh, yo también! —exclamo—. En algún rincón de mi mente tengo la idea del hombre perfecto. Pero ni siquiera creo que exista.
—A veces… —empieza Lochan, pero luego se detiene.
Espero a que continúe.
—¿A veces…? —Le ayudo con delicadeza.
—Desearía que las cosas fueran diferentes —toma aliento con fuerza—. Desearía que no fuera todo tan jodidamente complicado.
—Lo sé —digo en voz baja—. Yo también.