CAPÍTULO TRES

Lochan

Mi madre parece exhausta bajo la rigurosa luz gris de la mañana. En una mano custodia una taza de café y en la otra un cigarrillo. Su pelo descolorido es una maraña y el rímel se le ha corrido formando unos manchurrones en forma de media luna bajo sus ojos inyectados en sangre. Lleva la bata de seda rosa anudada sobre un camisón muy corto. Su aspecto desaliñado es un claro signo de que Dave no se ha quedado a pasar la noche. De hecho, ni siquiera recuerdo haberles oído entrar. En las contadas ocasiones en que vienen a casa, se oye el golpe de la puerta principal, risas apagadas, el sonido de las llaves al caer en la entrada. Se escucha cómo se mandan callar el uno al otro y más golpes secos, seguidos de unas carcajadas cuando él intenta subirla a cuestas por la escalera. Los demás han aprendido a dormir a pesar de ello, pero yo siempre he tenido el sueño ligero y sus voces ebrias me obligan a ser consciente de todo, incluso aunque cierre los ojos con fuerza e intente ignorar los gruñidos, los gritos y el sonido acompasado de los muelles de la cama que provienen de la habitación principal.

El martes es el día libre de mamá, lo que significa que, para variar, prepara algo parecido a un desayuno y lleva a los niños al colegio. Pero ya son las ocho menos cuarto y Kit aún no ha aparecido, Tiffin está desayunando en ropa interior y Willa no tiene calcetines limpios, hecho del que se lamenta a todo aquel que la escuche. Traigo el uniforme de Tiffin y le obligo a vestirse en la mesa, ya que mamá parece incapaz de hacer mucho más que dar sorbitos de café y fumar un cigarrillo tras otro en la ventana. Maya va en busca de unos calcetines para Willa y escucho cómo golpea la puerta de Kit y le grita algo sobre las consecuencias que habrá si llega tarde. Mamá apura su último cigarrillo y viene a sentarse a la mesa con nosotros. Nos cuenta unos planes para el fin de semana que sé que nunca se harán realidad. Willa y Tiffin comienzan a hablar al mismo tiempo encantados con la atención que les presta y olvidan su desayuno. Siento que los músculos se me tensan.

—Tenéis que salir de casa en cinco minutos y antes debéis acabaros el desayuno.

Mamá me coge por la muñeca cuando paso por su lado.

—Lochie Loch, siéntate un momento. Nunca tengo un rato para hablar contigo. No solemos sentarnos así a la mesa. Como una familia.

Me trago mi frustración con un esfuerzo monumental.

—Mamá, debemos estar en el colegio en quince minutos y tengo un examen de matemáticas a primera hora.

—Ay, ¡qué serio! —Tira de mí y me sienta en la silla que hay a su lado; ahueca la mano y la posa en mi mejilla—. Mírate, estás pálido y estresado. Siempre estás estudiando. Cuando yo tenía tu edad era la chica más guapa del colegio y todos los chicos querían salir conmigo. Solía hacer campana, ¡e iba a pasar el día al parque con uno de mis novios! —Guiña el ojo con complicidad a Tiffin y Willa, que estallan en un arrebato de risas.

—¿Besaste a tu novio en la boca? —pregunta Tiffin con una risita perversa.

—Pues claro, y no sólo en la boca. —Me guiña el ojo y se pasa los dedos por el pelo enredado con una sonrisa infantil.

—¡Puaj! —Willa balancea violentamente sus pies bajo la mesa y echa su cabeza hacia atrás en señal de disgusto.

—¿Le chupaste la lengua? —Tiffin insiste—. ¿Como en la tele?

—¡Tiffin! —espeto de golpe—. Deja de ser tan desagradable y termínate el desayuno.

Tiffin coge la cuchara de mala gana, pero en su rostro aparece una risita cuando mamá asiente rápidamente con una mueca traviesa.

—¡Puaj, qué asco! —Tiffin empieza a hacer sonidos de arcadas y entonces llega Maya, que intenta persuadir a Kit para que entre.

—¿Qué da asco? —pregunta mientras Kit se escabulle malhumorado hacia su silla y deja caer su cabeza en la mesa con un ruido.

—No quieras saberlo —comienzo a decir deprisa, pero Tiffin le contesta de todos modos.

Maya esboza una mueca.

—¡Mamá!

—Sí, genial, esa historia me ha abierto el apetito de repente —interviene Kit, irritado.

—Tienes que comer algo —insiste Maya—. Aún estás creciendo.

—No lo está. ¡Está encogiendo! —se carcajea Tiffin.

—Cállate, pedazo de mierda.

—Loch, ¡me ha llamado «pedazo de mierda»!

—Siéntate Maya —dice mamá con una sonrisa empalagosa—. ¡Ah! Miraos todos, tan listos con vuestros uniformes. Y aquí estamos, ¡tomando el desayuno todos juntos como una familia!

Maya fuerza una sonrisa mientras unta mantequilla en la tostada y la coloca en el plato de Kit. Noto que mi pulso empieza a acelerarse. No puedo marcharme hasta que todos estén listos o será una buena oportunidad para que Kit se escape del colegio y mamá retenga a Tiffin y Willa hasta media mañana. Y no puedo llegar tarde; no porque tenga el examen… sino porque no puedo ser el último que entre en clase.

—Tenemos que marcharnos —informo a Maya, que intenta convencer a Kit para que desayune, aunque él sigue con la cabeza apoyada en los brazos.

—Ay, ¿por qué tienen tanta prisa esta mañana mis bichitos? —exclama mamá—. Maya, ¿conseguirás que tu hermano se calme? Mírale… —Me frota el hombro, su mano me quema la tela de la camiseta—. Está muy tenso.

—Loch tiene un examen y vamos a llegar tarde de verdad si no nos marchamos ya —le explica Maya cuidadosamente.

Mamá aún tiene su otra mano apretada con fuerza alrededor de mi muñeca, lo que me impide levantarme para coger mi habitual taza de café.

—¿No estarás nervioso por culpa de un estúpido examen, verdad, Loch? Porque hay cosas más importantes en la vida, ya lo sabes. Lo último que debes hacer es convertirte en un empollón como tu padre, siempre con las narices metidas en un libro, viviendo como un mendigo sólo para conseguir uno de esos inútiles doctorados. Y mira en qué se convirtió por culpa de esa educación tan pija de Cambridge… ¡En un maldito poeta, por el amor de Dios! —Resopla burlonamente.

Kit levanta la cabeza repentinamente y pregunta con desprecio:

—¿Cuándo ha suspendido Lochan un examen? Lo que le pasa es que tiene miedo de llegar tarde y de que…

Maya le amenaza con meterle la tostada en la garganta. Me desengancho del apretón de mamá y me muevo nervioso por la sala de estar, recogiendo mi chaqueta, la cartera, las llaves y la bandolera. Me encuentro con Maya en el pasillo y me dice que vaya delante, que ella se asegurará de que mamá se marche a tiempo con los pequeños y de que Kit vaya al colegio. Le aprieto el brazo en señal de agradecimiento y me voy, corriendo por la calle desierta.

Llego al colegio con un margen de pocos segundos. El enorme edificio de hormigón se alza ante mí, extendiendo sus tentáculos hacia el exterior, absorbiendo los demás bloques pequeños y feos de pasillos vacíos y galerías interminables. Consigo llegar a la clase de matemáticas antes de que entre el profesor arrastrando los pies y comience a repartir los exámenes. Tras la carrera de casi un kilómetro tengo la vista nublada por el esfuerzo y apenas puedo ver. El señor Morris se detiene junto a mi pupitre y contengo la respiración.

—¿Estás bien, Lochan? Parece que hayas corrido la maratón.

Asiento rápidamente y cojo el folio que tiende hacia mí sin ni siquiera mirarle.

Comienza el examen y la clase se sume en el silencio. Me encantan los exámenes. Siempre me han gustado, no importa el tipo que sean. Siempre y cuando sean por escrito y duren toda la clase. Siempre que no tenga que hablar o levantar la mirada del papel hasta que suene el timbre.

No sé cuándo empezó a sucederme esto, esta cosa, pero su intensidad aumenta, me envuelve, me sofoca como una hiedra venenosa. Crecí con ella, creció dentro de mí. Nuestros contornos se difuminaron, nos convertimos en algo amorfo, escurridizo, reptante. A veces consigo distraerme, engañarme a mí mismo para no darle vueltas, convencerme de que estoy bien. En casa con mi familia, por ejemplo, puedo ser yo mismo, ser normal otra vez. Hasta ayer por la noche. Hasta que sucedió lo inevitable; hasta que por fin los pajaritos de Belmont difundieron la noticia de que Lochan Whitely es un bicho raro socialmente inepto. Aunque Kit y yo nunca nos hemos llevado demasiado bien, tengo la sensación de que está avergonzado de mí: un sentimiento horrible, paralizante, que se hunde en mi pecho. Tan sólo pensar en ello hace que el suelo se incline bajo mi silla. Siento como si estuviera en una pendiente resbaladiza, y lo único que puedo hacer es caer hacia abajo en picado. Lo sé todo sobre sentirse avergonzado por un miembro de tu familia. He deseado muchas veces que mi madre actuara en público como le corresponde a su edad, aunque no lo haga en privado. Avergonzarse de alguien que te importa es terrible, te corroe. Y si dejas que te afecte, si abandonas la lucha y te rindes, con el tiempo la vergüenza se convierte en odio.

No quiero que Kit se avergüence de mí. No quiero que me odie, incluso aunque a veces yo también siento que le odio. Pero ese niño desorientado, lleno de ira y resentimiento, sigue siendo mi hermano, es mi familia. Y la familia es lo más importante. A veces mis hermanos me vuelven loco, pero son sangre de mi sangre. Son todo lo que conozco. Mi familia soy yo. Son mi vida. Sin ellos estoy solo en el mundo.

Los demás son extraños, desconocidos. Nunca se convierten en amigos. E incluso si lo hicieran, si por algún milagro encontrara el modo de conectar con alguien que no fuera de mi familia, ¿cómo podría compararse con aquellos que hablan mi idioma y saben quién soy sin tener que decírselo? Incluso aunque pudiera mirarlos a los ojos, hablarles sin que se me enredaran las palabras en la garganta, incapaces de salir al exterior, incluso si sus miradas no grabaran marcas a fuego en mi piel y no me hicieran desear salir corriendo a miles de kilómetros, ¿cómo podría preocuparme por ellos del modo en que lo hago por mis hermanos y hermanas?

Suena el timbre y soy el primero en levantarme de la silla. Cuando paso entre las filas de alumnos, siento que todos me observan. Me veo esculpido en sus ojos: el chico que siempre se entierra en la parte de atrás de cada clase, el que nunca habla, el que siempre se sienta solo en las escaleras de fuera durante el recreo, inclinado sobre un libro. El chico que no sabe cómo hablar con los demás, que niega con la cabeza cuando un profesor le pregunta en clase, que está ausente cuando hay que hacer alguna presentación. Con los años han aprendido a dejarme en paz. Cuando llegué aquí se burlaban de mí, me avasallaban, pero con el tiempo se aburrieron. De vez en cuando algún alumno nuevo ha intentado conversar conmigo. Y yo he tratado de responder, de veras que sí. Pero cuando sólo puedes contestar con monosílabos, cuando la voz te falla por completo, ¿qué más puedes hacer? ¿Qué pueden hacer ellos? Con las chicas es peor, en especial estos días. Se esfuerzan más, son más tenaces. Algunas incluso me preguntan por qué no hablo nunca… Como si pudiera responder a eso. Ligan conmigo e intentan hacerme sonreír. Sus intenciones son buenas, pero lo que no entienden es que su mera presencia hace que quiera morirme.

Hoy, gracias a Dios, me dejan en paz. No hablo con nadie durante toda la mañana. Veo pasar a Maya por el comedor. Nuestras miradas se cruzan y luego ella se vuelve hacia la chica que siempre va a su lado parloteando y pone los ojos en blanco. Sonrío. Mientras me llevo a la boca algunos bocados del blando pastel de carne, veo que hace como si escuchara a su amiga, Francie, pero sigue mirándome a mí, poniéndome caras para hacerme reír. Su camisa de uniforme nueva, varias tallas más grande de lo necesario, le cuelga sobre la falda gris, algunos centímetros más corta de lo debido. En lugar de los zapatos reglamentarios, que ha perdido, lleva unos blancos con cordones. Va sin calcetines, y una gasa grande, bajo la que asoman varios rasguños, le cubre la rodilla. Su cabello castaño le llega hasta la cintura, largo y recto como el de Willa. Unas cuantas pecas salpican sus pómulos, acentuando la palidez natural de su piel. Incluso cuando está seria, sus ojos azules y profundos siempre tienen una luminosidad que indica que está a punto de sonreír. Durante el último año ha pasado de ser simplemente bonita a convertirse en hermosa, de una forma inusual, delicada y desconcertante. Los chicos le hablan sin parar… de un modo que me inquieta.

Después de comer cojo el libro de Romeo y Julieta, que en realidad ya leí hace unos años, y me oculto en el cuarto peldaño de la escalera del ala norte, fuera del edificio de ciencias, que es el que se usa con menos frecuencia. De este modo paso las horas muertas, a gusto en mi soledad. Mantengo el libro abierto por si alguien se acerca, pero no estoy de humor para leerlo otra vez. En vez de eso, observo desde el lugar en que estoy sentado cómo un avión deja una estela blanca en el intenso azul del cielo. Miro el pequeño aparato, encogido por la distancia, y me maravillo ante la vasta extensión que se abre entre toda la gente que hay dentro de ese enorme y atestado avión, y yo.