CAPÍTULO CINCO

Lochan

Rememoro esa frase una y otra vez en los días que siguen. Es un modo de borrar todo lo demás: el terrible incidente con Tiffin y Willa, la pelea con mi madre, el infierno incesante que es el colegio. Cada vez que me niego a responder una pregunta en clase, cada momento que paso solo inclinado sobre un libro, me recuerda lo que mi familia piensa de mí. Que soy patético. Un bicho raro socialmente inepto. Un hijo adolescente que no puede hacer un solo amigo, por no hablar de tener novia. Lo intento, de veras que lo intento. Cosas pequeñas, como preguntarle la hora a mi compañero. Pero cuando lo hago, tiene que inclinarse hacia el pasillo y pedirme que le repita la pregunta. Ni siquiera yo puedo escuchar el sonido de mi voz. Aún no lo entiendo del todo… Conseguí hablar con el personal de la escuela la tarde en que Tiffin y Willa desaparecieron. Pero era una emergencia, y el terror de la situación hizo que superara cualquier turbación que pudiera sentir. Hablar con adultos es soportable; lo que me resulta imposible es hablar con gente de mi edad. Así que sigo repitiendo las palabras de Maya en mi cabeza. Después de todo, quizá haya alguien que no se sienta avergonzado de mí. Puede que haya un miembro en mi familia a quien no haya defraudado por completo.

Pero sigue habiendo un vacío en mi interior que crece hasta convertirse en una cueva. Me siento terriblemente solo todo el tiempo. A pesar de que en clase estoy rodeado de compañeros, hay una pantalla invisible entre nosotros, y grito tras la pared de cristal, grito en mi propio silencio, grito para que me vean, para hacer un amigo, para caerles bien. Y sin embargo, cuando una chica amable de mi clase de matemáticas se acerca a mí en el comedor y me dice: «¿Te importa que me siente aquí?» sólo asiento velozmente y le doy la espalda, rogando a Dios que no intente entablar una conversación. Y en casa, aunque nunca estoy solo, es prácticamente igual de difícil. Nunca se está en silencio, pero Kit aún está en su etapa diabólica, Tiffin sólo está interesado en su Game Boy y en sus amigos del fútbol, y Willa es dulce, pero aún es un bebé. Suelo jugar con los pequeños al Twister o al escondite, les ayudo con los deberes, les doy de comer, les preparo el baño y les leo cuentos por las noches, y al mismo tiempo tengo que mostrarme alegre delante de ellos, ponerme la maldita máscara, y a veces tengo miedo de que se rompa. Tan sólo con Maya puedo ser yo mismo. Compartimos juntos esta carga y ella siempre está de mi lado, a mi lado. No quiero necesitarla, depender de ella, pero lo hago. Lo hago de veras.

A mediodía me siento a pasar la tarde, tan larga, en mi sitio habitual, mientras contemplo cómo la fría luz avanza despacio a través del hueco de la escalera que tengo a mis pies. De pronto oigo unos pasos que vienen del piso de arriba y me asusto. Bajo la mirada hasta mi libro. A mis espaldas, las pisadas se detienen y noto cómo se me acelera el pulso. Alguien pasa por mi lado en los escalones. Noto que una pierna roza la manga de mi camisa y me concentro en la página borrosa que hay ante mí. Horror de los horrores: los pasos se detienen justo a mi lado.

—¡Hola! —exclama una voz femenina.

Me estremezco. Me obligo a levantar la cabeza y mi mirada se cruza con la de unos ojos marrones que pertenecen a alguien a quien reconozco vagamente. Me lleva unos segundos recordar quién es. Se trata de la chica que siempre va con Maya. Ni siquiera puedo acordarme de su nombre. Y me está mirando con una amplia sonrisa.

—¡Hola! —repite.

Me aclaro la garganta.

—Hola —digo entre dientes.

No estoy seguro de que me haya oído. Su mirada es inexpugnable y parece que está esperando algo más.

—Las horas —comenta, mirando mi libro—. ¿No es una película?

Asiento.

—¿Es bueno? —Es impresionante lo empeñada que está en entablar una conversación. Asiento otra vez y vuelvo a mi lectura—. Soy Francie —dice, sin dejar de sonreír.

—Lochan —respondo.

Levanta las cejas con un expresivo ademán.

—Lo sé.

Mis dedos crean hendiduras húmedas en las páginas del libro.

—Maya siempre habla de ti.

No hay nada sutil en esta chica. Tiene el pelo rizado y la piel oscura, que contrasta con el pintalabios rojo sangre, y lleva puesta una falda obscenamente corta y unos aros de plata enormes en las orejas.

—Sabes quién soy, ¿verdad? ¿Me has visto por ahí con tu hermana?

Asiento de nuevo; las palabras se evaporan en cuanto llegan a mi garganta. Empiezo a morderme el labio.

Francie me mira con expresión pensativa y una sonrisita.

—No eres muy hablador, ¿verdad?

La cara me empieza a arder. Si no fuera amiga de Maya, estaría huyendo de ella escaleras abajo ahora mismo. Pero Francie parece sentir más curiosidad que diversión.

—La gente dice que hablo por los codos —continúa alegremente—. Les molesta.

«A mí me lo vas a contar».

—Tengo un mensaje para ti —suelta de pronto—. De tu hermana.

Me pongo en tensión.

—¿Qué… qué mensaje?

—Nada importante —dice de inmediato—. Sólo que tu madre va a llevar a tus hermanos y a tu hermana a McDonald’s esta noche, así que no tienes que volver a casa corriendo. Maya quiere que te reúnas con ella en el buzón de correos que hay al final de la calle cuando terminen las clases.

—¿Ma… Maya te ha pedido que ven… vengas y me digas eso? —pregunto, contando con que se ría de mi tartamudeo.

—Bueno, no exactamente. Te iba a mandar un mensaje por el móvil, pero al final se ha tenido que quedar a terminar un trabajo, así que he pensado que podría venir y decírtelo yo misma.

—Gracias —murmuro.

—Y… También quería invitarte a tomar algo en Smileys con Maya y conmigo, ya que por una vez ninguno de los dos tenéis que volver a casa enseguida.

La observo, mudo.

—¿Es eso un sí? —Me mira esperanzada.

La mente se me ha quedado en blanco. Por más que quiera, no doy con una excusa.

—Eh… Bueno, está bien.

—¡Guay! —Su cara se ilumina—. ¡Te veo en el buzón después de clase!

Y se marcha tan rápido como llegó.

Cuando suena el timbre que marca el fin de la jornada guardo mis cosas en la bandolera con las manos temblorosas. Soy el último en salir de clase. Me zambullo en la corriente de estudiantes que abarrota el pasillo, logro llegar al lavabo y me encierro en un cubículo. Después de orinar me siento sobre la tapa cerrada del inodoro e intento calmarme. Cuando salgo, me detengo frente a los espejos. El rostro pálido que me devuelve la mirada bajo la luz de la tarde tiene los ojos de un verde brillante, como los de un alienígena. Me inclino sobre el lavabo, abro el grifo y me lavo la cara con el agua helada, hundiendo las mejillas en los cuencos poco profundos que forman mis manos. Quiero esconderme aquí para siempre, pero alguien golpea la puerta y no me queda más remedio que marcharme.

Maya y Francie están al otro lado de la calle, de pie la una al lado de la otra junto al buzón de correos, hablando aceleradamente e inspeccionando la multitud. Tengo que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para no darme la vuelta, pero la expectación en el rostro de Maya me hace seguir caminando hacia delante. En cuanto me ve, su cara se ilumina con una sonrisa de satisfacción.

—¡Pensaba que nos ibas a dejar plantadas! —susurra.

Sonrío otra vez y asiento, notando las palabras correr por mi mente como un río de burbujas efervescentes.

—Bueno, ¡vamos chicos! —exclama Francie tras un silencio incómodo—. ¿Vamos al Smileys sí o no?

—Por supuesto —dice Maya, y se gira para seguir a su amiga, su mano rozando la mía en un gesto tranquilizador o, quizá, de agradecimiento.

Por suerte, Smileys está vacío a estas horas. Elegimos una pequeña mesa redonda al lado de la ventana y me escondo detrás del menú, con la lengua frotando la piel áspera que tengo bajo el labio.

—¿Os estáis alimentando bien últimamente? —quiere saber Francie.

Maya me mira y yo sacudo sutilmente la cabeza.

—¿Compartimos un poco de pan de ajo? —sugiere Francie—. Me muero por una Coca-Cola.

Maya se inclina hacia atrás en su silla para captar la atención del camarero, y Francie se vuelve hacia mí.

—Bueno, ¿estás ansioso por salir pitando de Belmont?

Bajo el menú y asiento forzando una sonrisa.

—Tienes mucha suerte —continúa Francie—. En sólo nueve meses te habrás librado de este infierno.

Maya termina de pedir y se incorpora al monólogo, que hasta a Francie le cuesta mantener.

—Lochan va a ir a la Escuela Universitaria de Londres —anuncia Maya con orgullo.

—Bueno, no, yo… Estoy intentando que me admitan.

—Ya es casi seguro.

—Mierda, ¡debes ser muy listo! —exclama Francie.

—Lo es —asiente Maya—. Va a sacar cuatro sobresalientes.

—¡Joder!

Me estremezco e intento captar la atención de Maya para suplicarle que no siga. Quiero rebatir lo que ha dicho, quitarle importancia, pero noto cómo el calor me sube a la cara y las palabras se evaporan de mi mente en el mismo instante en que intento pronunciarlas.

Maya me da suavemente con el codo.

—Francie tampoco es tonta —dice—. De hecho, es la única persona que conozco que se puede tocar la punta de la nariz con la lengua.

Todos nos reímos. Respiro otra vez.

—¿Crees que es broma? —me desafía Francie.

—No…

—Está siendo educado —le explica Maya—. Creo que necesitará una demostración.

Francie está más que dispuesta a realizarla. Se sienta derecha, extiende la lengua tanto como puede, la curva hacia arriba y se toca la punta de la nariz. Su mirada bizca completa la representación.

Maya se echa contra mí alegremente y me doy cuenta de que yo también me estoy riendo. Francie es simpática. Mientras esto no dure demasiado, creo que sobreviviré.

De repente se forma un barullo en la entrada. Francie se da la vuelta en su silla e identifica a un grupo de alumnos de Belmont por sus uniformes.

—¡Eh, chicos! —grita Francie—. ¡Aquí!

Entran con estrépito, y con la mirada ya un poco nublada, reconozco a un par de chicas de la clase de Maya, a un chico de otro curso y a Rafi, el chico de mi clase de inglés. Se saludan y se dan palmadas en la espalda, juntan dos mesas y aproximan más sillas.

—¡Whitely! —exclama Rafi asombrado—. ¿Qué diablos estás haciendo aquí?

—Yo sólo, eh… Mi hermana…

—¡Está pasando el rato con nosotras! —exclama Francie—. ¿Es eso un crimen? Es el hermano de Maya, ¿no lo sabías?

—Sí, ¡pero no pensaba que le vería en un sitio como éste! —No hay maldad en la risa de Rafi, tan sólo auténtica sorpresa, pero todo el mundo me está observando y las otras dos chicas han empezado a cuchichear entre ellas.

Maya está haciendo las presentaciones y, aunque escucho las voces, no encuentro sentido alguno a lo que dicen. Emma, que ha intentado acercarse descaradamente a mí desde que empezó el curso, está empeñada en hacerme participar en la conversación. Su inesperada aparición, justo cuando empezaba a relajarme, combinada con el hecho de que todos me conocen por ser el raro de la clase, de pronto me parece demasiado, y me siento aprisionado en una especie de claustrofóbica pesadilla. Sus palabras son como martillos que golpean mi cráneo. Me dejo arrastrar por la marea y noto que empiezo a ahogarme. Sus bocas se mueven bajo el agua, se abren y se cierran, leo los signos de interrogación en sus rostros. La mayoría de sus preguntas se dirigen a mí, pero el pánico ha hecho que mis sentidos se amortigüen. No puedo distinguir una frase de otra, todo se ha transformado en un manto de ruido. De improviso arrastro mi silla hacia atrás y me pongo de pie, agarrando la bandolera y la chaqueta. Murmuro algo sobre que me he dejado el móvil en el colegio, levanto la mano en signo de despedida y me encamino hacia la puerta.

Camino por una calle, luego por otra. Ni siquiera sé adonde voy. De repente me siento estúpidamente al borde del llanto. Cuelgo la chaqueta sobre la bandolera y paso la cinta por mi hombro. Camino tan rápido como puedo, con el aire raspando mis pulmones; el sonido del tráfico queda ahogado por el latido frenético de mi corazón. Escucho pasos rápidos detrás de mí e instintivamente me aparto para dejar pasar al que corre, pero es Maya la que me agarra por el brazo.

—Para, Lochie, por favor… Me está entrando flato…

—Maya, ¿qué diablos haces aquí? Vuelve con tus amigos.

Me coge la mano.

—Lochie, espera…

Me detengo y doy un paso atrás, alejándome de ella.

—Mira, agradezco tu esfuerzo, pero prefiero que me dejes solo, ¿vale? —Mi voz aumenta de tono—. No te he pedido ayuda, ¿de acuerdo?

—¡Eh, eh! —Da un paso hacia mí tendiéndome la mano—. No estaba intentando hacer nada, Loch. Todo ha sido idea de Francie. Yo sólo he ido con ella porque me dijo que estabas de acuerdo.

Me paso la mano por el pelo.

—Dios, esto ha sido un maldito error. Y encima ahora me he marchado y te he avergonzado delante de tus amigos…

—¿Estás loco? —Se ríe, toma mi mano y me balancea el brazo mientras nos ponemos en marcha otra vez—. ¡Me alegro de que te hayas marchado! Así me has dado una excusa para irme yo también.

Miro el reloj y me relajo un poco.

—Vaya, pues como por una vez mamá cuida de los niños, tenemos toda la tarde libre. —Levanto una ceja dejando ver mis intenciones.

Maya se echa el pelo hacia atrás y una sonrisa ilumina su rostro; sus ojos se abren aún más, con expresión animada.

—Oh, ¿estabas pensando en huir del país?

Sonrío.

—Es tentador… Pero creo que estaba pensando en algo como ver una película.

Ella levanta la cabeza y mira al cielo.

—Pero hace sol. ¡Aún parece que sea verano!

—Vale, entonces elige tú.

—Vamos a pasear —dice.

—¿A pasear?

—Sí. Podemos coger un autobús hasta el puerto de Chelsea. Vamos a cotillear las casas de los ricos y famosos y a pasear junto al río.